El pasado fin de semana se llevó a cabo en Hamburgo, Alemania, la reunión anual del G-20. Se trata del grupo de los países más industrializados del mundo, a los cuales se suman algunos pocos otros “en vías de desarrollo”. En su interior se desarrollan debates sobre la perspectiva de los asuntos globales, intentando llegar a ciertos “consensos”.
Desde el punto de vista de la reunión en sí, esta ocasión resultó novedosa por ser la primera con Donald Trump como presidente de los EEUU. El mandatario norteamericano ganó sus elecciones con una retórica de fuerte ruptura (por derecha) con el “statu quo” mundial. Prometió entre otras cosas acabar con el libre comercio y levantar barreras proteccionistas, impedir la inmigración desde los países latinos y musulmanes, luchar contra toda restricción a las formas de energía contaminantes, poner un freno a la expansión de China, establecer relaciones más amigables con Rusia, etc.
Estas propuestas chocan de frente con el consenso globalizador-liberal existente en el mundo en los últimos años. Pero este “statu quo” contra el que combate Trump no se trata solamente de una fotografía de un pasado ya finalizado, ni de un conjunto de “resabios” de esa época. Se trata de una fuerza política muy viva en el mundo, empezando por la región anfitriona de la reunión: la Unión Europea, dirigida a todos los efectos prácticos desde la Alemania de Merkel. La mandataria germana es una de las principales defensoras de ese viejo consenso globalizador-liberal, y se encuentra por esa razón en las antípodas de Trump (dentro del campo común del capitalismo imperialista, vale aclarar).
Pero quizás más importante aún, los giros propuestos de Trump van en contramano de los intereses de la principal potencia ascendente del mundo, que le pelea cada vez más a EEUU el dominio de la economía mundial. Se trata del gigante chino, que debe todo su crecimiento explosivo a la misma globalización neoliberal que Trump aparece (formalmente) cuestionando.
En estas condiciones, se produce una paradoja. EEUU sigue siendo la primera potencia mundial, tanto en el terreno económico como militar. Pero su gobierno se encuentra políticamente en minoría en el mundo. El resto de las grandes potencias, y detrás de ellas casi todo el resto del mundo, siguen aferradas a los viejos “consensos” globalistas.
Esto es, desde el punto de vista del contenido, lo que se reflejó en la reunión del G-20. En asuntos tales como el libre comercio y las medidas contra el cambio climático, se expresó en cierta forma un bloque de los 19 países restantes, mientras EEUU quedó en minoría. Sin embargo – y esto es lo esencial de esta cumbre-, esta aparente división no llegó en ningún momento a producir una ruptura: la sangre “no llegó al río”. Por el contrario, EEUU obtuvo concesiones en todos los rubros fundamentales, dejando contemplados sus intereses en todos los aspectos de las “resoluciones” de la reunión. Vale aclarar también que dichas “resoluciones” son solamente un discurso, y no tienen ninguna efectividad práctica.
Así es como EEUU consiguió que se establezca, en la resolución sobre cambio climático, que “se toma nota” de la salida de EEUU de los Acuerdos de París. Es decir, al mismo tiempo que se sostiene formalmente que los acuerdos son “irreversibles”, se evita condenar a la principal potencia imperialista del planeta por salir de ellos, negar la realidad del cambio climático y seguir apostando a las formas de energía contaminantes.
Algo similar ocurrió en el terreno del libre comercio, donde EEUU consiguió que se incluyera en las resoluciones una concesión a las posibles medidas proteccionistas, con una fraseología ambigua.
Otro aspecto muy esperado de la reunión del G20 es que en su marco se desarrolló la primera reunión cara a cara entre Trump y Putin. Este encuentro se realizó en un clima marcado por la fuerte campaña que existe en EEUU denunciando la presunta colaboración entre el gobierno ruso y la administración Trump. Esto incluye las acusaciones hacia Putin de haber interferido en las elecciones norteamericanas, y otras formas de entendimiento ilegal y connivencia en distintos terrenos. En el terreno judicial, dicha campaña amenaza con desembocar en un “impeachment” de Trump, que podría hacerlo saltar por los aires del sillón presidencial.
Pese al alto voltaje político de la reunión, no parece haber trascendido demasiado. Se sabe que se extendió durante más de dos horas y que recorrió muchos temas de interés común. Pero el único elemento significativo que salió a la luz pública se refiera a la cuestión de Siria. Allí ambos gobiernos habrían pactado impulsar una tregua que afecte a las regiones del suroeste del país (relativamente cercanas a la capital Damasco y donde se combina la influencia regional de Israel y de Jordania). Todavía no está claro el alcance que pueda tener esta tregua, aunque viene en la misma tónica que los últimos acuerdos realizados entre Siria, Rusia, Turquía e Irán, y que llevó desde la caída de Alepo a una dinámica de pactos de “reconciliación” locales.
En este cuadro general de relativa chatura, lo más interesante del G20 (por lo menos a simple vista y en base a lo que llegó a trascender públicamente), es lo que ocurrió puertas afueras del mismo.
Durante varios días, se desarrollaron muy fuertes disturbios, con cientos de manifestantes combatiendo a brazo partido contra las “fuerzas del orden”. La extensión de estos choques se hace visible en la enorme cantidad de policías heridos: las cifras más conservadoras dicen que se trata de más de doscientos. Habiendo movilizado el Estado alemán más de 20 mil efectivos, y debiendo inclusive pedir refuerzos para contener la situación, se hace evidente que el grado de resistencia debió ser muy grande.
Es muy probable que el núcleo de dicha resistencia hayan sido los “black-blocks” de tipo anarquista, que dan enorme importancia a este tipo de combates callejeros, especialmente en ocasiones como las grandes reuniones emblemáticas del imperialismo. Sin embargo, por lo menos a primera vista resulta sorprendente la fuerza organizativa desplegada: ya sea porque la resistencia haya abarcado a sectores más amplios, o porque exista un crecimiento numérico y de capacidad operativa de ese “núcleo duro”, en cualquier caso los combates parecen haber superado en extensión a los que son habituales en los últimos años.
Esto puede significar una creciente oposición entre la juventud europea a las políticas neoliberales, al imperialismo y la “austeridad”, que encuentran en el G-20 su máxima expresión. Algunos elementos de radicalización política parecen estar desarrollándose, por lo menos entre sectores de vanguardia del movimiento juvenil anticapitalista. Es necesario estudiar más profundamente el fenómeno para conocer sus verdaderas características, pero a primera vista parece indicar la posibilidad de una evolución hacia la izquierda, con rasgos más combativos y contestatarios. Considerando que en el último período la resistencia hacia los gobiernos “austericidas” se procesó centralmente a través de fallidas experiencias electorales reformistas (siendo la de Syriza en Grecia la más emblemática), la existencia de prolongados y violentos enfrentamientos callejeros podría señalar el comienzo de un nuevo ciclo de resistencia, sobre nuevas bases y con nuevos rasgos. Esta perspectiva sería enormemente progresiva, reabriendo el combate para frenar la ofensiva derechista en todo el globo.
Por Ale Kur, 13/7/17