La crisis del centro y el centro de la crisis
Marcelo Yunes
A lo largo de todo 2011, el centro de la crisis económica global estuvo en Europa. En 2012, con toda probabilidad, esa situación no hará más que profundizarse. Las consecuencias de esta amenaza para la economía capitalista mundial se desarrollan en otro trabajo de esta edición; aquí queremos concentrarnos en otros planos de una crisis que afecta de manera inédita en las últimas décadas al continente que ha sido, desde la segunda posguerra, garantía de estabilidad política y económica.
Ese carácter no fue accidental, sino el producto deliberado de una compleja ingeniería económica (el Plan Marshall, en la inmediata posguerra), política (los tratados continentales desde la Comunidad Europea del Carbón y el Acero, en 1951) y cultural, que se sintetiza en lo que fue dado en llamar “Proyecto Europa”. Ese proyecto, resultado de una construcción de décadas, es el que hoy tambalea al compás de la crisis.
Europa fue escenario central de las dos grandes guerras mundiales y de buena parte de las guerras internacionales que moldearon la estructura capitalista de estados nacionales, desde la Guerra de los 30 Años (1618-1648) y la Guerra de los 7 Años (1756-1763). Parte significativa de su historia es la historia de los múltiples conflictos que corrieron, redefinieron, establecieron y borraron fronteras nacionales. El Proyecto Europa se concibió como un intento de asegurar de manera definitiva la paz continental, proveyendo un marco de referencia para los europeos que excediera su identidad nacional. Este intento fue pensado en escala comprehensiva y global, pero concretado en forma de cuidadosos y lentos pasos sucesivos, buscando consolidar espacios comunes antes de avanzar a otros nuevos.
Pues bien, toda esta grandiosa construcción, que había logrado avances significativos, está puesta en cuestión no de manera parcial, sino de conjunto, por la crisis. La unidad europea se pensó como un coloso de bronce, pero ahora se revela que sus pies capitalistas no podían ser más que de barro.
Ningún orden social puede sostenerse a menos que produzca un imaginario, un horizonte cultural que le dé estabilidad y legitimidad. El imaginario capitalista no es, sin embargo, homogéneo, sino proteiforme, y adopta tantos rasgos distintivos como los que distinguen a la misma variedad de las estructuras capitalistas nacionales y regionales. Estados Unidos, por ejemplo, tuvo y tiene aún (ya bastante deteriorado) el “American dream”, el sueño de que con “trabajo duro” e iniciativa individual la carrera a la prosperidad está abierta para todos. El “sueño europeo”, por así llamarlo, es de otra índole. Así como hubo quienes, apoyándose en elementos reales, quisieron distinguir un “capitalismo sajón” de un “capitalismo renano”. Si el capitalismo sajón es el de Estados Unidos y hasta cierto punto Inglaterra, el renano es, indiscutiblemente, el nacido bajo la égida del proyecto europeo. Justamente, el Rin que le da nombre es el río que divide a los dos grandes países líderes del proyecto: Alemania y Francia. Tradicionales enemigos a lo largo de siglos, siempre fue claro que el nudo de la paz en Europa dependían de la concordia entre ambas naciones, y el primer paso práctico hacia la unidad europea fue garantizar su cooperación práctica en el terreno de insumos estratégicos para la industria militar, la citada Comunidad Europea del Carbón y el Acero.
Ese comienzo es significativo: a diferencia del “sueño americano”, el “sueño europeo” no puede partir de una sola nación que además está definitivamente pacificada, sino justamente de garantizar la armonía entre sus naciones miembro, y en especial las de mayor peso. El sueño americano es por definición nacional(ista); el sueño europeo asume como premisa inicial el sentido de identidad “comunitaria”, que se plasma en instituciones supranacionales, en un delicado equilibrio entre las potestades “comunitarias” y las que retienen los estados nacionales soberanos. Volveremos sobre esto.
Otra importante diferencia del “Proyecto Europa” con el “sueño americano” es que es mucho menos individualista que su par yanqui. El objetivo de bienestar y prosperidad se deposita mucho menos en los esfuerzos de las personas que en el de las instituciones, en particular las estatales, cuya obligación es proveer al bien común en un grado inimaginable para los políticos de EE.UU.
Desde ángulos muy distintos, el keynesiano y el liberal, se reconoce esta identidad continental. Para Paul Krugman, “la historia de la Europa de posguerra es profundamente inspiradora. A partir de las ruinas de la guerra, los europeos construyeron un sistema de paz y democracia, y de paso, unas sociedades que, aunque imperfectas –¿qué sociedad no lo es? – son posiblemente las más decentes de la historia de la humanidad” (“El agujero en el balde de Europa”, La Nación, 25-10-11). Un reciente informe del banco Mundial (“Golden Growth: Restoring the lustre of the European Economic model”, here), califica a Europa de “la superpotencia mundial de estilo de vida”. Y para The Economist, “en contraste con EE.UU., que gasta casi tanto como todo el resto del mundo en defensa, Europa gasta más que el todo resto del mundo en políticas sociales. En muchos sentidos, es éste un aspecto admirable del modelo económico europeo, que combina altos estándares de vida con altos estándares de bienestar social” (“At bursting point?”, 27-1-12).[1]
Identidad comunitaria y estado de bienestar a cargo del Estado: tales son los dos pilares del imaginario capitalista europeo. A lo largo de décadas, las instituciones y gobiernos del continente parecieron, a grandes rasgos, acumular de manera incesante en la consolidación de una realidad que respondiera a ese imaginario. Más allá de crisis episódicas, a veces importantes, la línea que representa la dinámica de ambos pilares parecía invariablemente ascendente. El advenimiento del capitalismo mundializado y del “orden neoliberal” planteó un claro desafío al estado de bienestar. Pero la identidad europea y el avance de la construcción continental parecían a salvo y, hasta cierto punto, un contrapeso a las tendencias pro mercado.
Hasta el estallido de la crisis actual.
Nadie puede engañarse: con toda la importancia que tiene la moneda única, el euro, común a 17 naciones, no se trata hoy de la crisis del euro. No porque no sea tal (todo lo contrario), sino porque no se agota en la moneda, ni en las finanzas, ni siquiera en la economía. La propia Angela Merkel, canciller alemana y “persona fuerte” de la hora, lo admitió con toda claridad a mediados de noviembre pasado: “Si fracasa el euro, fracasa Europa. (…) La zona euro es mucho más que una moneda; es el símbolo de medio siglo de paz, libertad y bienestar social”.
Con todo, y a pesar de todas las manifestaciones que viene teniendo, el proceso de cuestionamiento del estado de bienestar y la identidad europea recién está en sus comienzos. En las masas europeas, mucho más que una clara conciencia de hacia dónde se va o incluso de qué es lo que ya no va más, por ahora prima la incertidumbre, la desazón, el desconcierto y, en algunas franjas todavía minoritarias, la bronca, la “indignación”, que por ahora sólo se expresan de manera activa de manera episódica y poco orgánica.
El ataque a las condiciones de vida del conjunto de la población europea no se ha desatado aún en toda la regla, pero ya no es cuestión de un vago pagaré cuyo vencimiento se mide en años, sino de una discusión que ha pasado al plano de las medidas prácticas en los gobiernos de todo el continente, y su implementación se mide en meses.
Por supuesto, en los eslabones más débiles de la cadena europea esa agresión a las masas ya está en pleno proceso: es el caso de Grecia, sobre todo, pero también de España, Italia y otras naciones “periféricas”. Pero ya ni el “centro” europeo puede posponerlo mucho tiempo: la rebaja de la calificación de la deuda francesa de su status AAA, a la que puede seguir el del conjunto del Fondo Europeo de Estabilización Financiera (FEEF; ya veremos en qué consiste), amenaza con borrar del todo, en el plano financiero al menos, las diferencias entre núcleo y periferia de la Unión Europea.
El resultado de esa pugna entre el capitalismo europeo, despojado de toda veleidad de “estado de bienestar”, y el movimiento de masas, en particular los trabajadores, está lejos de poder definirse. La confrontación, sin duda, teñirá todo 2012 y más allá; los ritmos serán sin duda desiguales de país a país. Pero algo puede afirmarse con toda seguridad: esa pelea ha comenzado, y en su transcurso y desarrollo los socialistas revolucionarios como los que integramos la corriente Socialismo o Barbarie Internacional ciframos todas nuestras esperanzas de ingresar a una fase de la lucha de clases europea y mundial.
1. Una crisis de magnitud histórica
El sentido de los acontecimientos europeos es tan patente que ninguno de los principales actores del drama, del lado del capitalismo, deja de advertir la profundidad de lo que está sobre la mesa. La publicación decana del capitalismo mundial, la revista inglesa The Economist, lo ha señalado con tono inequívoco. Tomemos una de las múltiples definiciones en el mismo sentido que han vertido en estos meses: “La crisis europea se ha convertido en algo tan grave, tan amenazador, tan imparable, que incluso hablar de rescate alimenta un pánico creciente (…) Lo que está en juego no es sólo el euro, sino el futuro de la Unión Europea y la salud de la economía mundial” (“How to save the euro”, The Economist, 17-10-11).
Los jerarcas a cargo de las instituciones europeas no ponen precisamente paños fríos ni buscan ocultar lo evidente. Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo hasta octubre de 2011, poco antes de retirarse, definió: “Ésta es la peor crisis en Europa desde la Segunda Guerra Mundial”. José Manuel Barroso, presidente de la Unión Europea, a fines de septiembre de 2011, reconoció que “la Unión Europea está enfrentando el mayor desafío de su historia”.
Angela Merkel, por su parte, eligió un tono no menos dramático: “Europa está en una de sus horas más difíciles. Quizá sea la hora más difícil desde la Segunda Guerra Mundial. Es tiempo de un punto de inflexión hacia una nueva Europa”. Y tampoco se mostró muy optimista en cuanto a la salida de la crisis, ya que estimó que “tendrá que pasar una década para volver a encontrarnos en buena posición”.
Si alguien cree que todo esto tiene resonancias apocalípticas, que pruebe el diagnóstico del financista de origen húngaro George Soros, que en noviembre advirtió que “si no cambia nada, la UE entrará en un proceso de desintegración cada vez más acentuado. Si no cambia el rumbo, Europa está en peligro de muerte”. Y el milenarismo fue aludido de manera explícita por el canciller polaco, Radislaw Sikorski, en diciembre pasado: “Estamos al borde del precipicio. Se perfila una crisis de dimensiones apocalípticas”.
La crisis europea se da, recordemos, en el contexto de la crisis global, que Christine Lagarde, directora del FMI, definió en septiembre como entrando “en una nueva fase muy peligrosa”. Y en noviembre, la misma Lagarde reconoció que la economía mundial “corre el riesgo de lo que algunos ya llaman la década perdida”.
Los economistas “profesionales” pueden disentir en el diagnóstico o en las medidas a tomar, pero no en las perspectivas si no se da un golpe de timón (¿hacia qué lado?). Nouriel Rubini advirtió que “a menos que la región avance hacia una mayor integración económica, fiscal y política (…) es indudable que la deflación recesiva conducirá a una ruptura caótica. (…) El final de juego para la eurozona ha comenzado. El primer paso será una seguidilla de reestructuraciones de deuda obligadas y abandonos de la unión monetaria que llevarán a la desintegración de la eurozona” (“La caída de la eurozona ocurrirá si no hay cambios”, La Nación, Buenos Aires, 20-11-11).
Más preocupado por las consecuencias políticas, el keynesiano Paul Krugman decía a mediados de diciembre que “la crisis del euro está matando el sueño europeo. La moneda común, que supuestamente debe acercar a las naciones, ha producido en cambio una atmósfera de resentimiento. Las medidas de austeridad cada vez más severas han causado un doble daño. Han fracasado como política económica… y han creado una enorme bronca, porque muchos europeos están furiosos por lo que se percibe como un duro ejercicio de poder por parte de Alemania”. Y vaticinó que si los líderes europeos no repiensan sus políticas económicas, “habrá más abandono de los valores democráticos… y en ese caso la disolución del euro será la menor de sus preocupaciones” (La Nación, 13-12-11)
El “resentimiento antialemán”, que tan graves resonancias evoca en todo el continente, no es ningún fantasma. Aunque sin duda tiene sus propias razones para agitarlo, el primer ministro italiano Mario Monti –elegido por la Comisión Europea y no por elecciones– advirtió que “si los italianos no ven que sus esfuerzos de ahorro y reforma dan resultados, en Italia se dará un movimiento de protesta contra Europa y también contra Alemania, que es vista como la cabecilla de la indiferencia de la UE” (BAE, 12-1-12). Recordemos que estamos hablando de un “tecnócrata”, ex funcionario del Banco Central Europeo y Goldman Sachs, un hombre de los mercados financieros, un “no político”, un “moderado”. ¿Qué queda para los “populistas y demagogos” de todos los colores, chauvinistas cerriles y eurófobos?
Si el peligro queda suficientemente claro para todos los defensores del capitalismo, hay en cambio mucho menos consenso sobre qué hacer, tanto en términos económicos como políticos. Por supuesto, una dosis masiva de ajuste antipopular es algo que dan por sentado hasta los keynesianos, pero aquí tallan cuestiones como los ritmos, la extensión, la duración de las medidas. No es un debate académico: la sensación de que el capitalismo europeo camina por una cornisa es generalizada, y medidas que en abstracto parecen razonables pueden no ser más que el puntapié inicial de una hecatombe política y social. Los dirigentes políticos europeos ya no están seguros del terreno que pisan, y mientras todos admiten por lo bajo la necesidad de administrar aceite de ricino a las masas, nadie quiere ser el primero en sostener la cuchara.
Quizá por eso resulte más fácil para alguien de afuera proponer recetas que en el propio país resultan urticantes. Jiun Liun, ejecutivo del fondo soberano China Investment Corporation (y, suponemos, adalid de la “China socialista” que admira Raúl Castro), sostuvo que “la crisis en Europa se debe a los problemas de un estado de bienestar desgastado, que se suman a leyes laborales que inducen a la pereza y la indolencia en vez de orientarse al trabajo duro” (Gabriel Holand, BAE, 14-11-11).
En verdad, uno de los problemas que muestra la profundidad del daño es que, como en toda crisis capitalista a gran escala, no alcanza sólo con atacar a los trabajadores: una parte considerable de la propia clase burguesa deberá ser sacrificada y pagar la cuenta junto con las masas. Ésta es una de las cuestiones que se plantea con los “rescates” o “blindajes” de deuda soberana de los países en problemas. El “rescate” es, en buena medida, rescate de los bancos europeos (en general extranjeros) que prestaron dinero a los estados “derrochones” y a los que ahora se exige un ajuste. Pero no faltan quienes reclaman que los capitalistas “perdedores” sean abandonados a su suerte, porque su salvataje se hará a expensas de la salud del conjunto del sistema.
Por ejemplo, un vocero de la City londinense, Alister Heath, advierte que “el capitalismo quedará desacreditado en todo el continente si esto se convierte en una fiesta de rescates, alimentando actitudes populistas, fascistas o de extrema izquierda, así como una guerra a los ricos (…) El apoyo popular al capitalismo sólo será posible si las industrias se rigen por ganancias y pérdidas, no ganancias y rescates. El resultado será doloroso, pero a menos que se asuma cuáles son las instituciones inviables y las deudas impagables, la crisis no terminará nunca y la consiguiente recesión se arrastrará años, desacreditando nuestra sociedad” (“Eurozone needs to cut out the rot before it’s too late”, City AM, Londres, 7-9-11).
Pero este punto de vista ofrece sus peligros también. La filosofía de que “el que perdió, perdió” llevó a dejar caer Lehman Brothers en 2008, y las consecuencias están a la vista. Se impone un enfoque más cuidadoso, pero, en primer lugar, el “combustible de rescate” se agota, y en segundo lugar, las cuestiones de fondo siguen sin resolver: “Como Ebenezer Scrooge [el avaro protagonista de Un cuento de Navidad, de Charles Dickens], los mercados están perseguidos por el Espectro de las Crisis Pasadas (…) Otra vez la cuestión del riesgo moral: en 2008 la pregunta fue ¿por qué los contribuyentes norteamericanos tendrían que proteger a los acreedores de Lehman (…)? Ahora la pregunta es: ¿por qué a los contribuyentes del norte de Europa se les pide que subsidien a los griegos (…) y por qué tendrían que salvar a los bancos que no controlaron su exposición a la deuda griega? El ejemplo Lehman ilustra los peligros de una respuesta equivocada (…) El espectro que atormenta a la dirigencia europea –el Espectro de la Crisis Presente, por así llamarlo– es que ya no tienen munición suficiente para atacar el problema (…) Y están las cuestiones de largo plazo. Europa debe enfrentar no sólo la carga de su deuda, sino también la perspectiva de una población que envejece (y en algunos casos, se reduce). A esa población se le han prometido beneficios a los cuales sienten que tienen derecho, y se ha acostumbrado a un nivel de vida que puede haber sido exagerado por el acceso al crédito barato. Habrá que dirigir hacia abajo sus expectativas: un proceso muy difícil, como lo demuestra Grecia. Ése puede ser el Espectro de las Crisis Por Venir” (“A crisis carol”, The Economist, 8-10-11).
Aquí se pone el dedo en la llaga: el “exagerado nivel de vida de los europeos”, que para colmo se creen con derecho a sostener ese nivel de vida. En efecto, ésa no es todavía la “crisis presente”, sino la “crisis por venir”… sólo que ya está viniendo a pasos acelerados, y es posible que la tengamos encima antes de lo esperado. Porque la dinámica de la crisis del euro sigue su curso, y es generalizada la duda de que el elenco político europeo esté a la altura de la tarea, como veremos luego.
Lo que The Economist parece tomar un poco a la ligera es que no se trata de una mera medición tecnocrática de cuál es el nivel de vida “sostenible” de los europeos. Como señalamos, el horizonte de aumento del nivel de vida, estabilidad y crecimiento de derechos está enraizado en el núcleo del “Proyecto Europa”. La clase capitalista continental puede llegar a la conclusión de que la salida es atacar el estándar de vida de las masas, y hasta puede lograr éxitos en ese sentido. Lo que no puede esperar es que la “identidad europea” permanezca incólume. Ya escuchamos a Mario Monti, un europeísta convencido: la culpa de los sufrimientos de las masas la tendrán los ajustadores alemanes, no los italianos. Aquí se manifiesta en toda su fuerza una de las múltiples contradicciones de la Unión Europea, que luego desarrollaremos: instituciones de decisión supranacionales con permanencia de estados soberanos nacionales.
En el fondo, todo aquello que distinguía al “capitalismo renano” europeo de su contraparte anglosajona (las regulaciones estatales, los límites a la égida del mercado) está llegando a un punto de ruptura. Los “dos capitalismos”, bajo la presión insoportable de la crisis, tienden a converger en uno solo: el mundializado con reglas de mercado inflexibles y enemigo de la regulación.
A relativa contramano de esta tendencia rampante en los 90 y, con menos bríos, en la primera década del siglo, Europa continuó su montaje de un capitalismo “amortiguado” con estado de bienestar. Sin duda, a la vez asumió parte del recetario neoliberal, pero de manera inconsecuente, insuficiente, buscando compromisos con la legislación social, laboral y comunitaria. Lo que revela la crisis del euro es el no va más de esa estrategia de conciliación: “Cuando el Reino Unido dejó el patrón oro en 1931, no sólo estaba abandonando un sistema de manejo de moneda, sino que estaba reconociendo que ya no podía llevar el manto del imperio. (…) Como escribió una vez el economista austríaco Joseph Schumpeter: ‘El sistema monetario de un pueblo refleja todo lo que nación quiere, hace, sufre y es’. Análogamente, la crisis de la UE abarca mucho más que el euro. (…) El euro no estará seguro hasta que Europa responda algunas preguntas fundamentales de las que ha escapado muchos años. En el fondo, se trata de cómo sus naciones responderán a un mundo que está cambiando rápidamente a su alrededor (…) Algunos querrían poner defensas meticulosamente diseñadas alrededor del todavía vasto y rico mercado de la UE. Otros, incluidos unos cuantos políticos populistas, quieren meter a sus naciones hacia adentro y dejar afuera no sólo al resto del mundo sino también el proyecto de integración diseñado por la elite europea. Y unos pocos –sobre todo en esa elite– sostienen que la única manera de solventar el estilo de vida característico europeo no es evadir la globalización sino aferrarse a ella decididamente (…) Esta contienda va a establecer los límites del estado de bienestar en Europa (…) mientras los miembros de la eurozona no resuelvan esta disputa, la acción colectiva que hace falta para defender el euro seguirá siendo imposible. (…) Justamente debido a las terribles consecuencias, todos esperan que sea el otro el que entienda razones. El nuevo gobierno griego puede suponer que Europa no va a dejar que Grecia colapse. Al mismo tiempo, el BCE y Alemania podrían negarse a meterse, porque no quieren que los países en problemas evadan las reformas. O quizá la austeridad podría eventualmente conducir a populistas que abandonen el euro, y al diablo las consecuencias. (…) ¿Podrá Europa retroceder del borde del abismo? Sólo si los países clave apoyan al resto y se someten ellos mismos a una reforma radical política, social y económica. Nadie debería hacerse ilusiones sobre lo difícil que será eso” (“Staring into the abyss”, The Economist, 12-11-11)
No hace falta decir que la “reforma radical”, pese a la promesa de “solventar el estilo de vida característico europeo”, consiste justamente en la liquidación del “característico” estado de bienestar europeo (lo que el venerable periódico llama “establecer los límites” de ese estado de bienestar). A ninguna otra cosa puede conducir “aferrarse decididamente a la globalización”. Y, en efecto, no se engaña The Economist cuando alerta “lo difícil que será eso”. El horizonte no es otro que el ajuste decenal que prometió Angela Merkel, lo que requerirá el “coraje” que reclama Sarkozy para satisfacer a las calificadoras de riesgo.
Dicho de manera simple (y simplificada): la productividad del capitalismo europeo ya no es tal que permita a las masas europeas gozar de los bienes y servicios a los que estaban acostumbradas. Desde el punto de vista estrictamente económico, la salida no ofrece demasiados enigmas; una formulación muy clara es, otra vez, la del semanario inglés: los países europeos, en particular los periféricos, podrían resolver su problema de competitividad capitalista vía la devaluación, pero “con una moneda fija no se puede devaluar. Necesitan una combinación de salario real más bajo, precios más bajos de sus productos y mayor productividad. (…) Las reformas estructurales son difíciles, pero si los países siguen evitando las opciones difíciles, el ajuste finalmente va a ser obligado por medio de la recesión y el desempleo. (…) Las sociedades occidentales están envejeciendo, lo que significa menos personas activas que paguen impuestos y más retirados que piden su pensión. El FMI calcula que para que los países ricos retrotraigan la deuda pública al 60% del PBI para 2030, necesitarían mejorar su balance presupuestario nada menos que un 8% del PBI para 2020. Si los gobiernos no pueden controlar su necesidad de préstamos, el ajuste de su economía, nuevamente, será a la fuerza, esta vez a manos de los mercados de bonos. (…) Si lo que se quiere es aumento de competitividad, una mayor productividad es menos disruptiva que recortar salarios, y recortar salarios es mejor que el desempleo. (…) La mejor receta para el crecimiento es elevar la productividad con reformas estructurales… pero nadie dijo que eso fuera fácil” (“In theory”, The Economist, 12-11-11).
Claro, no será fácil porque el problema es “la política”, es decir, la lucha de clases, eterna arruinadora de esquemas económicos impecables. Y una parte muy importante de la política son las expectativas de las masas, es decir, aquello que consideran derecho adquirido y a la que ningún argumento de racionalidad económica las hará renunciar voluntariamente. Como señala un agudo texto aparecido en el New York Times, las masas europeas del siglo XXI tienen una vara mucho más alta que las de la salida de la Segunda Guerra Mundial: “El historiador Tony Judt recordaba que ‘la ropa estuvo racionada hasta 1949; los muebles, baratos y simples, hasta 1952; los alimentos, hasta 1954’ (…) Y no ocurría sólo en Inglaterra. Un continente entero se tambaleaba, con sus ciudades y sus industrias en ruinas. (…) Mientras enfrenta su enorme problema de deuda y una nueva austeridad amenaza con convertirse en escenario del default, Europa parece haber perdido de vista el hecho de que ya ha pasado por eso antes. (…) La diferencia ahora es que el gusto por la riqueza, la aspiración al progreso automático y la presunción de un horizonte en perpetua expansión se han convertido en universales, cimentados por el crecimiento de la Unión Europea y la adopción de una moneda única –el euro– que ha propagado un fermento de prosperidad en los 17 países de la UE que comparten esa moneda. En la infancia de Judt, después de la demoledora privación provocada por una guerra mundial, la austeridad triunfó sobre el conflicto global. Ahora, el punto de partida es la prosperidad, ese mundo de ilusiones en el que los europeos llegaron a considerar la prosperidad como un estado del ser, un derecho de nacimiento. Mientras los políticos enfrentan lenta y reticentemente la realidad de que los días de bonanza han terminado, lo que vuelve tan explosivo este desafío es que no es simplemente una cuestión de economía, sino una cuestión de expectativas y de divisiones culturales. (…) En la época de Judt, la austeridad garantizaba un mínimo nivel de acceso a los artículos básicos, como un presagio de épocas mejores. Ahora, la austeridad implica la ausencia o la disminución del empleo, de las pensiones, de las comodidades y los beneficios que se han acumulado desde los días de la infancia de Judt. Un augurio, por tanto, de épocas mucho más oscuras” (Alan Cowell, “Una austeridad que los europeos habían olvidado”, New York Times, 14-11-11).
Habíamos señalado que los dos pilares de la construcción europea de posguerra habían sido el estado de bienestar y la identidad continental. Está a la vista el diagnóstico y las perspectivas en lo que hace al estado de bienestar. Pero las amenazas al “Proyecto Europa” no son menores en el plano en que parecía más fuerte: el de las instituciones supranacionales y una identidad que, sometidas a una presión creciente, pueden dejar escapar nacionalismos y hasta regionalismos contenidos.
Esta preocupación es patente en los europeístas convencidos, que despiertan a la realidad de que la actual no es una crisis como tantas otras; no sólo por su magnitud, sino por sus potenciales consecuencias: “Nos hemos obligado a vivir juntos, y se nos ha asegurado que todos buscamos el mismo fin. La verdadera razón para el proyecto, desde luego, era asegurar la paz y la dependencia mutua, y poner fin a la guerra en Europa (…) Hablamos sobre las recesiones previas como si el curso de la actual fuera a ser inevitablemente de la misma manera (…) Pero las circunstancias han cambiado de manera tan inconmensurable que el resultado y la estructura que quede pueden no tener precedentes. La Gran Depresión de los 30, aun con sus estados soberanos completamente separados, tuvo un enorme impacto en el mundo. Con una interdependencia mutua sistémica casi total, ¿qué efecto podría llegar a tener una nueva depresión en esa escala? (…) Hablamos de los posibles resultados de una recesión de doble caída como si estuvieran limitados a lo que ya ocurrió en menor escala en los 80 y los 90. Pero, ¿y si hemos creado sin darnos cuenta circunstancias para un resultado que se parezca más a la Guerra de los Treinta Años [1618-1648, la primera guerra de escala europea. MY]? (…) Por primera vez, la perspectiva de una guerra europea fue planteada: lo hizo el ministro de Finanzas polaco, Jacek Rostowski (…) Por primera vez en décadas, la guerra parece un resultado posible, aun remotamente, de la catástrofe financiera (…) Va a haber una gran presión no sólo para abandonar el euro, sino para desmantelar todas las conexiones, en nombre de la defensa contra más fallas sistémicas; Francia cerrará las puertas a España, y al final, Prusia levanta una pared contra Baviera. Uno de los grandes logros de los últimos años ha sido la conexión humana a través de las fronteras. ¿Podrán acaso los meros mecanismos del dinero y las finanzas deshacer ese logro de manera permanente? Bueno, ya nos vamos a enterar” (Philip Hensher, The Independent, 17-9-11).
No se trata de un periodista presa del pánico. La propia Angela Merkel dijo con toda claridad en diciembre que “nadie puede permitirse considerar que la paz en Europa sea algo garantizado”. Pero esa garantía es, justamente, la que todos daban por sentado hace no más de tres años.
Por otra parte, es comprensible que los liberales europeístas se preocupen más por el destino de la “conexión humana a través de las fronteras” en general que del salario mínimo europeo, la legislación laboral comunitaria y la edad de jubilación. No obstante, no se trata de dos cuestiones separadas: sin instituciones europeas no hay estado de bienestar europeo como sistema y estrategia, sino en todo caso resultados más o menos contingentes de luchas sociales libradas en un terreno más o menos nacional. Y eso es el fin de la Europa capitalista que conocemos.
Antes del estallido de la crisis, en el lejano 2008, Europa vivía sus problemas, pero el marco mental en el que todos los actores, tanto la clase capitalista como el elenco político y las propias masas, se manejaban, era el de una continuidad de las condiciones que habían hecho posible el lento pero sostenido crecimiento del tinglado europeo, de los derechos, del nivel de vida. Había contradicciones que todos observaban, pero que a la vez todos esperaban procesar en las instituciones usuales, a la manera habitual y por las vías de costumbre.
Desde entonces, no han parado de brotar espectros cada vez más ominosos, y algunos empiezan, incluso, a materializarse.
De los encuentros europeos rutinarios, civilizados y en voz baja pasamos a los encuentros apresurados, histéricos, plagados de reclamos recíprocos e intercambios de invectivas que rozan la grosería, y cuyo resultado es más rencillas, más portazos y menos acuerdos reales.
Del futuro casi garantizado de estabilidad y prosperidad pasamos a la angustia, la zozobra, el desconcierto, la incredulidad ante el fin de lo que parecía eterno.
De la desocupación entendida como problema pero a la que el porvenir daría alguna solución pasamos a la certeza del desempleo de masas de largo plazo, sobre todo para los jóvenes.
De la imposibilidad de pensar una Europa que no continuara el camino de paz y armonía creciente entre vecinos de más de medio siglo pasamos a conjurar el fantasma de la guerra.
De la consolidación de la identidad europea pasamos a los crecientes resquemores y desconfianzas entre países “hermanos” y un rebrote de los chauvinismos más atávicos.
Del orgullo por una de las monedas más fuertes del globo pasamos a la desazón por un futuro que puede no exceder el año, y un callado pero continuo vuelco a las desaparecidas monedas pre euro.
Del imperio de la democracia liberal parlamentaria pasamos a la imposición por parte de los “mercados” (apenas disimulados tras la fachada de la Comisión Europea) de gobiernos elegidos por nadie, empezando por la propia cuna de la democracia, Grecia, y la tercera euroeconomía, Italia, cuyos gobiernos cayeron bajo la doble presión de los mandamases europeos y el movimiento de masas.
De plazas ocupadas por turistas ociosos pasamos a plazas repletas de jóvenes indignados que reclaman por su futuro y sus sueños robados, se enfrentan con la policía y exigen “democracia real” (consigna ideológicamente confusa pero potencialmente peligrosa en regímenes cada vez más vaciados de contenido).
De la vaciedad ideológica posmoderna, cuyo única verdadera doctrina es el consumismo, pasamos al regreso de fantasmas (en la prensa burguesa, algunos se nombran y de otros hasta el nombre asusta) que parecían arrumbados en un pasado clausurado: nacionalismo agresivo, anarquía, racismo, anticapitalismo, guerra, revolución…
De una Inglaterra que continuaba su letargo de lucha de clases, pasamos a la huelga general de los empleados públicos contra los recortes de beneficios y salarios, la lucha más importante en ese país desde la huelga general de 1926.
Donde hubo estabilidad, previsibilidad, confianza, prosperidad, hoy campean la incertidumbre, el deterioro de las condiciones de vida, la furia contenida, el espectro de la “guerra a los ricos”.
Otra Europa está naciendo. No se sabe aún cuál será su futuro, pero una cosa es segura: cuando termine de definirse su signo, de la Europa que buscaron construir los estrategas capitalistas de la posguerra, y que ahora pasaremos a examinar, bien poco será lo que sobreviva.
2. Viejas y nuevas contradicciones de la UE
El “Proyecto Europa” se puso en marcha casi desde la finalización misma de la Segunda Guerra Mundial, o en todo caso apenas terminada la primera fase de la reconstrucción económica, política y material tras el fin del conflicto. Aprendida la lección de los tratados de Versalles, con el imperialismo yanqui como dueño indiscutido de la escena y con el telón de fondo de la “bipolaridad” establecida por Yalta y Potsdam, luego del Plan Marshall, la primera acción estratégica emprendida por las burguesías europeas consistió en cerrar filas contra una nueva conflagración entre imperialismos rivales. La amenaza comunista estaba todavía demasiado presente…
Así, como señalamos, el primer paso de integración europea fue económico y tuvo como principales protagonistas a Francia y Alemania, la Comunidad del Carbón y el Acero (CECA), formalizada por el Tratado de París de 1951 y vigente desde el año siguiente. Naturalmente, el paso siguiente sería profundizar la unión apuntando no ya a los insumos básicos de la industria armamentística convencional sino a la nuclear. Fue así que sobrevino el Euratom (Comunidad Europea de Energía Atómica), que se negoció al mismo tiempo que un esbozo de mercado común (impulsado por Alemania y con la reticencia de Francia y su principal estratega europeo, Jean Monnet). El Tratado de Roma (1957) es constitutivo de la Comunidad Económica Europea (conocida comúnmente como “mercado común europeo”), paso que debía anteceder a una unión política que se intuía mucho más problemática. Los seis firmantes seguían siendo Alemania, Francia, Italia y los países del Benelux (Bélgica, Holanda, Luxemburgo).
Aunque la CEE declara su adhesión al libre mercado y establece la unión aduanera, en la práctica adopta ciertos esquemas de regulación que satisfacen las necesidades de protección de sus componentes, el más importante de los cuales es la Política Agrícola Común (PAC). En 1965, el Tratado de Bruselas unifica las autoridades de la CEE, CECA y Euratom en un consejo y una comisión únicos.
A partir de 1992, con el Tratado de la Unión Europea (Maastricht), la CEE se convierte en Comunidad Europea (CE) y se crea la unión económica y monetaria, esto es, el lanzamiento del euro (como moneda “virtual”, y efectiva a partir de 2000). Estos y otros tratados (Amsterdam 1997, Niza 2001) tienen en común una paulatina y lenta pero incesante construcción y remodelación de mecanismos institucionales en las más diversas áreas, desde la pesca hasta la administración financiera, con el objeto de ampliar el rango de acción de las autoridades europeas, a la vez que se proponen metas macroeconómicas comunes. Entre ellas, las más conocidas son el tope del déficit presupuestario (3% del PBI) y del endeudamiento (60% del PBI) para formar parte de la UE. Si bien el método habitual de toma decisiones es el del consenso pleno, eso fue adoptando matices también.
Tras el fracaso de la Constitución europea (rechazada, entre otros, por Francia), el Tratado de Lisboa (2007) es el que define la estructura actual de la UE, el reparto de competencias y los nuevos procesos de toma de decisiones. A la Unión Europea se adhirieron, junto con los seis miembros fundadores, Reino Unido, Dinamarca e Irlanda (en 1972); Grecia (1979); España y Portugal (1985); Austria, Finlandia y Suecia (1994); Chipre, Malta, Letonia, Lituania, Estonia, República Checa, Eslovaquia, Polonia, Hungría y Eslovenia (2003), y Bulgaria y Rumania (2005). De estos 27 países, 17 tienen como moneda el euro, que adoptaron en distintos momentos.
Tan gigantesco como el proyecto son sus contradicciones. Fueron asumidas como tales por los fundadores con la idea de que el transcurso del tiempo en un marco común iba a ir suavizándolas; política que parecía especialmente exitosa en la medida en que no era desafiada seriamente. Hoy, lo que salta a la vista es cómo esos problemas que parecían superados o en vías de serlo se manifiestan con toda fuerza y de manera simultánea, poniendo bajo terrible presión todos los tornillos que sujetan las calderas de la UE. Ya el curso mismo de la crisis ha obligado a tomar medidas inéditas y a derrumbar mitos y tabúes europeos. Pero el proceso no ha hecho más que comenzar.
Sucintamente, podemos identificar los siguientes núcleos de contradicciones en el armado de la UE.
El primero es la contradicción entre una estructura continental con moneda única para un amplio sector e instituciones de “gobierno” supranacionales, por un lado, y la vigencia de estados nacionales soberanos, por el otro. Al interior de esta gran contradicción se desarrollan otras: la integración financiera está mucho más avanzada que la de la economía “real”, hay superposiciones de competencia (nacional o comunitaria) en temas clave (política fiscal, legislación económica, financiera y laboral), el desfase en la velocidad de la toma de decisiones genera conflictos adicionales, hay márgenes propios desiguales que ciertos estados han sabido negociar, etc. Dicho en otros términos, no hay burguesía europea que administre la Unión Europea, sino que ésta depende de decisiones comunes (sujetas, obvio es decirlo, a determinadas relaciones de fuerza entre las propias clases capitalistas) tomadas por las burguesías nacionales de cada país en el marco de la estructura europea. Ésta es la razón de fondo de la “morosidad”, “indecisión” e “incompetencia” de la “clase política” europea, a la que algunos, en un análisis superficial, ven como factor primordial de la crisis (aunque es cierto que su aporte para salir de ella suele ayudar a empeora las cosas).
En segundo lugar, tenemos dos contradicciones separadas y cruzadas. Por un lado, en la UE conviven los 17 países de la eurozona y los otros 10 que no abandonaron su moneda nacional (“los 17” y “los 10”, en la jerga). La crisis específica del euro afecta de manera distinta a uno y otro grupo, y también, como veremos, incluso a miembros del mismo grupo, además de avivar tensiones latentes y otras nuevas generadas por la propia crisis. Por el otro, Europa sigue dividida entre el “norte rico” (que puede identificarse con los países que tienen calificación AAA de las agencias como Standard and Poor’s, Moody’s o Fitch) y el “sur pobre”, llamado también despectivamente el Club Med (esto es, los países del Mediterráneo: Grecia, Italia, España y por extensión Portugal, a los que se agregan los países de Europa Central, salvo Austria). Entre los “ricos del norte” no todos adoptaron el euro (Suecia, Dinamarca, Reino Unido), y entre los “pobres del sur” hay miembros del euroclub y miembros de “los 10 de afuera” (en este último grupo, Hungría, República Checa y Polonia, que tiene en suspenso su adhesión al euro). Estas diferencias son las que han dado lugar a las especulaciones (y proyectos) de una “Europa a dos velocidades” o “de dos niveles”. A decir verdad, esa separación se puede establecer tanto siguiendo las fronteras de ambos grupos señalados como a través de ellas, con lo que tendríamos tres, cuatro o más categorías de “Europas”, un indicio de las crecientes tendencias centrífugas que engendra la crisis.
En tercer lugar, y reflejando el hecho de que en la UE todas las naciones tienen iguales derechos, pero unas son más iguales (y más o menos soberanas) que otras, la crisis ha terminado por perfilar al menos dos modelos de “gobernanza europea”, para usar un término de moda. Es decir, dos criterios para administrar las tensiones de la UE que se corresponden a grandes rasgos con las tradiciones, el estilo y, sobre todo, los intereses de los dos grandes socios y rivales: Francia y Alemania. Mientras la primera favorece una gestión “político-estratégica” e “intergubernamental” de los asuntos europeos, invocando la “solidaridad”, la segunda aboga por un esquema más “institucional”, con decisiones gatilladas de manera automática a partir de convenios escritos, tomadas por entes plurinacionales “independientes” y organizadas a partir de un eje distintivo; la “disciplina común”.
En cuarto y último lugar (aunque la lista podría extenderse casi tanto como se quiera), consideraremos la contradicción de que en la cuna de la democracia liberal parlamentaria, régimen que la propia UE considera condición sine qua non para aceptar un nuevo miembro, ésta se vacía cada vez más de contenido. No ya sólo por la creciente convergencia entre los programas económicos de los partidos de “derecha” y de “izquierda”, sino por la situación casi inédita, digna de la semicolonia más penosa o del país más bananero, de que se designan nuevos gobiernos en países soberanos sin que nadie los haya votado. ¡Ni siquiera las propias instituciones “democráticas” continentales, como el inane Parlamento europeo, tuvo arte ni parte en la conformación de dos nuevos gobiernos ante la caída de los anteriores! No pasó en Haití o Eritrea, sino en Grecia e Italia, padre y madre de la cultura occidental.
2.1 Organismos europeos y Estados nacionales
La estructura de la UE, como hemos dicho, fue evolucionando para dar respuesta a las inevitables contradicciones que supone una “unión” muy desigual, en dos sentidos: la de los espacios comunes, de desarrollo muy distinto según el nivel de que se trate (financiero, fiscal, aduanero, etc.), y la de los mismos integrantes de la “unión”, que incluyen países de primer orden del mundo capitalista junto con economías de tamaño y peso casi marginales. Establecer un mecanismo de continental de toma de decisiones que sea a la vez mínimamente ejecutivo y que no deje demasiados heridos y resentidos por el camino es una tarea que se asemeja a la cuadratura del círculo. Las autoridades, instituciones y mecanismos siguen, casi invariablemente, procesos lentos, pesados y sujetos a múltiples oportunidades de veto en una serie de instancias, según el esquema diseñado por uno de los principales arquitectos de la UE, Jean Monnet.
En el fondo, esos mecanismos daban por sentada una premisa política y económica: una Europa estable, en permanente crecimiento y cuyo principal desafío era encontrar la manera de administrar los beneficios de la prosperidad, no enfrentar las crisis. Todo el andamiaje de la UE se parece, en ese sentido, a un magnífico paraguas para días de sol. El hecho de que las facultades recaudatorias (impuestos) y de gastos (presupuestos) quedaran en manos de los gobiernos nacionales, además de ser imposible de cambiar, no parecía tan grave cuando se trataba de crecer en vez de ajustar.
Un observador irónico y agudo de una de las incontables cumbres para tratar la eurocrisis, en este caso en Polonia y con la presencia de representantes de Estados Unidos, ilustra la diferencia entre una autoridad unificada y el ambiente de reunión de consorcio de inquilinos de la UE: “La diferencia entre la pose de los europeos y el realismo de los estadounidenses fue evidente en la pista de aterrizaje del aeropuerto de Wroclaw: el hombre a cargo de las finanzas públicas de la zona dólar llegó en un avión gigantesco; los que están a cargo del tesoro de la eurozona llegaron en innumerables pequeños. El euro podrá ser una moneda unificada, pero sus presupuestos y sus cajas son nacionales. Cada ministro europeo quiere limitar la carga para su país de apuntalar el euro. De modo que la bestia de la crisis se enfrenta a un trabuco europeo con múltiples perdigones, no a la gran bazuca norteamericana” (“Loose lips sink the euro”, The Economist, 16-9-11)
Sin duda, para la mayoría de las burguesías europeas “el temor a las consecuencias de una ruptura explica por qué una unión fiscal parece un resultado más probable que la fragmentación del euro. Pero la capacidad institucional y política de Europa para tomar decisiones fuertes en medio de una crisis es escasa. (“Fudge, the final frontier”, The Economist, 10-9-11). Como dice con resignación el historiador liberal Timothy Garton Ash: “Lo imprescindible para Alemania equivale a lo impracticable para Grecia; lo que para Sarkozy es esencial, para la canciller Merkel es imposible. El límite máximo para Eslovaquia es para España el mínimo indispensable” (La Nación, 30-10-11)
La estructura federal cruje ante las presiones nacionales, que van en su mayoría en sentido centrífugo. La continuidad de este estado de cosas, la conciliación de contradicciones crecientes, es insoportable e inviable, y se abren sólo dos caminos: por un lado, la desintegración y el fin del euro; por el otro, resolver la tensión con más integración, más homogeneidad, “más Europa”. Así lo expresó Jacek Rostowski, ministro de Finanzas de Polonia: “La elección es entre una integración macroeconómica mucho mayor en la eurozona o el colapso de ésta. No hay tercera opción”.
La vía para esa mayor integración es la tan mentada “reforma de los tratados europeos” impulsada por “Merkozy” (Merkel-Sarkozy), que esencialmente, como luego veremos, va en una sola dirección: convertir la política de ajuste neoliberal salvaje en estrategia continental con rango constitucional… sin que por ahora los socios ricos, especialmente Alemania, se comprometan, en contrapartida, a convertir las deudas nacionales en europeas (eurobonos).
El desgarramiento de la UE, que sólo puede ser empujado hasta el final o detenido con un problemático salto hacia más reglas comunes y más renuncias a las soberanías nacionales, es el resultado esperado por dos bandos opuestos, los “euroescépticos” y los “ultrafederalistas”: ambos ven confirmada su presunción de la unión monetaria, a la larga, debía conducir a la unión política y económica, que es lo que unos temen y lo que los otros desean.
Pero esa fuga hacia adelante implica rediseñar todo el esquema institucional precedente, lo que no podrá hacerse más que al costo de nuevas crisis. Sucede que “[en] la estructura de la UE divisada por Jean Monnet, la autoridad está dispersa y muchas decisiones requieren el consenso de todos sus miembros (…) Tome la forma que tome, la integración está condenada a chocar con las democracias nacionales: significa que Bruselas (y otros países) tendrán más poder para dictar las políticas económicas de cada país. La moneda puede ser europea, pero las cajas son nacionales, y los parlamentos no las compartirán fácilmente. Una manera de lograr la cuadratura del círculo es sería convencer a los parlamentos de adoptar reglas presupuestarias inspiradas en la UE (…) El problema es que las “reglas de oro” no pueden ser un sustituto de la política económica (…) Los gobiernos se están quedando sin stock de medidas modestas. Salvo un cambio inesperado en los mercados o un retorno al crecimiento, deben afrontar una decisión crucial: si se pretende evitar la opción nuclear de la desintegración total, hay que dar el salto hacia la unión fiscal. En uno u otro caso, es hora de dejar atrás a Monnet” (“The end of Monnet”, The Economist, 3-9-11).
Más adelante trataremos en detalle los aspectos económicos de la “nueva UE” que se propone ante la crisis irreversible de la vieja. Queda por señalar, sin embargo, que uno de los tantos mitos que se tomaban por realidad ahora queda al desnudo: la idea de que la UE sólo podía expandirse. Así como los viejos reformistas socialdemócratas soñaban con una evolución continua, ascendente y lineal de influencia de los socialistas, los arquitectos de la UE, apoyados sobre la base material de un período de desarrollo económico de décadas, creían en el crecimiento continuo del “Proyecto Europa”. Y durante años parecieron tener razón, haciendo que la UE formara parte de un paisaje cotidiano que aparecía como inmodificable, casi eterno. Ya hemos visto que los 6 miembros iniciales se habían duplicado en 1985, y a caballo del euro había vuelto a duplicarse hasta llegar a 27, con más postulaciones de ingreso tanto a la UE como a la eurozona de 17 países.
Pues bien, por primera vez desde su nacimiento, la eurozona y la UE enfrentan la posibilidad de una reducción. Las drásticas medidas de “integración económica”, con sus crecientes constricciones en términos de política económica y fiscal, seguramente no estarán al alcance de todos los socios. Como dice el economista de Harvard Kenneth Rogoff, “hace falta una especie de Estados Unidos de Europa al final de esto, y bien puede ser que no incluya a todos los que hoy están en la eurozona” (New York Times, 29-9-11).
En la cumbre de Cannes, en noviembre pasado, “se quebraron dos tabúes. Fue la primera vez que los líderes de la eurozona aceptaron que un miembro podía caer en default y dejar el euro (y una vez que lo impensable se vuelve posible, ¿por qué limitarse a Grecia?). Y fue también la primera vez que los líderes se entrometieron de manera tan deliberada en la política interna de otros países (…) Los europeos se ven como una familia: tienen peleas, pero cuestiona el derecho de uno de sus miembros a ser parte de ella. Pero en Cannes, los líderes de la eurozona dejaron claro que se podía abandonar a algunos miembros de la familia, e incluso desheredarlos. Hay quienes ven en esto un asalto a las democracias nacionales por parte de la elite europea, sea no elegida o autodesignada” (“Europe against the people?”, The Economist, 12-11-11).
En efecto; como veremos, la “nueva UE” implica, entre otros “tabúes rotos”, un inédito avasallamiento de la sacrosanta democracia liberal. Pero el rediseño radical de la UE implica en primer lugar avanzar sobre derechos adquiridos de las masas, o lo que éstas consideran tales. Como dijo asustado a Reuters un veterano diplomático europeo, “esto va a deshacer todo aquello que nuestros antecesores construyeron laboriosamente, y va a repudiar todo aquello que ellos defendieron en los últimos sesenta años. Esto va a armar un nuevo mapa geopolítico y dar lugar a nuevas tensiones. Podría ser verdaderamente el fin de la Europa que conocemos hoy” (Buenos Aires Herald, 10-11-11).
2.2 Los socios ricos, los pobres y los escépticos
El principal socio rico de la UE es Alemania, tanto por el tamaño de su economía como por la buena salud capitalista de ésta. De hecho, es exactamente el único país europeo que conjuga ambas condiciones: escala y cumplimiento (en general) de los estándares de deuda y déficit que busca imponer a los otros. Es por ende la única nación grande de la eurozona con calificación crediticia AAA.
Mucho se ha escrito sobre las “peculiaridades nacionales” de Alemania (y de Francia, y de Gran Bretaña, y de Italia… De hecho, uno de los rasgos comunes de los países europeos parece ser que todos se creen una excepción al resto). Hay bastante acuerdo, no obstante, en que tanto el gobierno como el electorado alemán se debaten en una contradicción: no conciben a Alemania fuera del proyecto europeo, pero no parecen dispuestos a ir hasta el final para rescatar al euro de la crisis. De hecho, el gobierno alemán se está mostrando incluso más “europeísta” que las masas alemanas (incluida buena parte de la burguesía), lo que le ha traído a Merkel sucesivas derrotas electorales… a manos de partidos más europeístas que la coalición conservadora-liberal al frente del Estado. Como se quejó un político oficialista, “la opinión pública alemana está contra el euro, pero no quiere saber nada con una alternativa a él”.
Según un informe, “pocos alemanes temen un regreso del conflicto armado en Europa Occidental, la idea que proveyó el ímpetu inicial de lo que los alemanes a menudo siguen llamando ‘el proyecto de paz europeo’. En su lugar, la prosperidad y la estabilidad económica han pasado a ser las principales razones detrás de la unión monetaria, un argumento que ahora muchos alemanes cuestionan después de una serie de fallidos paquetes de ayuda. Una encuesta encargada por la estación de televisión ZDF a comienzos de este mes muestra que tres cuartas partes de los alemanes están en contra de la ampliación del fondo de rescate europeo (…) la mayoría de los alemanes siguen considerando a una Europa unida como la clave para alcanzar una prosperidad y paz duradera en un continente con un legado de conflictos. De todos modos, muchos temen que se verán obligados a optar entre ver el colapso del euro o sacrificar su rigor fiscal a un estado supranacional europeo que financie a los países más propensos al endeudamiento, como Italia o Grecia” (Wall Street Journal, 29-9-11).
La integración europea es parte inescindible de la construcción de la Alemania de posguerra, inspiradora y/o firmante de la mayoría de los proyectos continentales que abrazó la burguesía alemana como una especie de “redención” del pasado nazi. Alemania no va a abdicar de esa vocación con la facilidad con que lo harían los insulares británicos, por ejemplo. Pero las condiciones que proponen pueden ser un remedio peor que la enfermedad.
Por otra parte, el manejo de la crisis europea, que a pesar del “duunvirato Merkozy” ha tenido siempre como actor central a Alemania, dista de haber sido exitoso. No se trata sólo de la parsimonia y lentitud para decidir (algunos citan una anécdota de la infancia de Merkel para ilustrar la idea de que sólo actúa a último momento y bajo la presión más insoportable), sino de que ha debido abrazar un pragmatismo que casa mal con su dogmatismo económico. Así, “a medida que la crisis de deuda se profundizaba, Alemania ha debido retirarse de una línea roja tras otra. El rescate de Grecia se suponía que era por única vez; desde entonces, hubo que rescatar a Irlanda y Portugal, además de nuevas versiones del rescate griego. El fondo de blindaje europeo se suponía que iba a ser temporario; ahora se convirtió en permanente” (“Germany’s euro question”, The Economist, 10-9-11).
Siguiendo esta línea entre tibia y errática, venerables instituciones alemanas como el Bundestag (Parlamento) y la Corte Suprema tuvieron a Europa en vilo en cuanto a si aceptaban o rechazaban una medida tan básica como ampliar el fondo europeo de blindaje. La respuesta fue un sí que “incluía una serie de ‘no’: no a ningún aumento del FEEF por encima de 292.000 millones de euros; no a los eurobonos (…) y no a un mayor financiamiento de los países en problemas por parte del BCE. En conjunto, estos rechazan implican un veto a un paquete lo suficientemente audaz como para terminar la crisis” (“The country of ‘no’”, The Economist, 29-10-11).
En cambio, Nicolas Sarkozy insiste con la idea de una Europa a dos velocidades: la de los 17 de la eurozona, que aceptará determinadas reglas impuestas sobre todo por Francia y Alemania, y los 10 países de la UE con moneda propia. Por consiguiente, “Reino Unido, República Checa, Polonia y Suecia se han convertido en puntas de lanza de ese intento de condicionar (‘vetar’, dice un representante de un Estado miembro de los 17) lo que se decide dentro de la eurozona sin querer asociarse al club de la moneda única. (…) Londres es el euroescéptico por antonomasia y no puede deshacerse de ese aire de superioridad que crispa a los otros, siempre exigiendo excepciones” (Ricardo Martínez de Rituerto, “La crisis fragmenta a una UE sin líderes”, 25-10-11). Enseguida veremos cómo manejó David Cameron esta situación, y sus consecuencias.
Digamos que de los 10 países fuera del euro, 8 están formalmente en proceso de adoptarlo, y conforme a los tratados sólo el Reino Unido y Dinamarca puede seguir indefinidamente fuera de la eurozona sin estar fuera de la UE. Eso alienta los temores de ese grupo de quedar afuera de una integración mayor, que es exactamente lo que pretende Sarkozy y lo que Merkel busca evitar.
Veamos esto con más detalle: “Sarkozy se refirió hace poco de manera abierta a la necesidad de crear un núcleo de la eurozona, más o menos separado de los 10 estados no-euro (…) Sarkozy matizó este separatismo latente, pero todavía habla de ‘gobierno de la eurozona’ y se queja del ‘dumping social y fiscal’ y la ‘competencia desleal’ en el seno de la UE (es decir, la Irlanda de bajos impuestos y los miembros del Este europeo de costos bajos). (…) Merkel, en cambio, se ha cuidado de parecer inclusiva. Presionada por Sarkozy, aceptó nuevas cumbres de los 17. Pero en cuanto a reformar los tratados, marcó su preferencia por hacerlo con los 27 miembros de la UE ‘para evitar divisiones entre los países del euro y los no-euro’. Sabe que la modificación de los tratados por los 27 es la mejor manera, quizá la única, de asegurar que estén involucradas la Comisión Europea y la Corte Europea de Justicia. (…) Un nuevo tratado separado con los 17 es seguramente lo que prefiere Sarkozy. Esto ayudaría a crear un núcleo más duro, más exclusivo, lo más intergubernamental posible, y excluyendo a los británicos, escandinavos y de Europa del Este, demasiado liberales. Merkel dice que ésta es la segunda mejor opción, y que incluso si se ve obligada a seguir esa ruta, buscará garantizar que los de afuera del euro puedan sumarse a las restricciones presupuestarias y seguir libres de unirse al euro en el futuro” (“One problem, two visions – part III”, The Economist, 2-12-11).
Esta cuestión fue la que estalló en la cumbre de diciembre, en la que David Cameron decidió dejar al Reino Unido afuera del esquema de rediseño de los tratados europeos. Por supuesto, el problema de fondo para Cameron es que los tratados reformados podían incluir regulaciones financieras totalmente inaceptables para la City de Londres, por lejos la plaza financiera más fuerte de Europa. Cameron exigió garantías de que los intereses de la City no serían afectados, en medio de la embestida de Sarkozy para implementar la tasa Tobin. No las obtuvo y quedó fuera del esquema, desatando una oleada de euforia insular entre los más euroescépticos del Partido Conservador y una profunda preocupación en el resto.[2] En efecto; los eurofóbicos pueden entusiasmarse con quedar fuera de la “decadencia del continente”, pero la economía británica no está como para desentenderse del destino de la UE.[3]
De esta manera, el “ala liberal-tecnocrática” de la UE, encabezada por Alemania, perdió un valioso aliado, y dejó como héroe del día al líder del ala “regulacionista-política”, Sarkozy. En algún momento, Gran Bretaña pudo haber soñado con ser el eje “liberal” de los 10, pero la realidad es que no había tanta uniformidad tampoco en ese club. Además, la estrategia oportunista de Cameron fue demasiado flagrante: quería obtener de la UE todo lo que pudiera, a cambio de ceder lo mínimo posible, o nada. Por ejemplo, se negó a aceptar cualquier profundización de coordinación económica fuera de los 17.
Mientras Sarkozy acusaba a Cameron de querer transformar la City de Londres en una especie de islas Caimán europeas, protegidas contra toda forma de regulación, la respuesta británica de que se pretendía preservar al conjunto del sistema financiero sonaba de lo más insincera y una pobre excusa para la defensa del interés propio. En general, la prédica de Londres es que “la solución a las desgracias de la eurozona es que Europa se vuelva más competitiva”, lo que “es visto en general como una alternativa egoísta a la solidaridad más que un intento de ayuda” (“How Britain could leave Europe”, The Economist, 17-12-11). En ese marco, no sorprende que incluso un habitual aliado del Reino Unido haya rechazado la pretensión británica como un intento de lograr “una inaceptable ventaja competitiva”, como dijo el premier holandés Mark Rutte.
Es por eso que “hay frustración en Berlín ante lo que es visto como doble estándar británico. Cameron le pide a la eurozona que haga más para salvar su moneda, pero no ofrece ninguna ayuda y exige ser consultado sobre las grandes decisiones (…) En Bruselas, le pide a la UE que prevenga la ruptura del mercado único, y defiende tozudamente reglas de libre comercio que se apliquen a todos. Sin embargo, en Londres, los ministros piden excepciones que le den a la patronal británica una membresía desregulada y de bajo costo en el mercado común. En Berlín se entiende que rehacer las reglas del mercado único conduciría a varios países a exigir más protección, lo contrario de lo que quieren los británicos. Bélgica, por ejemplo, podría presionar por más derechos laborales. Sarkozy, que enfrenta una difícil campaña por su reelección, sostuvo que Europa no debe ser ‘tonta’ en lo que hace al comercio global, y propuso impuestos de la UE a las importaciones para contribuir a sostener los sistemas de bienestar europeos. (…) La prioridad de Alemania es establecer reglas que impongan una supervisión sin precedentes de las economías de la eurozona. Si el Reino Unido pide un precio demasiado alto para dar su consentimiento, Alemania, a regañadientes, irá a un nuevo tratado fuera del sistema de la UE” (“Britain, not leaving but falling out of the EU”, 9-12-11).
Eso fue exactamente lo que pasó en la cumbre de diciembre, con la salvedad de que el “nuevo tratado por fuera de la UE” termina estableciendo de hecho el verdadero sistema de funcionamiento de la UE, con la casi totalidad de los 27 capitulando a las exigencias de ajuste decenal.
2.3 Dos modelos de “gobernanza europea” en pugna
Lógicamente, si en la UE todos son soberanos, unos lo son más que otros. El eje de decisiones germano-francés no está unificado alrededor de un problema clave: quiénes y cómo toman esas decisiones en nombre de la UE. El resultado del portazo de Cameron es por ahora el que deseaba Sarkozy: no un aséptico tratado escrito cuyo cumplimiento quede en manos de instituciones “independientes”, sino un mecanismo de cumbres políticas frecuentes donde los jefes de Estado de los países núcleo ponen las reglas al resto, ya sin la cargosa presencia británica. Además, los países de orientación más antiregulacionista y pro mercado son justamente los que no pertenecen a la eurozona.
Sarkozy, el 8 de noviembre, dejó en claro el criterio francés: una Europa “federal” con los 17 euromiembros y una Europa “confederal”, más laxa, con los otros 10. Las razones que da son las siguientes: “No se puede tener moneda única sin convergencia e integración económica. Es imposible. Y no se puede pedir federalismo y al mismo tiempo agrandar la UE. Es imposible, hay una contradicción. Somos 27, y obviamente debemos abrirnos a los Balcanes. Seremos 33 o 34. Supongo que nadie puede creer que el federalismo y la integración total puedan ser posibles con 34 o 35 países (…) ¿Qué hacemos, entonces? Por lo pronto, francamente, la moneda única es una gran idea, pero fue extraño crearla sin hacerse la pregunta de cómo se gobernaría [Sarkozy usa el término “governance”, que se suele traducir como “gobernanza”, es decir, esquema o forma de gobierno], y sin preguntarse por la convergencia económica. Honestamente, es bueno tener una visión, pero faltan detalles: hicimos una moneda única, pero mantenemos sistemas económicos que no sólo no convergen, sino que tienden a divergir. Y no sólo hacemos una moneda única sin convergencia, sino que tratamos de deshacer las reglas del pacto inicial. No puede funcionar (…) No habrá moneda única sin mayor integración económica. Eso es seguro, y es adonde estamos yendo. ¿Debemos tener las mismas reglas para los 27? No, absolutamente no (…) En última instancia, claramente va a haber dos planos europeos: uno hacia una mayor integración en la eurozona y otro más confederal en la UE (…) No creo que haya suficiente integración económica en la eurozona, los 17, y hay demasiada integración en la UE de 27” (discurso del 8-11-11 en Cannes).
La idea no es nueva, e incluso tiene un nombre… alemán: “Kerneuropa” (“núcleo de Europa”), ya que fue promovida en 1994 por el actual ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble. Pero aunque se apoya sobre bases innegablemente reales, el proyecto tiene riesgos: “Sarkozy parece sugerir que los problemas de Europa –deuda y alto desempleo– se deben al ‘dumping’ social, ambiental y monetario de los países en desarrollo con políticas comerciales ‘agresivas’. Con 27 países, la UE es demasiado grande para que Francia sea señora del resto, y es demasiado liberal en lo económico para las inclinaciones proteccionistas de Francia. De ahí que Sarkozy abogue por una eurozona más pequeña, confortable y ‘federalista’. (…) Tales ideas parecieron desvanecerse con la extensión hacia el este de la UE en 2004 y el rechazo de la constitución europea en Francia en 2005. Pero la crisis de la deuda de la eurozona está reviviendo estos sueños. (…) Si la eurozona sobrevive a la crisis (…) requerirá con toda seguridad una profunda reforma de los tratados de la UE. Si se hace como es debido (…) la creación de una UE más flexible y de geometría variable podría aliviar muchas de las tensiones actuales. Ya no sería necesario que nuevas extensiones de la UE sean cruciales, y la mayor integración ya no tendría que ser impuesta a quienes no la deseen. (…) Pero si se hace mal, que es lo que uno teme que Sarkozy pretende, será una receta para dividir Europa. No una Europa a dos velocidades, sino dos Europas separadas (“Two-speed Europe, or two Europes?”, The Economist, 10-11-11).
Por otra parte, la necesidad tiene cara de hereje, y hasta los mismos burócratas de la UE admiten que ciertas decisiones no pueden quedar en manos de instituciones no electivas: Herman Van Rompuy, presidente del Consejo Europeo, que representa a los 27 jefes de Estado de la UE, fue quien armó el esquema de cumbres regulares de presidentes de la zona euro. Algo que “bien puede transferir poder de la CE (el funcionariado de la UE) y los ministros de Finanzas a los jefes de Estado. El euro es ahora Chefsache: asunto de líderes” (“In the Brussels bunker”, The Economist, 17-9-11).
Asunto de líderes, es decir, no de instituciones… ni del electorado. La pretensión de Merkel es una “gobernanza” basada en un sistema federal con fuerte disciplina fiscal, más peso de las instituciones “independientes” de los gobiernos (Comisión Europea, Corte Europea de Justicia, Banco Central Europeo, Parlamento Europeo) y un “verdadero automatismo”, como lo llamó, en la toma de decisiones.
En particular, el rol del BCE es algo que Merkel y en general la burguesía alemana ven como inviolable. Esto ha resultado en una relativa parálisis e irritantes demoras en el manejo de la crisis de la deuda, que veremos en la parte económica. En todo caso, y a diferencia de todos los demás bancos centrales del mundo, empezando por el británico y la Reserva Federal de EE.UU., el BCE tiene vedado el camino de prestar a los gobiernos. También a diferencia de la Reserva Federal, que en su carta orgánica hace referencia a promover la creación de empleo, el BCE, nacido en junio de 1998, tiene “una única prioridad: mantener la estabilidad de precios (art. 282, § 2 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea). Sus otros objetivos están subordinados a esta cláusula” (A. Dumini y F. Ruffin, “‘Independencia’ para favorecer los negocios financieros”, Le Monde diplomatique Cono Sur, noviembre 2011).
Merkel es inflexible en este punto. En un discurso a fines de noviembre, sostuvo que “la tarea del BCE es distinta de la de la Reserva Federal o el Banco de Inglaterra. Está estampada en los tratados: su tarea es asegurar la estabilidad monetaria”. Se trata aquí, también de un reflejo del sistema alemán, con sus instituciones federales fuertes que ponen límites a la “arbitrariedad de los políticos”.
Frente a esta terca adhesión a reglas y “principios”, el más pragmático Sarkozy, en cambio, busca una “gobernanza intergubernamental”, más política y menos tecnocrática. Veamos cómo lo plantea el propio presidente francés: “Europa sin política, Europa en piloto automático que aplica ciegamente las reglas de la competencia y el libre comercio, es una Europa que no puede afrontar crisis (…) Una Europa más democrática es una donde deciden los políticos responsables [ante el electorado]. La fundación de Europa no es ua marcha hacia el supranacionalismo. La crisis ha empujado a jefes de Estado y de gobierno a asumir responsabilidades cada vez mayores porque, en el fondo, sólo ellos tienen la legitimidad democrática para decidir. Así, la integración europea debe pasar a través del intergubernamentalismo porque Europa debe tomar decisiones estratégicas, políticas”. Es imposible no percibir aquí la traza del sistema presidencialista francés; otra vez la diferencia entre los sistemas de la V República francesa y la Bundesrepublik alemana.
La inclinación de Alemania por las “instituciones independientes” incluye la Comisión Europea, el nexo entre los 17 y los 10, cuya relación Merkel quiere preservar. El manejo “político” que pretende Sarkozy, en cambio, deja poco o ningún lugar a la CE, y por extensión aísla a los 10, que Francia quiere cada vez más lejos de la eurozona. El comentario indignado de The Economist al respecto es “más Europa no debería querer decir más Sarkozy y menos mercado único” (“Europe against the people?”, 12-11-11)
Por otro lado, es cierto que esta sociedad de rivales es desigual. Alemania lleva el peso principal, mientras Francia, cuya economía está más expuesta y es menos dinámica que la de su vecino, lucha para seguir siendo el más débil de los fuertes y no el más fuerte de los débiles. Pero este duunvirato es indispensable para el manejo político de la crisis; entre otras razones, porque es muy peligroso que Alemania quede como la que toma todas las decisiones. En este respecto, la memoria histórica europea tiene un peso difícil de medir desde fuera del continente.
Dicho esto, “el motor franco-alemán sigue siendo crucial. En estos días, sería más preciso llamarlo motor germano-francés. O mejor todavía, una moto BMW con un sidecar Peugeot, Merkel en pantalones de cuero y Sarkozy flameando detrás. Como dijo un veterano eurócrata, la sociedad sirve ‘para esconder la fuerza de Alemania y la debilidad de Francia’” (“The driver and the passenger”, The Economist, 15-10-11).
Mientras “Merkozy” resuelve sus cuitas, la crisis de deuda soberana sigue su curso. Y la muestra de que unos son más soberanos es elocuente: “El sistema ad hoc que se ha desarrollado durante la crisis de deuda podría ser denominado una doctrina de relativa soberanía fiscal: cuanto más sanas son sus cuentas nacionales, tanto mayor será su autonomía. Países que pidieron rescates, como Grecia, Irlanda y Portugal, tuvieron que negociar recortes de gastos y reformas estructurales cada tres meses con inspectores de la UE y del FMI. Pero los grandes Estados de la UE están decididos a evitar que esa vigilancia les sea impuesta por ley. Francia encabezó la resistencia contra cualquier multa automática a los países que violen las reglas presupuestarias, y Merkel dice que Alemania no aceptará sanciones a los excesivos superávits comerciales, la principal contribución de Berlín al desequilibrio económico” (Paul Taylor, “Cuando la soberanía choca con la integración”, Reuters, 26-9-11).
Precisamente, en cuanto al lugar del resto de los países europeos, suele decirse que los países grandes prefieren un funcionamiento intergubernamental que les da más peso, mientras que los más chicos se sienten menos intimidados en un esquema comunitario. Pero el tamaño es una variable menos importante que la situación concreta de cada país y su relación con el eje franco-alemán. Por ejemplo, Grecia en su momento y quizá otros luego se juegan todo a la carta de las “decisiones político-estratégicas”, porque si quedan librados al “automatismo de las instituciones federales europeas” su suerte está echada.
Ante la reforma de los tratados que ya está en marcha (enseguida veremos los detalles) y el draconiano programa fiscal al que esta reforma obliga, las economías más deterioradas se preguntan cuáles son, exactamente, los márgenes de soberanía que les quedan luego de comprometer la política impositiva, las metas de recaudación, gasto, déficit y otras decisiones atadas a la “regla de oro” presupuestaria. Tales condicionamientos lleva a algunos a decir: “Nace una nueva Europa, vertical y no horizontal; contable antes que política y jurídica; acaso endogámica antes que plural” (Alejandro Di Giacomo, “Unos en el VIP, otros en el horno”, BAE, 1-12-11).
El proyecto europeo suponía afianzar la identidad supranacional conservando la autonomía y soberanía nacionales. Posiblemente, cuando termine de tomar forma la “nueva UE”, el tinglado europeo sea visto por las masas no como un vehículo para el progreso armonioso de nación y continente, sino como un instrumento de opresión de la nación por el continente, manejado o bien por burócratas no electos o por potencias continentales que engendran una creciente hostilidad. Ese fantasma es el que conjuraron, cada cual a su manera, el ministro de Finanzas polaco Rotowski en septiembre y el primer ministro italiano Mario Monti en enero de 2012.
En esa gradual e inevitable pérdida de categoría, las naciones por primera vez descubren que para ser “más europeas” hay que pagar un alto precio que no estaba incluido en los tratados originales en beneficio de una entidad que se percibe como cada vez más abstracta y hostil. Por un lado, deben resignar soberanía sobre decisiones económicas; por el otro, y lo que es incluso más humillante, deben resignar “calidad democrática”. A esto último nos referiremos ahora.
2.4 La “democracia” bajo fuego
No la menor de las contradicciones que motoriza la crisis es la de las necesidades de “los mercados” y el procesamiento político de las decisiones económicas. En verdad, es distintiva del capitalismo la separación entre esferas económica y política, y la relación entre ambas siempre ha sido objeto de atención de marxistas y no marxistas. Las crisis globales como la que sacuden a Europa y el mundo no hacen más que poner de manifiesto esa contradicción entre esas dos ruedas que en épocas normales funcionan engranadamente y ahora se obstruyen una a otra.
Desde el advenimiento del capitalismo mundializado y “neoliberal”, una de sus tendencias ha sido la de socavar sistemáticamente el funcionamiento del andamiaje normal de la democracia burguesa clásica. Incluso se ha llegado a teorizar sobre la incompatibilidad última entre el capitalismo salvaje de mercado y las instituciones democrático-burguesas (para no hablar de una democracia más sustantiva y menos formal).[4] No hay espacio para tratar aquí el tema; en todo caso, observemos que la crisis europea está tomando rasgos inéditos para el continente desde la posguerra también en el plano del régimen político.
La manifestación más escandalosa del “gobierno de los mercados” fue que tras la caída de Silvio Berlusconi en Italia y de Giorgios Papandreu en Grecia, no hubo ninguna elección para elegir reemplazante. ¿Quiénes pusieron en el gobierno a Mario Monti y Lukas Papademos, dos burócratas de carrera del BCE y ex directivos de Goldman Sachs? Una oscura combinación de “los mercados”, la CE y el duunvirato Merkozy.[5]
Por supuesto, que “los mercados” impongan o depongan candidatos es cosa habitual en países de la periferia. África, Asia y América Latina han visto casos análogos por decenas. Lo nuevo es que tales prácticas propias de países bananeros tengan lugar en “la cuna de la democracia”. Estos verdaderos rasgos de semicolonia en los países europeos dicen mucho del nuevo orden mundial post crisis que puede sobrevenir, tema que no podemos desarrollar aquí.
La burla abierta a cuanto se conciba como mecanismo democrático se hace mucho más amarga cuando se recuerda el caso Papandreu. Agobiado por la protesta de masas en las calles y las exigencias de los líderes europeos y la “troika” (FMI, Banco Mundial, Comisión Europea) encargada de aprobar o vetar los préstamos que necesitaba Grecia, Papandreu –un político de lo más previsible, miembro de la casta gobernante en Grecia por décadas– sacó un as de la manga que aterrorizó a todos los líderes de la UE: el voto.
En efecto, Papandreu propuso a fines de octubre someter a referéndum el acuerdo de ajuste brutal que se le proponía. La indignación en la CE y la cumbre de líderes fue infinita: ¿quién es este traidor, a quien apenas le permitimos que se sostenga en el cargo, que pretende someter nuestros dictados a… votación popular? La sola idea de que alguien más allá de las jerarquías europeas pudiera tener decisión sobre estos temas le hizo ver rojo a todo el establishment. Por una vez, la eurocracia habló con una sola voz: Papandreu está loco, insano, demente; debe anular el referéndum y renunciar ya mismo.
Pasado su brote democrático, Papandreu se avino humildemente al reclamo furibundo de toda la burguesía europea, que pensaba con sudor frío qué sería de ella si el ejemplo cundía. No el de la revolución social: el del mero, formal y aburrido voto universal. Antes de que le bajara la fiebre y renunciara, Papandreu tuvo tiempo de decir sus últimas palabras: “La democracia está viva en Grecia, los griegos deben decidir”. Cabe colegir de este episodio, entonces, que la democracia está muerta en Grecia. Los griegos finalmente no sólo no decidieron qué debía hacer el gobierno con el paquete de austeridad del FMI, sino que ni siquiera decidieron quién debía reemplazar al atrevido que sugirió… que el pueblo podía emitir su voz sobre algo.
En verdad, la única democracia viva en Grecia no es la de la lamentable inanidad de las instituciones parlamentarias burguesas, sino la de los trabajadores y jóvenes griegos que, en las calles, siguen afirmando tozudamente que tienen derecho a decidir.
Lo que está en cuestión es el origen de toda la legitimidad de la actual política propuesta para la UE. Sus consecuencias sólo pueden ser gravosas para las masas, y es de suponer que éstas quieran decir algo el respecto. La novedad es que “los líderes”, “los mercados” y las “instituciones europeas” buscan desesperadamente la manera de anular toda forma de expresión de las masas que obliguen a algo a la eurocracia. En una palabra, buscan cómo no consultar ni rendir cuentas a nadie por lo que hacen y harán. La crisis del euro es Chefsache, no Massensache.
Prácticamente no hay plano en que la “democracia” no quede malparada. Por ejemplo, la “nueva UE” plantea el problema de políticos que deben ser votados, y para ello deben convencer a las masas de que acepten programas económicos de ajuste. Una salida que se encontró en Grecia e Italia es que la tarea quede a cargo de “no políticos”, es decir, tecnócratas designados a dedo. Pero difícilmente esa conveniente solución esté a mano en todos los países, para no hablar de que es imposible volverla permanente, salvo advenimiento de la dictadura continental del mercado.
Al respecto, nuestra corriente ha dicho que “la colosal ‘democracia’ de la Unión Europea no ha llegado a ser un régimen dictatorial de partido único pero sí de programa único: el neoliberal. Dicho de otro modo: la democracia burguesa europea viene en una involución que la hace cada vez menos democrática y más vaciada de contenido. Es cada vez más una expresión directa, casi sin mediaciones, de las oligarquías corporativas y financieras de la UE. La crisis está profundizando esta involución, que puede tener, potencialmente, consecuencias explosivas, en la medida que el ‘pueblo soberano’ (hoy condenado al desempleo masivo, la precarización, la baja de salarios y la pérdida de lo que restaba del estado de bienestar en cuanto a salud, educación, retiro, etc.), caiga en cuenta que en verdad no tiene soberanía alguna… Este régimen de programa único está produciendo una peligrosa pérdida de legitimidad de las democracias europeas. No es casual que el movimiento de los ‘indignados’ haya surgido en el Estado español bajo la consigna de “¡Democracia real, ya”! Por supuesto, se trata de una ilusión (que mediante reformas las actuales ‘democracias’ pueden mejorar y volverse ‘reales’), pero que expresa una legítima protesta ante el vaciamiento de todo contenido y la burla que implica el circo electoral bipartidista” (Claudio Testa, “La nueva ‘eurodemocracia’: el gobierno directo de los bancos y corporaciones”, Socialismo o Barbarie, 15-11-11).
De este modo, la elite europea, además de encontrar una receta económica o financiera para la crisis, debe afrontar “la cuestión más profunda de la democracia. Todas las opciones para una mayor integración implican una transferencia de soberanía que, hasta hace poco [clara referencia a los referéndums de la constitución europea, rechazada en Francia y Holanda], pocos habrían pensado como deseable o incluso posible. ¿Es eso realmente lo que quieren los europeos? (…) Dictar las decisiones de los estados sobre presupuesto y políticas económicas se mete hasta el seno mismo de los gobiernos nacionales (…) La crisis ha expuesto la contradicción entre unión monetaria y políticas económicas nacionales. El intento de resolverla va a dar lugar a la tensión entre integración europea y soberanía nacional. Sin más legitimidad democrática, la integración está condenada” (“In the Brussels bunker”, The Economist, 17-9-11).
La ironía del asunto es que los pasos actuales hacia una “mayor integración” no sólo no parten de la premisa de “más legitimidad democrática”, sino que lo primero que hacen es precisamente socavar lo poco que queda de ella. Lo que no es de extrañar, porque la tendencia actual en el estado de ánimo de las masas no tiende a lanzarse a un megaestado europeo federal, sino más bien al contrario, hacia la desintegración de la eurozona y la UE: “¿Qué posibilidad hay de que la UE pueda acordar un salto hacia mayor integración fiscal? ¿Y qué posibilidad hay de que los ciudadanos lo voten? La UE pasó buena parte de una década escribiendo una constitución, luego rechazándola y finalmente reviviéndola en 2009 como Tratado de Lisboa” (“Germany’s euro question”, The Economist, 10-9-11).
La “democracia” es también fuente de problemas fronteras adentro, porque donde hay democracia, hay políticos (no técnicos), que necesitan votos y por lo tanto recurren a la demagogia de sobornar al soberano: “Las soluciones a la crisis de deuda europea parecen hacer a un lado el gobierno democrático. (…) la idea, supuestamente, es que estos candidatos [Monti y Papademos], que están más allá de las contiendas partidarias, podrán tomar las decisiones impopulares a las que otros políticos escapan. Pero definir esas políticas como impopulares implica que la mayoría de los votantes no estará de acuerdo con ellas. Tal vez éste sea un problema inevitable con la democracia. Los políticos ganan el apoyo de los votantes ofreciéndoles prebendas: beneficios, trabajos en el sector público, menos impuestos (…) Una vez concedidas, estas prebendas son vistas como derechos, y quienes las reciben se convierten en un poderoso electorado contra el cambio. (…) Esto pasa también en el sector empresario, con beneficios impositivos, gasto de defensa e infraestructura, etc. De modo que los contribuyentes pueden estar a favor de recortar el déficit en general, pero en contra de propuestas específicas de recortes. (…) En EE.UU., el recorte del déficit se ha asignado a un supercomité (…). Esto al menos es democrático, en el sentido de que lo votó el Congreso. Pero lo que un Congreso vota, otro lo puede descartar (…). En Europa, llama la atención que ahora todos ponen sus esperanzas en que el BCE, un ente sin mandato democrático, actúe cuando fracasan los políticos” (“Debt and democracy”, The Economist, 11-11-11).
Esto requiere ciertas aclaraciones. Es verdad que el BCE juega (o se espera que lo haga) un rol decisivo en la definición de medidas anticrisis. Pero no lo es tanto que “todos” ven con buenos ojos la “independencia” del BCE. Merkel, sin duda, es la que más sostiene el carácter tecnocrático del BCE y lo quiere mantener libre de las injerencias “políticas”. Es precisamente por esa razón que, cuando el BCE decidió, bajo presión de “los políticos”, empezar a comprar más bonos de países en problemas, Jürgen Stark, el miembro alemán de la junta directiva del banco, renunció a principios de septiembre (el director todavía era Trichet) a modo de protesta por esta “politización” de las decisiones. Francia, en cambio, espera que la conducción del italiano Mario Draghi se muestre más sensible a las necesidades de la eurozona y se maneje, en suma, con criterios más políticos. Y su discurso al Parlamento Europeo del 1º de diciembre dio un impulso decisivo al “nuevo acuerdo fiscal” que está en la base de la reforma a los tratados de la UE, como veremos en detalle.
Es este contexto el que convirtió en una afrenta inaceptable la movida de Papandreu de “apelar al pueblo”. El reproche subyacente no sólo era referido a la evidente derrota del ajuste en las urnas y la consiguiente perturbación política continental. Se trató de una jugada que, por así decirlo, lo ponía fuera del elenco de los que administran la crisis. Algo así como “todos sabemos que lo que estamos haciendo es impopular. Todos tenemos que engañar y evitar a nuestro electorado; Merkel busca soluciones a su manera cuando su electorado le pide que deje caer a Grecia; Sarkozy prometió solemnemente que jamás haría ajustes para ponerse a la cabeza de ellos después, y así todos. Usted, Papandreu, al pretender abdicar de este engaño permanente al que sometemos a las masas y poner la decisión en sus manos, no sólo demuestra su incompetencia política, sino que ha quebrado la confianza recíproca que hay entre nosotros de que estamos jugando al mismo juego”. Por eso la indignación en los círculos del poder político y económico y europeo fue tan profunda y unánime: lo de Papandreu excedía el mal cálculo político para pasar a ser una traición. Hay límites que no se tocan, y en lo posible ni se mencionan.
A esto ha llegado la decadencia del régimen político. La Unión Europea se ha autoerigido siempre como el epítome y guardián último de la “democracia”. Las reglas de la UE excluyen, por ejemplo la membresía de un estado “no democrático”. Las groserías bonapartistas del populista de derecha Viktor Orban en Hungría han merecido un apoyo orgánico de la UE a la oposición. Pero, en cambio, los cuasi superpoderes de Monti y Papademos son calurosamente respaldados en nombre de la “salvación de Europa”. Al respecto, el presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy, ya había dado su apoyo a Monti aun antes de asumir con una definición impecable de cuáles son las prioridades “institucionales”: “Italia lo que necesita son reformas y no elecciones”.
La sentencia no vale sólo para Italia, sino para toda Europa. Es la burguesía de todos los países de la UE la que acepta que las “nuevas reglas” que pueden intentar darle una salida capitalista a la crisis son intragables para las masas: “Dado que reformas del tratado va a haber (…) lo primero es evitar referendos populares, que ponen los pelos de punta a los responsables de la UE” (Ricardo Martínez de Rituerto, “La crisis fragmenta a una UE sin líderes”, en el sitio web Socialismo o Barbarie, 25-10-11)
Así, el “déficit democrático” funciona a todos los niveles: dentro de cada país, los gobernantes deciden cada vez más a espaldas de y contra las masas; a nivel europeo, los países “pequeños” o en problemas se encuentran con que las decisiones son tomadas por otros en su nombre. Sarkozy lo dijo con todas las letras, lo que generó más de un rapto de indignación ante este flagrante quiebre de las “formas europeas”. Y en este punto no hay conflicto de intereses o estilos entre los grandes: Sarkozy dice con más franqueza lo que los alemanes también hacen. Como observó un alto funcionario del gobierno alemán, la eurozona no sólo necesita una buena depuración sino métodos de funcionamiento más expeditivos y menos galantes: “No podemos hablar con una sola voz y tomar decisiones duras en la eurozona tal como es hoy. No se puede tener un mecanismo de un país, un voto” (Reuters, Buenos Aires Herald, 10-11-11). En suma: basta de esta estúpida democracia europea donde el voto de Malta o Letonia vale lo mismo que el de Alemania o Francia.
Asoman elementos de semicolonización
Este panorama obliga a repensar ciertos cambios en pautas geopolíticas que mostraron hasta el presente probada estabilidad, como la división del mundo entre países capitalistas centrales y periferia. Europa era claramente percibida, como un todo, como parte del centro. Sin duda, una cosa es el imperialismo francés, británico o alemán y otra España, Irlanda, Hungría, Portugal o Grecia. El espejismo de la prosperidad europea post caída del Muro de Berlín hasta prácticamente la crisis Lehman había dado lugar a toda una serie de elucubraciones poco serias sobre la definitiva incorporación de los “socios pobres” de la UE al club de los ricos. Se hablaba del boom español, del “tigre celta” y casos parecidos. Estas ilusiones no pasaban de tales, y en otro lugar hemos combatido la idea de que el club de los países poderosos mutara de manera tan rápida y sobre bases tan endebles (ver M. Yunes, Revolución o dependencia, Antídoto-Gallo Rojo, Buenos Aires, 2010, especialmente capítulos 3 y 5).
Con todo, y una vez descartado el curso de creciente homogeneización y aceptadas las diferencias de jerarquía entre las potencias europeas “núcleo” y la Europa “periférica”, parecía haber una clara distinción entre ésta última y los países periféricos propiamente dichos de América Latina, África o Asia. El concepto de semicolonia, acuñado por Lenin y de larga prosapia marxista en el debate latinoamericano, sin duda no cabía ser aplicado a ningún país europeo. Esto sigue siendo así, pero es imposible dejar de mencionar que no uno sino varios de los criterios que definen a un país como esencialmente semicolonial –empezando por determinadas restricciones a su soberanía como estado nacional– empiezan a aparecer en la “Europa de dos velocidades” o “de dos niveles”. En ese plano cabe consignar un aspecto tan brutal como la instalación de un gobierno no electo internamente, aunque no hubo ni trazas de imposición violenta (de hecho o como amenaza).
Se trata, por el momento, de rasgos o elementos que no modifican la definición total. Sin embargo, en el marco de un cierto declive general del lugar de Europa en el concierto del mundo capitalista, sería un error perder de vista esta evolución, que puede dar lugar a combinaciones (y situaciones) inesperadas. Si la crisis de la UE se profundiza, si el euro se deshace de manera traumática, entre las múltiples consecuencias que cabe esperar no será la menor de ellas el eventual deslizamiento de países enteros a categorías geopolíticas impensadas hasta hace pocos años.
Para concluir este apartado, volvemos sobre el profundo problema de la democracia europea. Uno de las rasgos distintivos de cualquier crisis sistémica, y ésta no es la excepción, es que obliga a repensar la evaluación y las lecciones de los procesos del pasado. No hay nada de accidental en que cualquier análisis de la crisis europea haga referencia pertinente a fantasmas que, en la época de la “eurofelicidad” de la prosperidad y el consumo parecían haber quedado definitivamente atrás. La crisis del 30, la Gran Depresión, el surgimiento del nazismo, la República de Weimar, los populismos nacionalistas de derecha y, finalmente, la guerra y la revolución (ésta, en menor medida), como señalamos, han vuelto a ser tópicos frecuentes de la prensa europea y el vocabulario de sus políticos.
Los tiempos de la ampliación del consumo como único (o principal) horizonte, con la vacuidad política posmoderna que es su correlato ideológico y cultural, están en Europa mortalmente cuestionados. Y uno de los presupuestos básicos subyacentes a esa atmósfera cultural es la idea de que no hay otro orden político posible que la democracia liberal, así como no existe otro orden económico posible más que el mercado capitalista, mezclado (en dosis variables por país) con el estado de bienestar.
Marx decía en el Manifiesto Comunista que el capitalismo, en su impulso revolucionario, cuestionaba y sacudía “las relaciones inertes y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables”. El orden capitalista actual, siglo y medio después, aunque convive con su “dinámica incesante”, se ha vuelto mucho más cuidadoso en su “conmoción interrumpida de todas las relaciones sociales”. Ya no es su marcha normal (y triunfal sobre las formas anteriores de organización social) la que genera tales dislocamientos, sino más bien sus crisis sistémicas. Y Europa es el centro de la actual.
Las estructuras políticas, económicas y culturales que ha creado el capitalismo europeo en los últimos 60 años han mostrado en más de una ocasión su solidez. Pero la prueba actual está mostrando, si no su destino de “desvanecerse en el aire”, sí las crecientes dificultades que enfrentan esas estructuras. Como advirtieron los más lúcidos comentaristas de la burguesía, lo que está en juego excede con mucho la moneda común o la economía, sino el mercado único, la UE, las fronteras nacionales, las “ideas de paz, libertad y bienestar social”, la inviolabilidad del mercado, el prestigio de la democracia “y prácticamente cualquier otra cosa en la que se pueda pensar” (“That’s all, folks”, The Economist, 12-11-11).
Más allá de sus eventuales desarrollos, ya hay una primera lección de la crisis: no puede decirse de ninguna inercia económica, política o ideológica (y eso incluye la sacrosanta “democracia”) que tenga garantizada seguir influyendo como hasta ahora. Son fuerzas actuantes y reales, pero en un escenario tan cambiado y volátil que es imposible determinar a priori cuál será la protagonista y cuál hará silencioso (o escandaloso) mutis por el foro. Ahora nos abocaremos al análisis de la raíz de esas inercias y, a la vez, del factor que más las desequilibra: el desenvolvimiento de la crisis económica.
3. La crisis económica europea: respuestas y tendencias
La crisis en Europa obedece en general al mismo orden de causalidad de la crisis mundial, signado por una serie de factores. El más general es el descenso de la tasa de ganancia capitalista, pero las manifestaciones concretas en la actual crisis –en las que no nos detendremos aquí; ver los textos de Roberto Sáenz al respecto en www.socialismo-o-barbarie.org– apuntan a una baja general del intercambio, la necesidad de destrucción de “capital sobrante” que no encuentra forma de valorizarse y, en general, de un rebalanceo de la economía mundial que está lejos siquiera de haber empezado. Ya es un lugar común establecer una cronología de la crisis tomando la crisis de las hipotecas subprime en EE.UU. como punto de partida (y la quiebra de Lehman Brothers como pico de esa fase), la transformación de la crisis bancaria en crisis fiscal, de deuda de los estados soberanos, a partir del rescate a las entidades en problemas, y el paso del epicentro de la crisis de EE.UU. a Europa. Del temor pánico a la depresión estilo años 30, el Viejo Continente se arrastra por un período de bajo o nulo crecimiento, en muchos países directamente recesión, sin perspectivas de hacer arrancar la economía sino, más bien, recayendo en el horizonte de la depresión.
El rebote de la crisis financiera no ocurrió en Europa ni se instaló allí por azar. En el marco de los problemas más globales de la economía mundial, Europa asomaba como un eslabón débil de la cadena, y allí opera la especificidad de la crisis del euro, que ahora abordaremos.
3.1 Las trampas financieras de la moneda única
La moneda común había sido para toda Europa, pero en términos relativos quizá más para su “periferia”, un factor de bonanza desde su implementación como proyecto. No obstante, esta prosperidad común ocultaba diferencias muy grandes entre los socios en términos de competitividad, productividad del trabajo y cuentas nacionales.
Veamos la cuestión más de cerca. El núcleo de la eurozona (Alemania, Francia y los demás “países AAA”, como Holanda y Austria) tenía y tiene un mayor nivel de productividad, y sobre todo Alemania, un fuerte superávit comercial y de cuenta corriente, a partir de sus exportaciones de bienes y capitales a la periferia de la eurozona. En ésta (es decir, los llamados PIIGS y algunos otros) tuvo lugar un verdadero boom de consumo –la “prosperidad del euro”–, que no se sostenía sobre la base estructural de sus economías sino, justamente, en su pertenencia a la eurozona.
Los “eslabones débiles del eslabón débil”, mientras disfrutaban del maná crediticio que llovía gracias a la fortaleza del euro, poco y nada hicieron para compensar las evidentes desigualdades señaladas más arriba. Los procesos fueron distintos en cada país: Irlanda planteó condiciones insólitamente favorables a la inversión extranjera; en Grecia, Portugal e Italia el primer tomador de préstamos era el Estado; en España se desarrollo una tremenda burbuja inmobiliaria que parecía darle una salida rentable a la abundancia de crédito barato, y así por el estilo. El elemento común a todos los participantes de la eurofiesta fue el desarrollo del consumo, no de la estructura productiva. La rentabilidad de los emprendimientos estaba garantizada por la continuidad del consumo, que a su vez dependía de un flujo de crédito que parecía eterno. En efecto, ¿a qué banco se le iba a ocurrir cuestionar la fortaleza del euro, una moneda en expansión, cada vez más sana, y cuyo colapso era impensable porque equivalía al de todo un continente?
Naturalmente, todo este esquema no podía durar indefinidamente; que el disparador haya sido la crisis Lehman es lo menos importante. Las burbujas inmobiliarias debían estallar, el valor artificialmente inflado de las propiedades, contra el cual se tomaban créditos, le dio a la crisis en España cierta semejanza con la de EE.UU. e sus inicios. En cambio, las crisis de “confianza de los mercados financieros”, como la de Irlanda y Grecia, tiene lugar cuando empiezan las dudas sobre la moneda. Países de baja calificación crediticia podían recibir crédito como si fueran de alta calificación gracias a la calidad de la moneda euro; si este factor tambalea, sobreviene el pánico de los acreedores y todo el tinglado de préstamos se viene abajo. Los bancos huyen de los países “infectados” y sólo les preocupa cobrar sus acreencias. La rueda de crédito se corta y asoma el fantasma del default.
Cuando eso sucede, cuando los bancos entienden que la deuda “de la zona euro” ya no tiene íntegra el mismo riesgo (que era casi cero), sino que se abre la posibilidad de defaults nacionales, tanto estados como bancos entran en situación de extrema fragilidad.[6] Los rendimientos de los bonos de deuda de Alemania y de Portugal, casi iguales en 2009 porque se consideraban del mismo riesgo (lo que se llamaba “convergencia”), pasaron a una divergencia dramática. Los países “sanos” pagan muy poco interés en razón de su calidad crediticia (Alemania a principios de año emitió deuda a tasa negativa), pero los PIIGS pagan arriba del 6 o el 7% por encima. Una tasa impagable para un país europeo, que lo pone al nivel de “bono basura”.
Como ya hemos adelantado: el Banco Central Europeo no es un banco central como los demás; en realidad, es un pseudo banco central. Es decir, no es un prestamista de última instancia de su propio estado, sino del sistema financiero, por la buena razón de que el “estado europeo” no existe: las políticas económicas y, sobre todo, la potestad de recaudar y gastar son nacionales, no federales. Los países que usan el euro como moneda actúan como los estados nacionales que son en todos los terrenos, salvo uno: la soberanía monetaria. Y el “paraguas” del BCE era virtual: cuando empezó a llover, sólo se salvaron de mojarse los que tenían techo propio, es decir, economía más o menos sana.
El armado de la UE pasó por alto que “los países europeos no sólo pierden su independencia monetaria sino que pierden un banco central que respalde sus bonos soberanos. Esto hace a los estados de la eurozona particularmente vulnerables a una corrida de pánico al default. Incluso las economías emergentes tienen mecanismos de defensa de los que los euroestados más débiles carecen” (“Fighting for its life”, The Economist, 17-9-11). En efecto, ejemplos como el de Argentina (citado de manera recurrente como posible desenlace de Grecia y otros países) muestran que incluso un país periférico al menos tiene la posibilidad de salir del corsé monetario (el peso en paridad con el dólar, en el caso argentino) y devaluar.
Los estados que no tienen prestamista de última instancia propio lo han reemplazado por un conjunto de prestamistas, es decir, los bancos europeos. Y la realidad es ésta: una parte sustancial de los grandes bancos europeos tienen en sus carteras cantidades desproporcionadas de deuda soberana europea. Ahora bien, la deuda no es toda “europea”, ni los bancos son sencillamente “europeos”. La deuda se concentra en ciertos países… y los bancos acreedores en otros. “La línea divisoria entre países deudores y acreedores es una amenaza a la integridad del euro. Todavía en marzo de 2010, el titular del BCE, Jean-Claude Trichet, se jactaba de que la simple pertenencia a la zona euro aseguraba de manera automática la financiación de la balanza de pagos. Ya no parece así (…) Durante el boom de crédito, el capital barato inundaba Grecia, Irlanda, España y Portugal, financiando déficits comerciales y burbujas inmobiliarias. El resultado es que los pasivos extranjeros netos –es decir, lo que el gobierno, los hogares y las empresas deben a los extranjeros, menos los activos extranjeros que poseen– de los cuatro países se acercan al 100% del PBI. En contraste, los pasivos extranjeros netos de EE.UU. representan el 17% del PBI” (“Beware of falling masonry”, The Economist, 26-11-11).
Por otra parte, a medida que baja la calificación crediticia de los países, los bancos acreedores se arriman más y más a la insolvencia. Goldman Sachs calcula que la capitalización necesaria de los 38 grandes bancos europeos para compensar las pérdidas por bonos de Grecia, Irlanda, Portugal, España e Italia está en el orden de los 120.000 millones de dólares (MD). Y sobre el sistema bancario europeo, que es a la vez factor de profundización y de propagación de la crisis, pesa no sólo el lastre de los malos préstamos, sino la creciente carencia de crédito.[7]
Formalmente, el BCE tiene las manos atadas para prestarle a los estados; va contra sus facultades escritas. A quienes sí puede prestar es a los bancos que les prestan a los estados. De hecho, eso es lo que anunció a fin de año el BCE: un programa de crédito a los bancos europeos prácticamente ilimitado.
Sin embargo, esto, que se planteó como una solución parcial, ofrece varias aristas problemáticas. Por empezar, los bancos no van a usar ese dinero para prestarlo a los estados nacionales. Más bien todo lo contrario: lo que quieren es escapar de esos fondos “tóxicos” y diluirlos en una masa de capital “sano”; en una palabra, “desapalancarse”. Los préstamos a bancos pueden ser un alivio para los bancos, no para los estados (ni hablar de las masas). En segundo lugar, los bancos deben ofrecer garantías por el crédito del BCE. Esas garantías son o bien bonos soberanos o bien préstamos al sector al sector privado. Unos y otros se han visto reducidos en valor en los últimos meses y sigue cayendo. Eso significa que los bancos deberán presentar más garantías al BCE y, sobre todo, pagar tasas más altas. Esto genera una espiral descendente que ya se cobró al MF Global, un gigantesco broker yanqui que apostó a los bonos europeos.
Si los bancos no prestan la plata, ¿qué hacen? Pues la depositan… en el BCE (ya ni siquiera en el mercado interbancario). Sucede que la Autoridad Bancaria Europea impone ciertos requisitos para este año (recapitalización obligatoria para junio de 2012 de unos 106.000 millones de euros (M€), y un encaje del 9%), y ya hay bancos vendiendo activos para poder cumplirlos. Achicar los balances para llegar al encaje es más fácil que poner dinero fresco.
En suma: los bancos están preocupados por cualquier cosa menos por prestar, y están dispuestos a prestarle a cualquiera menos a los estados europeos. Esto es lo que se conoce como “credit crunch”, o contracción crediticia. En el momento en que más la economía necesita efectivo para salir de la recesión es cuando los bancos se muestran más astringentes (ver The Economist, “The ECB fills banks with funds”, 31-12-11). Las grandes corporaciones están menos complicadas, pero las pymes (cuyo peso en Europa es inmenso, económica y socialmente) se las ven negras para conseguir crédito.
Todo esto no hace más que echar presión a la caldera de la recesión y el desempleo. Como observa Callinicos, “en un momento en que el desapalacamiento de las firmas endeudadas presiona hacia abajo la demanda agregada efectiva, la presión contraria que podría ejercer el gasto público también se reduce. Además, como señala el FMI, el bajo crecimiento hace más difícil lograr la sustentabilidad de la deuda: si las economías se estancas o decrecen (como en Grecia), la carga efectiva de la deuda crece. No es de extrañar que haya cada vez más especulaciones sobre si EE.UU. y Europa están en un proceso de ‘japonización’. Es decir, un largo período de estancamiento económico en el cual las herramientas normales de política monetaria empleadas por los bancos centrales, como las bajas tasas de interés, se demuestran ineficaces o contraproducentes (“The crisis of our time”, International Socialism 132, octubre 2011).
Por otro lado, que nadie crea que las autoridades europeas se muestran excesivamente exigentes con los bancos. Más bien al contrario: el maquillaje contable goza de excelente salud. Por ejemplo, la autoridad europea y el BCE aceptan que los activos “tóxicos” de los bancos sean computados no ya a su valor nominal (eso sí que no lo creería nadie), sino de acuerdo a una fórmula de lo más creativa, cuyo resultado es que esos activos se valúan muy por encima de su valor de mercado. Si así no fuera, una porción sustancial ya habría quebrado, algo que ya reconoció la propia directora del FMI, Christine Lagarde. Y estamos hablando de los bancos grandes, que tienen la ventaja de recibir los grandes depósitos que huyen de los bancos chicos y del riesgo.
¿Con qué red de protección cuentan los estados, entonces, si no es el BCE? Pues con el famoso Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF), cuya historia es singular: empezó como un fondo transitorio, casi por única vez, y terminó convirtiéndose en una institución europea, y no de las menores. De hecho, uno de los temas de eterno desacuerdo que se tratan en las recurrentes cumbres europeas es quiénes, cuánto y cuándo va a aportar al FEEF. Alemania, el FMI y hasta los emergentes, empezando por China (alguno fantaseó con un “rescate chino de Europa”) son los habituales candidatos al sablazo. Pero, en el fondo, todos saben que la única verdadera caja disponible es la del BCE. Y en su seno hay fuertes desacuerdos: los funcionarios alemanes se oponen a toda “politización” de estrategias que suponga un menoscabo de la “independencia” y las “reglas técnicas” del BCE. No todo es verbal: Jürgen Stark, economista jefe, renunció en septiembre como protesta a la (muy moderada) compra de bonos europeos en el mercado secundario, una manera de esquivar las restricciones de la carta orgánica. Y el jefe del Bundesbank se autoexcluyó de la sucesión de Jean-Claude Trichet al frente del BCE por motivos similares, abriendo paso a la candidatura de Mario Draghi.
De más está decir que hay un amplio sector del imperialismo europeo que pretende hacer a un lado estas formalidades y poner en manos del BCE la organización de la salida a la crisis. Para este sector, encabezado por Francia, los alemanes van a tener que tragarse sus prejuicios también respecto del rol del BCE, así como Bush y la Reserva Federal tuvieron que guardar sus principios para mejor oportunidad y salir a rescatar a Wall Street. La crisis terminará convenciendo a Merkel, razonan, de que la sangre puede llegar al río.
Por ahora, el BCE no respalda las deudas nacionales. Sólo tiene un programa de compras de bonos de deuda soberana que “no es menor: suma unos 150.000 millones de euros en bonos de los PIIGS. Pero las acciones han sido a regañadientes, intermitentes, poco predecibles y poco eficaces” (“Fighting for its life”, The Economist, 17-9-11
¿Por qué? Porque el BCE está limitado en su política por las decisiones del gobierno alemán (aunque parezca increíble, en Alemania todavía están escaldados por la hiperinflación de la República de Weimar y a nada teme tanto como a la emisión de moneda) y por sus propias concepciones neoliberales.
Pero no quedan muchas opciones: “Lo que los inversores en pánico realmente quieren saber es si el euro va a sobrevivir a las próximas semanas y meses. Adoptar reglas fiscales más estrictas dentro de los actuales tratados no ha tenido efecto en la confianza. El impacto de los nuevos gobiernos en Italia, Grecia y España es aún incierto. El fondo de rescate de la eurozona, el FEEF, es insuficiente, y ninguna ingeniería financiera hará que alcance para salvar a Italia y España (ni hablar de Francia) si los inversores deciden reventar sus bonos soberanos. Para el futuro inmediato, y posiblemente por todo lo que falte hasta modificar los tratados, sólo el BCE puede revertir el colapso recurriendo a su capacidad de imprimir dinero” (“One problem, two visions – Part II”, The Economist, 2-12-11). Como dice el venerable periódico capitalista, “la única varita mágica disponible es la imprenta (de dinero), y si no se usa de manera decidida en vez de sólo blandirla, ocurrirá la debacle que todos tememos” (“Claim theory – longish and wonkish”, 3-1-12).
Como ya vimos, hay otros defensores de la emisión e incluso la inflación. Posiblemente el más enérgico es el keynesiano Paul Krugman, indignado porque las autoridades europeas enfocan el problema de manera equivoca y con las herramientas equivocadas: “La creación de dinero no es inflacionista en una economía deprimida. Además, lo que Europa necesita de hecho es una inflación general moderadamente más alta: una tasa de inflación general demasiado baja condenaría a los países del sur de Europa a años de deflación demoledora, lo que prácticamente garantizaría un paro elevado continuo y una cadena de impagos. Pero esa medida, nos dicen una y otra vez, está fuera de toda discusión. Los estatutos en virtud de los que se creó el Banco Central Europeo supuestamente prohíben este tipo de cosas, aunque uno sospecha que unos abogados inteligentes podrían encontrar el modo de resolverlo. El problema más general, sin embargo, es que el sistema del euro en su conjunto se diseñó para combatir en la última guerra económica. Es una Línea Maginot construida para evitar una repetición de la década de 1970, lo cual es peor que inútil cuando el verdadero peligro es una repetición de la década de 1930” (“El agujero en el balde de Europa”, 25-10-11).
Y hay quienes pierden la paciencia ante la inacción de un BCE atado al dogma antiinflacionario: “‘La prohibición llana de prestar directamente a los gobiernos es una idiotez completa’, dice Willem Buiter, economista jefe del Citigroup y ex miembro del comité de política monetaria del Banco de Inglaterra. ‘Eso es lo que hacen los bancos centrales. Uno no puede tirar una herramienta sólo porque pueda manejarse mal. Uno se puede ahogar en el agua, pero eso no significa que uno no se pueda servir un vaso si tiene sed’” (“No big bazooka”, The Economist, 29-10-11).
El mayor obstáculo, no obstante, no son las restricciones estatutarias del BCE, sino el peso en él de Alemania, cuyo diagnóstico de la crisis es inequívoco: esto pasa por culpa de los estados gastadores que no hicieron el ajuste de sus economías. Por lo tanto, que lo hagan ahora. Cualquier promesa de asistencia más allá de lo estrictamente indispensable sólo logrará que los dispendiosos (y perezosos) griegos, italianos, españoles, etc., pospongan las “reformas estructurales” que no tienen más remedio que hacer. La solución es austeridad, ajuste, sufrimiento, y por un buen tiempo. Nada de andar derrochando plata de países con políticas razonables en permitir que países disipados sigan una fiesta que no pueden pagar.
Pero este diagnóstico sólo puede tener sentido para Grecia, no para el resto de los países de la eurozona en problemas. Por ejemplo, Irlanda y España tenían superávit presupuestario y cumplían el pacto de estabilidad y crecimiento de manera más meticulosa que la propia Alemania, que de 2003 a 2007 incumplió esas metas sin recibir, obviamente, reprimenda alguna. Como dijimos, el problema de la deuda de esos países se debió esencialmente a una década de crédito barato hasta que llegó la crisis financiera, no a que fueran dispendiosos con el dinero público. Según The Economist, “aunque los países de la eurozona en problemas no habían sido derrochones, tenían insostenibles déficits de cuenta corriente. Las bajas tasas de interés alimentaron el gasto interno y la inflación en bienes y salarios, lo que hizo más caras las exportaciones y relativamente más baratas las importaciones. Pero también sucedió que Alemania reciclaba los superávits de su máquina exportadora, financiando el consumo de esos países” a través de los bancos alemanes (“A very short history of the crisis”, 12-11-11).[8]
La disciplina fiscal, alfa y omega de la política alemana para Europa, no resuelve el problema de fondo: una falta de competitividad imposible de resolver por la vía monetaria, es decir, devaluación. Son casi mayoría los economistas burgueses que sostienen que, ante la amenaza de depresión y deflación, un poco de inflación haría más bien que mal en el camino de ajustar precios relativos desfasados. Pero, una vez más, esto choca contra la rigidez del BCE (y Alemania), para el cual incluso en este contexto no hay peor peligro que la inflación. Restricción en el gasto y “cultura de la estabilidad” sostenible en el tiempo; tal es la receta alemana.
Dentro y fuera de Europa, hay creciente descontento con este enfoque: “Merkel actúa como si no hubiera peligro inminente. Alemania no está mojada. Si otros miembros de la tripulación están con el agua al cuello, ella cree que se lo tienen merecido: sólo el temor a Dios y a los mercados de bonos les enseñará a ser responsables. Pero esta política tiene claros peligros. Uno es que provoque un motín contra Alemania. El segundo es que los alemanes hayan calculado mal. En algún momento un barco en problemas zozobra, y Alemania iría a parar al medio del mar con todos los demás” (“The sinking euro”, The Economist, 26-11-11).
Además de los evidentes riesgos de estallidos sociales que esta política conlleva, el resultado al que conduce difícilmente sea otro que el de una dependencia mucho mayor de la periferia europea respecto del centro y/o una reestructuración de deuda. Y ni siquiera Alemania saldrá ganando con semejante escenario: “El pánico creciente (…) amenaza llevar a media eurozona a la insolvencia. Dada la interdependencia de las economías grandes de la eurozona, no hay posibilidad de que las naciones miembro recobren la salud con recortes; la austeridad en un país reduce la demanda de las exportaciones de otro, hundiendo al unísono las economías de la eurozona y socavando los esfuerzos de austeridad” (“Italy on the brink”, The Economist, 31-10-11).
En contraste con Merkel, después del portazo de Cameron Sarkozy afirmó: “Ahora hay claramente dos Europas, una que quiere más solidaridad entre sus miembros y más regulación, y otra que sólo tiene apego a la única lógica del mercado”. Y hasta dejó un diagnóstico radicalmente opuesto a la obsesión alemana por el gasto público: “La crisis vino por la falta de regulación de las finanzas; Europa tiene que ir hacia una mayor regulación”.
La “Sarkonomics” de la crisis europea es tan clara como la de Merkel, pero apunta en una dirección muy distinta. El monstruo a derrotar no es precisamente la falta de disciplina y la disipación financiera de los gobiernos, como advirtió en un discurso: “La globalización financiera se estableció para compensar artificialmente los estragos causados por la liberalización del comercio sin reglas en las economías de los países desarrollados. Era necesaria para que el superávit de unos pudiera financiar el déficit de otros. Era necesaria para que la deuda pudiera compensar una inaceptable caída en el estándar de vida en los hogares de los países desarrollados. Era necesaria para financiar un modelo social que tambalea bajo el déficit. Era inevitable para que el capital financiero pudiera buscar en otra parte los beneficios que ya no podía esperar en los países desarrollados. De este modo, se estableció una máquina gigantesca de generar deuda”
Frente a dos diagnósticos disímiles, se abren dos ritmos de trabajo también dispares. Para Sarkozy, hay que actuar rápido antes de que Europa sea barrida por la crisis: “Hay urgencia. El mundo no esperará a Europa. Si Europa no cambia los suficientemente rápido, la historia se escribirá sin ella”, expresó. Merkel, en cambio, no tiene ningún apuro. En la misma cumbre, manifestó: “No hay posibilidad de reparaciones rápidas. Ésta no es la última bala, como algunos dicen antes de cada cumbre. Ése no es mi lenguaje ni mi pensamiento. No hay soluciones prontas y fáciles. La crisis de deuda es un proceso que llevará años”.
Este enfoque deja perplejos a la mayoría de los analistas y políticos que ven la situación desde fuera, como los de EE.UU. No saben si es una filosofía de “a mí no me va a tocar” o un chantaje a los países en problemas: llevarlos al límite para forzarlos a tomar la decisión que propone Alemania. Lo seguro es que exaspera al hiperkinético Sarkozy.
Esta permanente tensión entre los líderes europeos es objeto de preocupación (y sorna) en todos los ámbitos de poder. Es un lugar común la queja por los políticos inútiles e irresolutos, que no hacen que más pelearse y generar pérdidas de un tiempo precioso. Algunas versiones optimistas de la crisis creen que ésta es más manejable que la de 2008 por dos razones. Primera, la deuda soberana (y las eventuales pérdidas) son mucho más fáciles de cuantificar que en el caso de las hipotecas subprime, y segunda, las medidas a tomar serían relativamente claras: blindaje a las economías europeas en problemas pero solventes, como Italia y España; recapitalización de bancos, dejando por el camino los insalvables; default ordenado de Grecia sin salida del euro. Pero lo políticos no atinan a decidir rápido, los burócratas del BCE son igual de pusilánimes y timoratos, con lo que la eurocrisis se vuelve una película de terror por culpa de la incompetencia de su elenco político (“Here we go again” y “The plan to have a plan”, The Economist, 6-10-11)
Hay poca duda de que la dirigencia política burguesa de Europa no está muy a la altura de las circunstancias. La talla de la crisis excede con mucho la del personal político. Pero, como recuerda Callinicos, “sería equivocado ceder a la tentación de atribuir todo a la pura estupidez (…) Las disidencias surgen sobre todo de las profundas contradicciones entre los países capitalistas avanzados. Así, la línea dura de Berlín para la crisis de la eurozona surge del esfuerzo por mantener un modelo de exportaciones minuciosamente construido por el capital alemán (sobre la base del sufrimiento de los trabajadores alemanes) en la última década. Pero, ¿puede sobrevivir ese modelo si se empuja a las economías del Mediterráneo fuera de la eurozona, como proponen muchos políticos del norte de Europa?” (“The crisis of our time”, cit.).
Como ya señalamos, es mucho más que la supervivencia de la eurozona lo que está en juego. La desocupación promedio es del 10,2%, y entre los jóvenes de 18 a 25 años, del 21,2% (con picos en Grecia y España del 48 y el 43,5%, respectivamente. Para 2012 se estima una caída del PBI en toda Europa del 2%. Si los pronósticos optimistas para 2013 se cumplen, ese año Europa alcanzará el mismo PBI de 2007. Todo este panorama de mediano plazo puede empeorar drásticamente si hay default soberano desordenado, crisis social, corridas bancarias o todo eso junto. Veamos ahora someramente la situación económica de algunos países clave, que pueden aliviar o agravar el panorama de conjunto.
3.2 Eslabones fuertes y eslabones débiles de la cadena europea
Consideremos en primer lugar algunas características centrales de la construcción europea desde el punto de vista más estructural de su economía. Al respecto, un informe del Banco Mundial publicado a principios de año señala una serie de puntos clave para entender la evolución de la UE, de sus componentes y las razones que subyacen a la crisis actual.
Como se recordará, la ampliación de la UE se fue dando por etapas, desde el núcleo inicial de 6 países, la ampliación a 15 hasta 1994, incluyendo los países mediterráneos y casi toda Europa occidental, y desde 2003 se integran países del Este europeo. ¿Qué ocurría en el seno de la UE con la disparidad de sus miembros? Esencialmente, un largo proceso de “convergencia” en términos de productividad e ingresos intrazona, que parecía extenderse sin solución de continuidad (base de las ilusiones de “homogeneización”) hasta que llegó un movimiento inverso.
El asunto merece describirse con cierto detalle. Según el informe del BM, “entre 1950 y 1973, el ingreso de Europa occidental converge rápidamente hacia el de EE.UU. Luego, hasta comienzos de los 90, los ingresos de más de 100 millones de personas de la periferia sur más pobre (Grecia, el sur de Italia, España y Portugal) se acercan a los de la Europa más avanzada. Desde 1994 (…) otros 100 millones de habitantes de Europa central y oriental fueron absorbidos por la UE, y sus ingresos se incrementaron rápidamente. Otros 100 millones de los candidatos a ingresar en los países del sudeste europeo ya se están beneficiando de las mismas aspiraciones e instituciones similares que han ayudado a casi 500 millones de personas a alcanzar los más altos estándares de vida del planeta”.
Pero este idílico panorama tropieza en seguida con obstáculos cada vez mayores. Un estudio de la productividad europea en los últimos 40 años (considerando los primeros 15 socios de la UE) muestra que desde 1970 hasta 1995 había una creciente convergencia hacia el nivel de EE.UU. Siendo EE.UU. = 100, la UE pasó de 64 a 95 en los años citados. Pero desde allí hasta el presente la línea vuelve a separarse hasta 84 en 2010. Es notable que la misma caída en productividad se verifique respecto de Japón: siendo Japón = 100, la UE cayó desde 165 en 1970 hasta 130 en 1990, con un lento declive hasta 124 en 2010.
Este efecto total muestra alarmantes desigualdades por región, con un particularmente flojo desempeño de la zona del Mediterráneo. Hasta 2002, el bloque norte lideraba la productividad, seguido por el Mediterráneo y luego el Este europeo. Pero en el sexenio siguiente, el Este aumentó la productividad como para acercarse al norte y dejar atrás al sur mediterráneo, que de hecho tuvo una caída de productividad.
¿A qué se debe este fenómeno? “Parte de la razón es (…) que la inversión extranjera directa fue abruptamente redireccionada de los países del sur a los nuevos estados miembro del este. Los miembros del Mediterráneo enfrentaron un triple desafío: fueron muy golpeados por la globalización y la caída de industrias de baja tecnología como las textiles; sufrieron la competencia de la mano de obra más barata de los países ex comunistas, y la adopción del euro les hizo imposible ajustarse vía una devaluación (…) De todas las economías europeas, las estructuras empresarias de Grecia, Italia, Portugal y España eran las menos adaptables a una marco económico europeo más amplio. Entre otras cosas, una porción importante del producto neto de las economías del sur es generado por pequeñas empresas, y un tercio de ese monto por microempresas (de menos de 10 trabajadores). No es un perfil empresarial apropiado para un mercado grande. En consecuencia, con la expansión del mercado único en los 2000, el capital extranjero de los países más ricos rápidamente se reorientó hacia el este en vez de hacia el sur, como lo había hecho en los 90. (…) [Los países del sur europeo tienen] altos impuestos y demasiadas regulaciones, para colmo mal administradas. Esto, que no importaba tanto cuando sus vecinos del este eran comunistas y China e India tenían los sistemas menos pro negocios del mundo, ahora está devastando a las empresas del sur” (“At bursting point?”, The Economist, 27-1-12).
Por supuesto, para el BM el éxito de los países del norte europeo radica en su política “business-friendly”, que les permite a la vez aumentar la productividad y mantener parte del estado de bienestar (¡aunque no para los trabajadores en el ámbito laboral!).
La capacidad de innovación tecnológica cumple un rol importante, como veremos en el caso alemán, aunque el retroceso relativo europeo en materia de nuevas tecnologías es impactante comparado no sólo con EE.UU. sino incluso China y el sudeste asiático. En cambio, Europa sigue teniendo como compañías emblema las que preexistían en ramas previas a la globalización, como maquinaria industrial, autos, aviones y bienes personales: “EE.UU. tiene firmas jóvenes como Amazon, Amgen, Apple, Google, Intel y Microsoft; Europa tiene a Airbus, Mercedes, Nokia y Volkswagen” (ídem).
Uno de los elementos que contribuyó profundizar la brecha de productividad entre Europa y el resto del mundo capitalista desarrollado o emergente es la jornada laboral diaria y anual. Es decir, los europeos trabajan menos horas por día y tienen más vacaciones anuales. Para colmo, son menos consumistas: “Cuando hay prosperidad, los norteamericanos compran más bienes y servicios; los europeos disfrutan el tiempo libre. En los años 50, los europeos occidentales trabajaban casi un mes más por año que los estadounidenses. En los 70, la relación se había igualado. Hoy, los norteamericanos trabajan un mes más al año que holandeses, franceses, alemanes y suecos, y bastante más que los griegos, húngaros, polacos y españoles” (ídem).
Pero el talón de Aquiles del estado de bienestar es la jornada “vital”, es decir, la edad de retiro, que es más temprana… para personas que viven más tiempo. Ésa es la clave del gasto social europeo: contra lo que suele creerse, el gasto en salud o educación no difiere sustancialmente del resto del mundo desarrollado. La diferencia está en el gasto de previsión social (retiros y pensiones). No porque sean muy altos, sino porque el acceso al retiro del mercado laboral es más temprano y más fácil.
Según el informe del BM, en los próximos 50 años los 45 países europeos perderán un neto de 50 millones de trabajadores. Por ende, “el panorama es sombrío. Incluso con mayor productividad, incluso si los gobiernos logran reducir el desempleo e incorporar más mujeres a la fuerza de trabajo, los europeos tendrán que seguir en el trabajo muchos años más. Y aún así la fuerza de trabajo decrecerá, de modo que los europeos deberán repensar también las políticas de migración” (ídem).
Sin entrar en estas cuestiones realmente estratégicas y de largo plazo, es fácil ver ahora el origen de la desesperación de los gobiernos europeos por extender los años de aportes jubilatorios, la suba de la edad de retiro y la reducción de pensiones y beneficios.[9]
El imperativo de aumentar la productividad europea en declive exige un ataque en todos los frentes: desde el disciplinamiento de la fuerza de trabajo con convenios por empresa hasta la reducción del salario real (e incluso nominal); de la reconstrucción de un ejército industrial de reserva realmente urgido por el hambre al aumento de la jornada semanal; de la flexibilización de los despidos a la creación de una franja joven hiperexplotada y con condiciones legales y sindicales más cercanas a la Revolución Industrial que al estado de bienestar.
Repasemos ahora, de manera necesariamente analítica, los rasgos económicos de algunos países clave de la UE cuya importancia se puso de manifiesto en la crisis actual.
Alemania
Comencemos por el verdadero motor económico de la UE, Alemania. Su economía, de un PBI de 3,3 billones de dólares (2010) reposa sobre su gigantesca capacidad exportadora (1,3 billones de dólares en 2010). De allí surge un superávit comercial que, en relación con el PBI (7%) es el más alto del mundo. De esas exportaciones, el 62% se destinan a la UE (cifra que llegaba al 75% en 2007; desde entonces aumentaron los embarques a China y Rusia).
Según un informe del ente estadístico oficial, Destatis, del 2 de enero de este año, hay 41 millones de trabajadores registrados (sobre una población de 82 millones), y la desocupación descendió a 2,5 millones (tras haber rebasado los 5 millones a principios de los 2000). No obstante, estas cifras ocultan el resultado de las “reformas estructurales” en el mercado de trabajo, implementadas por el socialdemócrata Schröder en su gestión de 1999 a 2005.
El centro de esas reformas, que convirtieron a Alemania, según el semanario Der Spiegel (el de mayor circulación en el país) en un “país de sueldos baratos”, son los llamados “minijobs”. Consisten en contratos de trabajo, sobre todo para jóvenes, con un salario máximo de 400 euros y una jornada laboral máxima de 40 horas mensuales. Hay aproximadamente 7 millones de alemanes trabajando bajo esta modalidad. A esto se debe agregar lo que Der Spiegel llama, sin eufemismos, “salarios de hambre”: 5 millones de trabajadores que ganan menos de 6,50 euros la hora.
Consecuencia de esto es que los salarios reales están en el mismo nivel de hace 20 años, e incluso por debajo de los de hace 10. La propia Merkel sostuvo que el éxito de la competitividad alemana se basa en la “moderación salarial”. Un indicador de esto es que mientras en la zona euro, en el período 2001-2008, el consumo de los hogares creció un 15%, en Alemania se mantuvo en el mismo nivel.
Un estudio sobre la realidad social alemana señala que “la crisis de 2001 fue el pretexto para realizar la mayor y más reaccionaria reforma laboral desde la II Guerra Mundial. (…) En la década de 1995 a 2005, el gobierno ha mantenido una política cuyo objetivo era liquidar 500.000 puestos de trabajo. Gran parte de este ajuste de plantillas se ha producido en empresas de ‘trabajo para toda la vida’ en los sectores de la banca (Deutsche Bank, Dresdner Bank, Commerzbank, HypoVereinsbank, BayernLB), seguros (Allianz), automóviles (Volkswagen, Opel, DaimlerChrysler, GM, Man), viajes (Lufthansa, TUI, Deutsche Bahn AG, Airbus), telecomunicaciones (Siemens, Deutsche Telekom, Mobilcom), construcción, minería y otras empresas como Krupp, Epcos, Grundig, Axel Springer, Henkel, Kirchmedia o Babook Borsig” (Miguel Giribets Martínez, “Alemania no es como la pintan”, Entorno 85, 27-10-11).
Alemania se volvió más desigual: mientras en 1987 los directivos de las principales empresas (índice DAX) ganaban como media 14 veces más que sus empleados, hoy ganan 44 veces más. “Desde 1990 hasta hoy, los impuestos a los más ricos bajaron un 10%, mientras que la imposición fiscal a la clase media subió un 13%. En veinte años la clase media se ha reducido, pasando del 65% a englobar al 59%” (Rafael Poch, “Alemania va bien, los alemanes no tanto”, Rebelión, 4-4-11).
Las “reformas” fueron no sólo antiobreras sino, lógicamente, pro empresas: a partir de 2000 se rebajan los impuestos a las empresas al menos un 12%, y en 2007 se rebaja el Impuesto de Sociedades del 39% al 30%. Como contrapartida, hubo continuos recortes en el subsidio de desempleo y se elevó la edad de jubilación de 65 a 67 años. La absorción de Alemania Oriental es de lenta digestión: amén de las diferencias culturales, las tasas de desempleo y de pobreza del este duplican las del oeste, y en el este los salarios son en promedio un 30% inferiores.
El empuje exportador que es la base de la economía alemana se sustenta sobre varios pilares. Uno fundamental es la reducción del costo de laboral, resultado tanto de las reformas citadas como de deslocalización y externalización de su producción a países del Este europeo e incluso asiáticos. La operatoria habitual es subcontratar en el exterior la producción de piezas o de secciones del proceso de fabricación, reservándose el montaje final. De más está decir que la baja de costos en el exterior opera como un chantaje a los trabajadores fronteras adentro: “En 2004, en plena crisis que comenzó en 2001, Mercedes amenazó con trasladar su producción a Sudáfrica si los trabajadores alemanes no liquidaban pluses de producción y prolongaban gratis la jornada de trabajo; todo por un monto de 500 millones de euros” (M. Giribets Martínez, cit.).
También ha habido en la industria alemana un proceso de modernización tecnológica e innovación La inversión en I+D es de las más altas del mundo, 2,5% del PBI, y el número de investigadores trabajando en empresas por cada 10.000 empleos es de 74, solamente superado por Suecia y Japón (ídem).
La expansión de los bancos alemanes hacia el mercado de la UE tiene como uno de sus factores la debilidad del consumo y la demanda de crédito en el mercado local. Así, desde 2000 se verifica una exportación de capitales alemanes a la UE del orden de los 270.000 millones de euros anuales.
En general, Alemania sigue estando a la vanguardia de la inserción en la globalización siguiendo las reglas neoliberales y de “reformas estructurales”, que son seguidas remisamente y a su propio ritmo por socios con menos convicción o con situaciones políticas menos estables. Por dar dos ejemplos, Francia intentó emular el aumento de la edad de retiro y la oferta de trabajos basura para los jóvenes (que allí se llamó Contrato Primer Empleo-CPE), con éxito bastante relativo.
Grecia
Si Alemania representa el extremo de “prosperidad” de la UE (aunque ya vimos qué miserias oculta), el otro extremo es Grecia, hoy el punto más débil de la UE.
El problema más serio de Grecia, su endeudamiento externo, es una historia de fraudes contables, manipulaciones estadísticas y corrupción de los dos lados del mostrador, impulsados por la burbuja de crédito fácil y barato bajo el amparo de la “solidez” de la UE. Sin entrar en otros detalles de la economía griega, digamos que el nivel de deuda de Grecia es completamente insostenible. Supera el 160% del PBI y se calcula que en 2013 llegará al 185%.
La economía helena está en plena recesión, o más bien depresión, que es lo que sugiere la caída del 6% de su PBI en 2011, y la desocupación trepa aceleradamente desde el 10% y está lejos de alcanzar el techo.
Tras la asunción de Papademos a instancias de la “troika” CE-FMI-BCE, la principal preocupación del gobierno ha sido evitar el default formal. La quita del 50% resuelta a fines de octubre es un default de hecho, ya que implica pérdidas para los acreedores privados (no así los oficiales). Pero la negociación se trata, sencillamente, de decidir quiénes y cuánto perderán su dinero, para colmo de manera “voluntaria”, lo que empantana los acuerdos.
La exclusión de los prestamistas no privados de la quita de deuda tenía la intención de dar respaldo político a los gobiernos europeos, que deben asegurar a su ciudadanía que su dinero no fue derrochado. Pero convertir en chivo expiatorio del desastre griego a los “especuladores” es más un bluff que otra cosa: “Muchos de los especuladores resultan ser bancos, que luego tendrán que ser rescatados por los gobiernos, de modo que el proceso tiene algo de pantomima” (“Two tiers, too complex, The Economist, 5-11-11).
Por otro lado, como el 50% es sólo para los bonistas privados, una efectiva reducción de deuda de ese nivel implica dos cosas: que el BCE termine siendo el principal tenedor de bonos griegos y que los privados deban aceptar una quita superior al 70%. No hay mucha chance de que eso suceda: ya en julio pasado, con condiciones mucho más generosas para los acreedores, sólo el 70% de los acreedores querían anotarse en un canje con quita. Y la cosa se complica porque aparecieron en el mercado de bonos griegos los fondos especuladores de verdad (hedge funds): “Estos fondos son menos susceptibles que los bancos de ser presionados a aceptar un acuerdo desfavorable. (…) Para los bonistas recalcitrantes, resistir el acuerdo puede dar resultado de dos maneras. Primero, si Grecia sigue con el acuerdo ‘voluntario’ que permite que el 30% o más de los bonistas rechacen el canje, entonces los holdouts recibirán el pago pleno de bonos que compraron con un fuerte descuento. Segundo, si Grecia impone pérdidas de manera unilateral, los bonistas que compraron seguros de default, credit default swaps (CDS) recibirán su pago (“Volunteers wanted”, The Economist, 21-1-12).
El proceso de quita tiene un explosivo costado financiero que puede resultar un disparador de réplicas de la crisis en el resto de Europa. Se trata de la cuestión de los CDS. Como la quita no es formalmente un default, sino “voluntaria”, es legalmente oscuro que un inversor que haya comprado bonos griegos con CDS pueda reclamar. Ahora bien, si esos inversores deben soportar una quita real de sus activos griegos, la conclusión que sacará todo el mundo financiero es que los CDS son totalmente inefectivos como protección, algo que retraerá de manera brutal la compra de deuda soberana por parte de los bancos y puede comenzar un dominó de defaults. Pero la otra alternativa también es mala: si las quitas griegas disparan el pago de CDS, cualquier negociación de deuda soberana podría hacer colapsar el CDS como instrumento, con la consiguiente retirada de los bancos del mercado de deudas.
Grecia tiene una alta exposición a acreencias extranjeras (96% del PBI). Pero la situación de los bancos griegos es tan crítica que se espera una oleada de nacionalizaciones una vez negociada la quita. Irónicamente, esto será en el marco de un programa de austeridad monitoreado por el FMI que incluye privatizaciones, deshacerse de 100.000 empleados públicos y horizonte de recesión garantizado hasta 2013, según la troika.
Claro que cálculos menos interesados extienden el escenario de austeridad hasta 2020, nada menos. Ésa es la fecha en que, según los optimistas cálculos del BCE, la deuda griega bajaría hasta “sólo” el 120% del PBI. Pero la condición es que la quita del 50% concluya con éxito: “Es más probable que la participación en cualquier quita se más baja que eso, dejando la deuda por encima del 145% del PBI en 2020. Eso implica que se necesitará otra reestructuración de deuda después de ésta” (ídem). La presunción que compartían todos los políticos griegos de cualquier signo es que la UE, el BCE y el FMI sostendrán a Grecia en cualquier escenario está seriamente comprometida.[10]
En todo ese lapso, la política será austeridad, ajuste, recesión. Eso no tiene el menor viso de sostenerse no digamos ya hasta 2020, sino mucho menos, en el contexto de la creciente actividad de las masas griegas, que no parecen dispuestas a resignarse a la penuria indefinida. Un empresario periodístico, Stelios Kouloglou, director del sitio de noticias tsvx.gr, resume el clima social de esta manera: “Si el desempleo llega al 20%, ni políticos ni tecnócratas podrán sostener la situación. Ése es el verdadero problema” (La Nación, 12-11-11).
Mientras la troika, Papademos y los líderes europeos deshojan la margarita con los bonistas, una mirada realista a la situación griega debería tener en cuenta la evolución probable de la lucha de clases: “Hasta ahora la eurocrisis ha sido sobre todo la cuestión de la presión de los mercados. Pero la economía de un país no se define sólo por los mercados. Más bien, los límites de solvencia son testeados por la voluntad del pueblo de aceptar aumentos de impuestos y recortes de gastos. Un gobierno se queda sin capital político antes de quedarse sin cosas a las que cobrar impuestos. En último análisis, no querer pagar importa más que no poder pagar” (“Greece’s woes”, The Economist, 5-11-11).
Italia
Aunque el eurosocio con mayores problemas estructurales es Grecia, el centro de las preocupaciones de la burguesía europea es Italia, por la poderosa razón de que no hay blindaje posible para una economía que es la tercera de la eurozona. Ni el anterior FEEF ni el nuevo MEE cuentan con fondos suficientes para detener una corrida contra Italia.
Su perfil de deuda es bastante peculiar. Por un lado, es de las más altas de la eurozona en relación con el PBI (120%), aunque con la ventaja de que su exposición externa es mucho más baja (24%). Lo más grave es, sin duda, su perfil de vencimientos. Sólo en 2012 debe pagar (o refinanciar) 306.000 M€ (a principios de febrero viene la primera prueba, con un vencimiento de 30.000 M€. Y según Jiri Katanien, primer ministro de Finlandia (país muy pequeño pero cuya calificación AAA le da derecho a dar cátedra al resto), en los próximos tres años Italia tiene vencimientos por 895.000 M€, casi equivalente al primer plan de “quantitative easing” (emisión) de la Reserva Federal de EE.UU. al estallar la crisis Lehman (Gabriel Holand, “El desembarco de tecnócratas en Grecia e Italia”, BAE, 14-11-11). Un cálculo del FMI para 2012 es que entre Italia y España necesitarán una asistencia de 462.000 M€.
Otros aspectos de la economía italiana son igualmente contradictorios. Por un lado, no ha tenido burbuja inmobiliaria (los bancos están sanos… por ese lado), y no se puede decir, a diferencia de Grecia, que el gasto estatal esté descontrolado. De hecho, tiene superávit fiscal primario (antes del pago de intereses de deuda), y el déficit presupuestario general es incluso menor que el de Francia, con un firme plan de eliminarlo en 2013.
De fondo, el talón de Aquiles italiano es la bajísima productividad relativa, como señalaba el informe del BM citado más arriba. El resultado es que el PBI per cápita italiano es menor en 2010 que en 2000, y que en ese período Italia fue el país que menos creció en todo el mundo, con la excepción de Zimbabwe y Haití. A pesar de esto, y para preocupación de la burguesía, el costo salarial unitario creció en la primera década del siglo.
De todos modos, desde el punto de vista de “los mercados”, todo esto se manifiesta en el descontrol de la deuda soberana. El ingreso de Italia al “Club del 7%” (la tasa de interés que pagan los bonos del Estado a 10 años), en octubre pasado, alimentó las maniobras especulativas y la fuga de divisas de la propia burguesía italiana. Este fenómeno es habitual en las maltratadas economías latinoamericanas, pero para la Europa de la moneda única es una novedad. Los inversores en pánico remiten sus capitales al extranjero, a los bancos extranjeros o, directamente, al colchón de la cama. Esto último no es una figura: aumentó espectacularmente la demanda de billetes de 500 euros, inservibles para las transacciones cotidianas (ningún comercio quiere cambiarlos) pero muy útiles para atesorar mucho dinero en poco espacio.
A este panorama se sumaba la increíble “tercermundización” del régimen, con una dirección política (el bufonesco Berlusconi) que se comportaba como el más lumpen dictadorzuelo africano, una corrupción galopante y una parálisis operativa y administrativa nada indicadas para la gravedad de la hora.
La llegada de Mario Monti busca poner un poco de seriedad liberal en el manejo de la cosa pública italiana, pero con un consenso condicional (nadie lo votó) y un programa de medidas económicas draconiano.
El paquete incluye flexibilizar el mercado de trabajo introduciendo un contrato único, suavizar las condiciones para el despido, acabar con las pensiones por antigüedad (es decir, la jubilación anticipada), reforma fiscal, reintroducción del impuesto sobre la primera casa y liberalización de algunos sectores, con recorte de privilegios en algunas profesiones y apertura al mercado de sectores como el transporte, los servicios públicos locales, la energía y las telecomunicaciones. Monti busca adornar este ajuste brutal con medidas que caen un poco mejor, como un recorte en los gastos de la política y un nuevo gravamen para patrimonios por encima del millón de euros (ver “Monti descubre su plan para Italia”, elconfidencial.com, Madrid, 11-11-11).
Todo esto apunta al largo plazo y a las reformas estratégicas, pero en el corto plazo Italia está a la buena de Dios. Hay una sola institución que podría frenar un eventual ataque especulativo, y es el BCE. Pero, como hemos visto, el BCE se ha limitado a compras de bonos de deuda en el mercado secundario que, sin ser despreciables, son homeopáticas frente a la magnitud de las obligaciones italianas. Y todo intento de modificar esa actitud choca con la férrea (y para algunos, semisuicida) oposición de Alemania. Jens Weidmann, presidente del Bundesbank alemán y miembro muy influyente del consejo de gobierno del BCE, ha dicho con toda claridad que el BCE “no debe ser” el prestamista de última instancia de la eurozona.
De modo que todos los caminos conducen a Berlín. Y la solución que aporta Alemania es un “pacto fiscal” a la vez demasiado ambicioso en sus objetivos a largo plazo y que descuida de manera casi ciega los peligros del presente. Veamos entonces en qué consiste esta via germannica.
3.3 La “unión fiscal” de ajuste neoliberal y las perspectivas
La cumbre de Bruselas del 8 y 9 diciembre vio el alumbramiento de las tan demoradas medidas de conjunto. El acuerdo entre Alemania y Francia empujó al resto. Pero ya vimos que el tándem germano-francés es “una moto BMW con un sidecar Peugeot” (y después de la rebaja de nota de Francia, hay quien dice que se trata de un monociclo). El arreglo tiene un sello indiscutiblemente alemán, y está bajo el signo de la austeridad fiscal.
Esto está íntimamente relacionado con el carácter acreedor de Alemania respecto del resto de Europa. Se trata de un intento de equilibrio entre prevenir el contagio de la crisis y presionar a las economías en problemas a que hagan sus “reformas estructurales”, de manera que sepan que la próxima vez no habrá rescate a cargo del fisco alemán.
La “unión presupuestaria” que propone Merkel tiene como elemento central, en sus propias palabras, “un nuevo techo de endeudamiento”. Los gobiernos quedarían sometidos a dos instancias: la Corte Europea de Justicia (CEJ), que pondría en vigor las sanciones automáticas a los incumplidores, y la Comisión Europea, que controlaría los presupuestos nacionales incluso antes que los parlamentos de los países en cuestión. Quienes superen el déficit fiscal del 3% del PBI y una deuda del 60% del PBI (los límites de Maastricht en 1992) estarán expuestos a sanciones automáticas sólo revocables por una mayoría calificada de países. La “regla de oro” presupuestaria se incorporará a las constituciones nacionales, algo que se encargará de vigilar la CEJ. Es sabido que Italia y España hicieron ese agregado en 2011; Francia lo había hecho antes.[11]
Tal es la respuesta al dilema de “más integración o desintegración” que planteaba la crisis del euro. Pero aunque las desventajas para las masas quedan muy claras desde el principio, no hay ningún detalle en el acuerdo respecto de lo que más interesa a los países en problemas: los eurobonos.
¿De qué se tratan éstos? Dicho simplemente, de honrar aquello que decía Trichet: pertenecer al euro implica financiamiento garantizado. Esto funcionó mientras los bonos de cada país de la eurozona pagaban aproximadamente la misma tasa. Cuando “los mercados” cayeron en la cuenta de que, después de todo, eran posibles los defaults de países del euro, comenzó la diferenciación a niveles tales como si Alemania tuviera el marco y Grecia el dracma. Es decir, la moneda única dejó de operar como garantía. El eurobono consiste en continentalizar (o “federalizar”) los títulos de deuda de los países de la eurozona, de modo tal que todos paguen la misma (baja, favorable) tasa de interés.
Naturalmente, Alemania es enemiga furiosa de los eurobonos, con el argumento de que relajarían la disciplina fiscal y se repetiría el ciclo 2008-2011. Así, el instrumento quedó fuera del pacto fiscal de diciembre. De nuevo la misma pregunta: ¿qué ayuda obtienen entonces los países deudores a cambio del ajuste brutal al que se comprometen?
Pues bien, ésta: Merkel quiere acelerar el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEE), de carácter permanente, en reemplazo del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF), que siempre fue concebido como provisorio. El MEE debía estar operativo para 2013; Merkel quiere adelantar esa fecha a junio y, si es posible, marzo de este año.
El problema es que, hasta ahora, el MEE nace sin fondos suficientes. Ya era sabido que el FEEF podía aguantar una corrida contra un país chico como Grecia o Portugal; definitivamente no un default italiano o español. La capacidad de préstamos del FEEF era de 440.000 millones de euros (M€) en el mejor de los casos. Otros calculaban incluso menos, 250.000 M€, ya que de sus 17 miembros sólo 6 tenían calificación AAA (y Francia la perdió en enero). El BCE, a instancias de Alemania, se negó durante todo casi 2011 a fortalecer el FEEF (y a actuar como prestamista de última instancia de los estados por intermedio de éste).
En la cumbre de fines de octubre se propuso una solución de compromiso: aumentar el FEEF hasta 1,4 billones de dólares, pero no con fondos frescos sino mediante una complicada ingeniería financiera de apalancamiento (sí, la misma que ayudó a disparar la crisis en 2008). Pero esto tiene dos problemas: primero, que aun así sólo alcanzaría para sostener a España o Italia, no ambos. Y segundo, que “las palancas pueden funcionar para los dos lados. El apalancamiento puede agrandar el tamaño del fondo, pero también puede concentrar un riesgo mayor (…) y convertirse así en un mecanismo que transmita pánico y debilite las deudas soberanas” que integran el FEEF (“No big bazooka”, The Economist, 29-10-11).
Una ampliación del FEEF (o MEE) no se va a discutir hasta marzo. Una eternidad, cuando los fondos actuales no llegan a cubrir las necesidades de financiamiento de Italia y España sólo para los próximos dos años.
¿Quién aporta, entonces, fondos frescos para salvar a Europa? No Alemania, cuyo Parlamento tuvo que sudar la gota gorda para aprobar una suba muy moderada de su aporte al FEEF en octubre; tampoco el Reino Unido, y menos otros a quienes se les tiró de la manga con poco éxito, como China y hasta Brasil. Como respondió sarcásticamente Dilma Rousseff, “¿por qué Brasil debería tener más confianza en el futuro europeo que la propia Alemania?” ¿Entonces? De vuelta al viejo y querido FMI.
Claro que el FMI tampoco tiene tantos fondos propios para prestar. En ese sentido, está en una situación parecida a la del FEEF. Tiene 390.000 MD (millones de dólares) disponibles. Pero sólo en 2012 Italia y España podrían llegar a necesitar 462.000 MD.[12] El “acuerdo fiscal” pide mucho y ofrece muy poco.
Para colmo, el FEEF ya no es lo que era. Junto con la caída de la calificación AAA de Francia, el FEEF también la perdió, al menos para Standard & Poor’s. Lo cual es lógico si se tiene en cuenta que un solo país grande aportante del fondo, Alemania, conserva la máxima calificación. En los hechos, esto hace más difícil pasar la gorra ante eventuales aportantes. Es por eso que el propio FMI se vio obligado a buscar en el mercado 500.000 MD en fondos frescos.
Volvamos a la cuestión de los bonos. El eurobono, defendido por Sarkozy y rechazado enfáticamente por Merkel, consiste, en su versión más dura, en “mutualizar” deuda: la deuda de cada país es la deuda de todos. El argumento es que, tomada en conjunto, Europa tiene una relación deuda/PBI del 85%, mejor que EE.UU. (93%). De esa manera, la situación desesperada de los países ahogados financieramente pero solventes (Grecia es un caso aparte) quedaría resuelta. Pero eso no convence nada a los votantes alemanes…
En consecuencia, la Comisión Europea lanzó a fines de noviembre un “Green Paper” con una serie de propuestas “intermedias” entre el eurobono craso y no hacer nada. Primero explica por qué no recomienda eurobonos: “Cuanto más extensivamente se unifique (pool) el riesgo crediticio de deuda soberana, menor será la volatilidad de mercado, pero también menor será la disciplina del mercado sobre las deudas individuales. La estabilidad fiscal debe apoyarse con más fuerza en la disciplina que provean los procesos políticos (…) Los estados miembro podrían liberarse de la disciplina de los otros estados, sin consecuencia para su costo financiero”. Se propone el hilarante nombre de “bonos de estabilidad”, en varias versiones, aunque todas ellas “deberán estar acompañadas de una vigilancia fiscal sustancialmente mayor”.
Luego se propone un mix de bonos “azules” y “rojos”. Los “azules” son bonos de deuda nacional soberana que se convierten en eurobonos hasta un tope de, por ejemplo, el 60% del PBI de cada país. Los “rojos” ya no estarían mutualizados, de modo que el costo del crédito dependerá de la evolución fiscal de cada país, y así la “disciplina del mercado” conserva su lugar. Los países que “hagan los deberes” irían transfiriendo su deuda de la zona “roja” (alto costo del crédito) a la “azul”.
El tope, en realidad, es materia debatible (el 60% del PBI no le sirve a nadie y menos a los PIIGS); justamente, la idea es poner condiciones políticas y económicas a la suba del tope (es decir, a un mayor porcentaje de bonos “azules” mutualizados). Éste es un tema delicado: si debido a consideraciones políticas (no “técnicas”) se permite levantar el techo a los países en problemas, adiós efecto disciplinador y estamos como al principio. Merkel no rechazó de plano este esquema, pero dio a entender que las condiciones serían bien duras.
Sarkozy suele mencionar en sus discursos la necesidad de una “férrea solidaridad europea” y el compromiso de no empujar a ningún país al default (salvo, otra vez, Grecia).[13] Pero, como se ve, aquí lo único “férreo” es la disciplina común, bajo las riendas de Merkozy, el BCE y la Corte Europea de Justicia.
El nuevo “acuerdo fiscal” para la “nueva UE” implica un compromiso de los estados a las famosas “reformas estructurales” que le den “sustentabilidad” al euro. ¿Cuáles son? Pues algunas como las que ya hizo Alemania: desregulación del mercado laboral, congelamiento del salario, baja del salario real y desempleo disfrazado de subempleo, despidos en el sector público, privatizaciones. Hay que “armonizar”, como dice Van Rompuy, la máxima autoridad de la UE, los sistemas impositivos y de seguridad social (es decir, nivelar para abajo).
Corresponde al ex director del BCE, Jean-Claude Trichet, recitar con mayor orden el catecismo de las “reformas”: “Es necesario eliminar las cláusulas de indexación automática de los salarios y potenciar los convenios a nivel de empresa a fin de que los salarios y las condiciones laborales puedan adaptarse a las necesidades específicas de las empresas. Estas medidas deberían ir acompañadas de reformas estructurales, particularmente en los servicios –incluyendo la liberalización de las profesiones de acceso restringido– y, en los casos en que resulte apropiado, la privatización de los servicios suministrados actualmente por el sector público, facilitando con ello el crecimiento de la productividad y apoyando la competitividad” (en A. Dumini y F. Ruffin, “‘Independencia’ para favorecer los negocios financieros”, Le Monde diplomatique, noviembre 2011).
Así, aún bajo Berlusconi, en septiembre, el BCE recomendaba a Italia “flexibilizar los procedimientos de despido”, “privatizar las empresas municipales” (transporte, limpieza, electricidad), “privilegiar los acuerdos laborales por empresa” y, sobre todo, “proceder por decreto de aplicación inmediata y no mediante proyecto de ley, que el Parlamento tarda siempre en aprobar” (ídem). El diktatt era tan escandaloso que fue denunciado como un “potestatis extranjero”. ¿Por quién? Por Mario Monti, entonces un simple ex funcionario y hoy primer ministro de Italia… impuesto por el BCE.[14]
Para Trichet, “aumentar los salarios en Europa es la última de las tonterías posibles”, y dejó en claro su celo por las “reformas”: sostuvo el CPE (Contrato Primer Empleo) en Francia en 2006, el aumento de la edad jubilatoria en Francia, Irlanda y Portugal, la baja del impuesto a las grandes empresas en Francia y se opuso tenazmente a la tasa Tobin, hoy bandera de Sarkozy.
Otro aspecto de las “reformas” es que los fondos de rescate, liberados a cuenta de los sufrimientos de las masas, apuntan en primer lugar a salvar a los bancos. Un eurodiputado, Miguel Portas, cuenta: “A Portugal se le impuso un plan de salvataje. Pero de los 78.000 millones de euros que le prestó el BCE, 54.000 van directamente a los acreedores. Se nos dijo: ‘Prioridad a los bancos que detentan las deudas soberanas’. Y para financiar eso, se recortan los salarios, aun cuando nuestro sueldo mínimo es de 485 euros, y las jubilaciones, cuando el promedio no supera los 300 euros. El agua, el gas y la electricidad aumentaron un 17, 18, 20%. El IVA actual alcanza el 23%. Y todo mientras el gran capital está completamente a salvo, en nombre de la necesidad de atraer a los inversores” (ídem).
El colmo de la franqueza brutal sobre la que significan las “reformas” como condición para la asistencia de las instituciones europeas quizá sea la propuesta de John Muellbauer, economista de la Universidad de Oxford: “Si los países sobreendeudados logran reducir el costo laboral unitario en un X%, entonces su deuda soberana podría ser reducida en ese X%, hasta un máximo del 15%, algo que a grandes rasgos imitaría lo que sucede en una devaluación exitosa” (“The tricky path towards fiscal integration, take two”, The Economist, 23-11-11).
Pasemos al nuevo pacto europeo de “unión fiscal”. Fue presentado como una negociación política: apoyo financiero a cambio de un compromiso a atenerse a nuevas reglas, más estrictas. Pero el acuerdo está totalmente desbalanceado en dos sentidos. Primero, las exigencias son mucho más concretas e inmediatas que lo que se ofrece, y segundo, esas exigencias van todas para el lado del ajuste: “El acuerdo no resolverá los problemas de hoy, y el paquete se detiene demasiado en la austeridad y demasiado poco en el crecimiento” (“A comedy of euros”, The Economist, 17-12-11). A principios de enero, en la enésima cumbre Merkel accedió a mencionar la “segunda pata” del acuerdo, el crecimiento económico. Pero no pasa de una concesión verbal a las necesidades políticas de un Sarkozy en campaña electoral.
Y el diagnóstico centrado en el derroche y la indisciplina fiscal como causas de la crisis está irremediablemente equivocado. Hasta 2008, España e Irlanda recibían el beneplácito y la felicitación de todo el mundo financiero europeo por su baja deuda y sus presupuestos equilibrados, incluso más que la propia Alemania, que “fue una de las primeras en incumplir los topes del pacto de estabilidad de 2002-2003. Por cada deudor irresponsable hay un prestamista temerario. Los déficits excesivos de unos implican superávits excesivos de otros. El diseño del euro estaba fallado, sin integración fiscal ni banco central como prestamista de última instancia. Si es así, lo que se necesita es mayor apoyo mutuo: eurobonos comunes que mutualicen al menos parte de la deuda (…). La crisis se trata ahora de la supervivencia del euro, y requiere una respuesta fuerte; no se nos ahorrará ninguna desgracia si el euro colapsa. Un acuerdo razonable sería imponer mayor disciplina fiscal ahora, a cambio de una posterior, y condicional, introducción de eurobonos” (“The horsemen approach”, The Economist, 3-12-11). Pero es ese compromiso de “apoyo mutuo” el que Alemania se niega a asumir. “Solidaridad” no es palabra usual en el vocabulario de Merkel.
Para fines de marzo, los 27 países de la UE (si es posible; si no, al menos los 17 de la zona euro más los que quieran sumarse) deberán firmar un rediseño total de reglas fiscales, incluyendo un tope constitucional a la deuda y el déficit. La Corte Europea de Justicia (CEJ) determinará si la legislación nacional resultante es suficiente para las exigencias de la UE.
Esto plantea dos problemas clave. El primero es que no hay detalles sobre la forma de ayuda. Descartados los eurobonos, no se sabe qué forma adoptará la mutualización de deuda. Y el segundo, que no quedan claros los beneficios por ser “cumplidor” ni los castigos por incumplir. Una solución sencilla sería excluir a los incumplidores de los eurobonos… pero no los hay. En cambio, hay un complejo sistema de multas que resulta muy dudoso como disuasivo para países al borde del default.
De más está decir que las autoridades responsables de controlar presupuestos y políticas económicas, así como de administrar sanciones, son, como quería Merkel, instituciones “independientes y libres de interferencias políticas” (con funcionarios también “apolíticos” al estilo de Trichet): la CE, el BCE, la CEJ. Las sanciones no serán objeto de largas discusiones y negociaciones, sino que se gatillarán de manera “automática”. Claro que expulsar a Sarkozy y la política por la puerta no significa que no vuelvan por la ventana, bajo la forma de cumbres de urgencia.
El nuevo director del BCE, Mario Draghi, ya se puso a la altura de su rol: en su discurso al Parlamento Europeo el 1º de diciembre pasado, había adelantado que “lo que nuestra unión económica y monetaria necesita es un nuevo acuerdo fiscal, una reafirmación fundamental de las reglas fiscales y los compromisos fiscales mutuos (…) es el elemento más importante para restaurar la credibilidad (…) Sobre la forma legal precisa (…) dejemos abiertas las opciones. No habría que descartar cambios de amplio alcance en los tratados, pero también se pueden concebir procesos más rápidos. Sea como fuere (…) es hora de adaptar el diseño de la eurozona con instituciones, reglas y procesos compatibles con los requisitos de la unión monetaria”.
Ni una palabra sobre cómo se ayudará a los países endeudados. Primero el compromiso: línea Merkel 100 por ciento. Pero esto puede empujar a la desesperación (y a la germanofobia) a esos países, o sus gobiernos.
En cuanto a la “forma legal precisa”, se trata por ahora de un galimatías que tendría gracia como muestra del laberinto formal que es la UE si no fuera por todo lo que está en juego. Veamos de qué se trata.
El conjunto del paquete fue puesto a discusión en la cumbre de Bruselas en diciembre. No había disidencias en cuanto a modificar los tratados europeos hacia medidas de austeridad fiscal; la voz discordante fue la de Gran Bretaña, que exigió un veto parcial a futuras regulaciones financieras. Como el resto de Europa se negó a conceder a la City londinense privilegios especiales de inmunidad, Cameron pegó el portazo, pensando que de esa manera todo el acuerdo se venía abajo. Pero en la práctica el veto británico lo único que hizo fue complicar la confección formal del acuerdo, que debió hacerse por fuera de los tratados vigentes de la UE (ver “Summit for one”, The Economist, 7-1-12).
Formalmente, las reglas de unanimidad impiden una reforma de los tratados de la UE si uno solo de sus firmantes se opone. Pero como la voluntad del conjunto de las burguesías europeas era cerrar el acuerdo, se buscó el vericueto legal correspondiente (tarea que llevó a cabo un especialista francés cuyo apropiado nombre es Hubert Legal). Hecha la ley, hecha la trampa… legal.
El arreglo fue el siguiente: el nuevo tratado es formalmente “intergubernamental”, por lo que no forma parte de los tratados de la UE (algo parecido se había hecho con el Tratado de Schengen de control de fronteras, aunque aquél era un tema mientras que el actual parece una “enmienda” a tratados preexistentes). El tratado no requiere unanimidad: estará vigente una vez que lo ratifiquen 9 de los 17 países de la eurozona. Los que no firmen no estarán obligados por él… pero es difícil suponer que vayan a poder resistir la presión combinada del resto si quieren seguir en la eurozona. Los 10 países extraeuro pueden adherirse si cumplen las limitaciones del tratado.
Otro cambio es que, hasta ahora, una sanción a un país incumplidor requiere del voto de una mayoría calificada (VMC). La idea del acuerdo es hacer funcionar la regla al revés: la sanción es automática salvo VMC en contrario. Esto no puede tener fuerza legal porque el acuerdo es “intergubernamental”: los gobiernos deben actuar como si la regla fuera legal, una especie de “pacto de caballeros”. En realidad, lo que va a operar es la restricción política, igual que en el caso anterior. Tampoco es formalmente posible para la Comisión Europea demandar a los países incumplidores, potestad que sólo tendrán los gobiernos de cada país. ¡No es habitual que un país lleve a la CEJ a otro! Pero la UE está cambiando, y no precisamente en el sentido de la “solidaridad”…
El último aspecto del acuerdo es la creación del Mecanismo Europeo de Estabilidad (permanente) en reemplazo del FEEF (temporario), que tiene “una peculiaridad interesante: también puede entrar en vigencia sin unanimidad. En este caso, requiere ratificación de países que representen un 90% de su capital (…). En casos urgente, se podrá decidir sobre el MEE con una mayoría del 85%. Todo esto establece no sólo una UE de dos niveles, sino quizá también una eurozona de dos niveles. Según el actual proyecto [recordar que debe ser ratificado en marzo. MY], Irlanda no podrá vetar el nuevo tratado intergubernamental, pero la poderosa Alemania, por sí sola, podría bloquear el tratado del MEE y cualquier decisión de conceder ayuda a cualquier país” (“That clever Mr Legal”, The Economist, 18-12-11).
En enero, Merkel se dedicó a hacer lobby por el nuevo tratado y a dejar claro a los países deudores que no pueden esperar nada de Alemania: deben salvarse a sí mismos autoimponiéndose estas duras reglas. Inclusive, insistió en la necesidad de que las naciones europeas transfieran más poderes a “Europa”. Curiosamente, este consejo es ilegal en su propio país, ya que “la Corte Constitucional alemana estableció límites claros sobre una mayor integración, al emitir un fallo que impide que el Parlamento transfiera soberanía fiscal a Europa de manera permanente. En esencia, el tribunal dijo que la integración europea chocaba contra los cimientos del gobierno nacional” (Paul Taylor, “Cuando la soberanía choca con la integración”, Reuters, 26-9-11). Pero, como ya sabemos, hay países más soberanos que otros, ya que la soberanía es una función de la independencia económica relativa. Alemania no puede, según su Corte Suprema, resignar facultades soberanas (incluida la política fiscal y de deuda) en organismos supranacionales; las naciones endeudadas difícilmente puedan darse ese lujo.
¿Realmente cree la dirigencia europea que esta “unión fiscal” puede detener la crisis del euro, o está simplemente tratando de ganar tiempo? Las chances, a juicio de la mayoría de los analistas, son escasas. Se ha tardado demasiado, y el daño, en el caso de muchos bancos al borde de la insolvencia, ya está hecho, para no hablar del desmanejo de la crisis griega, que está en default en todo salvo el nombre.[15]
El nuevo acuerdo, la decisión del BCE de derramar liquidez sobre los bancos, la remoción de Papandreu y Berlusconi para poner a dos hombres de las finanzas y todas las cumbres de líderes europeos, en los últimos meses, no han alcanzado para llevar la crisis del euro a aguas menos turbulentas. Al contrario, el paso del tiempo juega en contra: Grecia ya es casi un caso perdido, Italia y España siguen en la cuerda floja y Francia perdió su AAA.
Para Merkel, pareciera que el destino del euro no es la fragmentación sino su expansión continua, como si nada hubiera pasado. En enero, pidió que incluso los 10 extra euro se sumen a la moneda única (o al menos la mayoría; con Gran Bretaña y Dinamarca no hay nada que hacer). Por su parte, Sarkozy busca una UE de 27 que se parezca a la eurozona de 17, y en lo posible con menos socios aún. Entre los socios mayores no hay acuerdo ni siquiera en eso.
Tampoco son las únicas opciones. Un economista alemán de la Universidad Helmut Schmidt, Dirk Meyer, propuso muy seriamente la introducción de un “euro del norte”, con centro en Alemania, acompañada de Austria, Holanda, Luxemburgo y Finlandia (no casualmente, todos países con calificación AAA hasta enero de este año, cuando Austria bajó un escalón), y dejando afuera explícitamente a Francia, porque, según Meyer, “tiene una política monetaria muy distinta y eso trasladaría el virus actual a la nueva unión”. Queda claro: para un sector creciente de la burguesía alemana, Francia es parte de los “infectados”.
El pacto fiscal de diciembre, si se aprueba, en realidad estaría dando pasos en el sentido de las “reformas estructurales” que necesita el capitalismo europeo. Es decir, hacia la liquidación del estado de bienestar y la integración a la globalización aceptando la regla de nivelar para abajo. Lo irónico es que esa medida de “largo plazo” no resuelve nada del problema de hoy. Y además, por supuesto, falta el veredicto de la lucha de clases sobre ese intento. Las primeras señales son lo contrario de un camino de rosas.
El capitalismo europeo necesita recuperar crecimiento y competitividad. Pero la “unión fiscal” apunta sólo al segundo objetivo, y a largo plazo. Y en el largo plazo, como decía Keynes, puede que estén todos muertos, incluidos los planes alemanes, que combinan miopía y presbicia.
Nouriel Rubini plantea cuatro posibilidades para 2012. La que él recomienda (dando por descontado que siguen su curso la austeridad y las “reformas”) es la reflación simétrica, es decir, inflación, con estímulo fiscal (al estilo del “quantitative easing” de la Reserva Federal) y depreciación del euro. Pero lo que ve más probable es que, bajo la influencia de Alemania y el BCE, se vaya a lo contrario: deflación recesiva. Dice Roubini: “Aunque precios y salarios cayeran 30% en los próximos años (algo insostenible en términos sociales y políticos), el valor real de la deuda aumentaría y se agravaría la insolvencia de los Estados y de los deudores privados. Esa paradoja ya afecta también al núcleo de la eurozona” (“La caída de la eurozona ocurrirá si no hay cambios”, La Nación, 20-11-11).
En este punto, Roubini tiene un curioso aliado: el FMI. Un estudio reciente del Fondo dice que los mercados tienen aversión al riesgo y se concentran en el corto plazo, y el resultado es que una política fiscal de austeridad excesiva, debido a un recorte del déficit demasiado brutal, será una recesión que deje la relación deuda/PBI más alta, no más baja, que antes (“Perverse austerity”, The Economist, 24-1-12). Es por todo esto que el premio Nobel Joseph Stiglitz calificó al acuerdo de diciembre de “pacto suicida”.
El tercer escenario, como resultado de la deflación más endeudamiento, recesión, desocupación y creciente déficit es la cesación de pagos y abandono de la eurozona, es decir, el default “desordenado”. Por un lado, esto permitiría a los países en cuestión reanudar el crecimiento y restablecer la competitividad vía la devaluación de sus nuevas monedas nacionales; una salida “a la Argentina”.
El gran candidato sigue siendo Grecia, pero la opción es la más temida por las burguesías debido a su alta volatilidad política: “El ejemplo argentino parece una solución atractiva. Además, la mayor parte de los bonos griegos están contratados bajo la ley griega, a diferencia de Argentina. Pero a) el precedente argentino muestra lo caótico y salvaje que sería el escenario de default, y b) el gran problema para los capitalistas y gobiernos es que la salida de Grecia sea el gatillo de una estampida europea general. El peligro es que Grecia está mucho más integrada al resto de las finanzas europeas de lo que jamás lo estuvo la economía argentina a ninguna otra. Aunque la zona euro ha sido una decepción en cuanto a integración económica, la integración financiera avanzó mucho más, lo que en este momento es lo contrario de un consuelo. La zona euro ofrece un amplio margen para el contagio y el desorden en escala épica. Eso es lo que hace que su crisis sea tan problemática y difícil de afrontar (“Fighting for its life”, The Economist, 17-9-11).
Roubini avizora un panorama parecido en caso de default: “Una ruptura caótica de la eurozona provocaría un cimbronazo similar al de la caída de Lehman Brothers en 2008, o tal vez peor. Para evitarlo, las economías del núcleo tendrían que recurrir a la cuarta y última opción: sobornar a la periferia para que se quede en un estado de crecimiento lento con poca competitividad” (“La caída…”, cit.).
Pero esta “japonización” de Europa no puede ser una solución ni política ni económica, sino sólo, en el mejor de los casos, ganar tiempo. Además, el “soborno” implicaría, por un lado, quitas de deuda, y por el otro, transferencias de ingresos. Roubini explica que “es lo que viene haciendo Italia hace décadas: usar la ayuda de las regiones septentrionales del país para subsidiar al Mezzogiorno más pobre. Pero un mecanismo de transferencia fiscal permanente es políticamente imposible en la eurozona” (ídem).
Los obstáculos a esta “unión europea de transferencias” no son sólo políticos (sólo hay que imaginar a Merkel tratando de explicar este subsidio directo al electorado alemán), sino económicos: “Se ha discutido el tema de las transferencias directas (¿recuerdan el Plan Marshall?). Pero es probable que cualquier transferencia directa sea demasiado pequeña como para hacer alguna diferencia sustancial, tanto porque las transferencias son muy impopulares [en los países que transfieren, lógicamente.MY] como porque las transferencias grandes podrían amenazar con llevar a las países superavitarios bajo el fuego de los mercados” (“Claim theory – longish and wonkish, The Economist, 3-1-12).
El pronóstico de Roubini concluye con un franco tono ominoso: “Alemania y el BCE no tienen tanto poder como parecen creer. A menos que renuncien al ajuste asimétrico, que concentra todo el sufrimiento en la periferia, y busquen una solución más simétrica, el derrumbe incipiente de la unión monetaria se acelerará, conforme los países periféricos vayan cayendo en cesación de pagos y abandonen la moneda común. A menos que la región avance hacia una mayor integración económica, fiscal y política (siguiendo una hoja de ruta con recuperación a corto plazo del crecimiento, la competitividad y la capacidad de financiamiento), es indudable que la deflación recesiva conducirá a una ruptura caótica” (“La caída…”, cit.).
Los peligros que acechan a la UE y el euro son innumerables, y el ataque puede venir de cualquier parte. En verdad, “el gatillo más probable para la desintegración del euro es imposible de conocer, pero hay abundantes candidatos: el fracaso de una emisión de bonos que fuerza a un país al default y envía la onda expansiva a través del sistema bancario europeo (…); un desacuerdo entre Grecia y su trío de rescate (la CE, el FMI y el BCE) sobre las condiciones del salvataje (…). Quizá la chispa venga de otro lado: la bancarrota de un banco, nuevos problemas en Portugal, o una cadena de eventos que empieza con Francia perdiendo su AAA y termina con corridas bancarias en toda Europa” (“Beware of falling masonry”, The Economist, 26-11-11).
Pero hoy, el problema principal es Italia, que, como dijimos, es una combinación letal de tamaño y pertenencia al “club del 7%” (la tasa que pagan sus bonos de deuda soberana, equivalente al “riesgo país”).
Si la eurozona logra salir del laberinto griego, le queda el italiano. Aquí más que en ninguna parte se vuelve estéril el enfoque ajustador de Merkel. Italia es el paradigma no del dispendio fiscal, sino de la pérdida de competitividad y productividad del trabajo, que redunda en un crecimiento raquítico o nulo. Y las medidas de ajuste fueron lanzadas por un “tecnócrata” no elegido por nadie. Por ende, “si los argumentos económicos no convencen a Merkel, deberían hacerlo los argumentos políticos (…). Monti, por el momento, tiene apoyo de los votantes y de los partidos políticos principales (que, naturalmente, prefieren que otro se encargue de imponer austeridad y reformas estructurales). Pero el consentimiento democrático para medidas tan duras se sostiene sobre la posibilidad de mostrarles a los italianos que terminarán beneficiándose (…). Monti dice que ya está creciendo el resentimiento contra Alemania como ‘cabecilla de la intolerancia europea’. Y para el euro, una revuelta populista en países deudores es la mayor amenaza de todas. Merkel debería recordarlo” (“Salve Italia”, The Economist, 21-1-12).
La responsabilidad de Alemania (y Merkel) es aún mayor tras la baja de categoría de Francia y otros ocho países, incluido Austria, también AAA (lo que muestra, de paso, que para Standard & Poor’s el problema no es tal o cual país, sino toda la eurozona). La importancia simbólica de esto es casi mayor que la económica: la disparidad de los dos socios mayores de la eurozona es ahora más visible que nunca y legalmente sancionada. El “duopolio” ya no es tal.
Pero esto sólo augura más problemas para lograr una solución más equilibrada: “Los alemanes saben lo que no quieren: transferencias a países pobres, eurobonos, un BCE prestamista de última instancia. Pero es más difícil distinguir cuál es la visión sobre Europa detrás de la consigna de ‘unión de estabilidad’ (…) Los alemanes dominan por defecto, no por elección. Merkel habla de ‘una Alemania fuerte en una UE fuerte’. Pero hoy Alemania es fuerte sobre todo porque el resto de la UE es débil” (“And then there was one”, The Economist, 21-1-12).
Un paper de Jean Pisani-Ferry atribuye la fragilidad insanable del diseño de la eurozona a una “trinidad imposible” de su estructura: no tiene mecanismos de mutualización de deuda, no hay apoyo monetario del BCE a los estados nacionales y hay un circuito de retroalimentación entre deudas soberanas inestables y bancos. Salvar el euro implica quebrar estas restricciones, al menos en parte.
Pero eso va contra todo el catecismo alemán. Y para colmo, una parte importancia de la ubicación política de Merkel es sumamente parroquial, con el ojo puesto en su electorado. Y sucede que “para muchos alemanes, en su relativo bienestar, la crisis aún se percibe distante, incluso abstracta. Esto significa que la prioridad de Merkel va a ser limitar las pérdidas para Alemania. Incluso el lento hundimiento de Francia puede no conmoverla hasta que sea demasiado tarde. Merkel hizo más de un ajuste de rumbo en los últimos dos años. Pero su tendencia a cambiar recién a último momento arriesga ser el desastre para todos” (ídem).
De esta manera, la esfera política se pone en la escena de manera imposible de separar de la evolución de la economía. Y tanto a Merkel como a los demás líderes del capitalismo europeo les falta pasar una prueba que hasta ahora no han tenido pero que se avecina inevitable: la de la reacción del movimiento de masas, la prueba de la lucha de clases.
3.4 El fantasma de los años 30 y las tendencias a la desglobalización
Fue en los años 80 cuando comenzó a desarrollarse el proceso de mundialización o globalización del capitalismo. Pues bien, en el marco de la crisis global, por primera vez en 30 años (en verdad, por primera vez desde la segunda posguerra), asoma en el horizonte, como posibilidad o como elección, la desglobalización.
Por supuesto, los liberales de todos los colores chillan escandalizados, y con razón: la historia del capitalismo es la historia de la expansión permanente de sus fronteras, de la extensión de las relaciones del capital a más regiones, más países, nuevos sectores sociales antes gobernados por relaciones más tradicionales, simples o primitivas. Para ellos, es impensable que el orden capitalista dé pasos atrás en ese movimiento omniabarcador.
No obstante, en la medida en que la crisis europea no se resuelva, e incluso se profundice, es inevitable que tanto sectores de la burguesía como de las masas empiecen a dirigir la mirada a opciones que no están en el menú neoliberal globalizador. Los principios del mercado son muy bellos, pero la necesidad puede tener cara de hereje.
Cada convulsión de la crisis da nuevo impulso a proyectos políticos y económicos proteccionistas. La coherencia y organicidad que aporta en términos económicos la globalización, el camino de las “reformas estructurales”, puede terminar transformándose en desestructuración social y caos político. El orden capitalista no puede evitar que los carriles de la política y la economía marchen separados; es parte de su naturaleza social.
Las señales de hartazgo de amplios sectores de la población con la dieta permanente de ajuste, flexibilización y mercado son múltiples, como ilustra de manera espectacular el movimiento de los “indignados”. Pero incluso en sectores de la propia burguesía cunde el desánimo respecto de esas fórmulas, tanto mayor cuanto menos orgánico es el sector en cuestión.[16]
La principal fuerza pro globalización es hoy la burguesía alemana. También la inglesa, pero ésta, luego de la cumbre de Bruselas en diciembre, ha quedado prácticamente en el borde exterior de la UE. Los otros socios más liberales de la UE, incluida Gran Bretaña, no pertenecen a la zona euro.[17] Entre los 17, ya son mayoría los que tienen serios problemas y, cautelosamente, empiezan a buscar alguna fórmula intermedia entre el reino del mercado capitalista sin traba alguna y pegar el portazo aislacionista.
Por ejemplo, el candidato del PS en Francia, François Hollande, aunque evidentemente no tiene previsto patear ningún tablero, no tiene más remedio que apelar a la vena estatista y proteccionista para atraerse el favor de un electorado descontento con Sarkozy, que es mayoría. No es el único, ya que a su vez, “para consolar a los ciudadanos franceses, Sarkozy ha empezado a hablar de la integración de la eurozona como un escudo contra la globalización y la agresividad de los mercados financieros” (“Britain, not leaving but falling out of the EU”, The Economist, 9-12-11).
Si el reverso económico de la globalización y las reformas liberales es el proteccionismo y el estatismo, el reverso político de unirse a la globalización es, en Europa, la desconfianza contra lo que es visto como la avanzada de la globalización en el continente: la misma Unión Europea, Bruselas… y Berlín. Crecen los recelos nacionales y la xenofobia (tanto agresiva como defensiva), y afloran viejas discordias que parecían sepultadas en las doradas épocas de la eurofelicidad.
El “proyecto Europa” es ahora crecientemente identificado con el capitalismo liberal, el gobierno de los burócratas y la renuncia a cada vez más elementos de soberanía, lo que no puede dejar de estimular tendencias chauvinistas. Uno de los golpes más duros a la UE es la constatación de que las diferencias de tamaño y prosperidad de los países que la componen, lejos de ir reabsorbiéndose lenta e insensiblemente (ilusión que los primeros años del euro alimentaron), se profundizan. Y lo peor es que ya han tomado estado público varios proyectos que sancionan negro sobre blanco esa disparidad, y proponen membresías “con niveles”. En vez de la “igualdad ante la UE”, se alienta el reconocimiento de irritantes privilegios y obligaciones. El creciente desprecio de los socios grandes o “sanos” por los socios “problemáticos” es tan indisimulable como el resentimiento de éstos contra aquéllos.
En 2012, ya existe una arena en la que estas tendencias pueden encontrarse: la “unión fiscal y presupuestaria” resuelta en diciembre y que debe ratificarse en marzo. “Aunque el acuerdo fue saludado como el epítome de la solidaridad europea, es más probable que provoque conflictos. La cumbre enfrió la idea de los eurobonos (…). En cambio, se impone el ajuste casi íntegramente sobre los países con déficit, garantizándoles que será largo y doloroso. Si en los próximos años los gobiernos electos [¿y los no electos, como los de Grecia e Italia? MY] que imponen austeridad agitan el descontento social, quienes los obligan desde afuera se convertirán más pronto que tarde en blanco de la ira popular. (…) En toda Europa se murmura que Alemania, que ha obtenido pingües beneficios con el euro, le está exigiendo demasiado a todos los demás” (“A comedy of euros”, The Economist, 17-12-11).
Como vimos, hasta el mismo Mario Monti, soldado incondicional de los mercados y la globalización, que además carece de toda base política propia, se atrevió a jugar esta carta política contra las presiones excesivas de la Merkel. Es de imaginar los extremos a los que puedan llegar políticos a la vez menos orgánicos del capital y con más sustento en la población.
Sin llevar la comparación más allá de lo que corresponde, ya es un lugar común de la prensa capitalista puntualizar las alarmantes analogías entre el proceso europeo actual y la crisis de los años 30, en varios planos.
Más allá de la evidencia del impacto global de la crisis capitalista en ambos períodos, un elemento común de la Europa de entonces y la de ahora es la rigidez monetaria: en el estándar oro en los 30 y en el euro hoy no hay posibilidad de “flotación”. Y por ende, no existe prestamista de última instancia, lo que vuelve a todo el sistema más vulnerable. El estándar oro debió ser abandonado, pero la recuperación inicial que permitió fue a costa de barreras comerciales que, a su vez, terminaron aislando las economías. En vez de un sistema europeo frágil había una suma de fragilidades nacionales.
El siguiente repaso del aspecto financiero de la crisis de los 30 en Europa muestra paralelismos evidentes, sólo que en la actualidad la víctima tiene el papel de victimario. Es tan interesante que justifica ser citado in extenso: “En 1931, la caída del banco más grande Austria, Credit Anstalt, disparó una pérdida de confianza en los bancos que se difundió rápidamente. Cuando la presión llegó a Alemania, los líderes de las economías más importantes se reunieron una y otra vez para discutir la posibilidad de asistir a la economía asediada. Pero Francia, en particular se opuso a cualquier reducción de la deuda y las reparaciones de guerra alemanas. Reconociendo que la ausencia de un prestamista de última instancia aliemntaba el pánico, el titular del Banco de Inglaterra, Montagu Norman, propuso la creación de un prestamista multilateral; un fondo de 250.000 millones de dólares, que pudiera apalancarse hasta 750.000 millones y con facultades para prestar a gobiernos y bancos. El plan, probablemente demasiado modesto, no llegó a ninguna parte porque Francia y EE.UU., poseedores del oro que hacía falta para el fondo, no quisieron. Entonces empezó a caer el dominó. Sólo dos meses después de la bancarrota del Credit Anstalt cayó uno de los bancos grandes alemanes, el Danatbank. El gobierno se vio obligado a introducir controles de capitales y suspender los pagos en oro, sacando de hecho la moneda del patrón oro. La economía alemana colapsó y comenzaron los horrores de los años 30. (…) Todo esto suena aterradoramente familiar, si bien ningún país europeo está por elegir a otro Hitler. (…) La austeridad trae consigo un círculo vicioso de menos producción, menos demanda interna y alto desempleo. Esto impacta en la recaudación, mantiene alto el déficit y socava la confianza en los bancos y la deuda soberana” (“There could be trouble ahead”, The Economist, 10-12-11).
Ya hemos visto que en los países más amenazados, la fuga de capitales (y la consiguiente restricción adicional de moneda circulante) ya ha comenzado. La salida del euro de algún país de la eurozona se hace cada vez más inminente, y amenazará en seguida que otros sigan su ejemplo.
Pero aun antes de que eso suceda, y ante la desesperada carencia de dinero “bueno” para atender obligaciones, los gobiernos pueden decidir emitir una protomoneda de circulación local: “En un país de la eurozona devastado, esa moneda circularía con un cierto descuento respecto de los euros, adelantando la futura devaluación. Para evitar más salidas de capitales, un gobierno debería aprobar una ley obligando a hacer todas las operaciones financieras en una nueva moneda, a una tasa de uno a uno respecto del euro. Esa nueva moneda entonces ‘flotaría’ (es decir, se hundiría) por debajo del euro abandonado. La magnitud de la devaluación equivaldría al grado de default efectivo del país contra sus acreedores. Los pocos que queden en el euro (Alemania y algunos otros países acreedores) quedarán en desventaja competitiva frente a las monedas más baratas de su entorno. Además de imponer controles de capital, los países podrían retroceder hasta la autarquía, por medio de tarifas de comercio punitivas” (“Beware of falling masonry”, The Economist, 26-11-11).
De más está decir que este “retroceso a la autarquía” sería el fin, o el comienzo del fin, del mercado único capitalista más numeroso en países, más desarrollado económicamente y más influyente políticamente: el de la UE. Las consecuencias de semejante proceso en la economía mundial y en el curso, hasta hoy ininterrumpido, de la globalización capitalista son incalculables. Con mayor motivo cuanto que la onda expansiva no se limitará a los intercambios comerciales y financieros, sino que cambiaría definitivamente el mapa político y de la lucha de clases mundial, cuya actualidad trataremos seguidamente.
4. La hora de la rebelión en Europa
La crisis europea no sólo está cambiando la geografía económica y financiera que parecía sólidamente establecida, sino que ya ha dado lugar a procesos políticos que han dado la vuelta al mundo. En la senda de las revueltas de la “primavera árabe” y a caballo de la puesta en marcha de los planes de austeridad, el movmiento de masas europeo, cuya última señal de vitalidad a nivel continental había sido el desarrollo del movimiento antiguerra en 2002-2004, ha generado fenómenos nuevos.
Seguramente el más espectacular por su impacto mediático y su velocidad de propagación es el movimiento de los “indignados”, nacido en España pero que rápidamente sentó sus reales en casi todos los países europeos y más allá. Con la juventud desilusionada y excluida como protagonista, trataremos las fortalezas y debilidades de este fenómeno más abajo.
El otro factor que ha empezado a ponerse en escena, y que de confirmar su ascenso puede dar un vuelco decisivo a toda la situación política europea y mundial, es el movimiento obrero. Aun arrastrando fuertes inercias y problemas, la apuesta a su desarrollo es decisiva para todos lo socialistas revolucionarios que aspiramos a poner en pie una alternativa global al desastre capitalista. Esta ubicación cobra nueva importancia ante la eventual y lamentable defección de importantes corrientes de la izquierda europea.
Trataremos aquí en primer lugar algunos rasgos generales de la situación política, luego la situación social, con énfasis en la juventud, y finalmente los citados desarrollos y debates sobre el movimiento obrero.
4.1 Los peligros de un régimen monocolor en política económica
Un rasgo que solía caracterizar a los países atrasados era su volatilidad política, la inestabilidad e imprevisibilidad de su desarrollo institucional. Pues bien, desde el comienzo de la crisis Europa está empezando a adoptar esos rasgos. Varios países vieron cambios de gobierno en el último año, como Irlanda, Eslovaquia, Portugal y España. Los más traumáticos, claro está, fueron los casos de Grecia e Italia, cuyos gobiernos cayeron en rápida sucesión, sin elecciones de por medio y reemplazados por “técnicos apolíticos”. Eso sí, con el apoyo del conjunto de las fuerzas políticas, que ven desde afuera cómo ex ejecutivos de Goldman Sachs o el BCE hacen el trabajo del que ellas no parecen capaces.
Por supuesto, esto no agrega fusibles al régimen político sino que los reduce dramáticamente: “En un primer momento, estos ‘gobiernos de unidad nacional’, que incluyen desde la “izquierda” socialdemócrata y los stalinistas reciclados hasta los partidos conservadores o directamente fascistas, pueden tener mayor fuerza política para aplicar las medidas de ajuste salvaje (…) Pero el rechazo y la resistencia que tarde o temprano van a generar los ajustes van a caer ahora sobre el conjunto de las fuerzas políticas del régimen, comprometidas directamente en esos gobiernos. Así, pueden casi desaparecer las alternativas de recambio dentro del sistema (…) Hasta ahora (…) la burguesía europea ha logrado que el péndulo político oscile en la limitada trayectoria de la alternancia centroderecha-centroizquierda. Pero esa alternativa se va desgastando y deslegitimando. Y los nuevos gobiernos van a contribuir aún más a eso” (Claudio Testa, “La nueva ‘eurodemocracia’: el gobierno directo de los bancos y corporaciones”, Socialismo o Barbarie, 15-11-11).
El desgaste de los gobiernos excede las fronteras ideológicas y es universal: sencillamente, quien está al frente del Ejecutivo es visto como inoperante, como enemigo del pueblo o ambas cosas. Una encuesta continental del diario británico The Guardian revela que sólo el 14% de los europeos conserva “alguna” expectativa en sus gobiernos respectivos; un 78% tiene pocas o ninguna. Y la encuesta fue hecha antes de la profundización de la crisis griega y la caída de Papandreu.
Ni siquiera la propia Merkel, al frente del país que lidera la economía y la política europeas, sale bien parada. Pese a todos sus esfuerzos para manejar la crisis europea sin chocar con los prejuicios de sus votantes, su partido perdió 6 de las últimas 7 elecciones locales, algunas muy importantes. Inclusive, en Alemania se está dando un fenómeno a contramano del resto de Europa. Mientras en los demás países los regímenes son en general bipartidistas, y los programas y políticas de ambas fuerzas se hacen cada vez más indistinguibles, en Alemania hay una lenta pero continua evolución de un sistema cuasi bipartidista a una mayor complejidad, con el crecimiento de varias minorías, Es decir, hay una tendencia a una fragmentación del espectro político electoral (BAE, 29-9-11).
El escepticismo que indica la encuesta de The Guardian obedece sobre todo a dos factores. El primero es, por supuesto, que todos los políticos de todos los signos parecen decir variaciones de lo mismo, con mayor o menor disfraz “populista” o “nacionalista”. Y los resultados positivos prometidos no se ven. La sensación general es que los políticos tradicionales, cuando actúan en vez de dejar simplemente que las cosas pasen, sólo exacerban los problemas.
La práctica de los gobernantes respecto de la gravedad de la situación parece oscilar entre dos extremos: o un estado de total negación (“todo va bien, no hay de qué preocuparse”) o el chantaje a las masas vía la amenaza del Apocalipsis (“si no aceptan lo que propongo…”, y a continuación una larga lista de calamidades). Ambas actitudes, sobre todo la primera, colman la paciencia de la burguesía y sus voceros.[18]
El segundo factor es que, precisamente a la luz de la incapacidad de los políticos profesionales, ya en dos países se ha pasado alegremente por encima de la ciudadanía y se le ha impuesto un gobierno que carece hasta de la representatividad formal y mentirosa de las instituciones de la democracia burguesa. Como dijo un escandalizado Joseph Stiglitz, el BCE “ha puesto antes los intereses de los bancos que los de los ciudadanos. Las decisiones son tomadas por un grupo secreto de personas, el International Swaps and Derivatives Association (ISDA), la asociación que controla el mercado de los derivados, un grupo de especuladores. ¡Es inaceptable que se confíe la toma de decisiones a un grupo determinado de particulares, sobre todo a éste!” (BAE, 25-11-11).
El verdadero peligro para las burguesías consiste en que, en el fondo, el camino de las “reformas” y de enfrentar el movimiento de masas para arrebatarle, una a una, las conquistas que hacían parte del estado de bienestar europeo, no ha hecho más que empezar. Mientras la crisis del euro se agrava, la terapia de choque contra las masas sólo está en sus primeros escarceos. La caída del nivel de vida, a la que enseguida nos referiremos, es inédita para las últimas décadas pero todavía no catastrófica, y los grandes combates están aún por venir.
Eso es lo que vuelve tan significativas las luchas que ya se están librando. Porque todavía queda mucho aceite de ricino para hacer tragar a las masas, pero la capacidad de absorción del sistema político se está resintiendo a ojos vista: “¿Adónde irán los votantes cuando se hayan hartado de austeridad y reformas? La lección de los años 30 y de las crisis de los países emergentes en los últimos años [una evidente referencia sobre todo a Latinoamérica] es que el pueblo sólo puede soportar austeridad hasta cierto punto. Si la carga se hace demasiado pesada, el sistema político colapsa” (“Destructive creation”, The Economist, 12-11-11).
La clase capitalista de cada país europeo no estará siempre en condiciones de asumir el poder de manera casi directa y sin mediaciones como en Italia o Grecia. Y aun prescindiendo de los molestos mecanismos de la democracia, ¿qué hay para las masas más allá de los partidos burgueses tradicionales y los tecnócratas “cuando se hayan hartado de austeridad y reformas”? Realmente, el panorama es como para que tomen en cuenta el consejo del Economist: tenga miedo.
4.2. La respuesta de la juventud al deterioro social
La crisis europea provee a la vez la base material y la simbólica para el surgimiento y desarrollo de los movimientos de protesta. Material, porque se está corroyendo a pasos acelerados el tejido del estado de bienestar que Europa gozó durante décadas. Y simbólica, porque justamente sobre esa realidad se había conformado un horizonte de expectativas, sobre todo en las generaciones jóvenes, que reciben ahora una desmentida categórica. La reacción de los jóvenes obedece, también, al hecho de que se los ha despertado de un baldazo de agua fría del sueño de la prosperidad europea.
Pasemos revista primero brevemente a las cifras del deterioro social. Sin duda alguna, los jóvenes vienen siendo los más golpeados por el desmantelamiento progresivo de las instituciones de la “Europa de la prosperidad”. Y esto atañe, en primer lugar, a quienes buscan insertarse en el mundo del trabajo.
La desocupación oficial europea es hoy del 10,3%, pero en casi todos los países la desocupación entre los jóvenes (16 a 25 años) más que duplica la tasa general. La desocupación juvenil alcanzó un techo histórico para Europa, con picos como Grecia (45%), España (44%) e Italia (28%).
La cifra griega es particularmente escandalosa cuando se tiene en cuenta que, sobre un país de 11 millones de habitantes, en los últimos 10 años han emigrado 500.000, en su amplia mayoría jóvenes con calificación. Y para la mayoría de los jóvenes con estudios universitarios, el horizonte está fuera de Grecia: 7 de cada 10 tienen como meta la emigración.
En Italia, que viene de una situación relativamente más holgada, el descenso social ha sido vertical. Dos millones de jóvenes no estudian ni trabajan. El desempleo femenino es del 46%. Las distancias entre el norte rico y el sur pobre se han ahondado: de 2007 a 2010, hay un 13% más de nuevos pobres, pero un 74% son del sur. En ese lapso, creció un 81% la cantidad de ciudadanos que piden ayuda ecónomica al Estado. Difícilmente esté en condiciones de otorgarla: gracias a las medidas de austeridad, el fondo para políticas de familia, que era de 185 M€ en 2010, quedará reducido en 2013 a 31 M€, la sexta parte.
El Instituto de Investigación Socioeconómica italiana (Censis) describe a Italia como “un país de viejos donde no se produce el recambio generacional”. Lo cual es lógico, porque no hay forma de ocupar puestos de trabajo que ya no existen: un 67% de los graduados trabaja en una actividad diferente a la de su diploma (Alejandro Di Giacomo, “Italia en derrumbe; los jóvenes, en extinción”, BAE, 20-10-11).
Las perspectivas para España no son justamente las de mejorar su tasa general de 23% de desempleo, la más alta de Europa y todo el mundo desarrollado. Y para los que aún tienen trabajo, lo que les espera en 2012 es salario congelado, aumento de la jornada laboral a 37,5 horas semanales y salario mínimo profesional clavado en 641,40 euros (ya vimos que en Portugal son sólo 485).
El avance de la pobreza que implican estas cifras está dando lugar a fenómenos insospechados incluso en los países europeos que no están tan golpeados. Lo que sucede es que junto con la pobreza y la desocupación, lo que crece de manera obscena es la desigualdad, a un nivel insólito para el continente que siempre se preció de ser el más igualitario en términos de ingresos. Esa iniquidad es uno de los motores más potentes de la indignación.
En Francia y España son furor las ferias de trueque (es decir, intercambio de bienes sin dinero), a la vez que proliferan las casas de empeño, donde la mercancía más vendida (por el público) es el oro, refugio de valor de épocas más prósperas.
En Alemania se está desarrollando una nueva pobreza (y cultura de la pobreza) que sólo remite como antecedente a la inmediata posguerra. Hay miríadas de recolectores de botellas vacías, que se venden a entre 8 y 20 centavos de euro. Ya es una práctica habitual en la clase media hacer una fiesta y después llamar al botellero de confianza para que se lleve los envases. Es la base del ingreso de muchas de las 400.000 personas que viven en la calle. Pero las que se alimentan en comedores públicos diariamente llegan al millón.
En Gran Bretaña, despertó indignación general un informe oficial que desnuda el crecimiento de la desigualdad. Se trata, simplemente, de la tasa de mortalidad, que en los condados pobres promedia las 1.500 personas cada 100.000 habitantes. Para tener una medida, países africanos pobrísimos como Botswana y Ruanda tienen una tasa de 1.452 y 1.427 respectivamente. En cambio, barrios acomodados de Londres como Chelsea o Kensigton rondaban una tasa de 800, y el consumo de artículos de superlujo es el boom del momento.
La tasa de desigualdad británica (medida tanto en ingresos por decil como por coeficiente de Gini) está en alza y ya por encima del promedio de la OCDE. La baja del consumo lleva al cierre de 20 comercios por día, y crecieron exponencialmente indicadores heterodoxos pero reveladores, como las tasas de abandono de mascotas y de intento de fraude al seguro (La Nación, 4-12-11 y 7-1-12). Una manifestación inconsciente, espasmódica, pero profunda de esta realidad fueron los “riots” en Londres en agosto pasado, donde se combinaron motivos sociales y raciales (imposibles de separar, por otra parte).
Este breve pantallazo es sólo una pálida muestra del deterioro de los estándares de vida, desde la cotidianeidad más llana hasta las aspiraciones de más largo plazo. Es sobre este telón de fondo que tiene lugar el hartazgo, la impotencia, la protesta, la decisión de pelear por un futuro que se les ha arrebatado de las manos. En una palabra: la “indignación”.
El movimiento de protesta social protagonizado por los jóvenes con el nombre (iniciado en la Puerta del Sol de Madrid y pronto universalizado) de “indignados”, como señalamos, pasó al primer plano del mapa político del mundo. Conoció réplicas en los países más disímiles y remotos, inspiró un movimiento semejante en EE.UU. (“Occupy”) y su símbolo, el manifestante, fue considerado “personaje del año” por la revista Time (como en su momento lo fueron, por ejemplo, Hitler y el ayatollah Khomeini). Su llamado a una manifestación internacional movilizó el 15 de octubre pasado a millones de personas en cientos de ciudades de todo el globo.
En otras oportunidades nos hemos referido a los alcances y límites de la protesta de los indignados (ver en particular la declaración de la Corriente Internacional Socialismo o Barbarie del 23-5-11). Siendo un fenómeno inmensamente progresivo, es también poco orgánico, heterogéneo social e ideológicamente, y sus acciones son a veces una mezcla de radicalismo e ingenuidad (aunque otras se orientan en un sentido más explícitamente anticapitalista, como el bloqueo del movimiento Occupy a varios puertos de EE.UU.). Además, le falta establecer lazos más consistentes con los trabajadores organizados, especialmente cuando éstos están en lucha.
Sin embargo, ninguna de estas debilidades justifica un enfoque sectario o paternalista respecto del movimiento, como ha sucedido con varias organizaciones trotskistas, por ejemplo. Una cosa es no ceder a los prejuicios “antipolíticos” que a veces tiene el movimiento y dar una pelea por orientarlo en un sentido más anticapitalista y solidario con los trabajadores, y otra muy distinta es ir hacia él como quien da cátedra, retirándose ofuscado cuando éste prefiere hacer caso omiso de quienes van a darle lecciones.
En todo caso, el desafío para los marxistas revolucionarios es intervenir en este muy progresivo fenómeno político para impulsar su desarrollo en una dirección más consciente y consecuentemente anticapitalista, hacia la confluencia del movimiento juvenil con la lucha de los trabajadores organizados. Naturalmente, esta evolución no está garantizada (ni descartada) de antemano; dependerá, en buena medida, de la respuesta más de conjunto de las masas ante el ataque de los ajustadores neoliberales y de que el movimiento obrero afiance las señales de revitalización que ya está dando en el marco de la crisis.
4.3 Asoma el movimiento obrero (y los debates sobre él)
Hasta cierto punto, el protagonismo de los jóvenes y la importancia simbólica de las plazas “políticas” (los grandes ejemplos de 2011 han sido la Plaza Tahrir de El Cairo, la Puerta del Sol madrileña y, en menor medida, el Zuccotti Park de Nueva York) es un sucedáneo del espacio que aún no ha ocupado el movimiento obrero en los centros fabriles, salvo excepciones de importancia pero episódicas.
No obstante, cabe hacer dos señalamientos. Primero, la profundidad del ataque al nivel de vida de las masas que representa la “unión presupuestaria” hace claro centro en los asalariados, sobre todo (pero de ninguna manera únicamente) los estatales. Es justamente este sector el que más ha dado señales de salir a responder y enfrentar el ajuste, sobre todo en Grecia, Italia y (novedad muy importante) el Reino Unido. Y segundo, todavía está pendiente pero empieza a dar pasos la “sinergia” entre las luchas de trabajadores y las del movimiento juvenil, en la medida en que éste logre mantenerse y adquirir cierta organicidad. Algo que representa todo un desafío en las condiciones de “licuefacción social” y posmodernismo ambiente que se dejan sentir de manera particular en el Viejo Continente.
En Gran Bretaña, luego de una gran manifestación en marzo y una huelga de varios sindicatos del sector público en agosto, el 30 de noviembre se dio la huelga más grande que viera el país desde la huelga general de 1926. Aunque todavía el peso mayor lo tienen los sindicatos de trabajadores del Estado, no de la industria, se trata de un gran paso adelante en uno de los países que venía más atrás en cuanto a la acción de los trabajadores (no así el movimiento antiguerra, que fue muy masivo, aunque luego no tuvo continuidad).
Por otro lado, tanto Grecia como en menor medida Italia y también Francia se ven sacudidas periódicamente por grandes huelgas y/o manifestaciones de trabajadores, pero el denominador de todas estas luchas es que siguen controladas por una anquilosada y corrupta burocracia sindical. La táctica es la de siempre: descomprimir la presión desde abajo con paros generales, por lo general de 24 horas, sin continuidad alguna y que definitivamente son insuficientes para cuestionar de manera integral y decisiva los plan es de austeridad.
Este déficit es tanto más notorio cuanto que la burguesía se muestra resuelta a implementar los ajustes cualquiera sea el costo social y político… mientras no se le muestre que ese costo puede ser realmente imposible de pagar.
En este punto, se abre un debate con diversas corrientes que postulan (por enésima vez desde los 80, siempre con argumentos renovados) la impotencia fundamental de la clase trabajadora para ser el punto de apoyo de una alternativo al capitalismo. En Europa (y en otras partes) proliferan las voces que dan por saldado el debate sobre los “sujetos sociales transformadores”, si no a favor de alguno en particular, sí en contra de la clase obrera. Es así como la idea de la centralidad del proletariado (sea como fuere que se lo defina hoy, y está claro que toda definición debe dar cuenta de los recientes desarrollos) ha pasado a ser “pasada de moda” o “arqueológica”, en beneficio de nuevas fuerzas sociales que en general nadie se molesta en definir muy bien.
La primera oleada de esta “novedad sociológico-política” vino con el movimiento “altermundializador” nacido en Seattle, que dio origen al llamado autonomismo. En América Latina brotaron como hongos los movimientos indigenistas de más diverso tipo; en Europa, por razones obvias, se necesitó una búsqueda más sutil. Así asomaron la “multitud” de Paolo Virno, la “resistencia social” y otros sujetos igualmente gaseosos.
El desarrollo de las nuevas tecnologías de comunicación y las redes sociales potenció ciertas “utopías informáticas”, y se anunció el advenimiento de nuevas formas de organización política y social “en red” y un sinfín de elaboraciones superficiales por el estilo.
La rebelión en el mundo árabe ayudó a poner los pies sobre la tierra a unos cuantos. Era evidente que las masas que ocuparon la Plaza Tahrir durante semanas y enfrentaron, con cientos de muertos, la represión del régimen de Mubarak, por más que pudieran convocarse por Twitter, obedecían a un patrón de revuelta social mucho más clásico y muy poco o nada posmoderno. Asimismo, aun cuando no ganó los titulares de la prensa, tanto en Egipto como en Túnez la actividad del movimiento obrero organizado cumplió y sigue cumpliendo un papel de primer orden en el proceso de lucha de clases en esos países.
La inercia y la resaca de, en algunos casos, décadas de escasa o nula actividad combativa no se revertirá de un día para el otro. Pero aquí tenemos también un debate con los compañeros del ex Secretariado Unificado de la Cuarta Internacional, la corriente mandelista, que se ubica de manera a nuestro juicio totalmente equivocada frente a los problemas del movimiento obrero, con un pesimismo orgánico que desarma y paraliza.
El fundador de la corriente, Ernest Mandel, tenía como uno de sus rasgos políticos distintivos el optimismo oportunista que lo hacía ver posibilidades de desarrollo para el trotskismo de la mano de corrientes ajenas al marxismo revolucionario. Así, capituló a las posiciones (y a veces, a las organizaciones) del stalinismo, el castrismo, el sandinismo, los eurocomunistas de los 70, Tito, Gorbachov y sigue la lista. Dentro de su oportunismo proteiforme, al menos Mandel nunca abandonó los lineamientos más básicos del marxismo revolucionario.
Tras su muerte en 1995, ocupó el lugar de principal inspirador de la corriente el intelectual Daniel Bensaïd, que, sin tomar distancia abiertamente de Mandel en cuanto a la estrategia, lastraba un inveterado pesimismo político respecto de la perspectiva revolucionaria, y sociológico respecto de la centralidad de la clase obrera, que tiñó y tiñe toda la “cosmovisión” de la llamada Cuarta Internacional.
Si es posible, a la muerte de Bensaïd (2010) ese curso se profundizó, y la corriente citada se encuentra en una suerte de crisis existencial. Esto es particularmente serio, dado que la organización más importante del mandelismo y la única de cierta influencia, la LCR francesa, se disolvió en el Nuevo Partido Anticapitalista (NOA), cuya evolución se trabaja en detalle en el texto de Roberto Ramírez en esta edición.
Se trata, pese a todos sus problemas, de una fuerza que aglutina a buena parte de los marxistas revolucionarios de Europa. Y por ende, su ubicación política frente a la crisis y las tareas que ésta demanda tienen particular importancia.
Al respecto, es ilustrativo el reciente texto de François Sabado (uno de los principales dirigentes de la corriente) “Notas para la preparación de la discusión del Comité Internacional”.
Se diagnostica correctamente que “en Europa la crisis [mundial] puede tomar formas de crisis de hundimiento. El fondo es su postura de debilidad en la competencia mundial. (…) Para responder a la competencia mundial, las clases dominantes europeas quieren liquidar lo que queda de ‘modelo social europeo’. Todavía queda mucha cosa social, hay que desmantelarla. Es la explicación de la ofensiva especulativa sobre los mercados europeos. (…) Los ‘mercados’ (…) exigen el aumento de la tasa de plusvalía por la baja de los salarios, la liquidación de la seguridad social y el aumento del tiempo de trabajo. De ahí la brutalidad de las políticas de austeridad –adaptarse al mercado mundial de la fuerza de trabajo marcada por las relaciones sociales de las potencias emergentes–, lo que implica el descenso del poder adquisitivo de 10 a 15 puntos para los próximos años” (F. Sabado, cit.).
Los problemas aparecen, en primer lugar, en el plano programático respecto de la crisis europea. Se habla al pasar de “retomar la perspectiva de los Estados Unidos Socialistas de Europa”, lo cual es, desde ya, la única mirada estratégica posible desde el punto de vista del marxismo. Pero esta visión debe dejar en claro desde el principio que ninguna de las instituciones clave de la UE actual tienen la menor utilidad para avanzar en ese sentido. No puede haber ambigüedad alguna al respecto, planteo que el mandelismo no siempre respetó. En efecto, en anteriores discusiones respecto del futuro de la UE, y con la excusa de “no hacer el juego a la derecha antieuropeísta”, se ha jugado a veces a las escondidas respecto de la estructura presente de la UE con el concepto de “Europa social”. La única “Europa social” posible es la Europa socialista, es decir, una Europa unificada bajo el poder de la clase trabajadora, en lucha implacable contra los capitalistas y contra la “Unión Europea” burguesa.
Es esta claridad estratégica la que falta cuando se plantea “combinar una política de ruptura con la UE, de desobediencia de los tratados, y no de reforma de la UE. El problema está en saber qué proponemos ante esta crisis de Europa: la desmundialización, el proteccionismo nacional o europeo, la salida del euro o bien la ruptura y un proceso constituyente con una nueva política internacionalista social, democrática al servicio de los trabajadores” (ídem). Este “internacionalismo social y democrático” es un espécimen de sexo indefinido si no se lo ancla claramente con una política de clase.
Se menciona que parte de la izquierda griega pide la salida del euro dentro de un programa anticapitalista. No se explica si esto es atinado o no; más bien, se lo atribuye a “las tradiciones nacionalistas históricas de la izquierda griega”. Esta manera de encarar el problema corresponde, en todo caso a la tradición vacilante y la política del avestruz del neomandelismo, como ya hiciera con Cuba (ver al respecto el texto de R. Ramírez en la edición anterior de Socialismo o Barbarie).
Pareciera que salir del euro es un pecado de leso europeísmo. Pero la moneda única, tal como está en vigencia hoy, es todo lo contrario de un instrumento de unidad de Europa. En cambio, constituye una camisa de fuerza neoliberal que incubaba contradicciones que no podían dejar de estallar como lo están haciendo, y es el más alto ejemplo de la incapacidad de la burguesía europea para unificar Europa, que el propio Sabado reconoce.
De todas maneras, el punto más serio, el que abre paso a la “crisis existencial”, no es la evaluación del campo enemigo sino del propio: “En este contexto ¿cuál es la situación del movimiento obrero, de la izquierda? En esta etapa, tras más de cuatro años de crisis, no hay respuesta a la altura de los ataques capitalistas, aunque la crisis provoca reacciones, resistencias, luchas, huelgas, casi situaciones pre-revolucionarias como en Grecia. (…) Más aún, se puede decir que desde el inicio de estas crisis capitalistas jamás había ocurrido que hubiera al mismo tiempo una crisis tan profunda del sistema capitalista y un movimiento tan débil frente a este tipo de crisis, con la excepción de las coyunturas en las que el movimiento obrero es liquidado por el fascismo o las dictaduras militares” (cit.).
Cuesta creer lo que uno lee, pero está escrito: peor que lo que se vive ahora, sólo el aplastamiento bajo la bota fascista. En ese momento histórico estamos: una de las noches más negras para el movimiento obrero. La impaciencia de Sabado es destacable: parece que si en “más de cuatro años” la clase obrera no reaccionó, jamás lo hará. Él también haría bien en seguir el consejo de revisar la historia de la década del 30…
Y que no se crea que se trata sólo de Europa. La hecatombe del proletariado es universal: “Las contrarreformas liberales, desde el final de los años 70, a escala mundial han provocado un proceso de reestructuración de la fuerza de trabajo, su individualización, su precarización, el retroceso de los derechos colectivos, el debilitamiento de las organizaciones sindicales. La desindustrialización ha liquidado decenas de concentraciones obreras, sin contar el sector llamado informal. Los obreros y empleados forman más del 60% de la población activa, pero no existe la misma estructura social. En China u otros países de Asia, la industrialización conduce a una expansión sin precedentes del proletariado, pero no estamos más que al comienzo de organización de movimientos independientes de los asalariados y, ahí también, en esta etapa, no hay sincronización de los sindicatos o asociaciones o partidos en Europa, EE.UU. y Asia. Hay retrocesos en el Oeste y solamente inicios frágiles en el Este” (ídem).
El mandelismo histórico era conocido (y criticado) por lo que Nahuel Moreno llamaba el método de las sumas y restas: cuando había que aborda un fenómeno nuevo o difícil, se apilaban factores positivos y negativos que terminaban dejando el fenómeno sin definición global (aunque diera cuenta de las contradicciones). Pues bien, el mandelismo actual presenta un cambio importante: la resta es siempre más grande que la suma, por lo que el resultado final es invariablemente negativo. Así lo vemos aquí: empezamos con rasgos generales negativos, sumamos algunos puntos positivos, pero… siempre hay un “pero” más grande que la afirmación anterior.
No nos detendremos aquí a polemizar sobre esta evaluación general del movimiento obrero, tema al que se dedica el texto de Roberto Sáenz en esta edición. Sólo dejaremos sentado que la base del pesimismo secular del mandelismo de hoy es esta valoración de que la clase obrera actual es una que dejó de ser la del “ciclo histórico” iniciado en el siglo XIX, pero todavía no llega a ser nada, salvo una masa poco menos que amorfa de asalariados sin organización ni tradición.
También en el plano político se verifica la operación “en general todo está mal; hay alguna pequeña cosita que avanza, pero mucho menos que todo lo que se retrocede”. No hay exageración: “Hay nuevos movimientos como los indignados, pero hay un desfase entre la explosividad de la situación y la traducción política, orgánica, de esos movimientos: no hay reforzamiento de los sindicatos, de los partidos reformistas, de la izquierda radical, de la izquierda revolucionaria o de corrientes de izquierda en las organizaciones o incluso no emergen nuevas organizaciones. Hay nuevas formas de organización, pero por ahora son muy inestables” (ídem).
Al margen de lo aburrido que es leer una larga lista de calamidades, uno se sorprende de que Sabado ponga bajo el mismo signo que no haya “reforzamiento de los partidos reformistas y la izquierda revolucionaria”, como si no hubiera cierta incompatibilidad entre ambos polos. O tal vez lo que quiere decir Sabado es que la situación está tan a la derecha que no crecen ni los reformistas…
A partir de aquí, ya vienen las dudas existenciales y la admisión de que “tenemos más preguntas que respuestas” (sic). Pero las preguntas se formulan de manera tal que casi insinúan las respuestas: “¿No ha terminado un ciclo histórico para el movimiento obrero europeo tal como ha estado configurado desde fines del siglo XIX y a lo largo del XX? ¿La globalización y la crisis del Estado-nación no socavan la base de los partidos y sindicatos tal como han sido constituidos en el curso de decenios? (…) ¿Qué implicaciones tiene reformular un programa de transición? ¿Retomar la discusión sobre la democracia, las relaciones entre democracia directa y democracia representativa, entre democracia en las fábricas y la de las comunidades? ¿Y sobre los ejes estratégicos de una conquista del poder por los trabajadores, o sea, las grandes líneas de un proyecto de emancipación, con el centro en la autoactividad de los trabajadores?” (ídem).
Hoy, al “fin del ciclo histórico”, Sabado no se equivoca en señalar que “lo más probable es que vayan a surgir nuevas organizaciones que habrán tejido lazos con el pasado, pero serán fundamentalmente nuevas y, sobre todo, formadas por nuevas generaciones”.
Pero esto no es motivo de optimismo. Más bien, le produce al mandelismo algo que podríamos llamar “perplejidad estratégica”. Y Sabado responde al desafío de lo nuevo de manera nada dialéctica, cuando sostiene que “los trotskistas (…) nos debatimos entre la vuelta a la izquierda revolucionaria clásica (…) y la presión de organizaciones o corrientes reformistas de izquierda. (…) Nos es difícil tomar toda la dimensión que comporta una reorganización del conjunto del movimiento obrero y social. Tenemos dificultades en definir un proyecto independiente que a la vez nos permita hacer política. Nos es difícil formular un proyecto independiente a largo plazo. Esto lleva también a repensar un programa para el siglo XXI: la Cuarta Internacional ha empezado a reflexionar sobre la necesidad de un nuevo programa ecosocialista. Estamos al principio y ya vemos las consecuencias de la salida de la energía nuclear, por ejemplo”.
Pero ¿es que toda la “refundación del nuevo ciclo histórico de la clase obrera”, de sus “nuevas organizaciones” y de evitar tanto el camino de “la izquierda revolucionaria clásica” (¡Dios no lo permita!) como el del “reformismo de izquierda” termina en el… “programa ecosocialista”? ¿Es eso realmente lo que tiene de novedoso para aportar el mandelismo a los desafíos estratégicos y programáticos del marxismo revolucionaria en medio de la crisis más profunda del capitalismo en los últimos 60 años?
Una cosa es segura: para el mandelismo de hoy, lo único seguro es que la brújula anterior está rota y “navegamos sin cartografía”, como suelen decir los pensadores posmodernos. Para Sabado, la solidez del marxismo revolucionario se desvanece en el aire: “La cohesión programática que teníamos en el siglo pasado, o que quizá creíamos que teníamos, que era la fuerza de los trotskistas, aunque cada corriente a su manera, no puede responder ya a los desafíos del siglo XXI. Estamos ante una cierta pérdida de sustancia programática, política, estratégica. Elementos fundamentales para construir una formación política cuando la aceleración de la historia nos pone hoy en dificultades a los revolucionarios” (ídem).
Recordamos: estamos hablando de la corriente de más tradición, y posiblemente la más fuerte numéricamente, de las corrientes históricas del trotskismo mundial y especialmente europeo. Este lamentable plañido de impotencia, esta verdadera filosofía de la derrota, poco y nada pueden aportarle a las luchas del presente y del porvenir. Sólo cabe esperar que un ascenso del movimiento de masas en Europa conmueva hasta sus cimientos esta organización y la saque a ella o a sus mejores elementos de esta lamentación inane, estéril y autojustificatoria en que está sumida.
Los desafíos que plantea la crisis mundial y europea, el surgimiento de una nueva clase trabajadora, el renacimiento de la lucha de la juventud, las rebeliones que brotan de manera impensada en cualquier región del globo y sacuden en semanas dictaduras de décadas, son de naturaleza vibrante, llenos de posibilidades y contradicciones, inmensamente ricos. En el momento crítico que atraviesa Europa, los marxistas revolucionarios de la Corriente Internacional Socialismo o Barbarie no sufrimos de angustia metafísica alguna por la identidad en crisis, sino que abrazamos con optimismo militante los tiempos apasionantes en los que nos ha tocado vivir… e intervenir.
[1] Claro que, luego del reconocimiento a los éxitos, viene la admisión de los problemas que aquejan a Europa hoy. Dice Krugman: “Pero ese logro se ve amenazado porque la elite europea, en su arrogancia, encerró el continente en un sistema monetario que recreaba la rigidez del patrón oro y que, como el patrón oro en los años 30, se ha convertido en una trampa mortal” (cit.). Y The Economist también deposita la píldora envenenada: “El problema es que semejante gasto está llevando a la bancarrota a los gobiernos, no en menor medida porque las mismas políticas que permiten a los europeos vivir más requieren más gasto en salud y el pago de pensiones por más años” (cit.).
[2] Es irónico que la tasa Tobin, es decir, el impuesto a las transacciones financieras, haya sido prácticamente la única gran bandera unificadora contra el “neoliberalismo” que agitó el reformismo europeo, acompañado de buena parte de la izquierda marxista. La creación de ATTAC, organización semipolítica que fungió como una especie de ONG “de izquierda” para muchos desencantados, se hizo en pos de este solo objetivo, muy resistido en su momento por el conjunto de las burguesías europeas. Que el propio Sarkozy enarbole esta bandera “antineoliberal” da una medida de cómo ha cambiado el panorama europeo (los liberales más acérrimos y euroescépticos hasta tildan a Sarkozy de… anticapitalista).
[3] The Economist describe así el cinismo que tiñe la relación británica con la UE: “El Reino Unido, que se sumó al club en 1973, ve a Europa como una entre varias fuentes de ventajas e influencia nacional. El asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, la pertenencia al G8, unas fuerzas armadas de importancia (aunque en disminución) y los estrechos lazos con EE.UU. y el mundo angloparlante ofrecen otras alternativas. Si para la mayoría [de los miembros de la UE] Europa es una cuestión de destino, para los británicos es una cuestión de frío análisis de costos y beneficios” (“Game, set and mismatch”, 17-12-11).
[4] Esta incompatibilidad puede tener antecedentes más viejos de lo pensado. En un comentario sobre el fallido referéndum griego, se plantea que “la idea de ‘sacarse de encima la deuda con el voto’ parece bastante rara, pero los votantes tienen todo el derecho de hacerlo, mientras acepten las consecuencias. En su libro Grilletes de oro, Barry Eichengreen sostiene que una de las razones por las que cayó el patrón oro después de la Primera Guerra Mundial fue que la mayoría de los países habían pasado a ser democracias. Para asegurar una moneda sana hacían falta dosis regulares de austeridad, pero esto era políticamente imposible una vez que la clase trabajadora podía votar, especialmente cuando los políticos estaban preocupados por la amenaza de la revolución comunista” (“Voting away your debts”, The Economist, 1-11-11). Una prueba adicional de que, una vez que se desembarazan de la política, las masas y la lucha de clases, los esquemas teóricos de los economistas liberales funcionan a la perfección.
[5] Incluso uno de los principales “emergentes” y parte del BRIC, la India, en fecha tan reciente como 2004, vio cómo “los mercados” (en este caso, actuando a través de una catastrófica baja de la Bolsa de Bombay) impedían que asumiera la candidata electa, Sonia Gandhi, en la “democracia” más populosa del mundo. Como su figura y su programa generaban temores en la burguesía, el “golpe de mercado” (y la pusilanimidad de la Gandhi) la hizo renunciar sólo cinco días después de ser electa. En su reemplazo asumió Manmohan Singh, ex ministro de Finanzas designado por el FMI entre 1991 y 1996, que no ofrecía tales problemas.
[6] En el Simposio Económico Global de Kiel, Alemania, en septiembre pasado, Edward Lazear, jefe de asesores económicos de George W. Bush durante la crisis financiera, sostuvo que el efecto de contagio financiero está sobreestimado, y que el problema de los bancos europeos no era la exposición a la interconexión del sistema financiero sino su mala cartera de créditos: “Comparó la crisis con el pochoclo, más que con el dominó. Si la olla está caliente, sacar un grano de maíz no va a evitar que los otros estallen. (…) Por lo tanto, la solución tiene que ser enfriar la olla, es decir, aportar capital a los bancos” (“Is Euroland really facing a Lehman moment?”, The Economist, 6-10-11). Al parecer, el BCE compró la idea en diciembre. Pero falta ver si la creciente ira de las masas ante los recortes a las necesidades básicas para ayudar a los bancos permitirá la continuidad del programa.
[7] Al respecto, alerta The Economist: “Casi se puede oír el sonido de las puertas que se cierran: una tras otra, las fuentes de financiación para los bancos europeos se van cerrando (…). Todavía no hay colas frente a las sucursales bancarias, salvo en Riga, la capital de Letonia. Pero miles de millones de euros escapan del sistema bancario europeo a través de los mercados de bonos y de monedas (…) En el mejor de los casos, el resultado puede ser una restricción crediticia que deje a las empresas sin poder invertir ni pedir prestado. En el peor, algunos bancos pueden quebrar… y disparar corridas bancarias en países cuyas tambaleantes finanzas públicas no los habilitan a respaldar a sus instituciones financieras (…) En los últimos seis meses, los mercados de dinero de EE.UU. se han llevado el 42% de sus inversiones en bancos europeos. Los fondos europeos también han comenzado a reducir su exposición a Francia, Italia y España, según Fitch (…). Hasta ahora, lo que mantiene con vida al sistema es la liquidez del BCE. Sólo uno de los grandes bancos europeos, Dexia, colapsó por falta de financiamiento. (…) El riesgo de todo esto es doble: primero, los bancos pueden dejar de proveer crédito. Hasta cierto punto, esto ya está pasando. Y segundo, lo que es más peligroso, a medida que los bancos se acercan a su límite de financiamiento, uno o más pueden caer, disparando un pánico mayor” (“The screw tightens”, 23-11-11).
[8] La explicación que da la burguesía alemana a la crisis, de orden casi moral, es absurda. Pero remitirse sólo al aspecto financiero del asunto no mejora demasiado las cosas. Nouriel Roubini aporta un elemento importante cuando recuerda que un factor decisivo es “la inestabilidad producto de la inequidad de los ingresos y del peso de la transformación que significó para el mercado laboral 2.500 millones de nuevos trabajadores de China, India, etc. Esto es 20 veces el impacto que tuvieron desde el punto de vista de la competitividad laboral la reinserción de Alemania y Japón en el mundo de posguerra” (en Raúl Ochoa, “Crisis en el cambio de época”, BAE, 11-11-11).
[9] Para darse una idea del consenso que tiene el ataque al sistema de retiro, veamos un ejemplo. El candidato François Hollande, del PS, favorito en las próximas elecciones presidenciales francesas, llenó de indignación a la burguesía con su propuesta de volver a bajar la edad de jubilación a los 60 años. Sólo que Hollande se encargó de aclarar que el único requisito era haber cumplido 41 años de aportes. Para los millones de jóvenes menores de 25 años que no pueden conseguir su primer empleo, esta “generosa” propuesta suena a burla macabra.
[10] The Economist cita a un dirigente sindical que mostraba total confianza en que las instituciones europeas no permitirían un default o una salida de Grecia del euro: “No pueden hacer otra cosa, incluso si vamos a la bancarrota, debido al efecto contagio que tendría en el sur de Europa”, dijo. Esta fe casi supersticiosa teñía la evaluación de la situación que hacían incluso organizaciones de la izquierda trotskista como la OKDE.
[11] El geógrafo marxista inglés David Harvey observa que la “regla dorada” va en contra del proceso mismo de acumulación de capital, ya que la expansión de la deuda siempre ha corrido pareja y se ha retroalimentado con esa acumulación. Para él, elevar al grado de norma constitucional la política económica de limitar el endeudamiento equivale a “votar el fin del capitalismo” (“The vote to end capitalism”, www.davidharvey.org, julio de 2011). Si dejamos de lado el aspecto provocativo de la definición, es muy cierto que la restricción de endeudamiento va a entorpecer la acumulación, demorar el crecimiento y profundizar la recesión.
[12] Aclaración muy necesaria para que los lectores no se mareen con cifras y denominaciones: en castellano, hay una clara distinción entre mil millones (109, es decir, un 1 seguido de 9 ceros), billón (1012, un 1 seguido de 12 ceros) y trillón (1018). El problema es que en inglés (y ha contaminado a toda la prensa económica mundial) se llama “billion” a los mil millones (109) y “trillion” al billón (1012). Entre la confusión en las traducciones y el colonialismo cultural de adoptar denominaciones inglesas cuando las castellanas son preferibles, leer sobre economía en español puede desanimar a cualquiera: los miles de millones, billones y trillones se usan de manera mezclada e indistinta en el mismo artículo y hasta en el mismo párrafo. Las reglas para no perderse son: atenerse al uso del castellano; ignorar el trillón, que no tiene ningún uso en economía (para tener un parámetro, el PBI de todo el planeta es de unos 50 billones de dólares); saber que los billones sólo pueden contarse de a unidades, y recordar que si el número alcanza las centenas, o varias decenas, se trata sin duda de miles de millones.
[13] “La intención es evitar que Grecia se caiga de la eurozona, pero, pase lo que pase, Grecia es un caso excepcional, dicen los líderes europeos, acaso temiendo que no pueda evitarse un default griego o incluso su salida del euro” (“Merkozy rides again”, The Economist, 9-1-12). Cuando las promesas de apoyo incondicional a “todo” miembro de la eurozona empiezan a encontrar excepciones, por bien fundamentadas que estén, los demás países candidatos bien pueden ir poniendo sus barbas en remojo.
[14] Es inútil insistir con que la receta neoliberal clásica estilo FMI es peligrosa y ha mostrado su fracaso en particular en América Latina. Cuando los periodistas de Le Monde diplomatique le señalaron el punto, el impasible Trichet argumentó que, por el contrario, si América Latina ahora podía resistir la crisis global es porque había hecho las reformas estructurales bajo el influjo del FMI, cuyos programas fueron altamente exitosos. Este dogmático delirante ocupó hasta noviembre pasado la silla más poderosa de Europa fuera de los jefes de Estado. Eso sí, reivindica el “apoliticismo” del BCE, y él mismo niega ser un político…
[15] En efecto, si la negociación con los bancos empezó con una quita del 50% y, para determinados títulos y acreedores, ya ronda el 70%, esto es exactamente el resultado de cualquier renegociación de deuda forzada post default, como el de Argentina. Que no se le dé ese nombre es una cuestión política y legal, más que económica. Es el resultado no sólo de los evidentes desequilibrios de la economía griega, sino de un manejo político errático: “El primer rescate [de Grecia] le dio préstamos a tres años a tasas de interés prohibitivas. El último rescate ofreció a Grecia tasas baratas por hasta 30 años, con una quita del 50% a los acreedores privados. Al menos una de las dos opciones estaba equivocada, y puede que ninguna de las dos alcance para salvar a Grecia. Alemanía aceptó de manera tardía la necesidad de que el fondo de rescate fuera más grande y más flexible. Si todo esto se hubiera hecho antes, la crisis se podría haber contenido más fácilmente y a menor costo” (“Europe against the people?”, The Economist, 12-11-11). Cuando se habla de la posibilidad de que la burguesía alemana esté “calculando mal”, se remite a casos como éste.
[16] “La prolongada debilidad económica contribuye a una amplia reevaluación de los valores del capitalismo liberal. Los países que luchan con una demanda escasa ahora intervienen en los mercados monetarios; los suizos están hartos de que su franco se aprecie contra el euro. El Senado de EE.UU. busca castigar a China con tarifas por su manipulación de la moneda. En Europa la agitación producida por la crisis del euro alienta nacionalismos espantosos, algunos de ellos racistas. (…) Las lecciones de los años 30 le ahorraron al mundo mucho sufrimiento económico después del shock de la crisis financiera de 2008. No es demasiado tarde para recordar otras lecciones críticas de la Gran Depresión. Si se las ignora, la historia bien puede repetirse” (“There could be trouble ahead”, The Economist, 10-12-11).
[17] Es sabido que el ala más derechista del Partido Conservador inglés es euroescéptica, por no decir eurofóbica. Reflejan en buena medida los intereses y la atmósfera de la City. Una encuesta entre ejecutivos financieros británicos revela que más de la mitad de ellos cree que los beneficios del mercado único europeo, al que reconocen como el más importante, no compensan el costo de las regulaciones actuales y futuras de la UE y no lamentarían abandonarlo. El factor más desagradable para ellos es político, no económico: si algunos bancos británicos son afectados por la crisis del euro, “con manifestantes acampando en la puerta, los banqueros saben que no pueden contar con la ayuda de los contribuyentes” (“The blitz spirit”, The Economist, 17-12-11).
[18] Aunque a veces exageran a la hora de dimensionar la responsabilidad de los políticos: “En Alemania (…) la gente tiende a creer que de lo que se trata es de la haraganería de griegos e italianos. Merkel debe explicar con claridad que también se trata de los bancos alemanes, y que Alemania enfrenta una elección entre una solución costosa y otra ruinosa. En EE.UU., los republicanos son culpables de obstruccionismo escandaloso y simplificaciones engañosas, mientras Obama alienta la guerra de clases [!!] respecto de la cuestión fiscal. En una época de problemas inmensos, los políticos parecen liliputienses. Ésa es la verdadera razón para tener miedo” (“The world economy: be afraid”, The Economist, 1-10-11).
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1 Claro que, luego del reconocimiento a los éxitos, viene la admisión de los problemas que aquejan a Europa hoy. Dice Krugman: “Pero ese logro se ve amenazado porque la elite europea, en su arrogancia, encerró el continente en un sistema monetario que recreaba la rigidez del patrón oro y que, como el patrón oro en los años 30, se ha convertido en una trampa mortal” (cit.). Y The Economist también deposita la píldora envenenada: “El problema es que semejante gasto está llevando a la bancarrota a los gobiernos, no en menor medida porque las mismas políticas que permiten a los europeos vivir más requieren más gasto en salud y el pago de pensiones por más años” (cit.).
2 Es irónico que la tasa Tobin, es decir, el impuesto a las transacciones financieras, haya sido prácticamente la única gran bandera unificadora contra el “neoliberalismo” que agitó el reformismo europeo, acompañado de buena parte de la izquierda marxista. La creación de ATTAC, organización semipolítica que fungió como una especie de ONG “de izquierda” para muchos desencantados, se hizo en pos de este solo objetivo, muy resistido en su momento por el conjunto de las burguesías europeas. Que el propio Sarkozy enarbole esta bandera “antineoliberal” da una medida de cómo ha cambiado el panorama europeo (los liberales más acérrimos y euroescépticos hasta tildan a Sarkozy de… anticapitalista).
3 The Economist describe así el cinismo que tiñe la relación británica con la UE: “El Reino Unido, que se sumó al club en 1973, ve a Europa como una entre varias fuentes de ventajas e influencia nacional. El asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, la pertenencia al G8, unas fuerzas armadas de importancia (aunque en disminución) y los estrechos lazos con EE.UU. y el mundo angloparlante ofrecen otras alternativas. Si para la mayoría [de los miembros de la UE] Europa es una cuestión de destino, para los británicos es una cuestión de frío análisis de costos y beneficios” (“Game, set and mismatch”, 17-12-11).
4 Esta incompatibilidad puede tener antecedentes más viejos de lo pensado. En un comentario sobre el fallido referéndum griego, se plantea que “la idea de ‘sacarse de encima la deuda con el voto’ parece bastante rara, pero los votantes tienen todo el derecho de hacerlo, mientras acepten las consecuencias. En su libro Grilletes de oro, Barry Eichengreen sostiene que una de las razones por las que cayó el patrón oro después de la Primera Guerra Mundial fue que la mayoría de los países habían pasado a ser democracias. Para asegurar una moneda sana hacían falta dosis regulares de austeridad, pero esto era políticamente imposible una vez que la clase trabajadora podía votar, especialmente cuando los políticos estaban preocupados por la amenaza de la revolución comunista” (“Voting away your debts”, The Economist, 1-11-11). Una prueba adicional de que, una vez que se desembarazan de la política, las masas y la lucha de clases, los esquemas teóricos de los economistas liberales funcionan a la perfección.
5 Incluso uno de los principales “emergentes” y parte del BRIC, la India, en fecha tan reciente como 2004, vio cómo “los mercados” (en este caso, actuando a través de una catastrófica baja de la Bolsa de Bombay) impedían que asumiera la candidata electa, Sonia Gandhi, en la “democracia” más populosa del mundo. Como su figura y su programa generaban temores en la burguesía, el “golpe de mercado” (y la pusilanimidad de la Gandhi) la hizo renunciar sólo cinco días después de ser electa. En su reemplazo asumió Manmohan Singh, ex ministro de Finanzas designado por el FMI entre 1991 y 1996, que no ofrecía tales problemas.
6 En el Simposio Económico Global de Kiel, Alemania, en septiembre pasado, Edward Lazear, jefe de asesores económicos de George W. Bush durante la crisis financiera, sostuvo que el efecto de contagio financiero está sobreestimado, y que el problema de los bancos europeos no era la exposición a la interconexión del sistema financiero sino su mala cartera de créditos: “Comparó la crisis con el pochoclo, más que con el dominó. Si la olla está caliente, sacar un grano de maíz no va a evitar que los otros estallen. (…) Por lo tanto, la solución tiene que ser enfriar la olla, es decir, aportar capital a los bancos” (“Is Euroland really facing a Lehman moment?”, The Economist, 6-10-11). Al parecer, el BCE compró la idea en diciembre. Pero falta ver si la creciente ira de las masas ante los recortes a las necesidades básicas para ayudar a los bancos permitirá la continuidad del programa.
7 Al respecto, alerta The Economist: “Casi se puede oír el sonido de las puertas que se cierran: una tras otra, las fuentes de financiación para los bancos europeos se van cerrando (…). Todavía no hay colas frente a las sucursales bancarias, salvo en Riga, la capital de Letonia. Pero miles de millones de euros escapan del sistema bancario europeo a través de los mercados de bonos y de monedas (…) En el mejor de los casos, el resultado puede ser una restricción crediticia que deje a las empresas sin poder invertir ni pedir prestado. En el peor, algunos bancos pueden quebrar… y disparar corridas bancarias en países cuyas tambaleantes finanzas públicas no los habilitan a respaldar a sus instituciones financieras (…) En los últimos seis meses, los mercados de dinero de EE.UU. se han llevado el 42% de sus inversiones en bancos europeos. Los fondos europeos también han comenzado a reducir su exposición a Francia, Italia y España, según Fitch (…). Hasta ahora, lo que mantiene con vida al sistema es la liquidez del BCE. Sólo uno de los grandes bancos europeos, Dexia, colapsó por falta de financiamiento. (…) El riesgo de todo esto es doble: primero, los bancos pueden dejar de proveer crédito. Hasta cierto punto, esto ya está pasando. Y segundo, lo que es más peligroso, a medida que los bancos se acercan a su límite de financiamiento, uno o más pueden caer, disparando un pánico mayor” (“The screw tightens”, 23-11-11).
8 La explicación que da la burguesía alemana a la crisis, de orden casi moral, es absurda. Pero remitirse sólo al aspecto financiero del asunto no mejora demasiado las cosas. Nouriel Roubini aporta un elemento importante cuando recuerda que un factor decisivo es “la inestabilidad producto de la inequidad de los ingresos y del peso de la transformación que significó para el mercado laboral 2.500 millones de nuevos trabajadores de China, India, etc. Esto es 20 veces el impacto que tuvieron desde el punto de vista de la competitividad laboral la reinserción de Alemania y Japón en el mundo de posguerra” (en Raúl Ochoa, “Crisis en el cambio de época”, BAE, 11-11-11).
9 Para darse una idea del consenso que tiene el ataque al sistema de retiro, veamos un ejemplo. El candidato François Hollande, del PS, favorito en las próximas elecciones presidenciales francesas, llenó de indignación a la burguesía con su propuesta de volver a bajar la edad de jubilación a los 60 años. Sólo que Hollande se encargó de aclarar que el único requisito era haber cumplido 41 años de aportes. Para los millones de jóvenes menores de 25 años que no pueden conseguir su primer empleo, esta “generosa” propuesta suena a burla macabra.
10 The Economist cita a un dirigente sindical que mostraba total confianza en que las instituciones europeas no permitirían un default o una salida de Grecia del euro: “No pueden hacer otra cosa, incluso si vamos a la bancarrota, debido al efecto contagio que tendría en el sur de Europa”, dijo. Esta fe casi supersticiosa teñía la evaluación de la situación que hacían incluso organizaciones de la izquierda trotskista como la OKDE.
11 El geógrafo marxista inglés David Harvey observa que la “regla dorada” va en contra del proceso mismo de acumulación de capital, ya que la expansión de la deuda siempre ha corrido pareja y se ha retroalimentado con esa acumulación. Para él, elevar al grado de norma constitucional la política económica de limitar el endeudamiento equivale a “votar el fin del capitalismo” (“The vote to end capitalism”, www.davidharvey.org, julio de 2011). Si dejamos de lado el aspecto provocativo de la definición, es muy cierto que la restricción de endeudamiento va a entorpecer la acumulación, demorar el crecimiento y profundizar la recesión.
12 Aclaración muy necesaria para que los lectores no se mareen con cifras y denominaciones: en castellano, hay una clara distinción entre mil millones (109, es decir, un 1 seguido de 9 ceros), billón (1012, un 1 seguido de 12 ceros) y trillón (1018). El problema es que en inglés (y ha contaminado a toda la prensa económica mundial) se llama “billion” a los mil millones (109) y “trillion” al billón (1012). Entre la confusión en las traducciones y el colonialismo cultural de adoptar denominaciones inglesas cuando las castellanas son preferibles, leer sobre economía en español puede desanimar a cualquiera: los miles de millones, billones y trillones se usan de manera mezclada e indistinta en el mismo artículo y hasta en el mismo párrafo. Las reglas para no perderse son: atenerse al uso del castellano; ignorar el trillón, que no tiene ningún uso en economía (para tener un parámetro, el PBI de todo el planeta es de unos 50 billones de dólares); saber que los billones sólo pueden contarse de a unidades, y recordar que si el número alcanza las centenas, o varias decenas, se trata sin duda de miles de millones.
13 “La intención es evitar que Grecia se caiga de la eurozona, pero, pase lo que pase, Grecia es un caso excepcional, dicen los líderes europeos, acaso temiendo que no pueda evitarse un default griego o incluso su salida del euro” (“Merkozy rides again”, The Economist, 9-1-12). Cuando las promesas de apoyo incondicional a “todo” miembro de la eurozona empiezan a encontrar excepciones, por bien fundamentadas que estén, los demás países candidatos bien pueden ir poniendo sus barbas en remojo.
14 Es inútil insistir con que la receta neoliberal clásica estilo FMI es peligrosa y ha mostrado su fracaso en particular en América Latina. Cuando los periodistas de Le Monde diplomatique le señalaron el punto, el impasible Trichet argumentó que, por el contrario, si América Latina ahora podía resistir la crisis global es porque había hecho las reformas estructurales bajo el influjo del FMI, cuyos programas fueron altamente exitosos. Este dogmático delirante ocupó hasta noviembre pasado la silla más poderosa de Europa fuera de los jefes de Estado. Eso sí, reivindica el “apoliticismo” del BCE, y él mismo niega ser un político…
15 En efecto, si la negociación con los bancos empezó con una quita del 50% y, para determinados títulos y acreedores, ya ronda el 70%, esto es exactamente el resultado de cualquier renegociación de deuda forzada post default, como el de Argentina. Que no se le dé ese nombre es una cuestión política y legal, más que económica. Es el resultado no sólo de los evidentes desequilibrios de la economía griega, sino de un manejo político errático: “El primer rescate [de Grecia] le dio préstamos a tres años a tasas de interés prohibitivas. El último rescate ofreció a Grecia tasas baratas por hasta 30 años, con una quita del 50% a los acreedores privados. Al menos una de las dos opciones estaba equivocada, y puede que ninguna de las dos alcance para salvar a Grecia. Alemanía aceptó de manera tardía la necesidad de que el fondo de rescate fuera más grande y más flexible. Si todo esto se hubiera hecho antes, la crisis se podría haber contenido más fácilmente y a menor costo” (“Europe against the people?”, The Economist, 12-11-11). Cuando se habla de la posibilidad de que la burguesía alemana esté “calculando mal”, se remite a casos como éste.
16 “La prolongada debilidad económica contribuye a una amplia reevaluación de los valores del capitalismo liberal. Los países que luchan con una demanda escasa ahora intervienen en los mercados monetarios; los suizos están hartos de que su franco se aprecie contra el euro. El Senado de EE.UU. busca castigar a China con tarifas por su manipulación de la moneda. En Europa la agitación producida por la crisis del euro alienta nacionalismos espantosos, algunos de ellos racistas. (…) Las lecciones de los años 30 le ahorraron al mundo mucho sufrimiento económico después del shock de la crisis financiera de 2008. No es demasiado tarde para recordar otras lecciones críticas de la Gran Depresión. Si se las ignora, la historia bien puede repetirse” (“There could be trouble ahead”, The Economist, 10-12-11).
17 Es sabido que el ala más derechista del Partido Conservador inglés es euroescéptica, por no decir eurofóbica. Reflejan en buena medida los intereses y la atmósfera de la City. Una encuesta entre ejecutivos financieros británicos revela que más de la mitad de ellos cree que los beneficios del mercado único europeo, al que reconocen como el más importante, no compensan el costo de las regulaciones actuales y futuras de la UE y no lamentarían abandonarlo. El factor más desagradable para ellos es político, no económico: si algunos bancos británicos son afectados por la crisis del euro, “con manifestantes acampando en la puerta, los banqueros saben que no pueden contar con la ayuda de los contribuyentes” (“The blitz spirit”, The Economist, 17-12-11).
18 Aunque a veces exageran a la hora de dimensionar la responsabilidad de los políticos: “En Alemania (…) la gente tiende a creer que de lo que se trata es de la haraganería de griegos e italianos. Merkel debe explicar con claridad que también se trata de los bancos alemanes, y que Alemania enfrenta una elección entre una solución costosa y otra ruinosa. En EE.UU., los republicanos son culpables de obstruccionismo escandaloso y simplificaciones engañosas, mientras Obama alienta la guerra de clases [!!] respecto de la cuestión fiscal. En una época de problemas inmensos, los políticos parecen liliputienses. Ésa es la verdadera razón para tener miedo” (“The world economy: be afraid”, The Economist, 1-10-11).