Dic - 28 - 2017

Elementos para un balance del gobierno bolchevique, parte 3

El régimen de la guerra civil

Roberto Sáenz

“Las consecuencias de la guerra civil y la militarización fueron graves tanto en el funcionamiento del partido como de los soviets (…) la situación militar, la partida para el frente de decenas de miles de responsables y militantes, la necesidad de renovar los responsables rápidamente con el avance o la retirada del Ejército Rojo, y las pérdidas enormes sufridas en todos los frentes, hicieron que la democracia de 1917 y comienzos de 1918 no sea más que un lejano suvenir” (Broue; Trotsky; pp.204).

Quizás no llegue a apreciarse que el régimen que rigió en la República Soviética durante la guerra civil, 1918/1921, fue un régimen político específico, también revolucionario, pero muy distinto al régimen de la democracia soviética de 1917 (un doble poder en puridad) y la mitad del 18[1].

Viendo los desarrollos históricos, parece evidente que el gobierno bolchevique admitió dos regímenes políticos: el régimen de la democracia socialista emergente de la Revolución de Octubre, y el régimen de la guerra civil, ambos expresión del poder de la clase obrera.

Quizás hasta podamos hablar de uno tercero, desde el final de la guerra civil hasta la muerte de Lenin; una versión aggiornada y mixta de los dos regímenes expresados anteriormente y que desembocaría, finalmente, en un cambio de calidad: la regresión del Estado obrero en Estado burocrático vía la emergencia del estalinismo.

En todo caso, entrados ya los años 1920, comenzó a configurarse un gobierno de otro tipo: un gobierno que hizo una transición desde el gobierno revolucionario al contrarrevolucionario; una transición pautada por las derrotas de la revolución alemana y china, la emergencia de los kulaks y una durísima lucha de tendencias en el seno del partido, una pelea que abiertamente, o de manera más bien sorda, pautó la vida del partido durante esos años y lo transformó hasta hacerlo irreconocible (un proceso que culminaría con las Grandes Purgas de los años 1930).

En lo que sigue nos limitaremos a desarrollar el régimen revolucionario que rigió durante la guerra civil.

Una fortaleza sitiada  

Durante 1917 y hasta mediados del 1918, la marea ascendente de la revolución empujó los desarrollos hacia arriba: los soviets eran el punto de referencia indiscutido de la clase obrera, de los explotados y oprimidos: toda la experiencia política se sustanció como una lucha político/democrática en el seno de ellos referida a los rumbos de la revolución.

El propio Lenin, luego de la toma del poder, lanzó una y otra vez la apelación a las masas a que tomaran “en sus manos” todas las tareas: un llamado sistemático a la iniciativa desde abajo que se ve reflejado de manera vibrante en obras como El año 1 de la revolución (Serge).

Los diez días que conmovieron el mundo (John Reed) contienen una vívida semblanza en el mismo sentido, así como muchos otros textos que reflejan el ingreso de las amplias masas a la vida política (Marc Ferro va en el mismo sentido): ¡la marea ascendente y tumultuosa de la revolución!

Una vida política palpitante en los soviets, en las fábricas, en los barrios y en las calles. Un partido bolchevique que bullía internamente. Una movilización de masas imparable que tomaba la iniciativa por su cuenta sin esperar ninguna decisión desde arriba. Una irrestricta libertad de prensa y opinión, son otras tantas formas que muestran los rasgos generales del régimen de la democracia soviética[2].

Pero, como hemos señalado, con el comienzo de la guerra civil, este régimen político cambió. La clase obrera continuó en el poder sin duda alguna (reflejado esto en la expresión política más consecuente de dicho poder que era el partido bolchevique). Pero otros elementos sustanciales se modificaron radicalmente, esto en las condiciones de lo que Trotsky dio en llamar “una fortaleza sitiada”.

El tema es que, en condiciones semejantes, la democracia socialista no puede florecer. ¿Cuál es la modificación esencial que se produce? Ocurre un desbalance entre los elementos democráticos y los centralizadores en detrimento de los primeros. Los centros neurálgicos de dicha centralización, en primer lugar el partido y el poder bolchevique mismo, se vieron “súper-fortalecidos” en menoscabo del juego democrático en los soviets, en las circunstancias de vida o muerte de la guerra civil, de la imposición de una férrea disciplina en la acción.

Cualquier militante sabe lo que significa dicha disciplina en cuestiones tan cotidianas como las columnas partidarias: se acatan las órdenes de acción. Cualquier duda se discute después. Es que discutir en medio de una acción sólo lleva a la parálisis: a la posibilidad que el enemigo nos golpee.

La instancia del debate tiene que venir posteriormente. Pero en momentos de las operaciones en el “frente de guerra”, del enfrentamiento militar, la lógica es la señalada: alguien tiene que tener el mando y dirigir la acción; sus órdenes deben ser acatadas so pena de caer frente al enemigo.

Este principio elemental se extendió al conjunto del régimen político: desde las instituciones políticas a la economía. De todas maneras el partido mantuvo una vida democrática intensa con tendencias y fracciones en desarrollo. Y si en el Ejército Rojo dominaron los elementos de disciplina y la apelación a los especialistas militares zaristas (controlados por comisarios políticos), la conciencia de los obreros y campesinos en armas tenía un peso fundamental (lo mismo que las “charlas motivacionales” que Trotsky desarrolló por todo el frente de guerra durante la contienda).

La lógica de la guerra civil era de revolución y contrarrevolución: esto fue lo que melló elementos fundamentales de la democracia soviética muy difíciles de sostener en dichas condiciones. El Partido Kadete fue prohibido en diciembre de 1917 por haberse pasado abiertamente al campo de la contrarrevolución. Fueron prohibidas también sus publicaciones. Eseristas y mencheviques de derecha e izquierda, anarquistas de diversa laya y makhnovistas, fueron admitidos parcialmente y prohibidos parcialmente según las circunstancias cambiantes de la guerra civil y sus posicionamientos. De todas maneras, conservaron representación en los soviets e, incluso, recuperaron representaciones perdidas en varias oportunidades.

La Cheka fue puesta en pie a finales de 1917. El espionaje durante la guerra civil es fundamental. La misma es un escenario donde las más diversas conspiraciones están a la orden del día; donde muchas veces se cree cualquier cosa (lo que hace prácticamente imposible prescindir de una policía política).

La autonomización de la Cheka fue un problema tremendo que requiere una apreciación crítica (ver un primer abordaje en nota anterior). Pero aquí queremos detenernos en un tema, si se quiere, más delicado: el gobierno bolchevique tuvo que prohibir huelgas, disolver manifestaciones populares, detener activistas vinculados a los partidos conciliadores…

¿Cómo se comprende esto dentro de la perspectiva de la democracia socialista? ¿En la perspectiva de la libre expresión de los trabajadores? La única forma de entenderlo es contextualizarlo. Apreciar que si el gobierno bolchevique defendía los intereses inmediatos e históricos de los trabajadores, en las condiciones de una dramática guerra civil, los primeros se contraponían muchas veces a los segundos (ver aquí renunciamientos varios en la vida cotidiana que muchas veces no podían ser comprendidos)[3]

Ese fue, de alguna manera, el “operativo” de las corrientes conciliadoras, el ángulo de crítica que encontraron: arrojar contra el gobierno revolucionario el deterioro de las condiciones de vida; ocultar que lo que los bolcheviques estaban haciendo (¡aun en las peores condiciones y con graves errores muchas veces!), era defender los intereses históricos de la revolución.

Por detrás de los desarrollos se colocaba el interrogante de quién defendería mejor los intereses de los explotados y oprimidos: ¿el gobierno proletario o la burguesía? La caída del gobierno bolchevique hubiera dado lugar no a una idealizada “democracia burguesa” estilo occidental, sino a una brutal dictadura militar que hubiera anticipado los regímenes fascistas vividos durante el siglo pasado (¡así como masacrado a lo mejor de la vanguardia proletaria!); esto amén de fracturar en mil pedazos el país.

Pero está claro que para el trabajador de a pie, el campesino, el vecino de un barrio popular o el soldado rojo, muchas veces las tremendas rigurosidades de la guerra civil, el reclutamiento para el frente, el racionamiento alimentario total, el florecimiento del mercado negro, la requisa forzosa de granos, no debía agradarles: podían obnubilarle la vista de lo que estaba en juego.

De ahí que sea tan fácil hacer obras como la de Simón Pirani (La Revolución Rusa en retroceso, 1920-1924: trabajadores soviéticos y nueva elite comunista), con un contenido demagógico anti-bolchevique insoportable. Pirani suma una serie de relatos sin un hilo mayor que la apreciación liberal de que los bolcheviques habrían sido “una nueva casta política que venía a explotar a los trabajadores”: “Los lectores de esta revista, que no han tenido la implacentera experiencia de sumergirse en los estudios liberales de la clase obrera soviética, hallarán sin embargo esta narrativa muy familiar. Estos estudios aceptan que la revolución de 1917 fue popular, pero el problema habría sido que los desagradables e intransigentes Lenin y Trotsky, se negaron a compartir el poder con los socialistas ‘moderados’. Los bolcheviques se embarcaron así en un programa anti-obrero, destruyeron el poder obrero en las fábricas, silenciaron rudamente la disidencia y las huelgas, creando una máquina de partido-Estado al servicio de sus intereses. Los héroes de esta historia serían los oposicionistas de todos los matices, siempre y cuando ellos no estuvieran asociados con los trotskistas, los cuales no eran mejores que Stalin. Las víctimas son los trabajadores, fácilmente manipulables por coerción, apreciados siempre como una categoría sociológica” (Kevin Murphy, “Conceding the Russian Revolution to liberals”).

Ese relato facilista, este balance paradójico de la Revolución Rusa, donde los bolcheviques serían, finalmente, los villanos, tan de moda en ciertos ámbitos universitarios en este centenario, es imposible que deje verdaderas enseñanzas críticas, que es lo que se necesita: lecciones no apologéticas obtenidas con la seriedad del caso.

El régimen político había cambiado dejando un tremendo lastre para la revolución. El error de los bolcheviques fue no darse cuenta de este hecho, haber llegado demasiado tarde a la comprensión de la emergencia del monstruo burocrático, no haber encontrado las armas adecuadas para combatir el fenómeno inédito de la burocratización.

“Comunismo” de guerra

El comunismo de guerra fue el régimen económico que caracterizó la guerra civil. Realidades como la supresión del dinero (una regresión al trueque y el aprovisionamiento directo en medio de la escasez), dieron lugar al romanticismo de creer que se estaba pasando “directamente” al comunismo…

Esto no era más que un espejismo. No existían las condiciones económicas ni políticas para sostener, materialmente, un pasaje directo a una socialización de la economía, a la abolición del dinero y el mercado, y otra serie de ilusiones creyendo en la posible superación de las relaciones sociales heredadas del capitalismo sobre la base de un bajo nivel de las fuerzas productivas.

Trotsky señalaría que, en realidad, el comunismo de guerra no había sido un régimen económico sino antieconómico: su lógica no fue la de la reproducción ampliada del capital y la satisfacción de las necesidades, sino el abastecimiento del Ejército Rojo y el frente de guerra, a costa de saquear la economía y la sociedad: un régimen de lisa y llana des-acumulación económica. 

La sociedad soviética se gastó en esos años parte fundamental del capital físico y humano heredado de la Rusia zarista para imponerse en la guerra civil. Y ningún régimen de des-acumulación económica permanente puede subsistir más no sea por un corto período de tiempo.

De ahí que, dadas las circunstancias, hubiera que centralizar la economía mucho más allá de lo que daban las condiciones objetivas: ¡una centralización para garantizar la rapiña de la economía al servicio del frente de guerra!

Es en este contexto que se instaló la dirección única de las fábricas (una medida defendida por Lenin); se restableció un “patrón”. Si comprendemos el marco en el cual estamos hablando. Si apreciamos la necesidad imperiosa de que se entregaran los aprovisionamientos a un ejército que llegó a agrupar a 5 millones de hombres. Y si entendemos, también, los límites subjetivos en el desarrollo de una conciencia obrera y popular (en condiciones de miseria donde los intereses generales quedaban subordinados a la supervivencia individual de cada día), parece evidente que la gestión colectiva de las fábricas apareciera como un “lujo”, un exotismo…

De ahí que llame la atención que Catherine Samary, una conocida economista de la corriente mandelista, discuta esta dirección única desde una perspectiva que niega el carácter de economía de transición que tenía la Rusia soviética en aquel momento: “El ‘despotismo de fábrica’ no fue cuestionado, y el abordaje dominante en los marxistas sobre la ‘primacía’ de las fuerzas productivas como condición de una transformación socialista, marcó sin duda, más allá del pragmatismo de la urgencia, una forma de etapismo económico. La noción de ‘transición al socialismo’ refleja sin duda parcialmente –de manera discutible– este etapismo [sic]. Tanto los anarquistas como los ‘comunistas de izquierda’ lo criticaron a justo título, promoviendo la democracia en el núcleo de las empresas” (“Le ‘siècle soviétique’ dans la tourmente de la ‘révolution permanente”).

Pero aunque Samary agregue que esto no debe implicar ninguna respuesta simple a las cuestiones planteadas, el problema se coloca cuando considera “discutible” el marco transitorio (de sociedad en transición) en el cual actuaron estas tentativas bolcheviques, marco agravado por la guerra civil, un deslizamiento que no puede calificarse de otra cosa que de “anarquista” en el sentido de negar la fase transitoria, de querer avanzar directamente a la abolición del Estado. Porque no otra cosa es la crítica al abordaje materialista de la sociedad de transición.

La tendencia debe ser a que los trabajadores tomen en sus manos tareas crecientes. Pero esta sólo puede ser una tendencia, no algo instantáneo. Esto teniendo en cuenta que partimos de una clase social sin tradiciones de mando y dominio, lo que plantea problemas complejos que no pueden ser resueltos con… simplismos.

Se llamaron a profesionales para que asistan la producción (también para el ejército). Los profesionales eran, en general, figuras burguesas o de clase media alta, adversarias sino enemigas de la revolución. Pero tenían un saber técnico acumulado del que no podía prescindir la clase trabajadora.

Esta apelación a los profesionales fue un paso necesario, aunque contradictorio, forzado por las circunstancias concretas de la transición de una clase social que no tenía experiencia de gobierno, como ya señalamos. El mando único de las fábricas puede ser colocado en este mismo terreno: el de una gestión más ejecutiva; el de no hacer de la producción un “parlamento cotidiano” que traba la ejecución.

Desde ya que esta apelación fue pensada como una medida transitoria: lo estratégico era la elevación cultural de la clase obrera, lograr que se hiciera cargo de todos los asuntos. Pero esta elevación entraña un período histórico de formación, no puede ser algo de un día para el otro; de ahí la necesidad de una “etapa” de transición que Samary incorrectamente cuestiona.

Era lógico que durante todo este período de experimentación el gobierno bolchevique estuviera pautado por toda suerte de discusiones con tendencias y fracciones izquierdistas en el seno del partido. En general, en la mayoría de estas encrucijadas, nos alineamos con Lenin.

¿Cuál era la dificultad? Evidente: cómo sostener en medio de estas medidas transitorias, la perspectiva estratégica del poder proletario: que cada vez más trabajadores, más explotados y oprimidos, se hicieran cargo colectivamente de los asuntos; que se diera lugar, realmente, a un semiestado proletario.

Los bolcheviques ensayaron mil iniciativas en este sentido. Y el tono de angustia del último Lenin lo refleja cuando se esforzaba por plantear que era mejor “ir de a poco pero mejor”, más consistentemente. Cuando planteaba la necesidad de una profunda “revolución cultural” que en una o dos generaciones elevara a las masas. Cuando se preocupa por el involucramiento de la masa de obreros sin partido.

Una preocupación similar muestra Trotsky en textos como Problemas de la vida cotidiana donde señala que “no sólo de política vive el hombre”; cuando muestra su confianza en que herramientas revolucionarias como el cine puedan dar lugar a otras formas de socialización y esparcimiento: que sustituyan los ritos ancestrales y atávicos de la religión.

Hay que entender el terreno real de la revolución; el carácter del proceso de transición que se iniciaba (Samary dixit); el hecho que la revolución se hace con hombres y mujeres como los de hoy. Un durísimo proceso de aprendizaje donde debe tenderse a la máxima democracia socialista, pero pasando por toda una serie de mediaciones y circunstancias concretas que no pueden obviarse de manera facilista; que no deben dar lugar a una crítica superficial del poder bolchevique, así como tampoco a la apología acrítica.

Un régimen de excepción

Para nosotros está claro que, aun en medio de estas restricciones, la clase obrera seguía en el poder por intermedio del partido bolchevique.

Pero aquí se coloca otro problema: el partido no es el único hacedor de la historia; se transforma en el elemento definitorio sólo en momentos muy determinados. Es un factor clave, estratégico y central, lo que no niega que, frente a él, los demás elementos le sean objetivos, lo presionen.

Trotsky afirmaba en Bolchevismo y estalinismo que el partido bolchevique era “sólo eso”, un partido: una de las tendencias políticas de la Revolución Rusa, nada más: “aunque estrechamente ligada a la clase obrera, no se identifica con ella”. Con esto quiere señalar que la Revolución Rusa y el novel Estado obrero, se constituyeron con el concurso de todos los demás factores; no había forma que los mismos no la distorsionaran, no impactaran en el partido mismo: “El mismo bolchevismo jamás se ha identificado con la Revolución de Octubre ni con el Estado soviético que de ella surgió. El bolchevismo se consideraba como uno de los factores históricos, su factor ‘consciente’, factor muy importante pero no decisivo. Nunca hemos pecado de subjetivismo histórico. Veíamos el factor decisivo, sobre la base dada por las fuerzas productivas, en la lucha de clases, no sólo en escala nacional sino también internacional”. Y luego agrega “(…) la conquista del poder, por muy importante que sea, no convierten al partido en el dueño todo poderoso del proceso histórico” (Bolchevismo y estalinismo)[4].

Cuando los bolcheviques cometen el terrible error de la prohibición de tendencias y fracciones, cuando por lógica consecuencia se prohibían los demás partidos soviéticos, no se daban cuenta que lo que estaban haciendo era introducir todas las presiones sociales en el seno del partido.

Ese factor es el que lo terminó matando en tanto que organización revolucionaria; lo que hizo que deviniera, en definitiva, en otra cosa: el partido de la contrarrevolución burocrática[5].

El régimen político de la dictadura proletaria exige la democracia socialista, exige el pluripartidismo, exige el libre juego de las tendencias políticas hasta para preservar el partido revolucionario de las presiones de las clases sociales enemigas.

Por eso, el régimen de fortaleza sitiada, que necesariamente anula muchos de estos elementos, sólo puede ser un régimen de excepción. Porque como demostró la experiencia de la Revolución Rusa, si estos elementos se eternizan, la revolución se pudre. Si se impone un régimen donde el solo elemento activo termina siendo la burocracia (Rosa Luxemburgo), cae la dictadura proletaria como tal.

Bibliografía

Pierre Broue, Trotsky, 1988.

Alejandro Kurlat, El régimen político de la democracia de los soviets (octubre 1917-julio 1918), http://www.socialismo-o-barbarie.org/?p=10718

Kevin Murphy, Conceding the Russian Revolution to liberals, International Socialist n° 126.

Roberto Sáenz, Problemas de la democracia socialista.

Catherine Samary, Le ‘siècle soviétique’ dans la tourmente de la ‘révolution permanente, Inprecor, n° 642-643, agosto-septiembre 2017.

León Trotsky, Bolchevismo y estalinismo.

[1] Ver a este respecto el artículo de Alejandro Kurlat citado en la bibliografía de esta nota.

[2] Ver “Problemas de la democracia socialista” del autor de esta nota.

[3] El partido insistía siempre en tener extremo cuidado de no afectar con las detenciones a compañeros trabajadores.

[4] Se entiende que todo debe ser colocado dentro de las circunstancias de tiempo y lugar: que el partido sí es decisivo a la hora de la toma del poder. Pero Trotsky tiene evidentemente razón en que luego de esta acción viene la reacción de todos los demás elementos; es en este sentido que afirma el error de pretender que el partido, factor subjetivo por excelencia, pudiera ser todopoderoso.

[5] De ahí que nunca nos haya gustado el título de la clásica obra de Pierre Broue, El partido bolchevique, porque se mantiene un mismo rótulo para una organización que había devenido en su opuesto.

Por Roberto Sáenz, SoB 453, 28/12/17

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