Feb - 9 - 2012

El ascenso de los países BRIC, la decadencia relativa de EE.UU. y los problemas de la acumulación

La crisis que está jaqueando la economía capitalista ha reabierto el debate sobre las perspectivas del sistema clausurado cuando la caída del Muro de Berlín. Su desencadenamiento, duración e intensidad resultó ser, en gran medida, inesperado.[1] En las últimas décadas, la avanzada mundializadora del capital podía hacer creer que nos encontrábamos en una fase ascendente del sistema. Ahora, esa creencia ha sido desacreditada.

Al mismo tiempo, la crisis parece estar implicando transformaciones de importancia. Es una regularidad del desarrollo histórico: de toda gran crisis se sale con un mundo transformado.

Es en ese lugar donde se debe ubicar la discusión acerca de la decadencia relativa de los Estados Unidos, así como la actual ascensión de China y demás países BRIC.

Durante estos últimos cuatro años, la economía mundial ha venido funcionado a “dos velocidades”. Mientras los países del centro capitalista han retrocedido en su participación en el producto mundial, varios de los “emergentes” han seguido creciendo; de ahí que las brechas parezcan reducirse.

No es casual que, cada tantas semanas, los medios publiquen el estado del ranking mundial en lo que hace a la participación del PBI, con la noticia más rutilante del último período marcando la ascensión de China al segundo puesto de ese ranking (12% de la economía mundial y primer exportador mundial, tras desplazar a Alemania en 2009), y estimaciones de que para 2020 superaría a EE.UU.[2]

Basar el análisis de las tendencias en estos pronósticos ya sería adelantarse demasiado. Por lo pronto, es un hecho que el 50% de la producción mundial sigue concentrándose entre los integrantes de la Tríada (EE.UU., la Unión Europea y Japón), lo que sirve de alerta frente a las miradas impresionistas en boga. Sin embargo, no es menos cierto que el polo más dinámico de la acumulación capitalista en las últimas décadas se ha trasladado a China, el sudeste asiático e India.

Que la ascensión de China es la noticia económica más impactante de los últimos años no hay dudas. La misma convive con el retroceso relativo de varios de los principales países del centro imperialista, en primer lugar de los propios EE.UU.

Este retroceso concentra profundos problemas en la dinámica de las ganancias, las inversiones, la emergencia de nuevas ramas productivas y, más en general, de la acumulación capitalista, no sólo en EE.UU., sino en la economía capitalista mundial como un todo.

Es indiscutible que en las últimas décadas se han generalizando las tecnologías de la información, revolución tecnológica liderada por EE.UU. y que ha cambiado irremediablemente la vida cotidiana de la mayor parte de la humanidad y de las ramas productivas en su generalidad. Las fanfarrias por la muerte de Steve Jobs, dueño de Apple, reflejaron de alguna manera esto.

Pero tan cierto como lo anterior es que no está tan claro que esta revolución tecnológica tenga la fuerza de arrastre de otras ocurridas bajo el capitalismo, como el ferrocarril, la electricidad o el automóvil.

Esto conecta con la lucha de clases. Como decía León Trotsky en su polémica con el economista originado en el menchevismo Nikolai Kondratiev, la curva del desarrollo capitalista solamente puede trazarse a posteriori del desarrollo de los acontecimientos, que siempre está determinado tanto por eventos que ocurren en el terreno de la economía como de la política y la lucha de clases.

De ahí que, necesariamente, deba permanecer abierto el pronóstico acerca de si la actual crisis que está viviendo la economía capitalista mundial significará un quiebre descendente en la dinámica del sistema o si, finalmente, alguna nueva combinación implicará un relanzamiento de la acumulación en su conjunto hacia adelante.

En este ensayo nos dedicaremos a tratar de responder a algunos de estos interrogantes, a modo de hipótesis de trabajo a ser corroboradas por la experiencia de los próximos años.

1. Alcances y límites de la ascensión de China

Uno de los elementos de mayor importancia de la crisis es que ha ido introduciendo a la humanidad en una nueva geografía económica internacional. Hay un gran debate al respecto, las más de las veces teñido por miradas superficiales, aun con su cuota de racionalidad.

Como subproducto de la crisis, se están produciendo transformaciones de envergadura, de las cuales hay que dar cuenta. La emergencia de los países BRIC, en primerísimo lugar de China, es una de ellas; una transformación que se debe evaluar tanto en sus vastos alcances como en sus todavía indefinidos límites.

El geógrafo marxista David Harvey se encarga de recordar que este proceso, a decir verdad, ya venía insinuándose desde décadas atrás, más allá que la propia crisis lo haya vuelto a poner sobre el tapete. Es sabido que la dinámica de la producción mundial se escindió en dos: mientras que viene siendo mediocre, si no negativa, en los países del Norte imperialista, no ha dejado de crecer en la generalidad de los emergentes.

Harvey sostiene que en las últimas décadas viene ocurriendo un giro sin precedentes que habría revertido una tendencia histórica al drenaje de riqueza desde el este, el sudeste y Asia del sur hacia Europa y Norteamérica (como venía pasando desde el siglo XVIII).

Marca que el ascenso de Japón en los años 60, seguido por Corea del Sur, Taiwán, Singapur y Hong Kong en los 70 y el rápido crecimiento de China después de 1980, posteriormente acompañado por los brotes industrializadores en Indonesia, India, Vietnam, Tailandia y Malasia durante los 90, habrían “alterado el centro de gravedad del desarrollo capitalista” (D. Harvey, El enigma del capital y la crisis del capitalismo, Profile Books, Londres, 2010, p. 35).

A continuación, trataremos de observar cómo se desarrolla esta tendencia al calor de la crisis en curso.

¿Hacia una nueva geografía económica internacional?

La crisis sólo parece haber venido a confirmar este desplazamiento. Son muchos los analistas y publicaciones de prestigio que están dando cuenta de este giro global en el centro de gravedad económica del capitalismo: “¿Cuál será la tendencia que los historiadores de mañana verán como la definitoria de comienzos del siglo XXI? (…) La lista será seguramente encabezada por el giro dramático en el centro económico global. Diez años atrás, los países ricos dominaban la economía mundial, contribuyendo con alrededor de dos tercios del PIB global. Desde esa fecha, esa participación ha venido cayendo justo hasta la mitad. En una década más podría estar sólo en el 40%. El núcleo del producto global va a ser producido en el mundo emergente” (¿Cómo crecer?, The Economist, 7-10-10).

Lo que está en juego no ocurre solamente en el terreno de la economía. Geopolíticamente, podrían estar comenzando a procesarse modificaciones en el terreno de las consagradas jerarquías mundiales del imperialismo. Jerarquías que siguen sin embargo colocando en el pedestal a los países del centro imperialista, a pesar de su declive relativo.

En todo caso, se han introducido elementos de una suerte de “cuestionamiento” a esas relaciones jerárquicas. Se observa un tono más asertivo entre algunos de los países del “Sur global” (como los llaman muchos analistas); aunque no queda claro todavía que ello implique modificaciones estructurales en la configuración del imperialismo mundial (en principio, no), y, mucho menos que ello signifique un cuestionamiento “progresista” a ese orden mundial en un sentido más o menos emancipador (categóricamente, de ningún modo).

La base material para el fenómeno al que estamos aludiendo es la siguiente: en el transcurso de la crisis (al menos en su primera fase), se ha venido verificando una suerte de “desacople” en la dinámica de la economía mundial, desplazándose el motor del crecimiento a países emergentes como los BRIC (en primer lugar, a China), que dieron vida a un “segundo circuito” en materia del proceso de acumulación capitalista de la última década.

El gran motor sustituto de EE.UU., Europa y Japón en los últimos cuatro años, el gran factor mediador para el mundo emergente, grosso modo productor de commodities, ha sido precisamente China y algunos países más.

Esta “nueva geografía económica mundial” tiene entre sus fundamentos el hecho que China e India están pobladas por 2.500 millones de almas, más de un tercio de la población mundial.

Se trata de dos inmensos países que están viviendo una suerte de “tercera revolución industrial”, como subproducto de una acelerada mercantilización del campo, un vasto proceso de urbanización e industrialización y la incorporación de millones de ex campesinos a la producción industrial asalariada.

La globalización ha sido exitosa para la expansión del ámbito de acción del capital, al incorporar vastas zonas del planeta a la lógica del mercado mundial capitalista a partir del derrumbe del bloque soviético, del desarrollo del mal llamado “socialismo de mercado” en países como China y de la destrucción de formas no capitalistas y no mercantiles de producción en muchos países, particularmente de la periferia.

Esta expansión del capital ha favorecido el surgimiento de nuevos polos dinámicos de acumulación y crecimiento (China, India, Rusia y Brasil, entre otros), introduciendo ciertas modificaciones en la estructura de las relaciones económicas y políticas internacionales, y poniendo en entredicho la incuestionada vigencia de los centros hegemónicos de la posguerra (recordar, por ejemplo, el reciente debate sobre si China iba a ayudar a la Unión Europea a paliar su crisis de deuda soberana).

Afirma Harvey al respecto que “la nueva y en gran medida todavía parcialmente proletarizada población rural de China, ha puesto las bases para una fenomenal fase de crecimiento capitalista. Este crecimiento ha ayudado a mantener a un crecientemente volátil capitalismo a una tasa de crecimiento multiplicada, incluso a pesar de la presión que ha introducido en aquellas regiones que no han podido competir con los bajos salarios industriales de China” (cit., pp. 144-145).

Como digresión, señalemos sobre esa acelerada mercantilización del campo que no debe sorprender que el 65% de los “acontecimientos de masas” en China (eufemismo con que la burocracia se refiere a los conflictos sociales), tengan que ver con las peleas por la desposesión de la tierra a manos de las nuevas empresas inmobiliarias capitalistas o los gobiernos locales que tratan de apropiarse de ellas. Un acontecimiento de esta naturaleza ha ocurrido meses atrás en la localidad de Wukan, logrando cierta repercusión mundial; pero hechos de este tipo ocurren permanentemente.

En el campo chino en general, como herencia de la revolución de 1949 –y quizá también de las circunstancias creadas bajo el pasado imperial–, los títulos de propiedad no están claros. De eso se aprovechan las inmobiliarias capitalistas para extender el dominio de la propiedad privada en el mundo agrario chino.[3]

Pero volvamos a Harvey. Éste da varios ejemplos demostrando que todavía existe una enorme reserva poblacional en China: un vasto ejército de campesinos, pequeños granjeros, artesanos, trabajadores por cuenta propia y productores de diversa laya que proveen tanto una potencial reserva de trabajadores como un mercado interno potencial.[4]

En última instancia, ésta sería la explicación del dinamismo en China, amén de su competitividad internacional. La combinación entre la inversión extranjera (que, es menos sabido, se disparó recién a partir de 1997, y cuyo protagonista fue la diáspora china) y una mano de obra todavía barata con bastante calificación han sido la fórmula del éxito de su economía orientada en gran parte hacia las exportaciones.[5]

Harvey insiste en algo conocido: que aun creando las condiciones para una dramática crisis de sobreacumulación, y a diferencia de los países del centro imperialista, el paquete de rescate chino fue a la infraestructura y a la creación de nuevas capacidades productivas. Es decir, se trató de inversión productiva, eventualmente multiplicadora de la producción, y no meramente rescate de fondos especulativos, como ha ocurrido en la generalidad del norte del mundo.

Al mismo tiempo, observa que el mercado interno chino viene creciendo como contrapeso a la pérdida de mercados de exportación. Y agrega que, en el caso de India, se observa un importante mercado interno y una escasa dependencia en materia de exportaciones, con excepción del sector de servicios informáticos, íntimamente integrado a las redes de la producción y el comercio mundial.

En todo caso, al señalado cambio en la geografía económica mundial se le ha venido a sumar otro factor cuando hablamos de los países emergentes en general. En los últimos años se operó una suerte de reversión de las tendencias históricas en materia de términos de intercambio: se encarecieron relativamente las materias primas respecto de los bienes industrializados.[6]

Esto último ha ocurrido, básicamente, por tres razones. Primero, como subproducto de la inmensa demanda generada por la propia China e India al respecto. Por ejemplo, China consume hoy más del 50% de la producción mundial de acero y cemento, y por esta vía bombea la demanda mundial de mineral de hierro.[7] Segundo, nunca como en las últimas décadas (al menos no desde la crisis petrolera de los años 70) se han puesto de relieve los límites de los recursos naturales y su carácter no renovable. Y tercero, están los motivos especulativos: la transacciones de commodities en los mercados han pegado enorme salto en los últimos años.

Los elementos señalados han redundado en un crecimiento de importancia en materia de rentas diferenciales; de las cuales se han nutrido los gobiernos de esos países.

El petróleo, el cobre, la soja y otras materias primas han escalado una serie de cimas de las cuales, aun a pesar de su explotación capitalista modernizada, parece difícil que vayan a descender en un horizonte próximo, más allá de que, en lo inmediato, sus cotizaciones hayan aparecido a la baja por el impacto de la recaída económica en curso.

En todo caso, la combinación de los factores antedichos ha hecho aparecer a los países BRIC en una mejor relación de fuerzas relativa frente a los países del centro imperialista.

No obstante, enseguida aparecen los límites a esta posible trayectoria. Hay que destacar varios factores. El primero es que China, India, Brasil e incluso Rusia son la meca mundial de las inversiones extranjeras. Si en China el sector estatal administrado por la burocracia vuelve a tener un peso creciente, las multinacionales conservan un rol de enorme magnitud.

Que el flujo de capitales es mucho más hacia China que de ella hacia el exterior se observa simplemente con el hecho de que sus exportaciones de capital varían entre el 4 y el 9% del total (dependiendo de si Hong Kong es incluido o no en la estimación). En 2009 esto era significativamente menor que en EE.UU., con el 22%, y la Unión Europea con el 35% (datos de Jane Hardy y Adrian Budd).

Además, China y demás BRIC son parte orgánica de la cadena mundial de la globalización controlada por el imperialismo. Y este aspecto estructural, que hace al tipo de inserción en el mercado mundial, de ninguna manera ha retrocedido a lo largo de la crisis.

Señalemos que General Motors ya tiene su principal producción en el mercado chino, pero incluso en materia de marcas suntuarias China está adoptando un lugar creciente. Cartier, Tiffany’s, Bentley, Jaguar, Land Rover, etcétera, son algunas de las marcas de lujo para las cuales China se está convirtiendo en su primer mercado.

Sin duda, la capacidad de negociación de la burocracia china se ha incrementado, entre otras cosas, como subproducto de la importancia económica mundial del propio mercado chino, del cual nadie quiere estar ausente; por no hablar de su acumulación de reservas nominadas en dólares y en títulos soberanos de los Estados Unidos. Esas reservas alcanzan nada menos que 3,2 billones de dólares según datos del Wall Street Journal Ameritas (WSJA), un quinto del PBI de ese país; le sigue Japón, con 1,3 billones).

Como parte de este proceso, Giovanni Arrighi insiste en que hay una inevitable transferencia de tecnología como subproducto de estas radicaciones industriales de las cuales China se viene beneficiando, lo cual es un dato a tener en consideración. Pero Arrighi da la impresión de subestimar soberanamente los elementos de dependencia que todavía marcan a China respecto de los centros del imperialismo mundial: “El gobierno chino mantuvo el control de estas relaciones, convirtiéndose él mismo en uno de los principales acreedores del Estado capitalista dominante (EE.UU.), y aceptando las ayudas en términos y condiciones que se adecuasen al interés nacional de China. No hay delirio de la imaginación que pueda caracterizarlo como esclavo de los intereses capitalistas extranjeros y de la diáspora china” (Adam Smith en Pekín, p. 364).

Pero si bajo la conducción de la burocracia post maoísta China se ha adaptado casi sin chistar a las reglas de juego del capitalismo mundial (cualquiera sea la capacidad de negociación que haya retenido), ¿de qué manera se podría afirmar que la que está emergiendo es una nación “independiente” llamada a patear el tablero del orden mundial con un mensaje liberador, como es la expectativa del geografo italiano?

Hay otro aspecto más: las sociedades de los países BRIC en su conjunto, en materia de distribución del ingreso y nivel de vida, parten de muy atrás respecto de los países centrales (en el caso chino, es diez veces inferior en promedio), pareciéndose mucho más, a este respecto, al resto de los emergentes, y mucho menos a los del centro imperialista. Además, el PBI per cápita que los caracteriza es muchísimo menor que el de los países imperialistas: “En 2010 (incluso después del comienzo de la crisis y la recesión), el PBI chino fue 5,9 billones de dólares, sólo el 40% de los 14,6 billones de EE.UU. Traducido esto en PBI per cápita, la diferencia es incluso más marcada: los 4.260 dólares fueron sólo el 9% de los 47.240 dólares en EE.UU.” (J. Hardy y A. Budd, cit.). En el mismo sentido, Husson comenta que mientras el PIB per cápita chino bordeaba los 4.000 dólares anuales en 2008, el francés alcanzaba los 25.000 (“La emergencia de un gigante”, Viento Sur 101, noviembre 2008).

Todo esto significa que, a pesar de todo su crecimiento en los últimos años, la productividad general de sus economías sigue por debajo de las más avanzadas del mundo.

Esto ocurre independientemente de los procesos de desindustrialización relativa que, de manera desigual, han sufridos estas economías en las últimas décadas. Tenemos en mente, sobre todo, a EE.UU. o Inglaterra; la situación en Alemania y Japón es sustancialmente diferente, y no tenemos claro el caso francés.[8]

A esto hay que agregar un elemento más: la dialéctica entre la economía y los estados. En esta materia, EE.UU. y la OTAN siguen siendo las potencias militares mundiales de modo indisputable.

Es verdad que Rusia se ha recuperado en parte militarmente (aunque viene de un desastre económico-social que no ha dejado de repercutir en su complejo militar-industrial) y que China está destinado un porcentaje creciente de su presupuesto a las Fuerzas Armadas. China tiene hoy el segundo presupuesto militar del mundo (110.000 millones de dólares en 2010), aunque muy lejos del de EE.UU. (687.000 millones, en Hardy y Budd, cit.). Sin embargo, están lejos de poder disputar el poder militar de los países imperialistas centrales, como se ve en cada una de las intervenciones militares en las dos últimas décadas, desde la primera intervención en Irak de Bush padre hasta la última meses atrás en Libia.

Esto no niega que cuando China plantea pleitos en su inmediato “hinterland” del Pacífico respecto de Corea, Taiwán o mismo Japón, las cosas empiezan a ser distintas, de mucho más cuidado para EE.UU. Por ejemplo, mientras que hoy EE.UU. tiene 12 de los 15 portaviones en actividad del mundo, China estaría encarando un plan de construcción de varios, lo que podría dar un giro en el balance de fuerzas navales, buscando controlar militarmente sus rutas de abastecimientos.

Una revolución industrial tardía

“‘El esfuerzo de modernización hecho por China en los últimos años’, escribió John K. Fairbanks [uno de los mayores especialistas norteamericanos en China de la segunda mitad del siglo XX. RS] en las vísperas de la represión en Tiananmen en 1989, ‘tiene una escala tan titánica que llega a ser difícil comprenderlo (…) Un período de construcción de vías del ferrocarril y ciudades, típico del siglo XIX, coincide con el florecimiento de la tecnología electrónica post industrial” (G. Arrighi, cit., p. 29).

Volvamos ahora a nuestro argumento inicial: ¿cuál es la explicación “estructural” del papel que venimos subrayando respecto del ascendente rol económico de China (e India)?

Podemos afirmar que ambas naciones viven una suerte de revolución industrial tardía: una “tercera revolución industrial”. Decimos “tardía” porque, como es sabido, las dos revoluciones industriales que caracterizaron la historia del capitalismo moderno ocurrieron, la primera, a finales del siglo XVIII, y la segunda, del XIX, consagrando a los países centrales de la economía mundial contemporánea.

El hecho es que no como fenómeno generalizado mundialmente, pero sí en relación con China e India, lo que se está observando es una serie de rasgos económico-sociales que recuerdan las características de las revoluciones industriales señaladas y que, además, han tenido un enorme impacto sobre la economía mundial.

El primero es que ambos países son potencial y realmente océanos proletarios. Todavía tienen una enorme proporción de población campesina, pero que alimenta las tendencias a la proletarización por intermedio de un sector que migra cotidianamente a las ciudades; mundialmente, a razón de 150.000 personas migran por día del campo a la ciudad (Mike Haynes, “Global cities, global workers in the 21 century”, International Socialism 132).

El segundo es que se trata de países con inmensos mercados internos potenciales: “Las empresas norteamericanas, como Intel y General Motors, ‘están frente a una simple exigencia: invertir en China para aprovechar su mano de obra barata y el crecimiento rápido de su economía o perder la carrera competitiva contra sus rivales’. China, que era antes apenas un centro fabril, se transformó en un lugar inevitable para fabricar y vender productos de alta tecnología. Todo el mundo y alguien más quiere ir a China. Hay 1.200 millones de consumidores” (G. Arrighi, cit., p. 359).[9]

El tercero, la frenética dinámica del proceso de urbanización, que Mike Davis señala que está ocurriendo a una “velocidad sin precedentes en la historia humana” (Mike Davis, Planeta Favela, p. 14). Según datos oficiales, el área urbana pasó de 96,53 millones de habitantes en 1993 a 300 millones en 2003.

En el mismo sentido se pronuncia David Harvey: “La urbanización de China en los últimos veinte años ha sido inmensa. Su ritmo pegó un salto luego de la corta recesión de 1997, tal que desde el 2000 China ha absorbido cerca de la mitad de las partidas de cemento del mundo. Más de cien ciudades han pasado la marca de 1 millón de habitantes, y pequeñas ciudades, como Shenzen, se han transformado en enormes metrópolis con 6 a 10 millones de habitantes. La industrialización, primeramente concentrada en las zonas económicas especiales, rápidamente se difundió de puertas para afuera a los municipios (…) Vastos proyectos de infraestructura, como avenidas y autopistas (…) están modificando la geografía. Igualmente, shoppings, parques de ciencias, aeropuertos, puertos de containers, palacios de placer y todo tipo de instituciones culturales, han transformado la geografía china en las condiciones de la creación de superpoblados dormitorios urbanos para las reservas masivas de trabajo movilizadas provenientes desde las empobrecidas regiones rurales”.[10]

Y agrega: “Las consecuencias de este proceso de urbanización para la economía global, y para la absorción de porciones de capital excedente han sido enormes. Chile tuvo un boom como producto de la demanda de cobre (…). Incluso la recuperación de Brasil y la Argentina se debió, en parte, a la fuerza de la demanda desde China de materias primas. El intercambio bilateral entre China y Latinoamérica se incrementó diez veces entre 2000 y 2009. ¿Es la urbanización de China el estabilizador del capitalismo global? La respuesta debe ser que, parcialmente, sí” (D. Harvey, cit., pp. 172-173).

Cuarto, el proceso de industrialización propiamente dicho. Arrighi informa que el simple tamaño de China ha permitido construir tres conglomerados industriales, cada uno con su propia especialización y radicación geográfica: el del delta del río Perola, especializado en industrias que hacen uso intensivo de la mano de obra en producción y montaje de piezas; el del delta del Yang-tsé, especializado en sectores que hacen uso intensivo del capital produciendo automóviles, semiconductores, celulares y computadoras; y Zhongguan Cun, en Pekín, que es el Silicon Valley de China.

Mike Davis, geógrafo marxista contemporáneo, se pronuncia en el mismo sentido: caracteriza el fenómeno de la industrialización de China como “la mayor revolución industrial en la historia”. Joseph Stiglitz va en el mismo sentido cuando señala que en China se vive una transformación económica extraordinaria, “probablemente la más notable de la historia” (G. Arrighi, cit., p. 359). Davis agrega que la dinámica de la urbanización del Tercer Mundo recapitula y se confunde con las precedentes de Europa y América del Norte en el siglo XIX y comienzos del XX.

Sostiene que ese proceso de revolución industrial “es el punto de Arquímedes que desplaza una población del tamaño de la europea desde las aldeas rurales para las ciudades”: desde las reformas de mercado de finales de la década del 70, se estima que más de 200 millones de chinos se mudaron de las áreas rurales a las ciudades. Y se espera que más de 250 o 300 millones de personas los sigan en las próximas décadas.

“Como resultado de este flujo estremecedor, en 2005, 166 ciudades chinas (en comparación con apenas nueve ciudades de EE.UU.) tenían una población de más de un millón de habitantes. Ciudades industriales en expansión como Donguguan, Shenjen, Ciudad Fushan y Chengchow son las Sheffield y Pittsburg posmodernas. Como destacó el Financial Times, de acá a una década ‘China dejará de ser el país predominantemente rural que fue durante milenios’” (M. Davis, cit., p. 22).

Al mismo tiempo, no puede dejarse de insistir en un hecho central ya señalado arriba: que esta revolución industrial ocurre en condiciones en que China e India no terminan de ser del todo países independientes en el sentido pleno de la palabra. Esto ocurre aunque posean este rasgo en mucha mayor medida que la periferia semicolonial “tradicional”: China, porque conquistó su independencia nacional con la revolución de 1949; India, porque, aun sin revolución, conquistó su independencia a finales de la década del 40 del siglo pasado.

Aun así, China e India siguen estando caracterizados por determinadas relaciones de dependencia respecto del imperialismo, que si bien podría haberse aflojado algo durante la crisis, sigue sometido a debate si podrán tener la característica de proyectarlos como países realmente independientes, como lo fueron las naciones sede del proceso industrializador de la era moderna.

Como ya señalamos, China e India son la meca de las inversiones imperialistas. Y como tales, hacen parte de una cadena productiva mundial cuyo centro nervioso sigue estando en los países imperialistas centrales; es en ellos donde se toman todas las decisiones estratégicas.

Además, ambas economías siguen siendo orientadas en gran medida hacia las exportaciones, lo que les genera determinadas relaciones de dependencia. A esto se agrega un elemento no menor: su dependencia en materia de investigación y desarrollo, patentes y royalties (el presupuesto de China en I&D es todavía una quinta parte del de EE.UU.).

Un reciente artículo señala que “hay debates alrededor de hasta qué punto China está ascendiendo en la cadena de valor hasta colocar un serio desafío a las economías capitalistas avanzadas. Las industrias de información y comunicación ilustran los problemas que enfrenta China. China es un exportador mayor de estos productos, como PCs y laptops, y bienes de consumo electrónicos más en general. Pero estos sectores están dominados por compañías de propiedad extranjera, empleando obreros chinos para ensamblar productos de alto valor, como microprocesadores y chips de memoria producidos en otra parte. En 2005, el 70% de las firmas de ICT eran extranjeras, particularmente taiwanesas (…) Subsecuentemente, China ha hecho pocos avances en elevar el contenido local de valor en sus exportaciones: de acuerdo con el Banco Mundial, creció marginalmente desde el 40% en 2007 al 43% en 2010”. Sin embargo, agregan, “sugerir que en la división global del trabajo China está atrapada en una producción de baja calificación, o, en la otra punta del espectro, moviéndose hacia una manufactura avanzada, es no comprender la desigualdad de la capacidad tecnológica de China en un contexto de cambios dinámicos y desplazamientos en la economía global. La capacidad tecnológica de China combina producciones primitivas y de baja tecnología con procesos de tecnología media y nichos de avanzada e incluso muy avanzada tecnología” (El capitalismo chino y la crisis, Jane Hardy y Adrian Budd, International Socialism 133).

También Husson señala que la inserción de China en la economía mundial es compleja y sigue teniendo fragilidades. Los capitales provienen en su mayor parte (un 60%) de Asia (35% de Hong Kong, 9% de Japón y 7% de Corea) y de forma secundaria de EE.UU. (8%) y Europa (otro 8%). Y según los analistas Aglietta y Landry, “un 40% de las exportaciones de China proceden de empresas chinas, 20% de joint ventures con empresas extranjeras, 40% de empresas de capital extranjero 100% y menos del 10% de los bienes made in China están etiquetados bajo una marca de fabricación china” (Husson, La emergencia de un gigante). Por ende, cabe no olvidar el marcado carácter de “armaduría” que tienen muchas industrias que solamente ensamblan partes importadas.

Como si esto fuera poco, esta “nueva geografía económica mundial” no puede negar el carácter “total” de la crisis mundial. La emergencia de los países BRIC no ha llegado todavía a cambiar de manera sustancial la estructura global del capitalismo mundial.

Los BRIC atañen al 25 o 30% de la economía mundial. EE.UU., la Unión Europea y Japón fluctúan todavía entre el 50 y el 60% del PBI mundial, de modo que los BRIC no pueden impedir la crisis en ese restante 60%. No pueden cambiar el trazo general, aunque sí actuar como factor mediador.

¿Un ascenso sin hipótesis de conflictos y “emancipadora”?

Veamos todavía un último aspecto en esta materia. En el trabajo que venimos citando, Adam Smith en Pekín, Giovanni Arrighi se interroga acerca de las consecuencias del ascenso de China en el orden mundial. Abre hipótesis acerca de la posibilidad de un “ascenso pacífico hacia una sociedad mundial de mercado basada en una mayor igualdad entre civilizaciones”, utopía trazada, según él, por Adam Smith en La riqueza de las naciones, y que ahora China podría venir a realizar.

Como “prueba” de esta posibilidad, Arrighi presenta un paper de las autoridades chinas donde se informa que “el principio central de [esta] doctrina es que China puede evitar, y evitará, el camino de la agresión y la expansión seguido por las potencias anteriores en el momento de su ascensión (…) ‘China no seguirá el camino de Alemania en la Primera Guerra Mundial ni de Alemania y Japón en la Segunda Guerra Mundial, usando la violencia para pillar recursos y buscar la hegemonía mundial’. Al contrario (…) ‘China busca crecer y avanzar sin perturbar el orden existente’” (G. Arrighi, cit., p. 299).

Se trata, sin dudas, de un concepto al menos problemático, a la luz de la experiencia histórica del pasado siglo XX, regado de sangre. Porque Arrighi presenta una suerte de “utopía” sustituta de la lucha emancipatoria por el socialismo viendo en China el eventual foco no sólo de un ascenso pacífico, sino con consecuencias benéficas , que dará lugar a un nuevo orden mundial más igualitario.

En todo caso, podrá haber más o menos efusión de sangre, pero lo que es absolutamente seguro es que el conservadurismo restauracionista de la burocracia del PCCH, y las relaciones reales que está estableciendo con distintos países de la periferia semicolonial de ninguna manera auguran un posible orden más igualitario: China asciende dentro de las relaciones creadas por la mundialización capitalista, sin cuestionar ni por un instante sus relaciones de explotación, opresión y subordinación.

En este sentido, el diario brasilero Valor denunciaba meses atrás la preocupación del empresariado de ese país por la primarización de las exportaciones latinoamericanas en general y brasileñas en particular a China en la última década: “La dinámica con China se asemeja mucho a la experiencia hegemónica de Inglaterra, que en determinado momento controló la producción de bienes manufacturados e importó apenas bienes primarios (…) La preocupación está relacionada con el perfil de las inversiones chinas. ‘Ellas están ligadas con la creación de mercados cautivos proveedores de materias primas’” (16-11-11).

Nuestro compañero Marcelo Yunes ha escrito un trabajo tratando de demostrar este punto (Revolución o dependencia. Imperialismo y teoría marxista en Latinoamérica). Para evaluar el eventual proceso de ascenso de nuevos países al “estrellato” imperialista hay que evitar todo impresionismo (se trata de relaciones consagradas difíciles de sortear como no sea mediante procesos de emancipación nacional y social). Y cabe agregar que los países que parecen aspirar hoy a este status lo hacen sin cuestionar las reglas de juego más generales en lo que hace a las relaciones jerárquicas entre naciones establecidas por el imperialismo.

En todo caso, Arrighi se cuida de no arriesgarlo todo a esa posible perspectiva “pacifista” por cuenta de la responsabilidad en esto de los Estados Unidos (no de la burocracia china, a la que idealiza). Señala que de parte de EE.UU. hay, grosso modo, tres hipótesis de trabajo en sus relaciones con China: una de “detente” y contención, otra de virtual escenario de “nueva guerra fría” y una tercera de conflicto bélico liso y llano.

Apunta que todas estas visiones tienen un punto en común: la preocupación de que haya sido China, y no EE.UU., la que haya resultado principal beneficiaria del proyecto de globalización que Estados Unidos preconizara en las décadas del 80 y 90. En todo caso, agrega, de volcarse a la “contención pacífica”, EE.UU. necesitaría una gran recuperación en su competitividad económica, cuestión problemática como veremos más abajo.

Respecto de estos mismos problemas, nos parece sugerente comentar críticamente aquí también la visión de Claudio Katz. Si bien acierta en su crítica a Arrighi respecto de las supuestas “bondades” de la ascensión de China como fenómeno “antiimperialista” (ver ¿Imperialismo contra economía de mercado?, www.rebelión.org), trasmite una visión unilateral en lo que hace a las perspectivas de las relaciones al interior del imperialismo, como con respecto de las posibles contradicciones entre EE.UU. y China.

Comete el error de abordar esta problemática desde un punto de vista estrictamente economicista: la actual interrelación de los capitales y la división del trabajo “globalizada” de la mundialización habrían excluido del horizonte prácticamente toda hipótesis de conflicto militar, dando lugar a la emergencia de una suerte de “capitalismo colectivo”: “Una característica distintiva del imperialismo contemporáneo es la gestión colectiva (…) Algunos autores utilizan el concepto ‘imperialismo colectivo’ para retratar esta nueva modalidad de dominación coordinada” (Katz, Gestión colectiva y asociación económica imperial, www.rebelión.org).

Se trata de una ingenuidad que pierde de vista un hecho que, aunque identifica, no le da la importancia que tiene: la subsistencia de los Estados nacionales y, por tanto, la posibilidad de conflictos militares entre ellos.

Arrighi comenta que una visión de este tipo es llamada “angellismo” en virtud de su semejanza con las tesis de un tal Norman Angell, que en 1910 afirmaba que las guerras se habían tornado “obsoletas”. El argumento de Angell, un “globalista dogmático” de comienzos del siglo XX, era que “las naciones interligadas por la economía no tenían otra alternativa que cooperar entre sí políticamente; que el poder militar y político ya no traía ventajas comerciales”.

Agrega Arrighi, citando a un autor conservador estadounidense belicista: “Por más que el neo-angellismo sea tranquilizador para el empresariado (…) tiene fallas fundamentales (…) La principal de ellas, la tercerización [productiva]: unos EE.UU. completamente post industriales serían incapaces de producir los implementos necesarios para una guerra, en caso de que fuese necesaria” (G. Arrighi, cit., p. 304).

La cuestión es que el Estado nacional (y las cuentas nacionales que le son propias) sigue estando muy presente bajo el capitalismo, así como las fronteras correspondientes, y este fenómeno no tiene una vinculación mecánica con los intereses de los capitalistas privados, que hasta cierto punto pueden ir para otro lado: “Expresando una visión bastante común, Fishman afirmó que ‘la promesa de China parece tan magnífica para las grandes empresas norteamericanas y para los súper ricos que el interés nacional de los Estados Unidos y la salud de su economía a largo plazo cuentan poco’”(ídem, p. 311).

En todo caso, desechar completamente toda hipótesis de conflicto militar entre estados no solamente desarma, sino que hace a una visión idílica: Katz habla de una suerte de “capitalismo colectivo” (o “ultraimperialismo”) que solamente está en su imaginación: “El imperialismo ha globalizado su acción, en un marco de rivalidades continuadas y pertenencia a estados diferenciados. Esta gestión común ha modificado las formas de dominación, que en el pasado se conjugaban en plural (choque de potencias), y en la actualidad se verbalizan en singular. Hay un imperialismo colectivo en el centro de la escena internacional” (“Gestión colectiva…”, cit.). El politólogo argentino Juan Gabriel Tokatlian parece tener menos certezas que Katz, en un reciente artículo titulado sugestivamente “¿Podría haber una gran guerra?” (La Nación, 14-11-11).

Y luego agrega, embarrando aún más las cosas, que es necesario “un reconocimiento de las nuevas formas de asociación que enlazan a las empresas transnacionales. Se omite analizar cómo este dato ha transformado el escenario geopolítico de la competencia. No se toma en cuenta que la amalgama global de capitales ha generado procesos de integración que limitan las conflagraciones tradicionales” (Katz, “Los cambios en la rivalidad interimperial”, www.rebelión.org).

Volviendo a Arrighi, éste insiste en el poder de “mediación” que ha mantenido el Estado chino. En este punto no deja de tener razón, y creemos que hace a un rasgo específico de este “capitalismo burocrático de Estado”, como define descriptiva pero agudamente Michel Husson, que es China hoy.

No obstante, Arrighi se equivoca completamente cuando idealiza a China como una suerte de “potencia benigna” que vendría a dar lugar a un nuevo orden mundial dónde las relaciones jerárquicas del imperialismo vendrían a “relajarse”.

El embellecimiento que hace de la China actual llega al punto, incluso, de relativizar el carácter escandalosamente explotador de esta formación capitalista “sui generis”. Literalmente, se enamora de las formas de explotación de plusvalor absoluto por parte de la burocracia, que usufructúa una mano de obra bastante calificada. ¡Arrighi vende estas formas como si fueran “superiores” a la de los países del centro imperialista, con mayor componente de plusvalor relativo!

En todo caso, la herencia de la revolución de 1949 es inmensamente contradictoria. Si por un lado es evidente que comprometió la idea misma del socialismo, por otra parte el período restauracionista se montó sobre algunas de las más grandes conquistas del período no capitalista anterior. Arrighi subraya convincentemente entre éstas “las conquistas excepcionales de la era Mao en el campo de la educación primaria” (cit., p. 363).

Contradicción evidente: el alto nivel cultural promedio de la mano de obra china no está al servicio hoy de ninguna perspectiva emancipatoria, sino de lograr ventajas competitivas en el mercado laboral mundial respecto de otras clases obreras del globo y apuntar a un redoblamiento de la explotación de todas ellas.

Arrighi parece perder de vista un elemento que, no por conocido, deja de ser fundamental en su embellecimiento de la burocracia post maoísta: el reducido piso salarial y de condiciones de vida y trabajo, que hacen del proletariado chino uno de los más explotados del mundo, si bien esto ha comenzado a cambiar en parte al compás de las oleadas de huelgas obreras que se vienen multiplicando en los últimos años.

2. La escalada del precio de las materias primas

“El reciente rebote en los precios globales de los alimentos ha revivido el debate acerca de un ‘superciclo de las commodities’, en el cual los precios de las materias primas va a estar altos por un período prolongado. Los bajos precios de los años 80 y 90 llevaron a una carencia de inversiones y al abandono de los sitios marginales. Eventualmente, esto causó escasez de oferta y precios crecientes. Semejantes precios eventualmente generarán mayor producción y esfuerzos para encontrar nuevas fuentes de abastecimiento” (The Economist, 9-9-10).

Nos referiremos ahora a un elemento específico que ha venido acompañando el desarrollo de la crisis, que requiere de un abordaje propio: la escalada de los precios de las materias primas en la última década.

No hay que engañarse por el hecho de que en la perspectiva inmediata los precios de las commodities tenderán a la baja. Recientemente el FMI ha estimado que el retroceso en su valor para el 2012 podría rondar entre 3,1% para el petróleo y 4,7% para los no combustibles, aunque esto ocurriría a partir de un crecimiento de los precios en 2011 del 30,6 para el primero y del 21,2% para los segundos.

Más allá de la coyuntura, digamos que uno de los elementos más novedosos que ha traído el desenvolvimiento de la crisis es la espectacular suba de los precios de las materias primas ocurrida en los últimos años. Algo que venía esbozándose desde comienzos de los años 2000, alcanzando un pico en 2008, cayendo luego en el pico de la crisis en 2009 y volviendo al centro de la escena hasta hoy.

El FMI, en uno de sus informes periódicos, enumeraba algunas de las razones de este fenómeno, tanto “estructurales” (el aumento orgánico de la demanda en los países emergentes; la escasez de oferta por problemas como la finitud de los recursos naturales), como “cíclicas” (clima, cosechas, etcétera) e, incluso, “especiales” (entre las que incluye la rebelión en el mundo árabe).

Últimamente, varios informes han ratificado que, más allá de los motivos especulativos, lo que está detrás de esta escalada son factores económicos reales: “En el desbarajuste [mundial], la agricultura tiene mucho que ver. El mundo se puso patas para arriba en el momento en que se comprobó que la población ya no cuenta con los reaseguros de tener stocks mundiales de alimentos. El paradigma de los excedentes cambió en forma definitiva por el de la escasez. Por estos días, los stocks de maíz, en el mundo y especialmente en Estados Unidos, el principal productor mundial, se encuentran en un piso histórico que no deja margen para el error. De ahora en más, existe la obligación implícita de lograr, año a año, cosechas récord por arriba de los 100 quintales de rendimiento por hectárea como para mantener a raya la demanda” (Félix Sanmartino, La Nación, 24-9-11).

Nos queremos detener aquí en los aspectos más conceptuales de la cuestión. Hay que decir que se trata de una cuestión compleja, y que no deja de aparecer como contradictoria con las tendencias seculares de los precios de los productos primarios (para un tratamiento más pormenorizado, ver de R. Sáenz La rebelión de las 4 por 4. La revuelta de los patrones rurales y la izquierda argentina. Antídoto-Gallo Rojo, Buenos Aires, 2009).

Como tendencia histórica, se entiende que con el desarrollo capitalista las materias primas deben tender, en principio, a abaratarse, como producto del aumento de la productividad del trabajo sobre los recursos naturales y el paso a métodos capitalistas de producción en masa.

La explotación capitalista aumenta sideralmente la producción y, por otra parte, los elementos de inversión de capital, y de mano de obra, de costo por unidad de producto, se supone que son menores que en el caso de los bienes industrializados. Digamos, más precisamente, que es un sector que por su menor composición orgánica del capital (la cantidad de capital fijo por unidad de producto) y la mayor proporción relativa de trabajo incorporado para producirlas, en el intercambio con las mercancías industrializadas (que tienen mayor composición orgánica pero menor trabajo por unidad de producto), entregan más valor a cambio de menos.

Como subproducto de lo anterior, históricamente, en el comercio internacional o en la relación campo-ciudad, los precios de los bienes industrializados se han vendido por encima de su valor, mientras que los agrarios lo han hecho por debajo de él. Ésta es la característica histórica de las relaciones comerciales entre los centros imperialistas y la periferia semicolonial.

De ahí el nombre de este fenómeno habitual en el comercio internacional, el famoso “intercambio desigual”: la tendencia a un intercambio de más valor por menos valor entre materias primas y bienes industrializados.

Dicho en términos generales, y como señalara Enrique Dussel en sus estudios sobre Marx, “el hecho es que cuando se intercambian internacionalmente mercancías, productos de capitales globales nacionalmente de diverso desarrollo (es decir, de diferente composición orgánica y de diversos salarios medios nacionales), la mercancía del capital más desarrollado tendrá menos valor. La competencia nivela, sin embargo, el precio de ambas mercancías en un precio medio único (precio de producción), que se logra sumando los costos de producción a la ganancia media mundial. De esta manera, la mercancía con menor valor (del capital nacional más desarrollado) obtiene un precio mayor a su valor, que se realiza extrayendo plusvalor a la mercancía de más valor. Por ello, la mercancía del capital de menos desarrollo, aunque pueda realizar ganancias (si su precio de producción es menor que el precio medio o ‘precio de producción’ internacional), transfiere plusvalor porque el precio medio es menor que el valor de la mercancía” (R. Sáenz, La rebelión de las 4 por 4, pp. 81-2).

Pero ahora parece haber un desarrollo contradictorio con esta tendencia histórica. ¿Cómo se explica esto? Con otro capítulo de la teoría económica del marxismo: la renta de la tierra.

A diferencia de las mercancías industrializadas, en el terreno de los recursos naturales, y como ya señalara Marx, el precio lo fija la más cara que encuentre mercado; esto es así dado que se trata de recursos en última instancia limitados (aunque la escala de su producción tienda a aumentar).

Como el precio lo fija la materia prima obtenida en las condiciones más difíciles pero que encuentra mercado, surge para las demás una renta diferencial entre su precio de costo y el llamado “valor de mercado” de ésta última (el precio al cual se vende esta mercancía determinada). Ése es el caso cuando se habla de recursos naturales escasos y/o no renovables, como son los de la producción agraria (aquí lo limitado es la cantidad de tierras fértiles para producirlos) o los combustibles fósiles.

Por ejemplo, si hubiera abundancia del petróleo en el mercado mundial, el petróleo del Mar del Norte, llamado Brent, que es carísimo (cotiza 30 dólares más alto que el promedio), no tendría espacio en los mercados. Sin embargo, como el petróleo falta en el mercado mundial, ese petróleo del Mar del Norte se puede vender con ganancia y termina fijando el precio global, o, al menos, de un tipo de combustible. Algo parecido pasa ahora con el shale oil (petróleo obtenido a partir de un procesamiento especial de las rocas aledañas a los yacimientos). Desde ya, esto no funciona mecánicamente porque hay varias cotizaciones para el precio del petróleo.

Lo anterior no quita que difícilmente esta realidad vaya a cambiar las leyes del capitalismo en la materia. Histórica y conceptualmente, lo que se opera es una transferencia de valor del sur al norte, dado que la mayor composición orgánica del capital (inversión) en estos países hace que sus productos industrializados sean más baratos (la productividad es mayor, las mercancías más baratas) que los del sur.

Sin embargo, en lo que hace a los mecanismos de renta diferencial, la transferencia puede ir temporariamente en sentido contrario, como ocurre ahora en circunstancias específicas. Como decíamos en el trabajo citado, mientras que en el ámbito de la ganancia media lo que se opera es una transferencia de valor del sur al norte por mayor composición orgánica del capital, en los mecanismos de renta agraria, petrolera o minera diferencial la transferencia puede ir en un sentido contrario, como ocurre en estos momentos.

En todo caso, esto no obsta para que, en el largo plazo, seguramente el boom de los commodities no podrá revertir la tendencia histórica de la señalada transferencia desigual de valor en el mercado mundial en favor de las naciones imperialistas. Tarde o temprano, la tendencia a la transferencia de valor del sur al norte se restablecerá, dadas las leyes de fondo del funcionamiento del capitalismo.

En un terreno más concreto y determinado, la suba de las materias primas tiene componentes económicos, políticos y especulativos, de los cuales, a nuestro modo de ver, el primero es el fundamental.

El componente económico remite a otra discusión, el ya señalado rol de China en la economía mundial como determinante en la mediatización de los desarrollos de la crisis. China, revolución industrial tardía de por medio, es un inmenso consumidor de materias primas. Y esto le ha puesto un “piso alto” al tráfico de mercancías primarias en el mercado mundial.

Se trata de un factor que remite a una explicación materialista, económica, y no sólo especulativa, de por qué vienen se sostienen tan altas las cotizaciones de las commodities aun en medio de la crisis: “Por primera vez, los cambios en la economía global implican que el menor consumo en EE.UU. no sería suficiente para que los precios del petróleo caigan (…) ‘Es un mundo nuevo’, dice James J. Hamilton, economista petrolero y profesor de la Universidad de California, en San Diego. ‘El crecimiento de los países recientemente industrializados es el principal factor detrás del alza del petróleo’, sostuvo (“EE.UU. ya no decide solo el precio del crudo”, WSJA, 2-4-11).

En la misma nota se informa que desde el 2000 el consumo de petróleo de los EE.UU. ha retrocedido un 4%, a 19,2 millones de barriles diarios. En el mismo lapso, la demanda combinada de Brasil, India, China y Arabia Saudita ha subido el 76%, a 18,8 millones de barriles, casi igualando el nivel estadounidense. Por sí sola, China ha más que duplicado su consumo de petróleo a 9,4 millones de barriles.

Así las cosas, el componente de los precios de las commodities genera presiones inflacionarias en varios de los países de la periferia industrializada o semiindustrializada. Éste es otro de los aspectos de la actual coyuntura económica mundial que presiona al alza los salarios, porque los productos primarios hacen parte sustancial de los llamados “bienes salario” (en mucha mayor proporción que en el caso de las clases medias altas o burguesas), que hacen al valor de la reproducción de la fuerza de trabajo. Al respecto, un desarrollo particularmente aberrante de esas presiones al alza es la utilización de cereales para la producción de combustibles, último grito de la moda del agrobusiness capitalista.

3. La desindustrialización relativa de EE.UU.

“Una recesión de doble caída es una cosa, pero una década perdida es algo mucho más siniestro. En EE.UU. hay una creciente preocupación de que la peor recesión desde la Gran Depresión haya lastimado la capacidad de la economía para crecer” (Barry Eichengreen, “¿Hay un boom de productividad en camino?”, www.proyect-sindicate.org, 9-9-10).

Pasemos ahora a los problemas en la acumulación capitalista en el norte del mundo. En este terreno, el dato estructural más importante de la crisis sigue siendo la mediocridad económica de EE.UU., país que todavía aporta el 20% del PIB internacional y es la primera economía capitalista.

Recientememte, a partir de una serie de datos de empleo y producción, han vuelto las versiones de que las perspectivas de la economía estadounidense para 2012 podrían estar mejorando. En todo caso, aquí nos interesa trazar un diagnostico de la industria norteamericana que vaya más allá de los humores de los mercados.

En este sentido, en las últimas décadas ha habido fuertes contrastes o claroscuros a la hora de la evaluación de la industria estadounidense y su productividad.

Si la década del 80 despuntaba con la preocupación de la “amenaza japonesa” (y, en menor medida, alemana), la segunda mitad de los 90 dio lugar a todo un debate referido a si no se había producido una revolución en materia de productividad de la economía norteamericana, por cuenta de la revolución informática.

Las acciones tecnológicas y la burbuja de las puntocom parecieron expresar esto, más allá de que luego, ya hacia la segunda mitad de la primera década del siglo este debate pareció apagarse, sólo para desembocar luego en la actual crisis.

En todo caso, parecen claras dos cosas. Una: EE.UU. vive un evidente deterioro en su base industrial de conjunto, dando lugar a diagnósticos de desindustrialización. Y dos, al mismo tiempo, dentro de EE.UU. surgieron nuevos polos dinámicos, y en materia de investigación y desarrollo, en materia de nuevas ramas productivas, el liderazgo de EE.UU. sigue siendo indiscutible.

A este respecto, cabe recordar lo que correctamente planteaba Paula Bach años atrás: “No puede caber duda alguna alrededor del hecho que Estados Unidos durante la década del 90 ha retomado la vanguardia en el desarrollo de lo que se conoce como nuevas tecnologías (…) De forma paralela, la productividad se ha incrementado en este sector, aunque muy particularmente lo ha hecho en la franja ligada a la producción de computadoras (…) [Lo que se trata de responder es] si el aumento de la productividad en ese sector ha impulsado la productividad de la economía de EE.UU. en su conjunto” (“Elementos para una análisis marxista de las contradicciones de la economía norteamericana”, Estrategia Internacional 15).

Una década después del debate acerca de los alcances de las ganancias de productividad de la revolución informática en EE.UU., el liderazgo de este país está lastrado por un fuerte deterioro en materia de infraestructura (las últimas grandes obras a este respecto datan de la década del 30) y de la base industrial yanqui como totalidad. Veremos estos aspectos a continuación y volveremos una vez más acerca al debate acerca de los problemas de la productividad en general.

El deterioro en la infraestructura lastra la productividad

El hecho del que hay que partir es que parte sustancial de los multimillonarios rescates estatales no fueron a parar a la economía real. Se salvó a la banca, se compraron bonos basura de los cuales se hizo cargo el Estado, se limpiaron en parte las carteras de activos, pero una inmensa proporción de esa masa de dinero no fue a la inversión real.

Casi inmediatamente las bolsas comenzaron a recuperarse, pero parte fundamental de ese dinero drenó hacia el exterior (hecho inexorable en el actual contexto globalizado). Roberto Ramírez, economista de la corriente Socialismo o Barbarie, afirmaba agudamente que planes verdaderamente keynesianos de sostenimiento económico requerirían el retorno a condiciones de autarquía por ahora inexistentes.

El hecho es que luego de gastarse varios billones de dólares, alguna explicación debe haber para la circunstancia de que el crecimiento económico siga siendo tan mediocre (y amenace con una recaída recesiva en un futuro próximo). A este respecto, The Economist señala que “en el transcurso del año [2011], hasta junio, el segundo año completo de recuperación, la economía creció apenas un 1,6%. Durante el mismo período después de la recesión de 1982, la economía dio un salto hacia delante de un 5,6%” (en La Nación, 6-8-11). En el mismo sentido, Le Monde comentaba que Ben Bernanke había señalado que la recuperación económica era “desesperadamente lenta” (13-6-11).

Hay varios elementos a ser destacados. El primero es que el Estado no ha hecho nada parecido a un megaplan de obras públicas como el que puso en marcha Roosevelt en los años 30. Desde esa década que no hay inversiones sustánciales en infraestructura en unos EE.UU. caracterizados por un cuarto de sus 600.000 puentes en malas condiciones, embotellamientos diarios enloquecedores (suman 3.500 millones de horas anuales de embotellamientos, con un costo de más de 63.000 millones de dólares), aeropuertos sobreexigidos y en mal estado, red ferroviaria insuficiente, etcétera.

Obama anunció en septiembre de 2011 un plan de inversiones públicas para recuperar la deteriorada infraestructura del país. Meses después, The Economist señalaba que no está para nada claro su real magnitud e impacto.

Afirma el economista marxista paquistaní Anwar Shaikh: “Con la profundización de la actual crisis, todos los gobiernos del mundo se movieron para salvar del derrumbe a los bancos y las finanzas, creando increíbles sumas de dinero a tal efecto. (…) Los gobiernos han sido mucho menos entusiastas en encontrar nuevas formas de gastar para ayudar directamente a los trabajadores (…) Es correcto decir que el gasto del gobierno juega un rol crucial para acelerar la recuperación. [Pero] el gasto gubernamental debería servir también para emplear de manera directa en obras públicas. Por ejemplo, [en los años 1930] el Work Project Administration [agencia estatal del gobierno de Roosevelt]) empleó millones de personas en obra pública, en artes, en educación, en sostener la pobreza” (A. Shaikh, “La primera depresión del siglo XXI”).[11]

Esto último es justamente lo que no ocurre bajo Obama, y menos que menos en la Unión Europea, cuyos gobiernos se han lanzado de lleno a una ronda de ajustes económicos draconianos.

La “racionalidad” de este curso de acción, de esta “abstención”, es que un plan masivo de obras públicas fijaría un piso salarial por encima del actual, porque emplearía a parte importante de los actuales desempleados. Esto socavaría una conquista de los capitalistas de estas últimas décadas: el sistemático deterioro salarial que ha sido parte orgánica de la recuperación de la tasa de ganancia. Los capitalistas sólo atenderán esto en la medida en que se vean realmente amenazados.

De más está decir que una buena infraestructura es un factor fundamental para la productividad de una nación. Ya en “Obama, ¿el Roosevelt que no fue” (Socialismo o Barbarie 23/24, 2010), Roberto Ramírez se refería a que los últimos grandes planes de infraestructura en EE.UU. habían corrido por cuenta del gobierno de Franklin D. Roosvelt, y que hoy, pasados 80 años, el deterioro en esta materia en el país del norte es otro de los elementos que lastraban su productividad.

Yendo al sector privado estadounidense, el rubro inmobiliario (la construcción privada es también una gran dinamizadora de la demanda), tampoco logra levantar cabeza. Recientemente han aparecido datos de que la cotización global de los bienes inmobiliarios sigue un 5% por debajo del comienzo de la crisis, la peor situación del mercado desde la Segunda Guerra Mundial, y que sigue habiendo enorme ociosidad (viviendas producidas pero no vendidas), lo que evidentemente demora la recuperación productiva del sector (Le Monde, 6 de junio del 2011). Para colmo, los hogares siguen arrastrando un altísimo nivel de endeudamiento (apalancamiento).

La mediocridad del sector inmobiliario habla de la mediocridad del consumo y del crecimiento en general: como es sabido, el valor de las propiedades obró en la última etapa con factor decisivo para lograr financiamiento para el consumo de los hogares. La carencia hoy de esta fuente de financiamiento se suma al “malgasto” de los rescates públicos.

Mirando hacia la industria, allí también hay una serie de datos críticos. El desempleo continúa siendo muy alto, y sólo una nueva ola inversora de conjunto, que no parece estar verificándose, podría ayudar a bajarlo de manera estructural. Nos dedicaremos a esto a continuación.

El deterioro de la base industrial

“[EE.UU. necesitaría] un equivalente en el siglo XXI del Informe de las Manufacturas de Alexander Hamilton en el siglo XVIII; o sea, una definición de qué sectores son esenciales para la seguridad nacional y ‘una política tecnológico-industrial coherente para garantizar que esos sectores vitales permanezcan nacionales’. Aunque esa política neohamiltoniana aumente el costo de los bienes de consumo, eleve los intereses y tal vez haga caer la Bolsa, ése es un precio pequeño a pagar para la verdadera seguridad nacional” (James P. Pinkerton, analista conservador, en G. Arrighi, cit., p. 306).

Uno de los grandes debates que se están desarrollando al compás de la crisis es acerca de los problemas de la productividad de la economía estadounidense. Se trata de una cuestión estratégica para la economía capitalista mundial.

En los últimos años, se han operado grandes reducciones de personal, y han aumentado la tasa de explotación y las ganancias. Estas contratendencias de la crisis están funcionando a pleno, no así la destrucción de capitales; recordar que los rescates fueron a los bancos y empresas “too big to fail” (ver un tratamiento más extenso en R. Sáenz, “Cuando se prepara una recaída”, Socialismo o Barbarie 23/24, 2010).

Esto ha ocurrido por cuenta del aprovechamiento de la crisis para aumentar los ritmos de trabajo y reducir personal. El historiador económico norteamericano Barry Eichengreen se refiere a esto en un artículo donde señala que en los años 30 el patrón en materia de empleo e inversiones había sido mediocre, y sin embargo la productividad económica había pegado un fenomenal salto hacia adelante, preguntándose entonces si no es esto lo que la crisis económica estaba pariendo hoy en EE.UU. (“¿Hay un boom de productividad en camino?”, cit.).

Al parecer, desde finales de 2007 hasta el segundo trimestre de 2010 se registraron aumentos de la productividad del 2,5% promedio (la cuarta mayor cota de las últimas 11 recesiones desde la II Guerra Mundial). Estas ganancias de productividad han estado basadas en dos elementos.

Uno, la ya señalada mayor explotación del trabajo subproducto de la reducción de personal y de las horas de trabajo, dando lugar al fenómeno llamado “jobless recovery” (recuperación sin empleo): “Los hombres de negocios han sido capaces de responder a la demanda de sus productos y servicios sin incorporar nuevo personal o incrementar las horas de trabajo de su personal, debido a que han podido obtener más de cada hora de trabajo” (Daniel J. Wilson, “¿Se ha acabado el reciente boom de la productividad?”, FRBSF Economic Letter, www.frbsf.org).

El segundo, un mayor aprovechamiento de la capacidad instalada existente desde antes de la crisis: “Esta mayor utilización del capital no ha sido producto de que la inversión haya sido particularmente robusta durante la recesión. Por el contrario, reflejó una dramática caída en las horas de trabajo combinada con un débil pero positivo crecimiento en (…) software” (ídem).

Y agrega: “La utilización del capital (…) aparece como la más promisoria explicación para el reciente crecimiento multifactorial de la productividad. La tasa de utilización de la Federal Reserve Board en materia de capacidad industrial muestra un incremento desde mediados del 2009 del 10% promedio, respondiendo por un tercio de los incrementos de productividad, con el trabajo respondiendo por el resto” (ídem).

Pero aquí nos preocupa otra cosa: no la utilización de la capacidad instalada, sino evaluar si se está dando un aumento sustancial en la dinámica inversora que saque a la economía yanqui de su estancamiento y la lleve, de conjunto, hacia adelante.

Todo parece indicar que no es eso lo que se está verificando. EE.UU. vive una subinversión en su base industrial, que no vive una renovación de conjunto desde los años 20. La emergencia de las ramas de nuevas tecnologías, en las que goza de una evidente hegemonía, contrastan con y oscurecen su ya enorme debilidad en el resto de la industria.

En sus estudios históricos, Eichengreen vuelve a confirmar algo ya sabido: que EE.UU. se recuperó de la depresión de los años 30 con el desencadenamiento de la II Guerra Mundial. Entre 1933 y 1937 hubo crecimiento cero en préstamos bancarios, las inversiones sufrieron y los stocks en equipos y estructuras se encontraban en el mismo nivel en 1941 que en 1929; la desocupación no cedía, y se perdía empleo calificado, ya que el desempleo seguía en el 14% en 1937, después de cuatro años de recuperación, y continuó en el mismo nivel hasta 1940, a punto del ingreso en la guerra mundial. Recién con la guerra esto fue revertido, relanzando la economía de conjunto.

Es posible que se esté dando ahora un cierto aumento en la productividad. Sin embargo, lo que no se está produciendo es el necesario proceso de reindustrialización que el país del norte necesita para salir de su condición deficitaria global: “La tendencia de la tasa de crecimiento depende del abastecimiento de trabajadores y de su productividad. Esa productividad, a su vez, depende de la tasa de inversión del capital y del ritmo de las innovaciones (…) Un crecimiento más rápido de la productividad puede ayudar a mitigar la caída económica, pero no parece estar en camino. Ya antes de la crisis financiera, la tasa de crecimiento de la productividad era débil y desacelerándose en muchos países ricos, incluso si estaba subiendo en el mundo emergente. El crecimiento del producto por trabajador en América, que había subido consistentemente a finales de los años 90 gracias a las tecnologías de la información, y nuevamente a comienzos de la última década gracias a las ganancias logrados por la difusión de estas tecnologías a lo largo de toda la economía, comenzaron a flaquear a partir de 2004. Revivió durante la recesión en la medida en que las empresas achicaron su fuerza de trabajo, pero ese resurgimiento no puede durar” (The Economist, “¿Cómo crecer?”, 7-10-10).

Una reindustrialización de los EE.UU. se hace difícil porque, entre otras cosas, al menos en un primer momento, tiraría indefectiblemente hacia abajo la tasa de ganancia, ya que implicaría la relocalización de empresas nuevamente en suelo norteamericano, donde el promedio de los salarios es más alto que en China, México o cualquier otro país emergente (y ya vimos arriba cómo los capitales privados no se mueven por “intereses nacionales” sino por el afán de ganancias).

Tanto The Economist como Wall Street Journal, informan que algo de este movimiento de relocalización (o repatriación de inversiones productivas) está ocurriendo por cuenta de la reducción de la brecha salarial con China, los problemas logísticos y cuestiones incluso de seguridad (como es el caso del narcotráfico en México).[12]

Pero este movimiento de recuperación de la productividad es mucho más complejo por una razón estructural: en EE.UU. se han levantado (retirado) ramas enteras de la producción: “BCG (Boston Consulting Group) predice ‘un renacimiento económico’ en América. Hay razones para ser escépticos. El crecimiento en las manufacturas en el último año o más fue en gran medida recuperación de terreno perdido durante la recesión. Más aún, muchas de las nuevas industrias en EE.UU. han sido alentadas por subsidios que próximamente van a expirar (…) Más que una estampida de plantas volviendo a casa, ‘más altos salarios en China harán que algunas firmas que se estaban yendo repiensen las cosas y mantengan sus opciones abiertas, continuando la operación de una planta en EE.UU.’ dice Gary Pisano, de Harvard Business School (…) Incluso si los salarios en China ‘explotan’, muchas multinacionales encontrarán difícil traer muchos empleos a EE.UU., insiste Pisano. En algunas áreas, como electrónica de consumo, EE.UU. ya no tiene la necesaria base de abastecimientos o infraestructura. Las firmas no tomaron conciencia, cuando desplazaron sus operaciones a los países de bajos salarios, que algunos movimientos ‘simplemente serían irreversibles’” (The Economist, 12-5-11).

En igual sentido se pronunciaba el propio Steve Jobs: “Barack Obama, se acercó a Steve Jobs en una reunión con popes del Silicon Valley y le preguntó por qué no hacía el iPhone en su país, para crear más empleos. El fundador de Apple fue categórico: ‘Ese trabajo no volverá a hacerse aquí’” (La Nación, 5-2-12).

The Economist agrega otro elemento: muchas multinacionales van a continuar construyendo la mayoría de sus nuevas plantas en los mercados emergentes no para exportar esa producción a su país de origen, sino simplemente porque es en ellos donde la demanda crece más rápido: “La noción de que el empleo podría volver desde el exterior no deja de ser una fantasía. Caterpillar agregó 19.008 empleados (excluyendo adquisiciones) en 2010; 60% de ellos han sido en el exterior. Como muchas multinacionales, Caterpillar prefiere producir donde vende. Las ventas en 2010 en Asia aumentaron el 43%, y en Latinoamérica, el 58%, comparado con el 30% en Norteamérica. En la medida en que los mercados emergentes sigan creciendo más rápido, es en ellos donde se concentrará el grueso de los nuevos empleos manufactureros” (“La recuperación del cinturón de acero”, The Economist, 10-3-11).

El traslado de ramas enteras de la producción difíciles de repatriar, o el hecho que los más dinámicos mercados no se hallen dentro de EE.UU., son razones de peso por las cuales los capitalistas estadounidenses se muestran tan renuentes a llevar adelante el tan necesario rebalanceo de la economía mundial.

Rebalanceo que implicaría modificaciones de fondo en la división internacional del trabajo heredada de las últimas décadas de mundialización: “Muchas industrias no están localizadas en EE.UU., y, especialmente, no en los centros tradicionales de producción en el noreste y median oeste, sino en el oeste y en el sur. El resultado ha sido una reorganización y relocalización de la producción a lo largo y ancho del mundo. La desindustrialización de viejos centros de producción ha ocurrido en todos lados, desde las industrias del acero de Pittsburg, Sheffield y Essen hasta la industria textil en Mumbai. Esto ha ocurrido paralelamente con un impactante despegue industrializador de nuevos espacios en la economía global, particularmente aquellos con recursos específicos o ventajas organizacionales, como Taiwán, Corea del Sur, Bangladesh y zonas especiales de producción como las maquiladoras mexicanas (plantas de ensamblaje sin impuestos) o las plataformas exportadoras creadas en el delta del Pearl River, China” (D. Harvey, cit., p. 33).

Para salir adelante, EE.UU. necesitaría entonces de un rebalanceo estructural de la economía mundial que obligara a las multinacionales a reorganizar sus negocios de otra manera a la de las últimas décadas, lo que, al menos en un comienzo, plantearía una reducción en las tasas de ganancias.

En definitiva, lo que impide el crecimiento a largo plazo en la primera economía mundial son los rasgos estructurales de la propia fase de mundialización del capital.

Y no se ve cómo se irán a modificar estas condiciones en el futuro inmediato: una recuperación sin creación de empleo y sin un salto cualitativo en materia de inversiones dificulta el relanzamiento de la reproducción ampliada del capital, es decir, de la acumulación y el crecimiento.

La situación de la productividad en su conjunto

Volvamos ahora muy sucintamente a los problemas de la productividad de la economía yanqui en su conjunto.

Como señaláramos al comienzo de este punto, Estados Unidos ha venido liderando en los últimos 20 años las novedades tecnológicas y el desarrollo de nuevas ramas productivas, lo que, al mismo tiempo, le permitió obvias ganancias de productividad en estos sectores.

El interrogante que habíamos dejado planteado era si estas ganancias de productividad habían logrado expandirse al conjunto de la economía.

Diez años atrás, en plena fiebre de las puntocom, la respuesta parecía ser que sí. Sin embargo, algunos análisis ya complejizaban las cosas: “Examinando más de cerca, el revival de la productividad, por más impresionante que sea, no brinda ninguna evidencia de que haya surgido una revolución ‘ampliada’ de la nueva economía creada por los beneficios de las computadoras y otros equipamientos electrónicos que se derraman a los sectores de la economía que han invertido tan fuertemente en ellos, y en contraste tenemos una revolución de nueva economía ‘estrecha’ que consiste simplemente en un rápido crecimiento de la productividad en la manufactura de equipamiento electrónico en sí mismo sin ningún derrame al resto de la economía” (P. Bach, cit.).

Pasados diez años en que estos interrogantes eran difíciles de responder con exactitud, se puede intentar un balance de este debate hoy.

Un trabajo de Michel Husson de 2008 nos permite tratar de formular una respuesta más precisa. Husson parte de recordar las “ilusiones” generadas en la segunda mitad de los años 90 alrededor de la “nueva economía”, supuestamente fundada en las tecnologías de la información. Y plantea que su impacto abrió el interrogante de si habían posibilitado un alza duradera en la rentabilidad posibilitada por una nueva fase de expansión duradera.

Husson señala dos posiciones opuestas en este debate: la primera conducía a afirmar que las nuevas tecnologías conducían a un crecimiento durable de la productividad; la segunda señalaba que se asistía a un transitorio ciclo high tech de la mano de un esfuerzo de inversión excepcional en esas ramas, pero que la productividad global volvería a sus tendencias pasadas una vez que ese esfuerzo inversor fuera absorbido.

Y Husson responde que los hechos parecen haber confirmar la tesis del ciclo high tech. “La productividad horaria del trabajo en EE.UU. se ha debilitado en el curso de los últimos años, y ha retornado a una tasa de crecimiento de menos del 2%, comparable a la de los tres decenios precedentes a la ‘nueva economía’. Ésta última parece haber sido un paréntesis provisorio en el ritmo de crecimiento de la productividad que viene prevaleciendo luego de la recesión de 1967” (“Estados Unidos: el fin de un modelo”, La Breche 3, 2008).

En definitiva, la cuestión retorna sobre los problemas del deterioro de la base industrial estadounidense en su conjunto: ha habido ganancias de la productividad en las ramas más dinámicas, pero a ojos vista esto no ha alcanzado para relanzar la industria de EE.UU. de conjunto hacia delante. De ahí el deterioro relativo de su competitividad en el mercado mundial.

4. Las paradojas de la acumulación capitalista en las últimas décadas

Hay un elemento íntimamente conectado al anterior: tiene que ver con la dialéctica del desarrollo de las fuerzas productivas y las ganancias capitalistas en la economía mundial como un todo, y de cómo ha venido funcionando esto en las últimas décadas. En esta materia también hay un gran debate.

Ganancias sin acumulación

La contradicción es la siguiente: un abordaje realista y no doctrinario de la cuestión muestra que la tasa de ganancia se recuperó luego de la crisis de los años 70. No se llegó a los niveles de la inmediata posguerra, pero la recuperación fue evidente, cerrándose en cierto modo la crisis de los años 70 con la emergencia de la mundialización.

Son varios los economistas marxistas que ven esta recuperación: desde Michel Husson (aunque en su caso se le escapa el dato esencial de lo parcial de ésta) hasta Anwar Shaikh o Guglielmo Carchedi.

Shaikh señala que la combinación específica para esta recuperación –sobre todo en países como EE.UU. e Inglaterra– fue el salto en la explotación de la clase obrera a partir de los gobiernos de Reagan y Thatcher, combinado con la inauguración de una época de bajísimas tasas de interés.

En un cuadro de su autoría, demuestra que en los 20 años de la inmediata posguerra la tasa de ganancia empresaria, que se obtiene descontando a la tasa de ganancia el interés bancario del momento promedió en EE.UU., grosso modo, entre el 10 y el 15%, para caer luego de manera sostenida hasta 1983 (inexplicablemente, Carchedi rechaza esta categoría, que tiene su utilidad explicativa, argumentando que no proviene de Marx).

Sin embargo, a partir de esa fecha, se recuperó, alcanzando, como promedio, entre el 5 y el 10% (como se ve, igualmente a un ritmo menor que en los “Treinta Gloriosos”, aspecto que veremos a continuación), hasta el momento del desencadenamiento de la actual crisis.

A los economistas que señalan que esta recuperación no habría ocurrido, y que la crisis de los años 70 nunca se habría cerrado (para reabrirse con la actual depresión mundial), parece costarles dar cuenta de la realidad tal cual es.

Sin embargo, lo específico de las últimas décadas, dato a priori paradojal, es que esa recuperación de la tasa de ganancia no redundó en un aumento sustancial de la inversión y la acumulación vista la economía capitalista mundial como totalidad: “El avance de la globalización neoliberal muestra resultados contradictorios. Ha sido exitosa como estrategia de recomposición de la rentabilidad al propiciar la recuperación, al menos parcial, de la tasa general de ganancia en los centros del capitalismo mundial. Sin embargo, tal recuperación ha tenido un efecto limitado sobre la dinámica general de la inversión productiva y de la producción, por el sesgo de la globalización neoliberal hacia las formas de valorización financieras y especulativas, como los mercados accionarios” (Abelardo Mariña Flores, “La fase actual de la economía mundial capitalista: evaluación y perspectivas”, UAM, Azcapotzalco, México).

En el mismo sentido se pronuncia el analista inglés Lynn Walsh: “El principal éxito del neoliberalismo fue incrementar las ganancias, los ingresos y la riqueza de los súper ricos (…) Sin embargo, esto no llevó a un crecimiento mayor. ‘El crecimiento económico en realidad se redujo desde el comienzo de las reformas neoliberales en los 80. De acuerdo con los datos del Banco Mundial, la economía mundial solía crecer en términos per cápita más del 3% durante las décadas del 60 y 70, mientras que desde los 80 ha estado creciendo a una tasa del 1,4% al año (1980-2009)’. Más aún, la inversión de capital en nuevas capacidades productivas, la clave del desarrollo de nuevas tecnologías, de los futuros incrementos de productividad y de la reproducción ampliada (crecimiento), de hecho ha declinado. ‘A pesar del crecimiento de la desigualdad desde 1980, la inversión como proporción del producto nacional ha venido cayendo en todos los países del G7. En el caso de EE.UU., ‘la inversión como proporción del producto nacional, ha de hecho caído más que crecido, del 20,5% en la década del 80 al 18,7% desde allí (1990-2009)’” (Lynn Walsh, “Capitalismo desnudo”, Socialismo Hoy 150, julio-agosto 2011).

Este último aspecto es subrayado por Michel Husson de manera convincente, más allá de que su visión lamentablemente se resiente porque de esta constatación empírica de lo ocurrido en la dinámica del capitalismo en las últimas décadas, saca erróneas conclusiones teóricas.

Según él, esta circunstancia de mediocridad inversora demostraría que la teoría de Marx acerca de la ley tendencial a la baja de la tasa de ganancia (como subproducto del aumento también tendencial en la composición orgánica del capital), no serviría como explicación de la crisis. Volveremos sobre esto.

En todo caso, afirmemos lo siguiente: que se desarrollaron determinadas ramas productivas es evidente; ver si no la revolución informática en curso. Al mismo tiempo, el capitalismo logró ampliar su horizonte geográfico de explotación económica directa con la “reabsorción” plena de los países no capitalistas. Haber integrado a China –que además vive una suerte de tercera revolución industrial– y a Rusia, por señalar solamente a los países más grandes, es un indudable aliciente.

Tampoco es un hecho menor la expansión del capitalismo hacia el este europeo (expansión aprovechada, en primer lugar, por Alemania), el salto en la tasa de explotación de los trabajadores a nivel mundial y el avance en las relaciones de semicolonización de los países de la periferia (proceso ahora parcialmente estancado por la crisis económica y las rebeliones populares latinoamericanas).

Pero el hecho cierto es que parte importante del plusvalor obtenido, transformado en “plétora del capital” (capital sobrante no aplicado a la inversión real), terminó yendo a parar a los circuitos de la valorización financiera, en ausencia de tasas de ganancias de igual magnitud en la economía productiva.

Esto dio lugar a un patrón de crecimiento de la economía mundial en las últimas décadas que si mostró lugares o “nichos” en que la acumulación dio un sustancial paso adelante, sufrió una carencia de suficiente inversión productiva (y de creación de plusvalor “real”), lo que termina por estallar en dramática crisis en 2008.[13]

Simplemente, no había plusvalor que alcanzara para pagar semejantes tasas de valorización como las que exigían las finanzas. Sobre este estallido, la explicación de Shaikh está en lo insostenible de un endeudamiento que compensó a lo largo de casi tres décadas la caída de los salarios en los países imperialistas. Nos parece que nuestra hipótesis trata de hundir sus raíces de manera más sistemática en los problemas específicos de la acumulación y el desarrollo de nuevas ramas productivas como causa última de la crisis.

A pesar de la revolución informática, el capitalismo parece carecer hoy de un “motor” mayor, de una “locomotora” de arrastre, de una o varias ramas económicas universales (aparte de la informática) que tiñan todas las demás y las lleven hacia delante.

Dice Harvey al respecto: “La relación entre representación y realidad bajo el capitalismo siempre ha sido problemática.[14] Las deudas se relacionan con el futuro valor de los bienes y servicios. Esto siempre implica una interrogación-apuesta, que es luego establecida por la tasa de interés, descontada de la ganancia futura. El crecimiento de las deudas desde 1970 se relaciona con un problema central que está por detrás de esta realidad, que llamé ‘el problema de la absorción del capital excedente’. Los capitalistas están siempre produciendo excedentes bajo la forma de ganancias. Están forzados por la competencia a capitalizar e reinvertir una parte de sus ganancias en expansión. Esto requiere encontrar nuevos lugares de donde obtener ganancias. Ha habido un serio problema de fondo, particularmente desde la crisis de 1973-82, acerca de cómo absorber crecientes y más crecientes cantidades de capital excedente en la producción de bienes y servicios” (D. Harvey, cit., p. 26).

El lugar de la informática y los problemas para la emergencia de nuevas ramas productivas

Adelantémonos a señalar que la computación y las telecomunicaciones han ido configurando una suerte de “revolución tecnológica” que se ha expandido al conjunto de la economía y el consumo.[15] Esto es un hecho indiscutible.

Sin embargo, no parece tener la envergadura del ferrocarril en la segunda mitad del siglo XIX, o del automóvil todo a lo largo del siglo XX. Toda la palabrería sobre una supuesta “sociedad postindustrial” tiene un poco esta base: el carácter “liviano”, casi “metafísico”, de las tecnologías de la información.

El carácter de rama “liviana” de la informática no configura para nada una sociedad “postindustrial” como les gustaría a los “posmarxistas”, sino que parece ser una limitante para que cumpla el rol que en su momento cumplieron otras ramas. Meszáros ironizaba en un reciente trabajo contra quienes hablaban de “sociedad postindustrial” señalando que toda civilización no podía sino ser “industriosa”, en la medida de las nada metafísicas y necesarias relaciones productivas entre el hombre y la naturaleza para asegurar su reproducción material.

Por ende, la informática tiene las características de una revolución tecnológica, pero no industrial en el sentido pleno de la palabra, en el sentido de que no ha producido un revolucionamiento de la producción mundial que la coloque, de conjunto, en un nuevo terreno, como sí ocurrió con la generalización del ferrocarril o el automóvil.[16]

En todo caso, este papel lo podría cumplir la industria de guerra o, quizá, la industria aeroespacial. Pero para la primera no están dadas las condiciones, y la segunda es todavía incipiente y, seguramente, más fuente de pérdidas que de ganancias.

En este mismo sentido se pronuncia el economista marxista italiano Guglielmo Carchedi Sostiene que para un relanzamiento de la acumulación en su conjunto haría falta una destrucción de capitales de una magnitud que todavía no se ha verificado, al tiempo que una ola masiva de inversión en nuevas tecnologías. Esto es lo que ocurrió luego de la II Guerra Mundial.

La guerra probó ser una mina de invenciones, desde los jets hasta los misiles balísticos, desde la energía atómica hasta la computación, desde el caucho sintético hasta el radar, por sólo mencionar algunas. Estas invenciones se transformaron en las nuevas tecnologías, que fueron volcadas dentro de la economía civil y se transformaron en la nueva base material de la economía de posguerra. Reemplazaron viejos terrenos de inversión y de medios de producción y formaron nuevos, para los cuales se necesitó crear “nuevas” materias primas.

Más allá aun, “las viejas líneas de producción fueron completamente revolucionadas. La economía civil fue lisa y llanamente puesta sobre nuevas bases materiales” (G. Carchedi, “Behind and beyond the crisis”, International Socialism 132, otoño 2011).

Carchedi agrega que esto ocurrió 65 años atrás, pero que “hoy es otra la situación”. La industria yanqui sigue teniendo demasiada alta composición orgánica de capital, que no se ha destruido capital suficiente con las crisis de las últimas décadas. Señala que lo que el capitalismo necesitaría hoy “es la aplicación de tecnologías radicalmente diferentes que creen nuevas mercancías (y nuevas necesidades) en una escala masiva y sobre la base de una baja composición orgánica del capital inicial”, que es, precisamente, lo que no está ocurriendo.

En ese marco, Carchedi da cuenta de que hacia finales del siglo XX y comienzos de éste, emergió toda una nueva generación de tecnologías potenciales que podrían ser la base material para ese relanzamiento de la acumulación: biotecnología, ingeniería genética, nanotecnología, bioinformática, biofarmacología, computación genética, etcétera, que podrían estar significando una nueva fase en el desarrollo de las fuerzas productivas del capitalismo.

Así, las nuevas ramas productivas –así como los avances tecnológicos– podrían permitir la recuperación “estructural” de la tasa de ganancia, llevando la masa de las ganancias hasta niveles insospechados.

Pero si el capitalismo neoliberal de hoy está caracterizado por una baja tasa de inversión es porque no está encontrando esas ramas productivas que le permitan ese despegue.

En todo caso, el hecho es que no se verificó una recuperación “completa” de la tasa de ganancia en las últimas décadas. Éste es otro rasgo que hace la configuración histórica concreta de la actual crisis.

“Cada vez menores cantidades de capital excedente han sido absorbidas en la producción (a pesar de todo lo que ha ocurrido en China), debido a que los márgenes globales de ganancias comenzaron a caer luego de un pequeño renacimiento en los 80 (…). Las ganancias comenzaron a caer después de 1990, a pesar de la abundancia de mano de obra de bajos salarios. Bajos salarios y bajas ganancias son una combinación peculiar. Como resultado de esto, más y más dinero fue a la especulación en valores accionarios debido, a que era allí donde se podía encontrar la ganancia (…). El giro a la financierización desde 1973 fue nacido de esta necesidad” (D. Harvey, cit., pp. 29-30).

Pasemos a otro plano de esta misma discusión. Veamos cómo opera la acumulación en medio de la crisis. La realidad es que no parece haber muchas modificaciones en este rasgo estructural “bajoinversor” del capitalismo de hoy.

Billones de dólares inundaron los circuitos de valorización financiera mediante los rescates. Las bolsas se recuperaron, lo mismo que las tasas de ganancia. Y, sin embargo, la evolución del producto es mediocre. ¿Por qué?

La respuesta es simple: porque lo que no se recupera del todo, y menos que menos pega un salto histórico, es la tasa de acumulación. De ahí que la desindustrialización relativa del país central del capitalismo mundial, EE.UU., siga siendo el gran dato de la realidad económica mundial, y un dato que no parece estar en reversión:

“La emergencia del resto [los emergentes] es un logro notable (…) Pero hay otra menos feliz explicación del rápido giro en el centro económico global de gravedad: la falta de crecimiento en las grandes economías ricas de América, Europa Occidental y Japón” (“¿Cómo crecer?”, The Economist, 7-10-10).

Países como China, India o Brasil han significado un impulso inversor, de acumulación real y de dimensión mundial. Además, en el primer caso, los rasgos de sobreacumulación están en el centro de la escena: casi el 50% de su PIB va a la inversión, y nadie sabe cuánto tiempo más podrá sostenerse esta tasa.

Mientras algunos observadores han señalado agudamente que, por ejemplo, los nuevos trenes de alta velocidad transitan por las vías sin pasajeros, muchos otros se interrogan qué hacer con una capacidad instalada desproporcionadamente destinada al mercado mundial si éste se vuelve a hundir como producto de la crisis.[17]

Además, esta capacidad instalada desaprovechada marca también a países como EE.UU., más allá de su desindustrialización relativa. Hace parte de las oleadas de cierres y fusiones empresariales de las últimas décadas, por ejemplo, en materia de líneas de aviación y otras.

Aquí estamos hablando de que a nivel de las fuerzas productivas universales, el mundo muestra una serie de contrastes y claroscuros de tremenda magnitud, donde a pesar del desarrollo de algunas ramas productivas –o el sostenimiento de otras clásicas de enorme importancia como la automotriz–, parece mantenerse la carencia de un relanzamiento del capitalismo globalmente hacia adelante.

Señala Harvey: “¿Qué es lo que pasará en esta oportunidad [con la inversión mundial. RS]? Si queremos volver al 3% de crecimiento [como en la segunda posguerra], esto significará hallar oportunidades de inversión global con ganancias de 1,6 billones de dólares en 2010, creciendo hasta 3 billones en 2030. Esto contrasta con los 0,15 billones de nueva inversión que se necesitaron en 1950 y los 0,42 billones en 1973. Los problemas realmente para encontrar adecuados lugares para la inversión del capital excedentario comenzaron a emerger después de 1980, incluso con la apertura de China y el colapso del bloque soviético. Las dificultades fueron en parte resueltas con la creación de los mercados ficticios, donde la especulación en acciones pudo llevarse adelante sin ningún aparato regulatorio. ¿Adónde irá ahora toda esta inversión?” (cit., pp. 216-217).

Y luego se pregunta: “¿Qué espacios existen en la economía global para nuevos lugares de inversión de los capitales excedentarios? China y el ex bloque soviético ya han sido integrados. El sur y sudeste asiático están llegando a un techo. África no está todavía completamente integrada, pero no hay nadie más con capacidad de absorber todo este capital excedentario. ¿Qué nuevas líneas de producción pueden abrirse para absorber el crecimiento? No parece haber soluciones capitalistas efectivas de largo plazo (más allá de volver a manipulaciones de capital ficticio) para esta crisis del capitalismo. En determinado punto, los cambios cuantitativos llevan a giros cualitativos, y necesitamos asumir seriamente la idea de que podemos estar exactamente en un punto de inflexión en la historia del capitalismo. Cuestionarse el futuro del capitalismo como un adecuado sistema social implica, necesariamente, colocarse a la cabeza de este debate” (ídem, p. 217).

En todo caso, esta falta de perspectivas inversoras de conjunto, es otro de los elementos que explican la mediocridad económica ambiente y la perspectiva de una década pérdida –una “japonización” o estancamiento duradero– en la economía mundial como un todo, sobre todo en el norte del mundo.

5. La polémica sobre la evolución de la tasa de ganancia

Como parte orgánica del debate anterior, es necesario abordar la evolución de la tasa de ganancia en las últimas décadas. Comencemos por señalar que ganancias, innovaciones tecnológicas, acumulación y nuevas ramas productivas hacen parte de una totalidad que hace a las perspectivas de crecimiento del sistema.

En el punto anterior hemos visto esta cuestión desde el punto de vista de la acumulación. Ahora nos detendremos a tratar el punto nodal de la evolución de la economía capitalista, la tasa de ganancia.

La relación orgánica entre ganancias y acumulación tiene que ver con que la acumulación funciona de dos maneras íntimamente contradictorias: de una parte, al posibilitar la emergencia de nuevas ramas y la ampliación de la inversión (reproducción ampliada), aumenta de manera absoluta la base para la producción de plusvalor; pero por la otra, al aumentar la composición orgánica del capital, al aumentar relativamente la proporción del capital constante respecto del variable (la fuerza de trabajo), socava permanentemente la creación de nuevo valor, llevando a crisis periódicas.

A este respecto, dice correctamente Kliman: “De acuerdo con la teoría de Marx, todas las ganancias provienen del trabajo de los obreros. Así, la tasa de ganancia de largo plazo depende en parte de la tasa de crecimiento del empleo. Ésta es constreñida por el progreso técnico. La tasa de largo plazo también depende de la porción de las ganancias o de la plusvalía que es reinvertida” (“Tras las huellas de la actual crisis”).

Insistimos. La mayor inversión amplía en términos absolutos la base de “empleabilidad” de trabajadores y, por lo tanto, la base de la producción de plusvalor. Pero por otra parte, al tender a sustituir trabajo vivo por trabajo muerto, al tender a reducir en términos relativos la proporción de trabajadores en relación con el capital fijo empleado, genera el aumento de la composición orgánica del capital. Así, reduce proporcionalmente la creación de nuevo valor en la producción, lo que termina llevando para abajo la ganancia; de ahí que el capitalismo progrese mediante desvalorizaciones periódicas del capital (crisis) que reducen esa composición orgánica.

En todo caso, es ahí donde entra a jugar la tasa de explotación como contrapeso a la baja de la tasa de ganancia: el plusvalor absoluto mediante el incremento de la jornada laboral o de su intensidad, y el relativo, al lograr el abaratamiento de los productos que hacen al valor de la fuerza de trabajo y, por tanto, reduciendo éste.

A lo anterior se suma la señalada destrucción del valor de los capitales existentes. Ésta es otra de las contratendencias que identifica Marx a la reducción de la tasa de ganancia característica de las crisis (junto con la reducción del valor de las materias primas). Una contratendencia fundamental, porque hace justamente a la reducción de la composición orgánica del capital y que opera por lisa y llana destrucción del capital –como en las guerras– o, más generalmente, mediante desvalorizaciones periódicas por cierres o absorción de empresas.

En todo caso, son estas determinaciones generales las que van a interactuar de manera concreta en cada crisis.

La clave es la no destrucción de los capitales sobrantes

Dicho lo anterior, señalemos que entre los economistas marxistas al calor de la crisis en curso, se ha venido desarrollando un debate vinculado a lo que venimos señalando pero que tiene su especificidad respecto de cuál ha sido la evolución de la tasa de ganancia en las últimas décadas.

De un lado ha estado Michel Husson, y del otro casi todos los demás: desde el ya fallecido Chris Harman, pasando por Andrew Kliman, Guglielmo Carchedi, Anwar Shaikh y otros.

Ya hemos señalado que Husson identifica dos hechos empíricamente comprobables: uno, que luego de la crisis de los años 70, la tasa de ganancia se recuperó (aunque hay que volver a subrayar que esto ocurrió sin llegar a los niveles de la inmediata posguerra). Harman, Shaikh, Carchedi y muchos otros coinciden en este punto empírico.[18]

El otro, que esto ocurrió en el paradójico escenario de que, de conjunto, la recuperación de la tasa de ganancia no fue acompañada por una sustancial alza en materia de inversiones, como hemos visto en el punto anterior. En esto coinciden los citados y también Kliman.

De ahí que, como tendencia observable en las últimas décadas, los capitales excedentarios que no fueron a la inversión productiva hayan buscado como sede de su valorización a los mercados financieros.

Hicieron esto expresando en toda su amplitud una situación de plétora de capital, capitales excedentes que terminan detonando la crisis cuando ni siquiera en el terreno financiero –debido a su carácter, en último análisis, ficticio– lograban asegurar su valorización.

Pero a partir de estas agudas observaciones empíricas acerca de las tendencias del capitalismo en las últimas décadas, Husson saca erróneas conclusiones teóricas.

Es que el economista francés opina que la ley tendencial a la baja de la tasa de ganancia no podría explicar la actual crisis porque no se habría dado el correspondiente aumento de la composición orgánica del capital, agregando conceptualmente la idea que la relación entre capital variable y constante es “indeterminada”, porque las ganancias de productividad abaratarían también el valor del capital fijo. Es decir, no se verificaría el clásico y central planteamiento de Marx de la tendencia histórica a la sustitución de trabajo vivo por trabajo muerto y, por tanto, tampoco la tendencia a la caída de la tasa de ganancia (“El debate sobre la tasa de beneficio”, www.hussonnet.free.fr., octubre 2010).

De esa errónea conclusión teórica (y, empíricamente, Husson pierde de vista que el capitalismo viene arrastrando un exceso de composición orgánica, independientemente de que en el último período la tasa de acumulación haya sido baja[19]) se pasa a una explicación con base subconsumista: la crisis se habría dado, centralmente, por problemas de realización del valor (venta de las mercancías producidas).

Es un hecho que, efectivamente, en el mercado mundial globalizado de las últimas décadas se han observado agudos problemas de realización: de ahí la existencia de países superavitarios como China o Alemania y deficitarios como EE.UU. y casi todo el resto de la Unión Europea.

Pero estos desbalances no son la explicación última de la crisis, sino factores derivados de los problemas de fondo que tienen su sede en la producción.

Veamos esto un poco más de cerca. Como ya hemos señalado, en los años 80 el capitalismo se recuperó a partir de tres movimientos: un ataque directo a las conquistas de la clase obrera, una vuelta de tuerca en la semicolonizacion de la periferia y la recuperación para la producción mercantil directa y la valorización mediante la explotación del trabajo del tercio del mundo donde había sido expropiado.

Esta claro que lo anterior significó –entre muchas otras cosas– la puesta en obra de una de las grandes contratendencias de la crisis: una sustancial reducción del valor de la fuerza de trabajo, tal cual destacan de manera convincente tanto Shaikh como Carchedi y el propio Husson.

Aun así, los problemas de valorización de los capitales (que se arrastraban desde la crisis de los 70), a pesar de la recuperación de la tasa de ganancia, no se vieron resueltos del todo; de ahí el carácter parcial de esta recuperación, elemento clave para la explicación de la crisis en su conjunto.[20]

A este respecto, observa atinadamente el economista marxista norteamericano Andrew Kliman: “En el comienzo de un nuevo boom, la tasa de ganancia se encuentra bien por encima de la tasa de ganancia de largo plazo [un número promedio. RS], por lo que tiende a caerse con el tiempo. Esta situación persiste a menos que haya suficiente ‘destrucción de capital’. La destrucción de capital restaura la rentabilidad, y así se ingresa en un nuevo boom. Esto es lo que sucedió en la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Pero en las crisis económicas de mediados de los años 70 y comienzos de los 80 hubo una insuficiente destrucción de capital. Antes que permitir una depresión (¡y boom subsiguiente!), los diseñadores de políticas económicas han favorecido continuamente la expansión excesiva de deuda. Esto aumenta la rentabilidad y el crecimiento económico de manera artificial e insostenible, y lleva a repetidas crisis de deuda” (“Tras las huellas de la actual crisis económica y algunas soluciones propuestas”).

Al no haber habido suficiente destrucción de capitales sobrantes en las últimas décadas (cosa que se le escapa a Husson) y no obtenerse las suficientes ganancias en el terreno de la producción (recordar que hablamos de la existencia de una recuperación parcial pero no total de la tasa de ganancia), lo que se produjo es un movimiento de los capitales excedentarios al terreno de las finanzas para satisfacer en ellos su sed de valorización, al tiempo que un movimiento de “emparchar” con deuda la crisis. Esto, a la postre, y como está ocurriendo nuevamente ahora, preparó nuevas crisis, una más aguda que la anterior.

De ahí también que la tasa de inversión (o acumulación) se haya mantenido baja. Porque no fue en la producción –considerada de manera global y no solamente los “nichos” de superacumulación como China– donde estos capitales se valorizaron, sino en el terreno de las finanzas, razón por la cual la tasa de inversión se mantuvo baja respecto del promedio histórico.

Si los capitales buscaron en los mercados especulativos una valorización que no podían obtener en la economía real, esto sólo puede querer decir que por detrás de la crisis, por detrás de su estallido, continuaba la insuficiencia de las ganancias, una relativamente alta composición orgánica del capital –aunque la inversión sea baja– y las dificultades para obtener ganancias en el terreno de la producción.

La paradoja de la recuperación de las ganancias en un escenario donde la inversión no llegó a recuperarse del todo fue que hubo una baja tasa de nuevas inversiones porque no había ocurrido la suficiente destrucción de capitales en la fase anterior, lastrando entonces la recuperación de conjunto y creando burbujas a repetición (la bursátil, la de las puntocom, la inmobiliaria), algo que Husson no parece considerar.

Harman se pronuncia en el mismo sentido. Dice que hay consenso en que las ganancias se recuperaron parcialmente a partir de los 80, pero que eso no alcanzó para fomentar la acumulación en la escala necesaria para absorber todo el plusvalor producido por el sistema, como subproducto de que no se verificó la suficiente destrucción de capitales: “Esto resuelve el misterio de la pintura que hace Husson, mostrando por qué el supuestamente alto nivel de tasa de ganancias (…) no llevó a un nivel de inversión productiva suficiente para empujar la economía global hacia adelante. En cambio, por tres décadas hemos tenido espasmos de acumulación en lugares particulares del sistema mundial (…) pero no un boom sostenido” (“No todo marxismo es dogmatismo. Una respuesta a Michel Husson”, 19-10-09).

En definitiva, el capitalismo siguió arrastrando una demasiado alta composición orgánica como para poder tener un alza significativa en sus ganancias que le evitara irse por los canales de la valorización ficticia. No hubo relanzamiento de la economía en su conjunto y menos aún un verdadero boom económico.[21]

Este análisis reafirma una de las tesis centrales de Marx acerca de los mecanismos que están en obra detrás de la crisis. Al mecanismo de fondo (la tendencial caída de la tasa de ganancia) se combinan todas las demás manifestaciones fenoménicas derivadas del desencadenamiento concreto de la crisis: sobreacumulación, sobreproducción, problemas de realización, etcétera, etcétera. Pero todas ellas, como causa íntima, siempre tienen en su centro el problema de la tendencia a la caída de la tasa de ganancia.

Una transformación estructural que no dio lugar a un boom económico

Sin embargo, no solamente hay que someter a crítica a Husson. Muchos de sus críticos llevan adelante el debate de una manera demasiado doctrinaria. Les cuesta capturar las tendencias concretas de la realidad: la modificación estructural que ha significado la mundialización capitalista.

Se necesita un abordaje de la cuestión que sea teórico e histórico a la vez. Husson cojea en el abordaje teórico, pero sus críticos parecen hacerlo en el abordaje históricamente determinado de la crisis, en sus determinaciones más concretas. De ahí que el debate parezca abstracto y no conectado con los problemas reales.

Por ejemplo, son varios los que creen que entre los años 70 y la actualidad habría habido una crisis “crónica” que se habría extendido sin solución de continuidad y sin observarse recuperación alguna de las ganancias.

En esta visión, se termina perdiendo de vista que la tasa de ganancia sufrió una recuperación parcial en las últimas décadas. Es el caso del ya citado Kliman, que como subproducto de la polémica unilateraliza sus argumentos y no ve recuperación alguna de las ganancias luego de la crisis de los años 70, algo fácticamente equivocado: “A pesar de los frecuentes planteos de que las políticas neoliberales y la globalización habrían traído una recuperación sostenida desde la crisis de 1970, la tasa de ganancia continuó cayendo entre 1981 y 2004” (“La destrucción de capital y la actual crisis económica”).

Aun más: Kliman parece perder de vista el hecho de que el capitalismo sufrió una evidente modificación estructural como subproducto de la mundialización, problema que abarca a muchos otros autores. Aquí el déficit es la pretensión de sostener la “teoría” dándose de patadas con la realidad; algo inconducente para todo fin práctico revolucionario.

Por este expediente, lo que muchas veces parece observarse en las discusiones sobre las tendencias empíricas de la tasa de ganancia es un debate acerca del sexo de los ángeles que no conduce a ningún lado. Para evitar esto, el instrumental teórico marxista y las tendencias de la realidad de las últimas décadas deben entrecruzarse de manera tal de dar cuenta de sus perspectivas reales. Son éstas las que darán el marco estructural en el cual se procesará la experiencia de la lucha de clases en las próximas décadas.

De los casos anteriores podemos distinguir a Guglielmo Carchedi. En un reciente trabajo publicado en la revista International Socialism, Carchedi hace un esfuerzo por presentar las tendencias en curso que, si bien no escapa a algunas críticas demasiado sumarias a algunos de sus colegas, acierta en partir por reconocer la recuperación parcial de la tasa de ganancia en las décadas del 80 y 90. Sin embargo, no por ello –a diferencia de Husson– abandona una explicación de la crisis fundada en la tendencia a la caída de la tasa de ganancia.

Y en el mismo sentido iba el fallecido Chris Harman, en un texto de respuesta a Husson que, en lo esencial, aporta correctamente al debate. Sus reflexiones, si a veces lucen un poco desordenadas, no dejan de hacer señalamientos agudos sobre el curso de la economía capitalista de las últimas décadas.

En todo caso, hay que evitar que la discusión acerca de la evolución de la tasa de ganancia y su interrelación con la dinámica de la acumulación capitalista de las últimas décadas, se transforme en un debate bizantino o un mero juego de palabras que pierda de vista que su utilidad central es intentar trazar una caracterización y una perspectiva acerca de las posibles tendencias futuras del sistema.

6. ¿En qué fase se encuentra el capitalismo?

“Como puntualiza Chris Watling, de Longview Economics, la preocupación es que varios ciclos de largo plazo parecen estar moviéndose en una dirección hostil a las economías occidentales, con los precios de las materias primas aumentando, la población envejeciendo y la deuda aumentando alegremente. Ésta no es necesariamente una mala noticia para los mercados financieros el mes próximo, o incluso el año próximo. Pero sugiere que una década muy incómoda está por delante” (The Economist, 9-9-10).

Queda por resumir otro debate: si la actual fase de la mundialización configura globalmente un ciclo económico ascendente del sistema. Por nuestra parte, nos permitimos dudarlo. Uno de los autores que sostienen otra posición es el economista marxista argentino Claudio Katz, que ve al capitalismo en una fase ascendente y considera la actual crisis un desarreglo puramente cíclico.

Katz defiende su punto de vista criticando a los que, de manera mecánica y esquemática, tienden a considerar, grosso modo, que desde 1914 no habría habido desarrollo de las fuerzas productivas.[22] Quienes adscriben a esa posición se apoyan en algunas tesis de Trotsky de la década del 1930, en el sentido que las fuerzas productivas no solamente habían dejado de desarrollarse, sino que comenzaban a pudrirse.

Pero esto pierde de vista que Trotsky hizo esta definición sobre la base del período histórico concreto en que le tocó actuar; y que luego, como subproducto de los desarrollos determinados de la lucha de clases mundial, el capitalismo se recuperó y vivió en la posguerra el más grande boom económico que haya conocido.

Ese boom terminó abruptamente en la crisis de los años 70. Pero en los 80 comenzó una recuperación parcial y un nuevo momento en el desarrollo económico capitalista con la globalización, momento que implicó toda una serie de modificaciones estructurales en el sistema. Son todos elementos que no se pueden perder de vista y Katz acierta en considerarlos.[23]

¿Pero cómo evaluar esta nueva fase como fenómeno de conjunto? Aquí es dónde Katz se confunde completamente, con una visión casi ingenua acerca de la mayoría de las cuestiones importantes: evalúa la marcha del sistema por fuera de la crisis en curso, ve en la informática una nueva rama productiva global encaminada a solucionar los problemas de la acumulación y tiene un análisis economicista de las interrelaciones mundiales, excluyendo prácticamente la posibilidad de grandes conflagraciones.

Un elemento particularmente unilateral de su posición es que no ve ninguna crisis hegemónica, ningún retroceso relativo en el lugar de EE.UU.[24] Considera que como vivimos una suerte de imperialismo “globalizado”, los problemas de la “territorialidad del poder” no lo afectarían y su hegemonía estaría más consolidada que nunca: “Una mirada exclusivamente centrada en la competencia era válida a fines del siglo XIX, pero no sirve en la actualidad. Se ha consumado una internacionalización de la economía, un salto en la asociación mundial de los capitales y un incremento cualitativo en la gravitación de las empresas transnacionales que modifican el viejo escenario. EE.UU. ocupa un rol decisivo en la organización de la economía global” (“Discusiones sobre el declive de Estados Unidos”, www.rebelión.org).

Katz repite aquí un problema tratado más arriba: escinde de manera excesiva la economía de los estados y los territorios. Obvia casi completamente la problemática de las fronteras nacionales, cuestión que subsiste independientemente del hecho cierto de que el imperialismo moderno ha modificado, hasta cierto punto, los términos de esta relación. No obstante, no ha suprimido las fronteras nacionales; los estados no han sido superados por el capitalismo.

Si las cosas fueran como señala Katz, ¿de dónde habría salido la preocupación por las cuentas nacionales de los EE.UU., sus déficits, su productividad y la necesidad de reindustrializar el país?

En este sentido, ya Katz se pasa completamente de la raya creyendo que los problemas se solucionarían como por un pase de magia metodológico: “El endeudamiento norteamericano es sostenido por varias potencias exportadoras [es decir, problema resuelto. RS]. Para comprender el rol de una economía imperial hay que superar la perspectiva nacional comparativa” (Katz, ídem)…

El punto de vista de los socialistas revolucionarios es el del mercado mundial. Pero bajo el capitalismo, incluso en su fase de mundialización, ese mercado mundial supone la contradicción-mediación de los estados nacionales y el hecho que las fuerzas productivas, que han sido globalizadas como nunca antes, no pueden todavía, sin embargo, ser organizadas de forma directamente mundial (para eso haría falta el comunismo sin estados y sin fronteras). En esas condiciones, la “perspectiva nacional comparativa” debe subsistir hasta cierto punto, simplemente porque subsisten las entidades económicas nacionales.

No ver esto es caer en la posición “globalista abstracta” de un Toni Negri a la que el mismo Katz parece deslizarse en algunos momentos; por ejemplo, con el concepto de “imperialismo colectivo”.

En definitiva, Katz ve en EE.UU. un imperialismo “desterritorializado”, y por esa vía “resuelve” los problemas que, paradójicamente, la mundialización le ha generado como Estado y economía nacional. De ahí que Katz no deje abierta ninguna hipótesis de conflagración entre estados en el horizonte; una posición pacifista ingenua que deja de lado todas las enseñanzas del siglo pasado, cualesquiera sean las modificaciones que se hayan producido desde la segunda posguerra.

Veamos ahora la cuestión de la dinámica del sistema. Katz solía señalar tiempo atrás señalaba que si la fase neoliberal había implicado una transformación estructural en el funcionamiento del sistema, no necesariamente había conducido a un boom económico, por lo que no se pronunciaba al respecto: “Destacamos que la existencia de una nueva etapa no tiene un correlato directo en el crecimiento productivo. Con este criterio puede afirmarse que la era de posguerra ha sido totalmente sustituida, sin dar lugar a otro período general de pujanza económica” (“Las tres dimensiones de la crisis”).

Sin embargo, en sus últimos trabajos parece estar deslizándose hacia otra posición. El neoliberalismo ha implicado una modificación global en el sentido “mundializador” del término, y en eso Katz tiene razón. Pero para evaluar la dinámica del sistema no alcanza con registrar esta transformación (que, es verdad, los doctrinarios no ven). Lo fundamental es si ha sido capaz de impulsar la economía globalmente o no. Y es precisamente aquí donde parece haber fallado la fase neoliberal: recuperó parcialmente las ganancias, pero no ha sido capaz de relanzar la acumulación, de darle una nueva perspectiva global al sistema, y de ahí la actual crisis.

Katz subraya que las tecnologías de la información se han generalizado, aspecto en el que tiene razón. Pero escinde esto de una evaluación más de conjunto sobre el proceso de acumulación en las últimas décadas.

En el mismo sentido, identifica tres fases del imperialismo (la clásica de Lenin, la de la segunda posguerra y la actual neoliberal), pero no se pronuncia acerca del carácter de ésta última en lo que hace al desarrollo global del sistema. Veamos de manera algo más pormenorizada los problemas de la posición de Katz respecto del carácter del actual período.

El primero, y que concentra varios otros, es que Katz prácticamente no le da ninguna jerarquía a la crisis en curso. Pero una crisis que cuestiona la actual división internacional del trabajo, que entraña la posibilidad del estallido de la UE, que ha colocado sobre la mesa el retroceso relativo de los EE.UU., que se va extendiendo en el tiempo de una manera que ya parece estar configurando la primera depresión en el siglo XXI (y la tercera en 200 años de capitalismo), no puede quedar por fuera del análisis de las tendencias del sistema.

Nos preguntamos: si el capitalismo estuviera en una fase ascendente, ¿cómo explicar que, al mismo tiempo, esté sometido a una crisis de magnitud histórica como la que esta viviendo actualmente?

A nuestro juicio, no se trata de una mera crisis cíclica, de las que pautan habitualmente la marcha del sistema, sino una estructural: ha puesto en cuestión algunos de los pilares fundamentales sobre los que se asentó la economía mundial en las tres últimas décadas.

Katz se mueve con un esquema simplista en su apreciación de la dinámica del sistema: ha invertido la flecha de los analistas vulgares, que ven un puro descenso del sistema, y lo ha reemplazado por una visión mecánica de un supuesto curso ascendente, conformando un reverso exacto de las visiones facilistas y catastrofistas. Además, excluye de sus análisis el decurso de la lucha de clases.

Por nuestra parte, creemos que se puede escapar a los análisis mecánicos reconociendo que las fuerzas productivas se desarrollaron desigualmente a lo largo de todo el siglo XX, en una combinación dialéctica de tendencias al progreso, pero también a la regresión.

Asimismo, es necesario dar cuenta del hecho evidente de que en las últimas décadas se ha vivido una revolución científico-técnica-material, centrada en las tecnologías de la información. Y que esta revolución ha tenido una generalización a todas las ramas productivas, modificando hasta cierto punto el cuadro en su conjunto, más allá de sus límites en su capacidad para empujar al capitalismo a una expansión de conjunto.

Sin embargo, hay observaciones de importancia que hacer.

Primero, que esta dinámica de progreso está íntimamente ligada al desarrollo de procesos de barbarie y regresión capitalista. En este aspecto, Katz desestima análisis como el de István Meszáros en su obra más importante, Más allá del capital. Allí sostiene que el capitalismo estaría en un período donde ha activado los límites absolutos a su reproducción metabólica, trabajando a cuenta del futuro dada su afectación a la fuerza de trabajo y a la naturaleza. Se trata, evidentemente, de un análisis excesivo, pero que no deja de tener un elemento de verdad en el sentido de las tendencias del sistema, siempre presentes y ahora reforzadas, a la barbarie.

Un ejemplo de esto es, al compás del proceso de urbanización en curso, el desarrollo absolutamente explosivo de las villas miserias, favelas o “slums” alrededor de todas las grandes megalópolis.[25] A lo que cabe agregar la creciente crisis ecológica mundial, el calentamiento global, el agotamiento de los recursos no renovables y tantos otros desastres generados por el capitalismo mundializado.

Segundo, que la generalización de esta revolución en materia de tecnologías de la información difícilmente podría ser considerada como una tercera revolución industrial: no ha insuflado tal dinamismo al sistema global, ni ha permitido superar el déficit de acumulación productiva que lo atenaza. Ya no hemos referido al problema de la acumulación capitalista en su conjunto, más allá de las grandes “historias de éxito” contemporáneas, como las de China, India y algunos otros países.

Tercero, que es muy difícil hablar de una fase ascendente global del capitalismo mientras se está viviendo la crisis económica mundial más grave de los últimos 80 años. En todo caso, un mínimo recaudo metodológico sería aguardar al desenlace de esta crisis para sacar una conclusión definitiva.

Decía Chris Harman en un artículo reciente que era difícil hacer especulaciones acerca de lo que podría venir. Las líneas de tendencias generales del sistema son descifrables, pero hay una miríada de factores individuales que pueden incidir en uno u otro sentido.

Lo que importa es reconocer que el sistema ha sido capaz de sobrevivir –e, incluso, crecer espasmódicamente a gran velocidad por momentos en las últimas tres décadas–, pero solamente por intermedio de crisis recurrentes (circunstancia que solía marcar el economista marxista Henryk Grossmann), incrementando la presión explotadora sobre los trabajadores y desperdiciando enorme cantidad de valor por fuera de la producción.

El hecho es que, lejos de una situación de boom económico perdurable, el capitalismo neoliberal de nuestro tiempo, aunque transformó estructuralmente el escenario económico en el que se mueve la humanidad, se ha caracterizado por un crecimiento mediocre, sin ser capaz de generar un nuevo período “dorado” como los “Treinta Gloriosos” de la inmediata posguerra.

Es cierto que es una vulgaridad hablar de “crisis económica crónica” sin solución de continuidad desde los años 70; esta posición es sostenida por muchos que, ciega y doctrinariamente, no registran los inmensos cambios ocurridos en los últimos 30 años. Pero la crisis ha introducido a la economía mundial en una perspectiva que, al menos para el norte del mundo, es de estancamiento duradero, a mediano o largo plazo.

En todo caso, el desenlace depende en última instancia no de uno u otro factor “económico” comprendido de manera aislada, sino del proceso de la lucha de clases como totalidad. Y éste es, en definitiva, el principal déficit del análisis de Katz: pretender hacer una definición de la dinámica del sistema por fuera del desarrollo de la lucha de clases. Y Katz hace esto justamente cuando la evolución de la crisis ha desencadenado un proceso de rebeldía internacional, cuyo desenlace dependerá del resultado de la lucha de las fuerzas sociales que la misma crisis ha puesto en movimiento.

7. La revolución llega a las ciudades

“Más recientemente, una serie de movilizaciones nunca vistas, anunció la llegada a la lucha de un ‘nuevo’ proletariado, que está formado principalmente por jóvenes migrantes y constituye la columna vertebral de los sectores chinos de exportación. Combinada con la agitación creciente de los trabajadores urbanos de servicios, esas dos ondas [de lucha] están destruyendo la idea común en Occidente de que ‘no hay movimiento de trabajadores en China’: ‘Hoy es posible ir a casi cualquier ciudad del país’, observa Robin Munro, del China Labour Bulletin, ‘y encontrar grandes protestas colectivas de trabajadores’. Es un movimiento de trabajadores espontáneo y relativamente incipiente, pero el movimiento de trabajadores norteamericano también era así en su época de oro, en la década del 30” (G. Arrighi, Adam Smith en Pekín, p. 382).

En la parte final de este trabajo, y a tono con su carácter general, pretendemos dar cuenta de algunos de los aspectos más generales y estructurales del surgimiento de una nueva generación obrera y de trabajadores a nivel mundial, yendo más allá de los elementos de coyuntura tratados en la primera parte de este trabajo.

La base material de la indignación

Se observan dos tendencias más o menos contradictorias, aunque su trazo más grueso es lo que daremos en llamar más abajo la proletarización del mundo.

Por un lado, la aparición en todo el mundo emergente de un masivo proceso de proletarización; por el otro, en algunos países del norte del mundo, un retroceso relativo del empleo industrial, aunque conviviendo con un proceso de extensión de la relación salarial.

Aquí hay un hecho establecido desde Marx, que se conecta con el contenido más general de este ensayo: los movimientos poblacionales y, obviamente, el empleo, siguen como la sombra al cuerpo al proceso de acumulación capitalista.

Ahí donde la acumulación es dinámica, afluye la mano de obra y el empleo crece. Así, es universal el componente inmigrante de muchas de las nuevas clases trabajadoras.

En ese sentido, ilustra Harvey: “El capital tiene también la opción de ir adonde está el excedente de trabajo. La mujer rural del sur global se está incorporando a la fuerza de trabajo en todos lados, desde Barbados a Bangladesh, desde Ciudad del Cabo a Dongguan. El resultado ha sido la creciente feminización del proletariado, la destrucción de los sistemas campesinos ‘tradicionales’ de autoabasto y la feminización de la pobreza en todo el mundo” (cit., p. 15).

Junto con lo anterior, otro dato estructural –relacionado con la insuficiencia de la inversión y acumulación capitalistas– apunta a los altos índices de desempleo, una novedad sobre todo en los países imperialistas, que afectan sobre todo a las nuevas generaciones.

Claro que aquí juega otro factor: el aumento de la tasa de explotación. A partir de cada crisis, se logra imponer una tasa de explotación mayor, y esta crisis no es la excepción, como hemos señalado.

Al respecto, el FMI en su informe de septiembre del 2011 sostiene: “Las utilidades empresariales han subido gracias al nivel deprimido de los salarios y a los bajos costos de financiamiento, pero esto no está beneficiando directamente a los hogares con una elevada propensión al consumo. La inquietud sobre las perspectivas de ingreso son particularmente acuciantes en Estados Unidos, donde una pérdida de puestos de trabajo extraordinariamente profunda se ha sumado a una disminución tendencial continua del ritmo de creación de empleo”.

Es en estas condiciones que toda la generación joven tiene problemas de empleo y vivienda. Son millones los que siguen viviendo con sus padres, más allá de los 30 años e incluso casados y con hijos, porque no pueden afrontar el costo de irse a vivir de manera independiente.

Este elemento, sumado a la precariedad del empleo, es lo que hace universal la rebelión de los indignados, de España a Túnez, de la Plaza Tahrir a Tel Aviv, y de allí hacia Grecia y Chile. Se trata de la suma de los deterioros de la nueva generación en las condiciones de trabajo, contratación, estudio y vivienda.

Esta realidad se vincula al señalado problema de fondo de la dinámica de la acumulación. Por supuesto, el panorama no es igual en todos los países y regiones del planeta. El flujo migratorio en China e India sigue siendo inmenso (aunque ahora la burocracia china parece estar buscando alentar el empleo asalariado en las aldeas para moderar el traslado de la mano de obra). No casualmente, ambos países han sido sede de uno de los mayores ámbitos de la acumulación capitalista mundial de las últimas décadas.

Pero esta “superacumulación” que se vive en China se combina con bajos índices de acumulación, e incluso desacumulación relativa, en otras partes del mundo, configurando el escenario actual, a la vez mediocre y desigual.

La proletarización del mundo

Relacionado con lo anterior pero con peso propio, hay que hacer notar la otra tendencia en obra en el contexto mundial: la proletarización del mundo en las últimas décadas.

Como señala el analista ingles Mike Haynes, “vivimos en un mundo de trabajadores”. Agrega que “el cambio social global en la última generación ha visto a los trabajadores volverse la clase mayoritaria en el mundo por primera vez en la historia”. (“Global cities, global workers in the 21st century”).

Datos: entre 1970 y el 2010, el número de trabajadores en los países avanzados pasó de 300 millones a 500 millones. Pero en los países pobres, su número, incluyendo dependientes inmediatos, pasó de 1.100 millones a entre 2.500 y 3.000 millones.

Por supuesto, las relaciones sociales son complejas. Pero es evidente que ya no existe esa mayoría de la población campesina o inserta en formas más primitivas de agricultura. “Vivimos en un mundo urbano por primera vez en la historia”, resume Haynes.

La geografía de las clases mundiales ha pegado un dramático vuelco en las últimas décadas, acompañando el proceso de acumulación: nunca como a comienzos de este siglo XXI los explotados y oprimidos del mundo han sido tan proletarios como hoy.

Paradójicamente para tantos analistas y grupos políticos que tanto han hablado de la “muerte de la clase obrera” (o de su sustitución por los “movimientos sociales”), lo que remite a la increíble invisibilidad de los procesos más profundos para estos “expertos”, la realidad material de las cosas es que, mundialmente, nunca la clase obrera y trabajadora ha sido tan vasta, cualesquiera sean sus condiciones de contratación y su grado de organización y conciencia sindical y política.

Es verdad que de la “vieja” clase obrera queda poco y nada. También que varios países del centro imperialista, así como de la periferia industrializada o semiindustrializada, vivieron procesos de deslocalización productiva o de relativa desindustrialización.

Pero esto ha ocurrido paralelamente con la emergencia de nuevos e inmensos centros de acumulación capitalista que han dado lugar a una también nueva e inmensa clase obrera: “La crisis del movimiento obrero de finales del siglo XX es temporaria y va a ser superada con la consolidación de la nueva clase obrera en formación (…). La reestructuración global crea y recrea clases trabajadoras en diferentes países (…). La reestructuración está creando nuevos centros de militancia de la fuerza de trabajo, incluyendo trabajadores de cuello blanco y docentes en muchos países pobres así como en los ricos” (M. Haynes, cit., p. 114).

Aquí hay, entonces, varios movimientos. El primero es que se está a pocos años de que por primera vez en la historia de la humanidad la población urbana exceda la rural. ¿Qué significa esto desde el punto de vista de la configuración de las clases sociales?

Simple: que la condición de productor campesino, el campesinado como clase pequeño-propietaria o sin tierra, están en franco retroceso y que avanza la condición urbano-asalariada, la inscripción trabajadora y obrera de los explotados y oprimidos.

Vivimos un enorme giro urbanizador y de subsunción de una masa creciente de los explotados y oprimidos en la relación salarial-trabajadora: ésta es una de las grandes líneas de fuerza de la constitución de las clases sociales en el orden mundial a comienzos de este siglo XXI.

Es indudable que subsisten y se refuerzas los bolsones de pobreza urbana (Mike Davis habla de un “planeta de villas miseria”) alrededor de todas las grandes urbes, y que entre la “descampesinización” masiva en curso y la transformación en asalariado (bajo diversas condiciones de contratación), hay toda una población “flotante” que no está subsumida verdaderamente en ninguna relación salarial y que vive en los poros o intersticios del sistema.[26]

Pero las tendencias a la asalarización son de tal magnitud que no hay manera de esconderlas ni de tapar el sol con las manos. La sola emergencia de clases obreras de magnitud mundial como la que está en curso en China alcanzaría para resolver este debate en una discusión intelectualmente honesta.

Como caracteriza el China Labour Bolletin: “Ha aparecido una nueva generación de trabajadores emigrantes internos, que se ha convertido en una de las fuerzas esenciales del movimiento obrero chino. Nacidos en los años 80 y 90, tienen mejor educación y son más articulados que la generación de sus padres, con mayores expectativas y más oportunidades para perseguir sus objetivos y ambiciones. Están más presionados socialmente para triunfar y sienten una intensa frustración cuando intentan instalarse en las ciudades y organizar su vida, porque siguen siendo clasificados y considerados residentes rurales. Contratados en las empresas industriales más modernas, se han convertido en el núcleo esencial de la clase obrera china” (China Labour Bolletin, Sin Permiso, 13-11-11, en www.socialismo-o-barbarie.org).

Y agrega respecto de los desafíos que tiene el emergente movimiento obrero chino por delante para transformarse de clase en sí en clase para sí: “La cuestión central para la sostenibilidad y el desarrollo a largo plazo del movimiento obrero chino es precisamente la naturaleza fragmentaria y transitoria de los conflictos laborales. Los trabajadores adquieren una experiencia inestimable en la organización de huelgas y en las negociaciones posteriores con la patronal, pero esa experiencia se pierde continuamente tras las protestas porque los trabajadores implicados tienen muy escasas o ninguna posibilidad de convertirse en organizadores sindicales permanentes”. [27]

Desde ya que, por estas dificultades, la burocracia sindical del PCCh tiene toda la responsabilidad

Pero no se trata solamente de China: en el conjunto del sudeste asiático las tendencias son similares. No por nada esta región se va transformando –si no se ha transformado ya– en el lugar central de la acumulación capitalista mundial.

Más aún la tendencia que estamos señalando es mundial: atañe a gigantes latinoamericanos como Brasil y México, a países del África sahariana y subsahariana, desde Egipto a Nigeria pasando por Sudáfrica; a India y Pakistán. El mundo es inconmensurablemente más proletario a comienzos del siglo XXI que cien años atrás. A principios del siglo pasado, el proletariado estaba concentrado en Europa, EE.UU., Japón, algunos países de Sudamérica y no mucho más.

De ahí también que las revoluciones “tercermundistas” de la segunda posguerra, cuando el imperialismo logra estabilizar Europa, se hayan dado en países con inmenso peso campesino como China, Vietnam, Cuba y otros.

Pero a comienzos del siglo XXI, el escenario ha cambiado radicalmente. El ámbito de las luchas sociales es cada vez más urbano, tal como se puede apreciar sin ninguna duda hoy en el movimiento mundial de los indignados, las rebeliones en el mundo árabe –sobre todo en el país que más importa, Egipto–, en la lucha de clases en desarrollo en Grecia, etcétera.

Y es innegable que esta abrumadora proletarización del mundo tendrá consecuencias estratégicas a la hora de las nuevas revoluciones sociales que están en el porvenir.

Urbanización global

Estos procesos son subproducto también de una dinámica relacionada con la capacidad de la humanidad de darse un mundo “a imagen y semejanza”, un mundo “artificial”, como le gustaba decir a Antonio Cabriola, creado por la propia humanidad: el proceso de urbanización, la radicación urbana de la humanidad como antítesis del hábitat puramente “natural”.

Como está señalado, por primera vez en la historia, la mayoría de la población mundial ha pasado a vivir en las ciudades y no más en el campo. Mucha agua ha corrido bajo el puente desde cuando el Reino Unido se transformó en 1851 en la primera sociedad del mundo en la que más del 50% de su población era urbana. Alemania fue la segunda en continuarla, recién en 1914.

Sin embargo, a comienzos de este siglo XXI, las historias de los saltos en calidad en materia de urbanización se han trasladado a los países emergentes, sobre todo de Asia y África, proceso que comenzó desde la segunda mitad del pasado. Latinoamérica y Oceanía están ya tan urbanizadas que poco contribuirán a la modificación del índice de participación urbana en las próximas décadas.

Veamos el caso de China. Era solamente un 12,5% urbana en 1950, pero ya un 36% en el 2000 y está anticipado que será un 60% urbana en 2030. India estaba delante de China en 1950, alcanzando una urbanización del 17,3%, y creció un poco más lentamente para alcanzar el 23% en 1981, el 29 % en el 2000, y se anticipa que alcanzará el 40% en 2030. El África subsahariana también se está urbanizando rápidamente: desde alrededor del 28% en 1990 al 37% en 2010 y posiblemente el 45% para el 2025.

Parte de esta realidad es la emergencia de las megalópolis (ciudades con más de 10 millones de habitantes). Ya no se trata de las metrópolis de los países del centro imperialista características de la etapa clásica del imperialismo: Londres, París, Berlín, Nueva York. Las tres primeras no llegan a los 10 millones; pero México DF, Shanghai, Mumbai, San Pablo, Buenos Aires, son ciudades que agrupan de 10 a 20 millones de habitantes, o más aún.

En puridad, la mayoría de las ciudades clásicas han quedado pequeñas ante la explosión de las megalópolis, sobre todo en los países emergentes. Nueva York era la única megalópolis en 1950, pero en 2000 ya había otras 17: Tokio, San Pablo, México DF, Mumbai, Los Ángeles, Kolkata, Dhaka, Shanghai, Buenos Aires, Jakarta, Osaka, Beijing, Río de Janeiro, Karachi y Manila. Y para el 2015 se agregarían a la lista: Delhi, Lagos, El Cairo, Estambul y Tanjin.

Las megalópolis habitualmente están colocadas al límite de sus posibilidades en materia de infraestructura y servicios dada la explosión poblacional que experimentan. De ahí que sus servicios públicos, transporte, vías de acceso urbanas, y carreteras se vean tan colapsadas[28]: “Las megalópolis de hoy se hunden en el caos a raíz de que sus redes se encuentran sobreexigidas, son insuficientes, están destruidas y, en cierta medida, trastornadas. La enorme condensación de hombres conlleva, pues, una condensación no menos monstruosa de estructuras en red” (R. Buchenhorst y M. Vedda (ed.), Observaciones urbanas: Walter Benjamin y las nuevas ciudades, p. 49).

Esta urbanización del mundo se conecta, evidentemente, con la expansión de la proletarización mundial en curso, ya que las ciudades son sede del incremento colosal de la mano de obra puesta bajo relaciones salariales. Mike Davis señala que la fuerza de trabajo urbana del mundo más que se duplicó desde 1980, y que la población urbana actual alcanza los 3.200 millones de personas. Y dentro de ellas, las poblaciones urbanas conjuntas de China, India y Brasil ya son casi iguales a las de Europa y Norteamérica.

Y no se trata solamente del desarrollo de las megalópolis: estadísticamente, mucho más importantes son las ciudades intermedias e incluso pequeñas, que brotan como hongos, por ejemplo, en China. Muchas de estas ciudades del interior son la sede hoy de nuevos proyectos de inversiones, nuevas radicaciones industriales.

A este respecto, Davis cita al antropólogo Gregori Guldin, que señala que la urbanización debe ser caracterizada como una transformación estructural y una intensificación de la interacción de todos los puntos de un continuo urbano-rural. En su estudio sobre el sur de China, Guldin verificó que el campo se viene urbanizando in toto, más allá de generar migraciones nunca vistas: “Las aldeas son cada vez más parecidas a las ciudades de feria o xiang towns [ciudades provinciales], y las pequeñas ciudades provinciales cada vez más parecidas a las grandes. En verdad, en muchos casos la población rural ya no necesita emigrar a las ciudades; las ciudades migra hasta ellas” (M. Davis, cit., p. 19).

En síntesis: el proceso de descampesinización, urbanización y proletarización van de la mano, dando lugar al surgimiento de una nueva clase obrera, una nueva generación proletaria parte de una clase social que por primera vez en la historia de la humanidad se ha transformado en la mayoría de la sociedad, lo que viene a darle a la revolución social del siglo XXI un carácter inevitablemente proletario.

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[1] El propio Ben Bernanke, actual presidente de las Reserva Federal de EE.UU., se encarga de reconocer esto: “Prácticamente de manera universal los economistas fracasaron en predecir la naturaleza, timing y severidad de la crisis; el episodio, como un todo, no ha sido bueno para la reputación de la teoría económica y los economistas” (Board of Governors of the Federal Reserve System, 24-9-10).

[2] China aparece segunda, Brasil en el sexto puesto (con un PIB de 2,4 billones de dólares), Rusia en el noveno e India en el décimo. Como proyección para 2020 (algo que debe tomarse de manera condicional), Rusia, India y Brasil aparecen en el cuarto, quinto y sexto puesto respectivamente, desplazando a Alemania, Reino Unido, Francia e Italia respectivamente. Los datos son del CEBR (Centro de Investigación en Economía y Negocios) una consultora fundada en 1993 en Londres (La Nación, 27-12-11).

[3] El conflicto viene desde hace 20 años y gira en torno de un terreno de 33 hectáreas cedido en 1997 a un hombre de negocios en Hong Kong, que ahora se revendió a la empresa Country Garden sin el consentimiento de los vecinos. Los vecinos se quejan, además, de no haber recibido compensación alguna por la cesión de este terreno en los años 90.

[4] A este respecto, otro conocido geógrafo marxista, el ya fallecido Giovanni Arrighi, parece ir demasiado lejos cuando afirma que el proceso de acumulación en el campo chino posterior a las reformas de Deng habría sido “sin desapropiación” (invirtiendo expresamente la fórmula del propio Harvey): los campesinos habrían conservado sus tierras al tiempo que lograron emplearse como asalariados en empresas próximas a las aldeas en el interior chino, rasgos a los que le suma la calidad educativa de la fuerza de trabajo chino. La conocida analista china Au Loong Yu replica que la afirmación de Arrighi es una “verdad a medias”: aunque los campesinos hayan conservado su pequeño trozo de tierra, tuvieron un altísimo costo en materia de impuestos, tasas y precios desfavorables que prácticamente los llevaron a la bancarrota: de allí los millones de migrantes superexplotados en las industrias urbanas, una forma de “desposesión oculta” que Arrighi no tuvo en cuenta (New Politics 47, verano 2009, www.socialismo-o-barbarie.org).

[5] Giovanni Arrighi señala a este respecto de manera convincente que el “casamentero” que posibilitó el encuentro entre el capital extranjero, las empresas chinas abastecedoras de mano de obra y las autoridades fue el capital de la diáspora china al que recurrió Deng cuando lanzó las reformas a comienzos de los años 80. También insiste en la idea de que el ingreso de capitales del exterior pegó un salto recién a partir de 1997, año a partir del cual este crecimiento se hizo exponencial (llegó en un año a 250.000 millones de dólares), transformando a China en el primer receptor de inversiones extranjeras del mundo en la última década y media. Al margen, digamos que el castrismo no puede tener la misma suerte con la gusanería de Miami, que no está dispuesta a hacer negocios con él sin cuestionarle su poder en la isla.

[6] Por ejemplo, Ricardo Delgado, de la consultora Analytica, señala que “la Argentina tiene los términos de intercambio y los precios de exportación [de commodities] más altos de las tres últimas décadas” (La Nación, 2-8-11).

[7] Andrés Gerdau, presidente de la multinacional del acero homónima del Brasil, informaba meses atrás que mientras que su país consume 134 kilos promedio anuales de acero, China 427 y Corea del Sur 1.077 (Valor, 16-11-11).

[8] Claudio Katz señala que en las últimas décadas la vieja industria alemana se reconvirtió, renovando su perfil hasta convertirse en una “arrolladora máquina de generar excedentes (las ventas externas pasaron del 20% del PIB en 1990 al 47% en 2009)”. En el mismo sentido, The Economist destaca que Alemania logró convertirse en el principal proveedor mundial de bienes de capital.

[9] Respecto del caso de Brasil, gigante de Latinoamérica con 191 millones de habitantes, otro analista señala: “Este crecimiento de la economía en su conjunto ha tenido efectos inclusivos importantes, permitiendo una notable mejora en el tejido social brasileño. Según datos de la fundación Getulio Vargas, desde 1993 un total de 50 millones de personas, una cifra mayor a la población de España, se sumaron al mercado consumidor” (Horacio Busanello, La Nación, 24-9-11).

[10] Diego Cabot hace la siguiente descripción de Shanghai: “Lo llamativo de esta tremenda ciudad (…) es que la gran mayoría de sus 4.000 rascacielos tienen sus cimientos sobre lo que fue, hasta hace 17 años, un enorme arrozal. Se trata de Pudong, la zona más próspera de Shanghai. Fue tiempo suficiente como para hacer líneas de subte que la integran con la ribera de enfrente, Puxi, separada por el río Huangpu. Puentes, túneles, autopistas elevadas en medio de la ciudad… A fuerza de cemento, hierro y cristal, Shanghai se ha convertido en una de las ciudades más modernas del mundo” (La Nación, 29 de abril del 2007).

[11] El geógrafo marxista David Harvey subraya esto cuando recuerda que Saint-Simon señalaba ya a principios del siglo XIX que para obras de infraestructura eran necesarias “asociaciones de capitales en gran escala”. Así se pusieron en marcha trabajos masivos como las vías férreas u otras necesarias para sostener la acumulación capitalista en el largo plazo. Bajo el Segundo Imperio, Luis Bonaparte, luego de la revolución de 1848, le encargó al barón Haussmann la “reconstrucción” de París, que sentó las bases del París moderno hasta el día de hoy, icluidos sus emblemáticos bulevares. A este efecto multiplicador de la infraestructura urbana se refiere Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire, al comentar los trabajos de Robert Moses en la segunda posguerra en EE.UU. (autopistas, diques, etcétera).

[12] Ver “Otis dice adiós a México para trabajar más en casa”, “Para fabricante de EE.UU., la violencia anula el atractivo de operar en Monterrey”, WSJA, La Nación, 10-10-2011; “Retornando a América”, The Economist, 12-5-2011; “La recuperación del cinturón de acero”, The Economist, 10-3-2011.

[13] Husson cita una sugerencia de François Chesnais en el sentido de que el estancamiento de la inversión interna en los países imperialistas no alcanzó a ser compensada por la inversión en el exterior, en los emergentes, especialmente China. Al mismo tiempo, Kliman muestra gráficos en los cuales de las más importantes regiones económicas del mundo, solamente China habría experimentado un crecimiento per cápita entre 1973 y 2003 (“La destrucción de capital y la presente crisis económica”). Así, da cuenta también de la tendencia al estancamiento en las economías del centro imperialista, o, en todo caso, a un crecimiento menor que en la inmediata posguerra.

[14] La riqueza real y su representación bajo la forma de dinero siempre ha sido compleja bajo el capitalismo, factor que cumple un importante papel durante las crisis. Nos hemos referido a esta problemática en un artículo anterior (“Cuando se prepara una recaída”, Socialismo o Barbarie 23/24).

[15] Claudio Katz da mucha importancia a este aspecto cuando dice que, mundialmente, se habría dado un paso adelante en materia de productividad y desarrollo de las fuerzas productivas como hecho global (“Replanteos marxistas del imperialismo”, en www.rebelión.org). Si circunscribiera su apreciación a las tecnologías de la información y las comunicaciones, podría estar en lo cierto. Pero comete el error de darle un alcance excesivo, cuando funda equivocadamente en esto su apreciación de que la economía capitalista mundial se encontraría en una fase globalmente ascendente.

[16] Diez años atrás, a diferencia de su actual posición, Katz se pronunciaba en este sentido en su texto “Etapa, fase y crisis”, aunque allí faltaba una evaluación del curso de la lucha de clases y se observaba una indefinición respecto de las tendencias del capitalismo.

[17] En julio pasado, un accidente ferroviario con 40 muertos y casi 200 heridos puso en cuestión el plan ferroviario chino, que sólo en el programa de trenes de alta velocidad tiene un presupuesto cercano a los 300.000 millones de dólares. En menos de siete años China ha construido una red de trenes de ese tipo mayor a las que Japón y Alemania tardaron décadas en instalar. China va apenas por la mitad de un plan de 15 años para tender un total de casi 16.000 kilómetros de vías de alta velocidad que conectarán a 24 ciudades grandes (WSJA, 6-10-11).

[18] Dice Harman al respecto: “Hay un acuerdo general en que las tasas de ganancia cayeron desde finales de los años 60 hasta comienzos de los 80. Hay también acuerdo en que las tasas de ganancias se recuperaron parcialmente desde ese momento, pero con interrupciones a finales de los 80 y de los 90” (“La tasa de ganancia y el mundo de hoy”, 2-7-07, www.internationalsocialist.org).

[19] “Otra consecuencia de la ausencia de aproximación histórica consiste en la incomprensión de los mecanismos que conducen a la crisis. En la crisis actual ha caído la tasa de beneficio; ya había comenzado a hacerlo un poco antes del estallido de la crisis financiera, pero ello no tiene que ver con una ‘sobreacumulación’ previa. Ésta sólo aparece con el estallido de la crisis, bajo la forma de capacidades de producción excedentarias ‘reveladas’ por la crisis” (Husson, cit.). Como se ve, Husson pierde de vista que había un arrastre de alta composición orgánica que viene desde la crisis de los años 70.

[20] Husson rechaza enfáticamente que esta recuperación haya sido parcial en textos como “La crisis y los marxistas”, de febrero de 2010. Entre sus argumentos “técnicos” señala que sus críticos no toman en consideración para calcular la tasa de ganancia, las ganancias de los bancos. Pero en todo caso de las ganancias captadas por los bancos una parte se trata de plusvalor real (punciones de plusvalor), pero otra es capital ficticio, lo que complejiza el cálculo.

[21] Observa Harman: “[Razonamientos como el de Husson] nos impiden ver que las razones de la crisis residen realmente en la tendencia a la baja de las ganancias desde finales de los años 60. Los intentos de lidiar con esto han incluido todos los medios señalados por Husson –ataques al salario, al salario social, a las condiciones de trabajo, etc.–, que aumentaron la tasa de explotación. Una variedad de fuentes muestran un incremento de la ‘proporción de capital’, por oposición a los salarios en todos los países capitalistas mayores. Pero en ausencia de bancarrotas masivas de las firmas gigantes, esto no fue suficiente para restaurar la tasa de ganancia en su viejo nivel. El resultado ha sido una caída de largo plazo en la tasa de acumulación productiva, incluso considerando la rápida acumulación que está ocurriendo en China” (cit.).

[22] En este punto, Rolando Astarita levantó años atrás una crítica metodológica que, en este aspecto específico, era válida. Sin embargo, su posición siempre ha tendido a desconocer casi completamente las crisis reales del sistema, y ver el proceso de valorización mundial como casi sin recaídas ni crisis.

[23] Respecto de esta cuestión, Katz cita una aguda autocrítica de Nahuel Moreno de años atrás: “Hemos tenido una concepción catastrofista (…) la idea era que el capitalismo se dirigía a una crisis sin salida por sus leyes intrínsecas. Hemos compartido esta concepción hasta el punto de caer en un criterio milenarista, y esta concepción siguió vigente hasta hace poco entre nosotros (…) pero el tiempo ha demostrado que no existe tal ley por la cual llega inexorablemente la catástrofe. Lo que existe es un dilema de socialismo o barbarie” (en “Los efectos del dogmatismo I. Catastrofismo”, www.lahaine.org).

[24] The Economist parece más preocupado que Katz. Respecto de las relaciones de los EE.UU. con Latinoamérica, titulaba sugestivamente un artículo tiempo atrás “El patio trasero de nadie” (9-9-10). Por su parte, Vladimir Putin, que hace más de diez años es el hombre fuerte de Rusia, en oportunidad del acuerdo en el Congreso sobre el tope de la deuda, “acusó de Estados Unidos de ser un ‘parásito’ de la economía internacional: ‘El país vive a crédito más allá de sus medios, y carga una parte del peso de su deuda en la economía mundial. Parasita la economía mundial utilizando la situación de monopolio del dólar’” (La Nación, 2-8-11).

[25] Es conocido el desastre urbano que es India. El International Herald Tribune informa a este respecto sobre la ciudad de Gurgaon, a unos 30 kilómetros de Nueva Delhi, donde junto con una “economía galopante”, la ciudad carece de sistema de drenaje de aguas, veredas, abastecimiento coherente de agua potable y electricidad, calles decentes o cualquier sistema coherente de transporte público, por no olvidar la basura, habitualmente apilada en cualquier lugar (8-6-11).

[26] A este respecto, los procesos de “urbanización sin crecimiento” también caracterizaron determinadas ciudades en el siglo XIX. Por ejemplo, en Irlanda, Belfast devino ciudad industrial pero Dublín se transformó “en una clásica ciudad de ‘slums’. Respecto de los procesos en la actualidad, Haynes comenta un informe de la ONU que plantea que “este tipo de crecimiento urbano, en vez de estar centrado en el crecimiento y la prosperidad, hace de las ciudades un ámbito para la población sobrante sin calificación, sin protección y aplicada a servicios informales de bajos salarios” (cit., p. 100).

[27] En el mismo sentido, desde otro ángulo, se pronuncia agudamente Au Loong Yu: “Hay dificultades más profundas que la represión para el surgimiento de un movimiento obrero. Ante todo, la honda división entre los trabajadores del sector estatal y los trabajadores migrantes de origen rural. La división es tan profunda que no sólo no hay lucha común, sino que tampoco hay prácticamente intercambios de ideas ni matrimonios entre personas de ambos sectores. Aunque los trabajadores migrantes no han experimentado la derrota devastadora que sufrieron los trabajadores del sector estatal, tampoco ellos poseen memoria colectiva como clase. Son nongmingong, ‘obreros-campesinos’, más campesinos que obreros, no porque realmente cultiven la tierra –de hecho, la mayor parte de ellos rara vez lo hacen–, sino porque el sistema hukou actúa como una especie de apartheid social, excluyéndolos de crear nuevas familias en las ciudades y de enraizarse en ellas. No importa cuánto tiempo se queden en las ciudades: son conscientes de la temporalidad de esa situación. Así es muy difícil forjar una identidad de clase” (“¿Final de un modelo o nacimiento de un nuevo modelo?”, cit.).

[28] Debido a este problema, una práctica común de la gran burguesía en San Pablo, Brasil, es ir a hacer sus compras al supermercado en helicóptero…

Por Roberto Sáenz, Revista SoB 26, febrero 2012

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