Israel: una «Ley Básica» para reventar al pueblo palestino
Por Ale Kur
Semanas atrás, el parlamento israelí aprobó una “ley básica”, normativa de rango constitucional (en un país que no posee ninguna Constitución propiamente dicha). La nueva ley establece los siguientes principios: “A. La Tierra de Israel es la patria histórica del pueblo judío en la que se estableció el Estado de Israel. B. El Estado de Israel es el hogar nacional del pueblo judío en el que ejerce su derecho natural, cultural, religioso e histórico a la autodeterminación. C. El derecho a ejercer la autodeterminación nacional en el Estado de Israel es exclusivo del pueblo judío.”. Por otra parte, la nueva ley básica establece al hebreo como única lengua oficial del Estado (degradando al idioma árabe que solamente tendrá un “status especial”) e insiste en el carácter de Jerusalén como capital indivisible del Estado.
Esto quiere decir nada más ni nada menos que el Estado israelí borró de un plumazo la existencia y derechos del pueblo palestino de la principal fuente de su ordenamiento jurídico-institucional. Problema nada menor teniendo en cuenta que los palestinos conforman el 20% de la población que quedó dentro de las fronteras de Israel: casi dos millones de personas. A esto hay que sumarles otros 4.5 millones de palestinos cuyas familias fueron expulsadas de sus tierras desde la proclamación del Estado israelí, y a los que se les negó desde ese entonces el derecho al retorno.
Ya desde su origen, el Estado de Israel fue el producto de un proyecto de colonización (por parte de inmigrantes mayormente europeos) de los territorios que configuraban el antiguo Mandato Británico de Palestina, que hasta ese entonces estaban habitados en su abrumadora mayoría por árabes palestinos. Esta mayoría demográfica palestina se mantuvo hasta la fundación del Estado israelí en 1948, que expulsó en masa a los habitantes no judíos mediante el terror armado de los grupos sionistas.
Desde ese momento, el Estado israelí se configuró en los hechos como un Estado nacional racista, donde un grupo étnico se impuso por sobre el otro a través del monopolio de la violencia. Gran parte del pueblo palestino quedó definitivamente desterrado de su país, y otra parte considerable quedó dentro de las fronteras en calidad de ciudadanos de segunda, a los que se denomina “árabes israelíes”. Así y todo, el Estado de Israel nunca había terminado de darle a esta situación una cristalización jurídica. Desde el comienzo del proyecto colonizador y de la fundación del Estado, coexistía con las intenciones racistas un discurso “democrático”, que intentaba ocultar el carácter real de lo que se estaba llevando a cabo. Mientras estuviera garantizada la mayoría demográfica judía dentro de Israel, el sionismo podía permitirse hablar de “inclusión” de la minoría árabe-israelí e intentar sostener una farsa de supuesta igualdad de derechos.
En la práctica, esta igualdad nunca fue tal, y el Estado de Israel nunca fue “democrático”. Millones de palestinos nunca pudieron retornar a sus tierras, ya que Israel sólo garantiza el “derecho al retorno” al pueblo judío, y se lo niega a todos los demás. Al mismo tiempo, los palestinos que viven dentro de Israel y cuentan con ciudadanía israelí nunca pudieron acceder a las mismos servicios, prestaciones, facilidades y garantías que gozan los ciudadanos judíos. En la práctica, existe desde hace 70 años un régimen de apartheid, con características muy similares al que existió durante décadas en Sudáfrica, aunque nunca asumido públicamente como tal.
Pero en la medida en que este régimen no terminaba de estar reconocido jurídicamente como tal, existían ciertos “intersticios” que el pueblo palestino podía utilizar para reclamar por sus derechos. Algunos tribunales israelíes debían darle la razón en cuestiones puntuales, y ciertos proyectos políticos del sionismo -excesivamente racistas- encontraban complicaciones judiciales y de la opinión pública para ser llevados hasta el final. Es decir, las tendencias intrínsecamente expansivas del sionismo sobre las tierras y el pueblo palestino encontraban un cierto límite.
Precisamente por eso, la derecha reaccionaria que gobierna Israel (apoyada desde EEUU por Donald Trump) quería dar por cerrada dicha ambigüedad jurídica y política, para poder avanzar de manera ilimitada sobre sus objetivos. Esto, que ya de por sí forma parte del programa tradicional del sionismo más conservador, se ve agravado por las nuevas tendencias demográficas: el crecimiento natural de la población palestina es una “bomba de tiempo” que en el mediano-largo plazo pone en jaque la mayoría judía dentro de las fronteras de Israel. Más aún, si por alguna razón el Estado israelí se viera obligado a concederle la ciudadanía a aunque sea a algunos de los palestinos de Cisjordania o de la Franja de Gaza (ni qué hablar de permitir el retorno de algunos refugiados del 48), todo este “equilibrio” se derrumbaría. Desde la perspectiva de la coalición gobernante, era necesaria una solución drástica y concisa a este “problema”.
Esta es precisamente la función de la nueva Ley Básica. Establece con rango constitucional lo que ya era la lógica profunda del proyecto sionista desde sus comienzos: la supremacía absoluta de un grupo étnico por encima de los demás, como principio único e incuestionable del Estado. De esta manera, las puertas se abren de par en par para que los poderes ejecutivo, legislativo y judicial desconozcan todo derecho a los palestinos. En el límite, queda cuestionado hasta el mismo derecho a la ciudadanía de los “árabes israelíes”: los tribunales pueden interpretar que de la Ley Básica sólo emana una categoría de ciudadano, el ciudadano judío. Los palestinos pueden eventualmente ser declarados extranjeros en su propia tierra (como lo fueron en su gran mayoría en 1948) y despojados de lo poco que todavía conservan.
Por si lo anterior fuera poco, la nueva Ley Básica establece también otro punto:
“7.- ASENTAMIENTO JUDÍO.
- El Estado ve el desarrollo del asentamiento judío como un valor nacional y actuará para alentar y promover su establecimiento y consolidación”.
Esto quiere decir, sencillamente, que el Estado de Israel se compromete a apoyar plenamente todo proceso de colonización de los territorios palestinos que quedaron fuera de las fronteras del 48: Jerusalén Oriental, Cisjordania y la Franja de Gaza. Estos territorios fueron ocupados también por Israel desde 1967, que ya desde entonces comenzó su política de apropiación de tierras y construcción de asentamientos en ellos. En el caso de Jerusalén Oriental, procedió lisa y llanamente a anexarla desde la década del 80. En los casos de Cisjordania y Gaza, desde los “acuerdos de Oslo” de 1993 conservan un status especial donde formalmente operaría una “Autoridad Nacional Palestina”, aunque en la práctica la mayor parte de su espacio físico sigue estando regido por ley militar israelí (la llamada “área C”) o controlado por sus Fuerzas Armadas (el “área B”).
Bajo la farsa diplomática de la “solución de los dos Estados”, los colonos sionistas siguieron expropiando tierras palestinas del “área C” y estableciéndose en ellas. El resultado de dos décadas de ese proceso es que se conformó una enorme malla de asentamientos, interconectados entre sí y con los territorios israelíes, que en la práctica disgrega por completa el espacio geográfico palestino, volviendo inviable cualquier posible proyecto de autogobierno.
La nueva Ley Básica, al “alentar y promover” el “asentamiento judío”, le da luz verde a la máxima expansión posible de las colonias, hasta apropiarse de la totalidad del “área C” dejando a los palestinos recluidos en unas cuantas zonas urbanas separadas entre sí. El corolario lógico será la anexión israelí formal de esas colonias, liquidando solemnemente la “solución de los dos Estados” y proclamando un Estado único israelí, racista y con un régimen de apartheid de rango constitucional.
Por último, y aunque sea un detalle relativamente menor comparado a todo lo anterior, la nueva Ley Básica abre las puertas para un mayor dominio religioso sobre la sociedad israelí en su conjunto. Al reconocer el “derecho (…) religioso (…) del pueblo judío a su autodeterminación”, establece un principio teocrático, una fundamentación religiosa sobre el derecho. Este desarrollo significa también una mayor opresión inclusive sobre las mujeres israelíes, sobre la juventud, los trabajadores, los sectores laicos y progresistas, etc.
En síntesis, la nueva Ley Básica aprobada por el parlamento israelí es una avanzada brutal contra los derechos humanos y contra los derechos nacionales, políticos y sociales del pueblo palestino, una ofensiva gravísima que debe ser derrotada. Es necesario acabar con el Estado sionista que se levanta sobre esas premisas, y reemplazarlo por un Estado único laico y democrático en toda la Palestina histórica, donde coexistan pacíficamente y con igualdad de derechos todos sus habitantes, sean de origen árabe, judío o de cualquier otro grupo social, étnico o religioso.
Por Ale Kur, SoB 479, 26/7/18