El estado de la crisis económica mundial
José Luis Rojo
Hace dos años escribíamos en estas mismas páginas que el rescate económico que se había llevando a cabo desde los estados había evitado la caída en una depresión. Sin embargo, nos apresurábamos a adelantar que si ese rescate económico no se destinaba a la producción de valor real, si persistía la dificultad para destruir los capitales excedentarios entorpeciendo un salto inversor que creara nuevas condiciones para la creación de riqueza, esas deudas se harían impagables.
Eso es lo que está ocurriendo hoy: las inmensas deudas están llevado casi al quebranto a varios estados de la Unión Europea. Sobre todo Grecia, pero también Italia y España, están amenazadas de bancarrota. Una bancarrota que, de producirse, haría estallar el euro (y, seguramente, a la Unión Europea tal como la conocemos hasta hoy), sumiendo a la economía mundial en depresión. Aunque más abajo volveremos sobre cómo caracterizar la crisis, adelantamos que con la definición de “depresión” nos referimos no tanto a la profundidad de la crisis (que no ha llegado todavía a emular la de los años 30), sino más al fenómeno histórico de que se desarrolla a lo largo de un amplio período.
De ahí que el centro de la crisis (y de las mayores preocupaciones) en el último período esté en Europa. De momento, es el eslabón más débil de la economía mundial, con todas las miradas colocadas en la evolución de la crisis en Grecia.
Para enfrentar esta crisis de las deudas soberanas es que ha llegado la hora de los súper ajustes, a costa de casi “golpes de Estado” impuestos de espaldas a cualquier mecanismo democrático, incluso de la limitada democracia burguesa. Su objetivo: llevar a la práctica durísimas recetas de ajuste económico, dejando su implementación en manos de sus beneficiarios directos: funcionarios vinculados a los intereses de la banca.
Es en este contexto donde emerge la gran noticia de 2011 tratada en el editorial de esta edición: la indignación contra las insoportables condiciones de vida bajo la crisis capitalista se ha vuelto un fenómeno universal.
En lo que sigue, y a cuatro años de una crisis que no termina, haremos a un sucinto repaso de sus rasgos, que podrían configurar realmente la primera depresión del siglo XXI.
1. Una crisis “interminable”
En los últimos meses de 2011, el vértigo en los mercados pareció volver a asemejarse al que le sucediera a la caída de Lehman Brothers. Las bolsas mundiales perdían millones y el pesimismo retornaba a los actores económicos. El FMI se adelantaba a esta situación publicando un informe dónde afirmaba que las perspectivas económicas para 2012 se habían deteriorado. Robert Zoellick, presidente del Banco Mundial hasta mediados de este año, reforzaba las expectativas negativas alertando que el mundo se estaba introduciendo nuevamente en “zona de peligro”.
Sin embargo, con el inicio del nuevo año, los malos augurios parecen haberse invertido. En Wall Street se espera superar la cota de los 13.500 puntos, el máximo alcanzado antes del 2008. Las buenas noticias económicas de EE.UU. parecen sorprender a los analistas, la crisis en la Unión Europea aparece “distendiéndose” conforme el plan para Grecia avanza, y si bien se espera un crecimiento algo menor al de los últimos años en los países BRIC y demás emergentes, en todo caso están lejos de cualquier escenario recesivo.
Pero bajo la superficie de este respiro coyuntural siguen latentes todas las bombas de tiempo de la crisis, como señalaba en un reciente artículo Nouriel Roubini al identificar los “cuatro riesgos que esconde la economía mundial” para el 2012.
En el punto más alto ubica, evidentemente, la recesión en la eurozona, un subproducto directo de la austeridad fiscal, de una crisis del crédito del sistema bancario que se agrava cada vez más, y, sobre todo, del peligro de un colapso desordenado de la deuda griega. Un riesgo que fluctúa continuamente de las estimaciones a la baja a la posibilidad de que vuelva a escalar rápidamente. Todo en el marco de que la austeridad fiscal extrema puede convertir la recesión griega en una depresión que genere una explosión de furia popular, haciendo estallar por los aires el gobierno actual.
En segundo lugar, Roubini señala la pérdida de dinamismo de China y el resto de Asia, incluyendo a la India, Taiwán, Corea del Sur y Japón. Y en el tercero, señala que a pesar de que los indicadores estadounidenses de las últimas semanas hayan sido sorprendentemente alentadores, el impulso de crecimiento de EE.UU. podría estar llegando a su máximo, como producto de varios factores. Entre ellos identifica el ajuste fiscal ya en curso, el fin de la asistencia fiscal de los últimos años (en el marco de que el consumo privado seguirá débil), una demanda externa que no repunta, con un dólar demasiado fuerte en un escenario de desaceleración de la economía mundial y precios del petróleo que siguen elevados, incrementando los costos y dificultando el crecimiento.
Por último, y vinculado a este aspecto, Roubini destaca los riesgos geopolíticos asociados a la situación en Medio Oriente, ataque militar israelí a Irán y rebelión popular en el mundo árabe mediante, factores que podrían hacer escalar aún más el precio del petróleo.
El FMI se ocupaba de abrir el paraguas en enero pasado cuando señalaba que la situación económica seguía siendo “muy frágil”, consciente de la continuidad de los dramáticos problemas estructurales subyacentes más allá de los vaivenes de la coyuntura y de los cambiantes estados de ánimo de los operadores de bolsa, analistas y funcionarios.
Todos los pronósticos dependen, en gran medida, de si Grecia cae en abierta bancarrota o no. En medio de una de las más grandes movilizaciones ocurridas en ese país desde la explosión de la rebelión popular a finales de diciembre de 2008, el parlamento griego votó el ajuste draconiano impuesto por la “troika”, lo que hizo respirar a “los mercados”.
Sin embargo, el gobierno de Papademus-Venizelos está bajo una tremenda presión entre los organismos y gobiernos europeos (que impusieron un ajuste brutal) y el movimiento obrero y de masas griego, que a pesar de las direcciones burocráticas ligadas al PASOK (partido del ex premier Papandreu), parece estar nuevamente en curso ascendente, dejando a Grecia a punto de estallar.
Para colmo, en abril próximo habría elecciones (si no se postergan, cosa muy posible) y todo indica que se fortalecerían los extremos. La formación de extrema derecha LAOS se retiró de la coalición gubernamental para no tener que votar el nuevo ajuste frente a la masa de sus votantes. Pero también las expresiones de la izquierda, desde el PKK (Partido Comunista Griego) hasta la coalición Syriza (integrada por fuerzas que van desde la centro izquierda hasta la extrema izquierda trotskistas), se fortalecerían electoralmente (más allá de los límites reformistas de su accionar). Así las cosas, al espacio electoral de la izquierda las encuestas le dan hasta un 30% de los votos.
Y aunque los conservadores hoy están al frente de las encuestas, de producirse una explosión popular sostener el ajuste se les haría imposible.
Así, de entrar Grecia u otro país europeo en bancarrota en los próximos meses, el deslizamiento recesivo hacia abajo (una crisis en W) no sólo de Europa sino de la economía mundial como un todo sería prácticamente inevitable. Esto es lo que está en juego en el país helénico, un proceso que debe seguirse más allá de los titulares de los diarios: una cosa es que el ajuste haya sido aprobado y otra muy distinta serán las consecuencias de su aplicación.
Entre los diversos escenarios trazados por el FMI para el 2012, en cualquier caso el pronóstico que adelanta para la UE es de una caída de entre el 1 y el 2%. Desde septiembre pasado las tendencias a la recesión se han agravado, más allá de que se haya consolidado una “hoja de ruta” alrededor del ajuste (el cual, precisamente, alienta las tendencias a la baja del PBI).
En todo caso, de producirse por esta u otra razón una crisis de “doble caída”, estaríamos ante un nuevo escenario en la crisis, que afectaría también a las economías emergentes. Y justamente en momentos en que, con China a la cabeza vienen mostrando una tendencia a la reducción de sus índices de crecimiento, en medio de un esfuerzo por controlar la inflación.
Se estima que China crecería este año cerca del 8%, cifra que, aun superando en mucho el promedio mundial, es menor a la del año pasado. Algo que podría arrastrar hacia abajo el precio de las materias primas, al tiempo que revelar la comentada pero poco estudiada sobreacumulación inversora que sufre el gigante asiático.
El FMI también adelanta que la mayoría de las economías emergentes seguirán creciendo, pero a un índice menor que en el período anterior, como ya se puede observar, por ejemplo, en el Cono Sur latinoamericano, en el caso de Brasil y la Argentina.
Sorprendentemente, el único índice que no ha sido retocado hacia abajo es el que adelanta que EE.UU. crecería un 1,8% este año. Esto ya ha dado que hablar, despertando expectativas de que la economía estadounidense se estaría recuperando. La cuestión del crecimiento estadounidense es motivo de mucha controversia, por lo que le dedicamos un extenso análisis en esta misma edición.
Por otra parte, muchos analistas destacan el problema de una crisis simultánea de financiamiento no sólo de los estados, sino de los bancos. Porque la crisis bancaria no ha sido realmente superada; hacia finales del año pasado hubo una reunión entre los cuatro grandes bancos centrales del norte del mundo (EE.UU., Japón, Suiza y la UE) para comprometer la asistencia que fuera necesaria al sistema bancario, como ya empezó a hacer el BCE.
En definitiva, más allá de los renovados anuncios de “recuperación”, la economía mundial podría estar encaminándose a una nueva recesión y abre crecientes interrogantes sobre la dinámica más de conjunto de la crisis. Lo que se había sacado por la puerta mediante los rescates estatales ha vuelto por la ventana.
2. La bancarrota de las deudas soberanas
En el momento más fuerte de la crisis (a finales del 2008 y comienzos de 2009), lo que se avecinaba era una depresión económica mundial. Las tendencias de las últimas décadas de capitalismo neoliberal parecían haber entrado abruptamente en reversa (como destacara oportunamente The Economist), en primer lugar su gran estrella: el comercio mundial, que llegó a caer un 10, un 20 o un 30%, según las regiones. Algo nunca visto desde 1945, siendo que desde la segunda posguerra venía creciendo por encima del producto bruto mundial (en oposición a las tendencias autárquicas que dominaron a la economía mundial durante la Gran Depresión).
También los índices de crecimiento de la producción mundial parecieron desplomarse; las caídas del PIB industrial alcanzaron en países como el Japón el 10% o más. El desempleo pegó un salto abrupto en los países centrales, alcanzando cifras de dos dígitos, no solamente en España (en este país sigue en torno al 23%), sino incluso en EE.UU.
En los países BRIC al comienzo de la crisis pareció haber síntomas preocupantes. En Brasil, sólo en diciembre de 2008 hubo 1,5 millones de despidos. Y en China, se temió que un porcentaje sustancial de la mano de obra rural migrante en las ciudades costeras, 150 millones de almas, luego de las vacaciones no pudieran volver al trabajo.
La dinámica del derrumbe era tan acelerada que parecía emular, si no superar, la trayectoria de la crisis de 1929: una suerte de reacción nuclear en cadena, facilitada por la estructura mundializada e interconectada de la economía mundial capitalista de comienzos del siglo XXI, cuyo catalizador era la restricción crediticia; es decir, la parálisis total de los préstamos, incluso entre las mismas instituciones financieras.
Fue en ese punto que aparecieron las recetas “heterodoxas”. Tirando a la basura mucho del ideario del libre mercado dominante en las últimas décadas, el Estado salió al rescate de la economía.
Se inyectaron billones de dólares en la economía mundial, sobre todo bajo la forma de rescates del sistema bancario y financiero internacional, mediante la compra de cientos de miles de millones de dólares en bonos basura. Técnicamente, lo que ocurrió fue que el Estado (vía sus bancos centrales) jugó un rol de prestamista de última instancia, evitando la quiebra en cadena. Esta figura del prestamista de última instancia se encuentra en la literatura económica de la escuela keynesiana y alude, precisamente, al rol de los bancos centrales al rescate de bancos, empresas y el propio Estado. Incluso el BCE, que no está autorizado a cumplir ese papel, bajo su nuevo presidente Mario Draghi, lo hace de manera indirecta, prestando a los bancos y no a los estados: en vez de prestarle directamente a los estados, les presta a los bancos expuestos por sus deudas soberanas (ver texto de M. Yunes en esta edición).
Por intermedio de esta asistencia se salvaron bancos y también industrias. Caso emblemático: la General Motors en EE.UU., hoy repuesta de la crisis, con ganancias en alza y con su mercado más dinámico, no casualmente, en China. Claro que además de la asistencia estatal, el rescate de esta megaempresa señera del imperialismo yanqui requirió la nada heterodoxa suma de 50.000 despidos.
La asistencia estatal representó varios puntos de PIB mundial, evitando una caída depresiva catastrófica. Ya para marzo-abril de 2009 se veía un punto de inflexión, y para junio-julio se empezaba a hablar de los famosos “brotes verdes” (el producto se recuperaba).
Anticipándose un poco, empezaba nuevamente la prodigalidad de las bolsas mundiales, que recortaron parte sustancial de las pérdidas en pocos meses. Si el Dow Jones había caído prácticamente al 50%, alcanzando los 6.500 puntos en su punto más bajo, rápidamente volvía a escalar sobre los 10.000.
Parecía haberse producido un milagro: los estados habían rescatado la economía mundial de la más grave crisis en 80 años y ésta recuperaba sus bríos y seguía adelante como si nada hubiera pasado. Sin embargo, la realidad material de las cosas impuso sus límites. Lo que se hizo, sencillamente, fue transferir las deudas y quebrantos privados de las empresas “demasiado grandes para caer” a los Estados.
Contra ese endeudamiento, los Estados emitieron distintas obligaciones de pago. Mediante la emisión de papel moneda, de obligaciones, bonos del Estado o nuevas acciones, fue el Estado el que se obligó a sí mismo a pagar las deudas privadas impagables.
Por eso no es nada sorprendente la situación actual de inmensos déficits fiscales generalizados y cada vez más insostenibles. Es que en las condiciones de una recuperación económica muy mediocre aumentó sideralmente la proporción entre la deuda y el PIB (en países como Italia la deuda alcanza el 120% del producto, y en Grecia, el 160%), desatándose la feroz crisis fiscal de los estados que estamos viendo hoy.
Donde más fuerte está pegando actualmente esta crisis de deuda soberana y fiscal (sin olvidar las agudas divisiones que en torno a ella cruzan a la clase política estadounidense) es en la Unión Europea, atenazada por el quebranto no solamente en economías de su “periferia” (Grecia, Irlanda, Portugal), sino en países mucho más centrales como España e Italia, que por definición son “irrescatables”.
En definitiva, el problema teórico aquí, sobre el que ya nos hemos extendido en otra oportunidad (“Cuando se prepara una recaída”, José Luis Rojo, Socialismo o Barbarie 23/24), es que el dinero es solamente el representante general de la riqueza, de ninguna manera la riqueza misma. El papel moneda técnicamente es dinero fiduciario, porque a diferencia del metálico, no tiene casi ningún valor en sí mismo. Mucho menos lo tienen las acciones o bonos estatales, que ni siquiera son dinero de curso legal, sino sólo formas de capital ficticio o “duplicación” de capitales reales existentes.
De ahí que cuando las crisis financieras arrecian, todo el mundo quiera estar “líquido” (es decir, tener dinero constante y sonante en las manos): “La moneda y el crédito tienen relaciones críticas respecto de la riqueza real (…) la emisión monetaria o el endeudamiento deben tener respaldo en la producción de riqueza real: a tanto nuevo circulante, tanto nuevo valor creado. Si este nuevo valor no se crea, si este endeudamiento no se ‘honra’, sólo se estará inflando un globo de riqueza ficticia, que estallará inevitablemente en escaladas inflacionarias, quebrantos empresarios, bancarios y del estado, con cortes en las cadenas de pagos; en suma, depresión” (J.L. Rojo, cit.).
En última instancia, la única forma de pagar las deudas (amén de devaluarlas mediante el mecanismo inflacionario, que no parece estar a mano hoy en el norte del mundo) es la generación de riqueza real, recomenzando la rueda de la explotación capitalista en el terreno de la producción. Que es justamente lo que no se está logrando hacer en escala suficiente.
No hay magia posible. Para pagar las deudas, la economía debe volver a crecer. Y como esto no ocurre, la aguda crisis de deudas soberanas golpea las puertas de los estados de la Unión Europea.
3. Los súper ajustes y la bomba de tiempo griega
Cuando ya no se puede seguir apelando a los rescates estatales o cuando los estados amenazan con quebrar y hacer estallar por los aires la segunda moneda mundial, el euro, llega la hora de los mega ajustes. Ha sonado en prácticamente todos los países imperialistas, y las palmas se las llevan los gobiernos de Grecia (Papademus), Italia (Mario Monti) y España (Mariano Rajoy).
En los dos primeros países se debieron nombrar gobiernos ad hoc. En un operativo antidemocrático y bonapartista, por encima de cualquier forma elemental de soberanía popular, incluida la tramposa del voto universal, en ambos casos se impusieron gobiernos directos de los mercados financieros.
Papademus y Monti han llegado para aplicar una receta de aceite de ricino sobre las masas laboriosas. Se presentan como gobiernos “técnicos”, “ajenos a la política”, entendida como puja de intereses particulares, y que responden a las “necesidades más altas de la nación”, por encima de sus clases sociales…
La legitimidad de Rajoy es mayor, ya que es producto de una elección tradicional y la alternancia oficialismo-oposición entre el PP y el PSOE.
En todo caso, tanto Monti como Rajoy y, en mucha menor medida, Papademus, gozaron de una determinada “popularidad” al comienzo de sus gestiones como “salvadores” del abismo en el que se colocaron sus países. Sin embargo, esta popularidad podría durar lo que un suspiro dada la naturaleza de las medidas que están poniendo en marcha.
Son realmente brutales: aumento de la edad jubilatoria (que en el caso de las mujeres en Italia pasa de los 60 a los 66 años); aumento de los impuestos al consumo popular (IVA); aumento del impuesto a la primera vivienda (es decir, la vivienda familiar, en Italia); rebaja de los salarios públicos y del salario mínimo (entre el 20 y 30% en Grecia); mecanismos para facilitar los despidos (reduciendo la cantidad de salarios por año de trabajo a ser pagados, como en España); eliminación de aguinaldos; flexibilización laboral con la excusa del “empleo de los jóvenes”, etcétera.
Se trata de medidas de verdadero “terror social”, que apuntan a terminar de desmontar el viejo estado benefactor europeo como vía regia a la recuperación de la competitividad internacional y afrontar sus deudas.
Son varios los países de la UE amenazados de bancarrota, sobre todo si se pierde el control de la situación griega. En ese caso, la epidemia podría extenderse al resto de Europa. La deuda griega de 350.000 millones de dólares y todas las medidas tomadas están al servicio de ir a un default controlado (“reestructuración”), con una quita de la carga de la deuda de al menos el 50% para los acreedores privados.
La discusión gira en torno a cómo evitar una caída traumática. La bancarrota griega, a todos los efectos prácticos, es un hecho. Lo que se busca es no perder el control del proceso y que Grecia termine eyectada del euro, cuestionando la llamada “construcción europea”.
No faltan voces que, sobre todo en Alemania, insisten en soltarle la mano a Grecia. Wolfgang Bosbach, alto dirigente de la Unión Demócrata Cristina, partido de Angela Merkel, y hasta hace muy poco declarado “europeísta”, advierte: “La primera medicina no funcionó [el primer rescate], y ahora simplemente estamos duplicando la dosis. Es una lógica que simplemente no comprendo. Mi temor es que cuando ocurra el Big Bang, no sólo nosotros tendremos que pagar, sino las generaciones futuras” (WSJA, La Nación, 29-9-11).
Con la reciente aprobación del nuevo paquete de rescate por 140.000 millones de dólares y los compromisos de ajuste del gobierno griego, lo que se quiere evitar es que la crisis se termine trasladando no sólo a otras economías europeas periféricas como Irlanda o Portugal, sino a España e Italia, cuyo endeudamiento soberano alcanza los 2,5 billones de dólares.
Pero la situación griega es desesperante: “Las familias griegas trataron de hacer lo mejor que podían para Navidad. Pero, con el país ingresando en el quinto año de una profunda recesión, y la coalición de gobierno anunciando otro paquete de reducción de gastos por 5.000 millones de euros y 3.600 millones en nuevos impuestos, y con un desempleo oficialmente en el 18% (en realidad mucho más alto), no había nada que festejar. Atenas estuvo más oscura que habitualmente, producto de que muchos residentes no decoraron el frente de sus apartamentos con las acostumbradas luces de Navidad, simplemente porque no pueden afrontar las boletas de electricidad. Hay mucha más gente sin hogar en las calles. Hay un éxodo masivo con una nueva generación de emigrantes” (“Grecia 2012: un nuevo año de pelea”, Socialismo Hoy 155).
En el origen de la crisis griega está el hecho que con el ingreso del país al euro a comienzos de la década pasada, el país se quedó sin moneda propia. En un principio, el país recibió jugoso financiamiento internacional, lo que generó un efecto de riqueza ficticia fenomenal. Cuando la crisis mundial hizo su eclosión, y para evitar que se corte el financiamiento, el gobierno griego decidió “retocar” las estadísticas, dando cuenta de un déficit del estado mucho menor que el real. Llegado un punto, lo que pareció ser una extraordinaria ventaja, la moneda fuerte- se convirtió en lo opuesto: frente a la crisis mundial, la retracción de todos los mercados y la pérdida de competitividad económica, Grecia no pudo devaluar su moneda ni tomar medidas de política económica soberanas.
Como señalara oportunamente Paul Krugman respecto de España (algo enteramente aplicable a Grecia): “El gobierno español no puede hacer gran cosa para mejorar la situación. El problema económico central de la nación es que los costos y los precios se han desfasado respecto del resto de Europa. Si España aún tuviera su antigua moneda, la peseta, podría remediar rápidamente la situación mediante una devaluación, digamos, reduciendo el valor de la peseta un 20% respecto de otras monedas europeas. Pero España ya no tiene su propia moneda, lo que significa que sólo puede recuperar competitividad por medio de un lento y desgastante proceso de deflación” (29-9-11, www.socialismo-o-barbarie.org).
El camino elegido por el gobierno de Papandreu y Venizelos, y luego Papademus y el mismo Venizelos (primer ministro y ministro de Economía griegos, respectivamente), ha sido justamente el de un ajuste brutal, deflacionario, con reducción explícita del salario real, despidos y aumento de los impuestos al consumo y la propiedad para “recuperar” competitividad y generar un excedente de recaudación (aunque ésta es socavada por la misma contracción de la economía).
La reestructuración controlada de la deuda griega busca evitar la salida de Grecia del euro; pésimo ejemplo para que otros estados sigan por el mismo camino. El camino del default restringiría cualitativamente la carga de la deuda y, con una moneda propia, se podría recuperar competitividad, producción y empleo. Claro que, en los marcos del capitalismo, será siempre a costa del nivel de vida de los trabajadores).
Cualquier medida económica para afrontar la crisis desde el punto de vista de la clase obrera debería tener un sentido anticapitalista: hacerle pagar la cuenta de la crisis a la burguesía. Para esto, habría que proceder al no pago de la deuda y a poner en pie una moneda soberana, pero como parte de medidas tales como la estatización de la banca y el comercio exterior, la expropiación de toda empresa que despida o suspenda trabajadores, la apertura de los libros contables de todas las empresas, etcétera. El curso de acción es completamente diferente a ambos caminos capitalistas: el del ajuste y deflación que defienden la troika y Papademus en Grecia, pero también el eventualmente alternativo si explota todo, el de la devaluación y salida del euro pero sin medidas contra los capitalistas.
En el fondo, es una aberración que una economía como la griega esté racionalizada por una moneda tan fuerte como el euro. Si el dinero no es más que el representante general de la riqueza (y del potencial productivo de una economía), si esta economía es menos productiva, el valor de su moneda debería ser proporcionalmente menor y viceversa. Esto es lo que ocurría antes del euro. La conclusión es evidente: esa moneda es insostenible para Grecia, a menos que lleve a cabo un ajuste económico deflacionario brutal que reduzca drásticamente el valor de la fuerza de trabajo y el resto de los costos en general, no por la vía de un real aumento de la productividad económica, sino por una mecánica depreciación de todos sus valores, en primer lugar el salario obrero, dejando al país al borde de la explosión social.
Íntimamente vinculado a la situación griega, esta el problema del futuro del euro y de la Unión Europea como tal. El epicentro de toda esta discusión es Alemania, la economía más fuerte de la eurozona. Dada la importancia y centralidad de la crisis europea en el actual contexto de la crisis, se dedica a ella un amplio trabajo en esta edición.
Aquí sólo recordaremos que un estallido del euro dejaría en bancarrota el proyecto estratégico de “unidad europea”; proyecto que se hizo bajo el manto legitimador del síndrome de las dos guerras mundiales que asolaron el continente el siglo pasado, y de las derrotas y devastación de Alemania en ellas, sobre todo la segunda. El fundamento histórico de la UE hace a la respuesta a esa barbarie que cruzó el continente, tema que sigue muy presente en una Europa que no se olvida de las guerras (ver “Las huellas de la historia” en www.socialismo-o-barbarie.org). Una cosa es clara: la Unión Europea no sobreviviría al estallido del euro; su eventual explosión no sería un hecho puramente económico, sino un acontecimiento geopolítico llamado a tener enormes consecuencias mundiales. Es por eso que la inmensa mayoría de las burguesías europeas están embarcadas en sostener a toda costa el euro.
4. La apuesta sigue siendo la mundialización
En el contexto de una competencia incrementada por la posible profundización de la crisis, durante el 2011 arreció lo que se dio en llamar la “guerra de monedas”, expresión que puso en la palestra el ministro de Economía de Brasil, Guido Mantega. Se quejó de que determinados países (incluido EE.UU.) estaban realizando maniobras devaluatorias con sus monedas a manera de recuperar competitividad y reducir sus déficits comerciales. Aunque Mantega bajó el tono últimamente, en la medida en que la crisis vuelva a recrudecer, seguramente el debate sobre la cotización de las monedas retornará.
A diferencia de lo ocurrido en los años 30, aún no se han erigido desproporcionadas barreras arancelarias entre los países y regiones. El mercado mundial no se ha fragmentado; luego del hundimiento del comercio internacional en los peores meses de la primera fase de la crisis, recuperó su dinamismo habitual. Lo que no es de extrañar, ya que el actual entrelazamiento de los procesos mundiales de producción y distribución hace menos viables las salidas autárquicas. Sin embargo, de agravarse cualitativamente la crisis, los reflejos proteccionistas podrían colocarse finalmente en la agenda, al menos regionalmente, y de una manera que no ha ocurrido hasta hoy.
De todos modos, hoy la orientación generalizada de la clase dominante, sobre todo en los países centrales (y también los BRIC) sigue siendo mundializadora (más o menos de libre mercado mundial). Sucede que, estructuralmente, la mayoría de las economías sigue la salida exportadora.
Es el caso de China, primera potencia exportadora mundial, más allá de su reducida revaluación del yuan y de cierto discurso oficial en el sentido de que se buscaría aumentar el consumo interno. Los aumentos salariales de los últimos años, sobre todo en algunas industrias, alimentan esa tendencia, pero ésta es todavía demasiado incipiente.
Es el caso también de Alemania, segunda potencia exportadora, actualmente a la búsqueda de reestructurar su comercio exterior ante la crisis europea (busca mejorar sus relaciones comerciales con Brasil, México y Colombia, principales economías de Latinoamérica, además de Argentina y más atrás Chile).
El propio Obama, en alguno de sus últimos discursos, ha dicho que buscaba “mejor la potencialidad exportadora de los EE.UU.”, e insistió en que el país debería mantener y profundizar su liderazgo en materia de nuevas tecnologías y ramas productivas.
Así las cosas, dado el entrelazamiento de la producción y el comercio y la relativa renuencia –hasta el momento– a salidas autárquicas, lo que se busca es reforzar la propia competitividad en el mercado mundial. Ahí entra la guerra de monedas. Es que, independientemente del nivel de competitividad relativo de cada economía, está claro que una moneda más débil permite abaratar costos, mejorando la posición exportadora.
Países como Brasil o Suiza, ante la afluencia masiva de capitales del exterior en la última etapa, vieron fortalecerse desproporcionadamente su moneda, quedando en situación difícil en materia de competitividad. Sus bancos centrales han actuado dejando apreciar el dólar contra el real y el franco suizo.
En todo caso, por ahora estos movimientos monetarios han sido más o menos controlados. Pero sería un grave problema si en las condiciones de un deterioro económico mundial las maniobras devaluatorias se espiralizaran. Ahí se tendría ya una pelea competitiva de alta intensidad, que conjuntamente con el incremento de las maniobras arancelarias (más impuestos a prohibición del ingreso de productos) o para arancelarias implicarían ya un riesgo para la unidad del mercado mundial.
El mundo podría ir entonces a una suerte de “cartelización regional”. Una fragmentación del mercado mundial no por países, sino por regiones, apoyándose en uno de los movimientos, la afirmación de regiones económicas, que dinamizaron el desarrollo mundializador en las últimas décadas.
El propio FMI ha venido alertando acerca de una posible dinámica como la que estamos señalando, manifestando su preocupación acerca del posible fracaso de la Ronda de Doha de la Organización Mundial de Comercio (que tiene por objetivo liberalizar más el comercio internacional), que “podría conducir a la fragmentación del sistema comercial internacional y al debilitamiento de la OMC y del multilatelarismo”.
Esto nos lleva a otro problema pendiente de la crisis: el necesario rebalanceo de la economía mundial. El FMI viene insistiendo en que hay dos movimientos que no se han producido y que explican la eventualidad de la recaída recesiva que parece estar por delante. Primero, que la demanda privada no logró sustituir la asistencia estatal. Segunda, que los desbalances de la economía mundial –naciones deficitarias comercialmente y altamente endeudadas, y naciones superavitarias comercialmente y acreedoras– no han sido resueltos.
No sólo no se ha avanzado, sino que se está a punto de un nuevo agravamiento en estas relaciones críticas: “Las economías avanzadas con déficits en cuenta corriente, y sobre todo Estados Unidos, necesitan compensar la baja demanda interna con un aumento de la demanda externa. Esto implica, simétricamente, un alejamiento de la demanda externa a favor de la demanda interna en las economías de mercados emergentes con superávits en cuenta corriente, especialmente China. Este rebalanceo no está ocurriendo. Aunque los desequilibrios disminuyeron durante la crisis, esto se debió más a una fuerte disminución del producto de las economías avanzadas en relación con las de los mercados emergentes, que a un ajuste estructural de esas economías. De cara al futuro, proyectamos una ampliación de los desequilibrios, no una disminución”.
Hay modificaciones estructurales en el mercado mundial que no se están operando. Como desarrollamos en otro texto en esta edición, EE.UU. debería reindustrializarse y mejorar su capacidad exportadora para reducir sustancialmente sus déficits de balanza comercial y de pagos. Al mismo tiempo, China debería aumentar sustancialmente su consumo interno y reducir sus exportaciones, redireccionando a estos objetivos sus inmensas reservas en divisas. Estas tareas, que cambiarían el mapa geopolítico y económico, así como las relaciones entre las clases al interior de ambos países, difícilmente vayan a ocurrir de manera insensible o pacífica.
5. Globalización, autarquía y “capitalismo de estado”
Continuando con la problemática acerca del mercado mundial globalizado de hoy y sus contradicciones en medio de la crisis, veamos al respecto una aguda reflexión de David Harvey:
“Las visiones geopolíticas y las ambiciones de Japón, Alemania, Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos colisionaron después de 1914, con enormes consecuencias para la creación de una nueva geografía global mediante guerras y peleas por la supremacía política, económica y militar (…) El aumento del poder estatal ciertamente entraña, correlativamente, el obtener la mayor cantidad de riqueza y dinero dentro de un territorio dado, más allá de la extensión y profundización de los flujos espaciales que caracterizan la acumulación capitalista en el ámbito internacional. Esto inevitablemente genera políticas defensivas en relación con el desarrollo de depresiones, recesiones y ‘huracanes’ económicos que caracterizan mucho de la historia del capitalismo. (…) El efecto agregado es profundizar y extender los desiguales desarrollos geográficos y hacer de la geografía mundial un ámbito menos estable. Mucho depende de las políticas puestas en acción. Altas tarifas arancelarias, la protección de jóvenes industrias, la sustitución de productos importados por fabricados en casa, junto con el sostenimiento estatal en investigación y desarrollo, caracterizan la alternativa proteccionista dentro de las tendencias del comercio mundial. Las barreras emergen en todos lados e interfieren con las estrategias de espacios abiertos que los capitalistas habitualmente prefieren. El proteccionismo, típicamente, provoca represalias y eleva la competencia interestatal. Las guerras comerciales entre estados no son poco comunes y sus consecuencias siempre contingentes e inciertas” (El enigma del capital y la crisis del capitalismo, p. 211).
Así, el desarrollo de la crisis viene planteando, lentamente todavía, un debate más de conjunto acerca de la actual dinámica del mercado mundial. Como dijimos, la mayoría de las burguesías sigue sosteniendo la salida “globalizadora”. Las medidas frente a la crisis en general buscan excluir el “sálvese quien pueda” o poner límites demasiado extremos al comercio internacional mediante mecanismos groseramente proteccionistas.
Es cierto que se opera competitivamente con las monedas, pero eso es muy distinto de una guerra arancelaria declarada como las que caracterizaron los años 30, y que fragmentaron el mercado mundial. La aplicación de un keynesianismo en regla, requeriría volver a ciertos rasgos de autarquía económica si no se quiere que la asistencia termine yendo a otros países, como está ocurriendo actualmente con EE.UU. Sin embargo, este enfoque no ha sido la tónica de los gobiernos del centro capitalista; por el contrario, prevalece el ajuste.
Una de las correlaciones políticas de un escenario de autarquía económica sería la forma estatal “capitalista de Estado”, forma emergente en algunos de los países BRIC (sobre todo China y Rusia; no Brasil ni la India) y algunos países latinoamericanos débiles, como Venezuela o Bolivia. Desde ya, el capitalismo de Estado no es en absoluto la forma dominante hoy a nivel mundial, menos aún en el norte del mundo (entre otras cosas, porque implica ciertas limitaciones al imperio de la propiedad privada).
Por otra parte, en la China de hoy se está ensayando una experiencia capitalista de Estado sui generis, porque se lo está haciendo en el marco de una economía “abierta” más que ampliamente regulada desde el Estado. Este debate (al que The Economist ha dedicado recientemente un interesante dossier) remite a otro de los aspectos del despliegue de la actual crisis: la eventualidad de la aparición de formas políticas con más intervención del Estado en la economía que en el capitalismo neoliberal de las últimas décadas.
De paso, señalemos que las formas capitalistas de Estado fueron dominantes o importantes en casi todas las grandes potencias enfrentadas en la II Guerra Mundial. La Alemania nazi tenía evidentes formas capitalistas de Estado, aunque el hitlerismo defendiera la propiedad privada y viera a esas formas capitalistas de Estado sólo como transitorias. Por otra parte, el nazismo demoró el giro a una verdadera economía de guerra hasta tan tarde como 1943, luego de la derrota en Stalingrado. En sus Memorias, Albert Speer da cuenta de esto y lo relaciona con el verdadero terror que tenía Hitler a la clase obrera movilizada, traumado como estaba por la revolución de noviembre de 1918 que acabó con el Kaiser.
El “Estado corporativo” de Mussolini, es evidente que presentaba alguna variante capitalista de Estado. En el caso de EE.UU, el New Deal de Roosevelt también tenía elementos de ese tipo, aunque más no fuera transitoriamente y por cuenta de la crisis, o por lo que significaba montar una economía relativamente de guerra. La ex URSS es algo distinto; no se trataba de un capitalismo de Estado sino de un estado obrero degenerado o, en todo caso ya al filo de los años 40, un estado burocrático. En todo caso, en el período señalado la imbricación entre Estado y economía era mucho mayor que en las formas capitalistas tradicionales de libre mercado vigentes hoy.
Esto obedece no sólo a la voluntad de la burguesía, sino a razones más profundas, estructurales: la actual fase de mundialización ha implicado una determinada división internacionalizada del trabajo. Si se fuera a situaciones de fragmentación, regionalización o, más aún, autarquía en el mercado mundial, esto implicaría no solamente produciría una extraordinaria desvalorización de los capitales existentes quizá insostenible, sino una modificación dramática en la forma en la que está organizado hoy el capitalismo.
La evolución ulterior del mercado mundial y sus entrelazamientos dependerá, en última instancia, de la dinámica más objetiva de la crisis: si el euro termina estallando, evidentemente agigantaría las presiones autárquicas; también si EE.UU. se hundiera en una nueva y más grave crisis (lo que no es el escenario más inmediato), reforzando las presiones sobre China y otros países.
Una dinámica con elementos autárquicos (y su complemento, formas capitalistas de Estado), nos introduciría en una situación mundial completamente distinta a la actual: de agudización de las contradicciones no sólo entre las clases, sino entre los Estados mismos. Un escenario de incremento de las rivalidades comerciales, devaluaciones competitivas, medidas proteccionistas abiertas; en fin, guerras comerciales que podrían llevar a incidentes, choques y abiertos enfrentamientos militares.
6. ¿De la recesión a la depresión?
Para finalizar, señalemos que la continuidad de la crisis ha reabierto el debate acerca de cómo caracterizarla. La definición más consensual hasta finales de 2010 venía siendo la de Paul Krugman, “Gran Recesión”. Tenía la virtud de oscilar entre dos límites: por un lado, señalaba que no se trataba de una recesión normal, sino algo más profundo; al mismo tiempo, Krugman quería trazar una raya respecto de la Gran Depresión de los años 30, cuyos índices de caída fueron mayores a los que hemos visto hasta el momento (y su escenario global económico y político, muy distinto).
Sin embargo, la definición de Krugman tenía un elemento de apuesta política: que Barack Obama actuara como una suerte de “keynesiano consumado”, rescatando a EE.UU. del abismo. Pero el mismo Krugman se muestra con humores cambiantes. Si durante casi todo 2011 se mostró desmoralizado con Obama (llegó a hablar de la crisis como “la depresión económica que estamos viviendo”), recientemente, a partir de una serie de datos de mejora del empleo en EE.UU., parece haber recuperado su confianza en él…
En todo caso, el hecho de que se prolongue demasiado cuando, a la vez, se podría estar en las puertas de una nueva recaída, ha obligado a reflexionar otra vez acerca de en qué tipo de crisis nos encontramos.
¿Cómo definir una crisis que parece que se extenderá a lo largo de, al menos, cinco, seis o más años? No parece tratarse de una mera recesión, sino de algo más profundo. No resulta muy convincente atenerse al criterio “técnico” habitual de que tres trimestres seguidos de caída o de recuperación marcan la frontera de la crisis, que se representa como “intermitente”.
Por otro lado, es verdad que los índices de la crisis actual no son tan catastróficos como los de la Gran Depresión de los años 30, ni su contexto político-social, marcado por guerras, revoluciones y contrarrevoluciones, se le asemeja. Evidentemente, no se está ante una circunstancia tan aguda como 80 años atrás.
Si no se trata de una recesión grande, pero tampoco de una depresión mayúscula como la de los años 30, ¿de qué se trata la actual crisis? Meses atrás, el conocido ex economista del Banco Mundial Kenneth Rogoff criticó el abordaje realizado por Krugman y propuso la definición de “Gran Contracción”. Lo característico sería que el nivel altísimo de endeudamiento de hogares, empresas y estados hace mucho más difícil la salida de la crisis que en una recesión normal. De ahí que el enfoque de los gobiernos sea, a su juicio, equivocado, porque buscar que se honren todas las deudas lastra de modo duradero la recuperación económica.
Una hipótesis válida sería señalar entonces, que la circunstancia actual se asemeja más bien a la de la Larga Depresión de finales del siglo XIX. Se trató de una crisis más extendida en el tiempo que “catastrófica” –duró veinte años– y dio lugar a inmensas transformaciones, como el surgimiento del imperialismo moderno, lo que luego desembocó en la I Guerra Mundial: “Entre 1873 y 1896, los precios caían irregular pero inexorablemente, fenómeno que David Landes llamó ‘la deflación más drástica que tenga memoria la humanidad’. Juntamente con los precios, la tasa de interés cayó a tal punto que los teóricos de la economía comenzaron a entrever la posibilidad de que el capital se tornase tan abundante que se transformara en un bien gratuito. El lucro se encogió y la depresión que hoy reconocemos como periódica parecía arrastrarse interminablemente. Parecía que el sistema económico se estaba agotando” (G. Arrighi, Adam Smith en Pekín, p. 109).
Todavía es prematuro especular cuánto podría durar la actual crisis, o si las transformaciones estructurales que se esbozan potencialmente se concretarán. Pero lo que se puede afirmar con certeza es que una crisis tan dilatada en el tiempo como la que estamos viviendo difícilmente se podría definir como recesión, del tipo que sea.
A esta altura, como herramienta parece más válida la caracterización de que la economía mundial se encuentra frente a la primera Gran Depresión del siglo XXI, más allá de que esta definición tenga sus “contraindicaciones” (el hecho de que el escenario actual sigue siendo muy distinto, en casi todos sus aspectos, al de los años 30).
Una depresión que, al menos hasta ahora, no es tan profunda como la de los años 30, pero que alcanza para que en el norte del mundo ya se esté hablando de “década perdida”. Y que va agravando las contradicciones económicas, sociales y políticas que se han echado a rodar, introduciéndonos en la situación mundial más dinámica de las últimas décadas, marcada por un ciclo de rebelión popular que se extiende