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Ago - 24 - 2017

El fin de semana del 12 de agosto ocurrieron hechos de gran importancia en Estados Unidos. En la ciudad de Charlottesville (Virginia), se realizó una muy visible movilización racista impulsada por neonazis, miembros del Ku Klux Klan y otros grupos similares, en defensa de un monumento histórico que posee una fuerte carga “supremacista blanca”. En respuesta a ella se organizó una contramanifestación de grupos antifascistas. Pero esta terminó en un gravísimo ataque: un ultraderechista embistió con su auto a los manifestantes, asesinando a una de ellas e hiriendo a muchos otros. La víctima, Heather D. Heyer, era una joven de 32 años, activista por los derechos civiles. El asesino, un joven blanco de 20 años llamado James Alex Fields, simpatizante del nazismo.

El origen de la movilización fascista fue la decisión del concejo de la ciudad de remover la estatua del general Robert Lee, quien comandó a las tropas de la Confederación en la guerra civil norteamericana (1861-1865). La Confederación era el bando de los once Estados esclavistas del sur del país, que vivían de las plantaciones donde trabajaban millones de esclavos provenientes de África y sus descendientes. El triunfo de la Unión (los estados del Norte) llevó a la abolición de la esclavitud, liberando a más de cuatro millones de personas de su yugo. Si bien la Confederación fue disuelta y su causa derrotada, muchos de sus Estados continuaron levantando abiertamente la memoria de sus “héroes” y reivindicando sus símbolos (como la bandera confederada). Dichos símbolos persisten todavía hasta el día de hoy, siendo fuente de una enorme polémica.

En los últimos años, el problema racial se volvió enormemente candente en Estados Unidos. Los muy frecuentes asesinatos de afroamericanos a manos de las “fuerzas de seguridad” generaron grandes revueltas y movilizaciones, que dieron nacimiento al movimiento “Black Lives Matter”. Este responde no solamente al racismo del Estado y de sectores reaccionarios de la sociedad, sino a la situación de marginación, pobreza y explotación a la que se encuentran sometidos millones de afroamericanos.

El triunfo de Trump echó más leña al fuego: su perfil es abiertamente racista, y en el centro de su base político-social se encuentran grupos “supremacistas blancos” como el KKK, los neonazis y la “derecha alternativa” (“alt-right”). Dichos grupos jugaron un importante rol en su campaña electoral, son su principal soporte ideológico y salen a la calle en defensa de su gobierno.

En este caldo de cultivo, la discusión sobre los monumentos a los generales confederados actuó como catalizador de una enorme polarización político-social. Los grupos fascistas que defienden a Trump tomaron como una cuestión de principios la defensa de sus símbolos, pero más aún, lo consideraron la ocasión ideal para lanzar una contraofensiva, mostrándose públicamente de manera provocadora y buscando generar un “shock” mediático.

Por otro lado, el gobierno de Trump viene debilitado, sin capacidad de establecer un equipo de gobierno estable, sin poder hacer pasar gran parte de sus medidas, y sin poder mostrar ningún gran éxito en el terreno económico. Su popularidad parece estar en retroceso, y esto se combina con el enorme odio que genera entre los sectores progresistas de la sociedad, en las minorías, etc.

Así es como el escenario quedó planteado para el choque entre los dos campos políticos. Los grupos fascistas convocaron en Charlottesville a una movilización con la consigna “unir a la derecha”, incluyendo a conocidos oradores de la “derecha alternativa”, y dándole de esta manera un perfil nacional a su actividad. En el campus de la universidad realizaron una siniestra marcha de antorchas recordando la estética de los linchamientos racistas de la época clásica del Ku Klux Klan. En los alrededores del monumento se movilizaron por las calles desplegando sus símbolos (esvásticas y otros) y cantando slogans racistas, antisemitas, homofóbicos y xenófobos. Entre esos especímenes se encontraba el asesino que atropelló de manera deliberada a los antifascistas (recordándole de paso al mundo que el terrorismo no es propiedad exclusiva de ISIS o del islamismo).

A lo largo de la jornada se desataron fuertes enfrentamientos entre los fascistas y los antifascistas, totalizando por lo menos 34 heridos. Las imágenes de estos choques recorrieron el país desatando una fuerte crisis política y obligando a Trump a posicionarse públicamente. Pero es precisamente aquí donde el presidente norteamericano nuevamente mostró la hilacha: en sus declaraciones sostuvo que la culpa era de “ambos bandos” por generar violencia, evitando de esa manera una condena a los grupos de ultraderecha. Esto desató una ola de indignación en Estados Unidos, con críticas de un amplio espectro de sectores políticos y sociales. La crisis se agravó aún más, replicándose las movilizaciones tanto de los antirracistas como de los “supremacistas blancos”.

La caída de Steve Bannon

La crisis abierta por Charlottesville terminó de precipitar otro acontecimiento: la caída en desgracia de Steve Bannon, principal asesor y estratega de Donald Trump. Bannon es a su vez el jefe principal de la publicación “Breitbart News”, medio de comunicación insignia del nuevo nacionalismo norteamericano. Esta corriente es la que sustenta la filosofía política de Trump: pone en el centro de la escena al sujeto norteamericano blanco, occidental, en contraposición con los extranjeros, los musulmanes, los inmigrantes latinos, etc. Las idea-fuerza de la campaña de Trump “hacer a América grande de vuelta” y “América primero” son los emblemas de esta concepción.

Tras los acontecimientos de Charlottesville, Bannon debió abandonar su puesto de “jefe de estrategia” de la Casa Blanca, ante una creciente presión del resto del gabinete. Esto fue precipitado precisamente por ser visto como el ala “radical” del nacionalismo reaccionario de Trump, como el principal instigador de las simpatías ultraderechistas del gobierno.

Sin embargo, las tensiones venían ya de mucho antes. El problema de fondo es que la agenda nacionalista de Bannon fue vetada desde un comienzo por el “establishment” norteamericano, que veía como una grave amenaza los giros propuestos por aquel. Entre ellos se encontraban la propuesta de un reacercamiento con Rusia (rápidamente obstaculizado por los organismos de “seguridad nacional” como el Pentágono, el FBI, la CIA, etc.), una mayor dureza en el enfrentamiento comercial con China, el levantamiento de barreras arancelarias, una política mucho más dura contra la inmigración, etc.

El choque del “establishment” imperialista con Trump se hizo visible en los cambios ministeriales que se le impusieron: la salida temprana del general Michael Flynn como asesor de Seguridad Nacional y su reemplazo por el general H.R McMaster, mucho más “tradicional”. Este último, como representante del “statu quo” vigente durante décadas en la política norteamericana, se encargó (junto a otros altos funcionarios) de poner en caja a Steve Bannon, relegándolo cada vez más. Otros choques similares culminaron en la salida de otros importantes asesores de Trump y de su jefe de gabinete, Reince Priebus.

Poco antes de ser despedido, Bannon realizó importantes declaraciones en los medios de comunicación. Señaló que EEUU se encuentra en una “guerra económica” con China y que, peor aún, la está perdiendo. Advirtió que, de seguirse ese curso, en unos 5 o 10 años se produciría un “punto de inflexión sin retorno”, en el cual China sobrepasaría a EEUU como potencia hegemónica mundial. De esta manera lanzaba agresivamente su campaña por el establecimiento de mayores tarifas arancelarias y otras formas de sanción comercial contra China. Otros cortocircuitos también incluyeron la cuestión de Corea del Norte, donde Bannon señaló que “no había opción militar” sobre la mesa, contradiciendo las amenazas de Trump. El nacionalismo imperialista de Bannon prefiere evitar por el momento las aventuras militares externas, priorizando la hegemonía mundial por medios comerciales.

Los graves acontecimientos de Charlottesville, la crisis política desatada y la caída de Bannon ponen en evidencia que la situación de EEUU está muy lejos de ser estable. Por el contrario, se acumulan graves problemas de fondo, que remiten en última instancia a su retroceso como potencia hegemónica mundial, a su declive económico-comercial y a su perdida relativa de influencia geopolítica.  La administración de Trump (caracterizada por su “heterodoxia”, su carácter de “outsider” frente a los códigos del mundo político, sus exabruptos, su personalidad agresiva y desagradable, etc.) agrava estos problemas al exacerbar las tensiones políticas internas y externas, aumentando la inestabilidad y generando una enorme polarización. De continuar por esta vía, queda inclusive en cuestión la permanencia en el cargo de Trump, acosado también por las investigaciones judiciales (que mantienen en el horizonte la perspectiva de un posible “impeachment” en el mediano plazo). Importantes sectores de la propia burguesía norteamericana se preguntan si está apto para el cargo, como ilustran varios titulares en medios de comunicación como el New York Times, el Washington Post, etc.

Por otra parte, el crecimiento en la actividad de los grupos fascistas plantea más que nunca la necesidad de la más amplia movilización popular (incluyendo elementos de autodefensa), con la perspectiva de derrotar al reaccionario gobierno de Trump. Es necesario tirarlo abajo para acabar con los ataques racistas y asegurar los derechos de todos los grupos oprimidos de Norteamérica y del mundo. La presencia de un personaje de este tipo al frente de la primera potencia mundial (especialmente en un contexto de crisis e inestabilidad), entraña un enorme peligro para la humanidad. Su caída a manos de la movilización de los de abajo sería un enorme triunfo, que abriría las puertas para una verdadera salida a la crisis, que ponga en el centro a los explotados y oprimidos.

Por Ale Kur, SoB 436, 24/8/17

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