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A 45 años del golpe de Estado en Chile
El “Poder Popular”, la historia que Pinochet vino a enterrar
Por Ale Kur
Esta semana se cumplieron 45 años del salvaje golpe de Estado chileno, ocurrido el 11 de septiembre de 1973 y encabezado por el general Augusto Pinochet. Un golpe que derrocó al gobierno democráticamente electo de Salvador Allende, y que abrió el camino a 17 años de dictadura militar -durante los cuales las fuerzas armadas chilenas asesinaron a miles de personas, torturaron y encarcelaron a decenas de miles, y liquidaron todo atisbo de libertad democrática.
Por otra parte, bajo el gobierno de Pinochet se llevó adelante el primer gran experimento “a cielo abierto” de las políticas económicas neoliberales diseñadas en EE.UU., que luego los gobiernos capitalistas generalizarían a todo el planeta, con los nefastos resultados que ya son ampliamente conocidos.
Estas políticas fueron sustentadas en Chile por un régimen político ultra-autoritario, que la “transición democrática” de los años ’90 nunca desmanteló. El pueblo chileno sigue, al día de hoy, peleando contra todos los resabios de este régimen. Mientras tanto, la derecha latinoamericana sigue sosteniendo que el Chile post-pinochetista es uno de los grandes modelos regionales a imitar, sin importarle en lo más mínimo las altísimas tasas de pobreza, desigualdad social y represión que existen en dicho país como consecuencia de todo lo anterior.
En este artículo, sin embargo, nos queremos centrar en otro aspecto de la cuestión: la valiosísima experiencia política que la clase obrera chilena y los sectores populares en general transitaron en dicho período, y que el golpe de Pinochet vino a intentar cortar de raíz.
La Unidad Popular y la “vía chilena al socialismo”
Desde fines de la década del ’60 se vivía en Chile un fuerte ascenso de las luchas obreras y populares. A nivel internacional se vivía un fuerte clima de convulsión, signado por las experiencias del Mayo Francés, de la revolución cubana, de la lucha contra la guerra de Vietnam, etc. Estas experiencias produjeron una radicalización de amplios sectores de la juventud e inclusive de franjas considerables de la clase trabajadora.
Esto se combinaba en Chile con el agotamiento del gobierno del demócrata-cristiano Eduardo Frei, que había asumido su mandato con promesas de reformas sociales (especialmente para favorecer al campesinado). El incumplimiento de dichas promesas provocó una oleada de movilizaciones de los sindicatos, del movimiento campesino, de los pobladores urbanos (habitantes sin techo), etc. Estas movilizaciones, junto a la huelga general, habían conseguido inclusive derrotar una asonada golpista reaccionaria, haciendo girar toda la situación política hacia la izquierda.
En este marco se produjo el triunfo electoral de la “Unidad Popular” (U.P.), coalición encabezada por Salvador Allende, y formada centralmente por el Partido Socialista y el Partido Comunista, junto a otros partidos menores. La U.P. se caracterizaba por proponer una “vía chilena al socialismo”: un plan de reformas a llevar adelante desde el gobierno mediante métodos pacíficos, legales e institucionales, intentando evitar todo choque entre las clases sociales.
El objetivo de estas reformas era transformar el modelo económico-social chileno mediante la creación de un “Área de Propiedad Social” que absorbiera la minería (principal fuente de ingresos del país), la banca y las empresas de importancia estratégica. Para esto se pretendía nacionalizar 91 empresas, que correspondían a un 35% de la industria chilena. Junto a lo anterior, se llevaría adelante una profunda reforma agraria, se elevarían los salarios y se buscaría mejorar las condiciones de vida de los sectores populares.
Este programa despertó un enorme entusiasmo popular, y la U.P. triunfó en las elecciones presidenciales de Chile de 1970 con el 36% de los votos. De esta manera, Chile se convirtió en el segundo país de América Latina (después de Cuba) cuyo gobierno se reconocía a sí mismo como socialista –y el primer país de la región en el que un gobierno de este tipo surgió de las urnas, de una votación masiva de los trabajadores y el pueblo.
La polarización político-social: un durísimo choque entre las clases
Pese al triunfo presidencial, los resultados obtenidos por la U.P. le otorgaron una minoría en el Parlamento chileno, lo que significó que el Poder Legislativo estuvo durante todo su gobierno en la vereda de enfrente. Lo mismo ocurrió con el Poder Judicial y con buena parte de la oficialidad militar, que en todos los países capitalistas se encuentran al servicio de la defensa de la propiedad privada de los grandes empresarios.
Junto a lo anterior, había otro problema todavía más profundo: toda la burguesía chilena estaba rabiosamente en contra del gobierno de Allende. Los partidos tradicionales, los grandes medios de comunicación, el empresariado, gran parte de la clase media, etc., conspiraron desde el comienzo para derrocarlo, con el apoyo del imperialismo norteamericano. Esto se tradujo en una política activa de boicot económico (lockouts patronales, desabastecimiento inducido, acaparamiento de productos y especulación con los precios, ausencia de inversión, etc.), en atentados terroristas de la derecha y provocaciones de todo tipo, además de movilizaciones reaccionarias.
Paradójicamente para un país todavía capitalista, el único soporte del gobierno de Allende eran los trabajadores y el movimiento popular, que bajo su gobierno continuaron con las movilizaciones y con la organización desde abajo. Al mismo tiempo que existía una fuerte confianza en el gobierno (problema que se mostraría de enorme gravedad en el transcurso del proceso), existía también una fuerte iniciativa autónoma desde las fábricas, desde los campos y los barrios populares, que aumentaba especialmente a medida que la patronal y la derecha intentaban pegar zarpazos reaccionarios contra sus conquistas.
Es precisamente de allí donde creció –hasta volverse masiva- la idea del “Poder Popular”, entendido como el máximo desarrollo de la organización, movilización y conciencia desde las bases, que le permitiera al pueblo ejercer un control cada vez más directo de la vida económica, social y política del país. Los sectores más avanzados de esta experiencia comprendían todo esto con una claridad política sorprendente: exigían la clausura del parlamento burgués (controlado por la oposición de derecha) y su reemplazo por una Asamblea Popular de los trabajadores y sus aliados. También se planteaban como objetivo el control obrero de la producción, y exigían al gobierno que prepare al pueblo para los enfrentamientos inevitables con la reacción.
Los Cordones Industriales
Como parte de esta experiencia, se conformaron en Chile los famosos “Cordones industriales”: organismos político-gremiales que los trabajadores pusieron en pie para coordinar su accionar y formalizar su representación. Estos cordones (decenas a lo largo y ancho del país) sirvieron para desarrollar huelgas y movilizaciones obreras, para ocupar las fábricas y en algunos casos para ponerlas a producir bajo control de sus trabajadores.
Entre otras cosas, el movimiento de los Cordones le impuso a Allende expandir las nacionalizaciones de fábricas mucho más lejos de lo que su gobierno pretendía. La clase trabajadora chilena sentía que, bajo el gobierno de la U.P., tenía vía libre para avanzar con sus propias aspiraciones y demandas, imponiéndoselas directamente a sus patrones. De esta manera, las acciones obreras iban mucho más allá que la estrategia reformista de los partidos Comunista y Socialista, chocando todo el tiempo con ellos.
Desde octubre de 1972 -cuando se intensificaron los ataques de los empresarios y la derecha- los Cordones Industriales jugaron (junto a otros organismos populares) un rol protagónico en el combate contra los lockouts patronales y toda la política capitalista de boicot económico, haciendo funcionar las fábricas y la distribución de bienes esenciales. De esta manera, fue quebrado el plan de la derecha de tirar abajo al gobierno por la vía del caos económico: esto llevó rápidamente a la burguesía a empezar a planificar un golpe militar que cortara de cuajo toda la experiencia.
Es aquí precisamente donde el proceso político chileno llegó a su máximo límite, que no fue capaz de superar. Bajo la estrategia reformista impulsada por Allende y la U.P., era imposible hacerle frente a la amenaza golpista. Como toda respuesta, Allende intentaba calmar a los militares haciéndoles concesiones y ofreciéndoles ministerios en el gobierno nacional, así como intentando que los trabajadores devolvieran a sus patrones las fábricas ocupadas. Como parte de esta política de conciliación con la burguesía, el parlamento chileno votó (y el gobierno implementó) en 1972 una ley que se encargaba de requisar a los Cordones Industriales para quitarles todas las armas, dejándolos impotentes frente a las fuerzas represivas del Estado.
La desorientación política y la desorganización provocada por la orientación de Allende y la U.P. dejaron totalmente desarmados a los trabajadores. En estas condiciones, las Fuerzas Armadas encontraron el camino despejado para realizar el golpe militar, el fatídico 11 de septiembre. A través de una brutal represión, el nuevo gobierno de Pinochet intentó cerrar el ciclo político abierto en 1970, cortando de raíz las experiencias de organización de los trabajadores y los sectores populares.
Conclusión
La principal lección histórica de la experiencia chilena de 1970-1973 es la certeza de que la clase dominante nunca se dejará arrebatar su poder y sus privilegios “pacíficamente”. Las estrategias que pretendan evitar todo choque político-social entre las clases, manteniéndose estrictamente dentro de las vías legales e institucionales, están condenadas a producir siempre el mismo resultado: la brutal imposición de los capitalistas, mediante la represión lisa y llana y/o mediante su predominio económico e institucional. Este es el límite de las “democracias” bajo el capitalismo, que los trabajadores y el pueblo solo pueden superar desbordando al régimen e imponiéndose en las calles, en las fábricas y en todos lados.
Por Ale Kur, 13/9/18