Reivindicaciones, partido y poder
A la memoria del Negro Oscar, con quien “cafeteábamos” a finales de la década del 90 en José C. Paz (tercer cordón industrial del gran Buenos Aires) pensando los problemas del partido y cómo poner en pie una nueva corriente.
“La idea de una estrategia revolucionaria se ha consolidado en los años de la posguerra, al principio, indudablemente, gracias a la afluencia de la terminología militar, pero no por puro azar. Antes de la guerra no habíamos hablado más que de la táctica del partido proletario; esta concepción correspondía con exactitud suficiente a los métodos parlamentarios y sindicales predominantes entonces, y que no salían del marco de las reivindicaciones y de las tareas corrientes. La táctica se limita a un sistema de medidas relativas a un problema particular de actualidad o de dominio determinado de la lucha de clases, mientras que la estrategia revolucionaria se extiende a un sistema combinado de acciones que en su relación, en su sucesión, en su desarrollo, deben llevar al proletariado a la conquista del poder” (León Trotsky, Stalin, el gran organizador de derrotas).
Este texto fue preparado en concomitancia con una escuela de cuadros del Nuevo MAS dedicada a los problemas de estrategia de los socialistas revolucionarios a comienzos de este nuevo siglo, que hacemos extensivo ahora como aporte al debate estratégico en el seno de nuestra corriente internacional y de la militancia en general.
1. Retomar el pensamiento estratégico
En la segunda década del siglo XXI, el debate estratégico se pone nuevamente al orden del día. Si a comienzos del nuevo siglo este debate se centró en la experiencia de los zapatistas y en el interrogante hollowaiano acerca de “cómo cambiar el mundo sin tomar el poder”, un segundo momento estuvo caracterizado por el análisis de los procesos de rebelión latinoamericanos y qué posición adoptar respecto de los nuevos gobiernos del “socialismo del siglo XXI”. Podríamos decir que ahora estamos entrando en un tercer momento, que comienza a sustanciarse alrededor de la posibilidad que una formación reformista no tradicional como Syriza llegue al gobierno en Grecia. También debido a las nuevas responsabilidades parlamentarias que está logrando la izquierda revolucionaria en algunos países como la Argentina.
La experiencia parlamentaria de la llamada “izquierda radical” tiene más de una década en Europa a partir de los logros electorales de algunos de los “partidos amplios” impulsados, entre otras fuerzas, por algunas de las organizaciones del trotskismo europeo. Esto dio lugar a parlamentarios en Portugal, Italia, Inglaterra y Alemania, las más de las veces caracterizados por un abordaje oportunista. En el caso latinoamericano, el PSoL de Brasil también tiene parlamentarios hace varios años, con un curso del mismo tipo. Ahora el desafío le corresponde al FIT (PO y PTS) en la Argentina, un frente de organizaciones más a la izquierda que sus contrapartes europeas, pero de todos modos con rasgos “poroteros” y elementos de cretinismo parlamentarista.
Esto está planteando un nuevo conjunto de problemas sobre la mesa, entre ellas, la problemática del llamado “gobierno obrero”, al que nos dedicaremos más abajo. Son expresión de que, lentamente, se está viviendo un proceso de acumulación de experiencias de la clase obrera y de la izquierda a nivel internacional, proceso que comienza a plantear a las corrientes revolucionarias responsabilidades nuevas, como la construcción de nuestras organizaciones como partidos orgánicos de la amplia vanguardia e, inclusive, como partidos que en algunos casos tienen el desafío de lanzarse a influenciar más amplios sectores.
Desde ya que la profundización de esta experiencia en general, y el desarrollo de nuestros partidos en particular, va a depender de cuánto se radicalice el proceso de la lucha, sobre la base de la evolución general de la actual crisis económica mundial, y de los desarrollos geopolíticos y de la lucha de clases a los que dé lugar. Los casos en 2013 de Brasil, Turquía y otros países son una muestra de que el ciclo político internacional sigue siendo de rebeliones populares, independientemente de que la maduración de esas experiencias y un salto en su radicalización ulterior no sea nada sencillo.
Estas mayores responsabilidades que le toca asumir a la izquierda revolucionaria crean la perentoria necesidad de recuperar el debate estratégico. Nuestro objetivo es proseguir aquí la elaboración que iniciamos en Ciencia y arte de la política revolucionaria. En ese texto intentamos trasmitir algunos rudimentos del quehacer político elemental para aportar a la formación de la nueva generación militante que emerge al calor de las luchas en el nuevo siglo. Los desafíos actuales de la izquierda revolucionaria nos plantean ahora dar un paso más: abordar y recrear algunos de los nudos centrales de la estrategia revolucionaria apoyándonos en las enseñanzas de Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo, a partir de las experiencias en curso.
Lo que sigue será, entonces, una reflexión general respecto de los problemas de la estrategia revolucionaria que irá más allá de las necesidades del momento. No tiene otro interés que ayudar a abordarlas como corresponde: a la luz de la perspectiva estratégica del (re) lanzamiento de la revolución socialista en el siglo XXI. Más particularmente, de lo que es el alfa y omega de la estrategia: el problema del poder de la clase obrera.
La reflexión que pretendemos llevar adelante aquí de ninguna manera la entendemos como una suerte de recetario o decálogo válido para todo tiempo y lugar; el resumen de la experiencia pasada concentra principios y enseñanzas universales, pero en ningún caso exime del análisis concreto de cada situación concreta: “La verdad siempre es concreta”, señalaba Trotsky. Señalamos esto porque muchas veces las discusiones de estrategia pretenden hacer una suerte de codificación que enseñe por anticipado cómo pelear: qué se debe o no hacer en determinada situación. Una idea del tipo “el conocimiento de la experiencia anterior nos permitiría no tener que pensar de nuevo cada vez que nos enfrentamos a una determinada situación de la lucha de clases” sería un error completo. No se debe confundir el estudiar, incluso minuciosamente, las diversas circunstancias y la política que tuvieron los revolucionarios frente a cada giro de la situación con el hecho de que cada circunstancia debe ser abordada concretamente, aprendiendo a pensar por sí mismo, claro que valiéndose del conjunto de las enseñanzas legadas por la tradición del marxismo revolucionario. Tradición que, como decía Trotsky citando a Goethe, no puede ser asimilada mecánicamente por las nuevas generaciones, sino que debe ser reconquistada sobre la base de la propia experiencia.
Las enseñanzas dejadas por los grandes revolucionarios, así como la crítica de los límites de clase de las experiencias de las revoluciones anticapitalistas de la segunda posguerra, son un insumo de primer orden en la formación de la nueva generación militante, y en la construcción de nuestros partidos como organizaciones de combate. Estas enseñanzas estratégicas parten del presupuesto metodológico de que la historia no se hace sola, de que el sistema no se va hundir por sí mismo por más crisis que esté condenado a padecer; tampoco se puede enfocar caprichosamente las tareas planteadas de una manera que no sea partiendo de la realidad y la determinaciones de los procesos tal como son. Porque, en definitiva, los problemas de estrategia revolucionaria remiten también a problemas de método en el terreno del marxismo.
Es significativo que las obras políticas de los grandes revolucionarios estén cruzadas por apuntes metodológicos. Ni el objetivismo fatalista ni el subjetivismo caprichoso son recomendables en materia estratégica; sólo un enfoque realmente activista, materialista dialéctico, puede servir para aportar a la transformación social. Un enfoque que parta de las condiciones objetivas tal como son y, al mismo tiempo, no se recueste en ninguna concepción fatalista que pretenda que la historia se va a realizar sola en virtud de algún tipo de automatismo. Sobre las condiciones creadas objetivamente, el pensamiento estratégico remite, precisamente, al conjunto de pasos llevados adelante por una “agencia subjetiva” (la clase obrera con el partido a la cabeza) que debe empujar las cosas en determinado sentido y no en otro.
2. El pensamiento estratégico en el marxismo revolucionario
No hay manera de abordar los problemas de la estrategia revolucionaria si no es a partir de una teoría de la revolución; es decir, la concepción que se tenga de la dialéctica histórica que preside las perspectivas de la transformación social.
2.1 La estrategia de la centralidad obrera en la revolución
Las bases de la comprensión más ajustada de la teoría de la revolución socialista en nuestro tiempo fueron puestas por León Trotsky desde comienzos del siglo pasado, reforzadas y enriquecidas por las inmensas experiencias de la Revolución Rusa, así como por las revoluciones históricas que le sucedieron en los años 20 y 30, en vida del propio Trotsky.
Todas estas experiencias, que incluyeron la propia Revolución de Octubre, la alemana, la austríaca, el bienio rojo en Italia y la revolución española, entre las más importantes, demostraron que la resolución consecuente de las tareas pendientes de la revolución burguesa; el freno a las tendencias crecientes a la guerra interimperialista y la barbarie capitalista, así como el libre desarrollo de las fuerzas productivas y el cometido de las tareas específicas de la transición al socialismo dependían de que la clase obrera llegara al poder por intermedio de sus organismos y del partido revolucionario, y se afirmara firmemente en él.
Incluso más: revoluciones con fuerte centralidad obrera pero sin partido revolucionario y con la acción cada vez más contrarrevolucionaria de la socialdemocracia y el stalinismo (todas las tentativas aparte del Octubre ruso), fueron derrotadas, discusión que Trotsky sustanció a lo largo de dos largas décadas de lucha política implacable y que llevó a la formulación madura de su teoría de la revolución permanente, así como a un sinnúmero de enseñanzas en materia estratégica.
Las revoluciones en la segunda posguerra parecieron trastrocar todos los papeles. En las décadas que sucedieron a la Segunda Guerra Mundial, en un conjunto de países como China, la ex Yugoslavia, Cuba y Vietnam a través de revoluciones, y en los países del Este europeo por el expediente de la ocupación del Ejercito Rojo dirigido por la burocracia, se fue más allá del sistema imperante, expropiando a los capitalistas y resolviendo parcialmente algunas de las tareas burguesas pendientes.
Si el proceso de la revolución socialista y la transición podía desarrollarse automáticamente porque las direcciones burocráticas habían devenido en “empíricamente revolucionarias” (Mandel) o por “el peso de las condiciones objetivas” (Moreno), o por circunstancias “excepcionales” inexplicables que sin embargo “conservaban la regla” (es decir, la teoría original)[1], era evidente que al menos una parte de la concepción original de Trotsky de la teoría de la revolución socialista debía ser cuestionada.
Esto produjo todo tipo de desvíos objetivistas en las diversas fuerzas en que se dividió el trotskismo en la segunda posguerra.[2] Una gran desorientación estratégica campeó en sus filas. Se presentaron diversas interpretaciones, que hemos criticado en otros textos (ver “Notas críticas para la interpretación del movimiento trotskista en la segunda posguerra”, Socialismo o Barbarie 17/18). Estas interpretaciones explican cómo el debate estratégico se fue enredando hasta quedar prácticamente fuera de la agenda con la caída del Muro de Berlín.
Hoy este debate regresa, un poco por la fuerza de los hechos. Los nuevos desarrollos de la lucha de clases, el recomienzo de la experiencia de la clase obrera y el ciclo de rebeliones populares que estamos viviendo están replanteando los problemas de la teoría de la revolución y de la estrategia de los revolucionarios en la agenda.
Pero antes de abordar los problemas de la estrategia revolucionaria se deben afrontar las cuestiones vinculadas al balance de la teoría de la revolución, así como los mismos fines de la lucha emancipatoria socialista, reflexión imprescindible para encarar los desafíos revolucionarios del nuevo siglo a partir del estudio crítico de las enseñanzas dejadas por el anterior.
Desde nuestra corriente hemos intentado hacer un esfuerzo en este sentido, abordando en sendos textos tanto los problemas de la revolución socialista, como los de la transición al socialismo. Seguramente hay errores en este esfuerzo. Pero de lo que estamos seguros es del valor estratégico que tiene haber encarado esta reflexión como punto de partida para cualquier desarrollo ulterior. Reflexión que, en todo caso, sólo podrá encontrar su síntesis al calor del desarrollo de nuevas experiencias revolucionarias en este nuevo siglo y de la transformación de nuestras organizaciones de partidos “liliputienses” que todavía somos en general en verdaderos partidos revolucionarios. Esto dependerá tanto del desarrollo de condiciones objetivas como de nuestra capacidad subjetiva para afrontar revolucionariamente los desafíos de nuestro tiempo.
Volviendo a nuestro tema, sólo queremos señalar la conclusión que obtuvimos del reexamen de la experiencia de la posguerra y del siglo XX en su conjunto, en lo que hace a esta problemática: no hay sucedáneo posible a la clase obrera, sus organismos, programas y partidos revolucionarios a la hora de la revolución socialista y de la transición al socialismo. Se trata de una tarea histórica planteada para un sujeto con cadenas radicales. Y ese sujeto, como señalaran Marx y Engels, es la clase obrera. Histórica, estratégica y teóricamente no hay otra clase social que pueda llevar adelante la tarea de la transformación social del capitalismo, menos que menos en un mundo como el de hoy, cualitativamente proletarizado. La revolución socialista es una tarea propiamente de la clase obrera: si ella no la lleva a cabo, nadie la hará.
Ésta es una lección marcada a fuego por toda la experiencia del siglo pasado, tanto por la positiva (los logros y adquisiciones de la Revolución Rusa, más allá de su degeneración posterior), así como por la negativa: la parcialidad de las conquistas logradas por las revoluciones anticapitalistas y el bloqueo de las sociedades no capitalistas en su dinámica transicional, en ausencia del poder de la clase obrera. Porque, en definitiva, en la transición no hay base económica que garantice el carácter del proceso; su evolución depende del carácter del poder, y no en términos de definiciones en un papel, sino en la vida social efectiva. La propiedad y la posesión efectiva de los medios de producción, el poder político y la capacidad de planificación deben estar en manos de los trabajadores para que la transición camine en sentido socialista.
Es esta conclusión la que ratifica que, a la luz de la experiencia histórica del último siglo, la liberación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos. Es sintomático que el propio Ernest Mandel, que expresó una línea seguidista a las direcciones burocráticas a lo largo de toda su trayectoria política, sobre el final de su vida dejara la siguiente reflexión: “Las premisas políticas del sustitucionismo llevaron en la práctica, al final de la Segunda Guerra Mundial, a la imposición de regímenes como el del Kremlin en Europa oriental, con excepción de Yugoslavia, por medio de la presión militar-policíaca desde arriba, contra una población recalcitrante, si no claramente hostil. Todos los acontecimientos posteriores, incluido su colapso o casi colapso en 1989, se derivan de esta condición inicial. Demostraron la imposibilidad de ‘construir el socialismo’ contra los deseos de la mayoría de las masas trabajadoras” (El poder y el dinero: 159).
Así las cosas, la elevación de la clase obrera a clase dominante al poder es el alfa y omega de la estrategia de los socialistas revolucionarios. Y esta perspectiva es la que plantea, entonces, los problemas de estrategia (partido, organismos, poder), lo que les da su contexto. Sin una teoría de la revolución acertada que supere las derivas objetivistas y subjetivistas no se puede abordar correctamente los problemas de la estrategia revolucionaria, con toda la complejidad que conllevan.
Ya la “transposición estratégica” de la teoría de la centralidad obrera en la revolución socialista es de inmensa complejidad. Como señalamos más arriba, no es ni puede ser un simple recetario: toda la experiencia histórica de la lucha revolucionaria alimenta esta experiencia, a comenzar por la experiencia del bolchevismo y las enseñanzas de Lenin, de Trotsky y la lucha implacable de la Oposición de Izquierda, así como la de Rosa Luxemburgo en el seno de la vieja socialdemocracia. A partir de dejar sentado este mojón, abordemos, ahora sí, los problemas específicos de la estrategia revolucionaria.
2.2 El legado de Rosa, Lenin y Trotsky
Trotsky señalaba que en la socialdemocracia antes de 1914 prácticamente no se conocía la problemática de la estrategia propiamente dicha. Se hablaba sólo de “problemas de táctica” a la hora de enmarcar la acción de los socialistas. En cierto modo, esto era una adaptación todavía inconsciente a las características de la época, marcada por una progresión del capitalismo y una actividad evolutiva que se sustanciaba en los marcos del sistema: el movimiento lo era todo, el fin nada, como había señalado, equivocada pero agudamente, Bernstein.
Esto no quiere decir que no hubiera elementos de reflexión estratégica ya desde finales del siglo XIX. Algunos de esos elementos estaban implícitos en la reflexión política y militar de Marx y Engels.[3] Pero fue sobre todo Rosa Luxemburgo la que inauguró el pensamiento estratégico propiamente dicho, desde el momento mismo en que hizo su irrupción en la socialdemocracia alemana. Hizo lo propio mediante un trabajo de crítica cada vez más sistemático a la llamada “vieja táctica probada”, que se caracterizaba por el logro de parlamentarios, puestos sindicales y reivindicaciones parciales como vía regia de la actividad de los socialistas.
El pensamiento de Rosa, de enorme riqueza y agudeza a este respecto, tenía la limitación, es cierto, de sus condiciones de actuación política. Trotsky recuerda que Rosa no llegó a plantearse el problema de la insurrección como tal, la organización de la toma del poder, cuestión que ella derivaba algo mecánicamente del planteo de la huelga de masas política. Esta limitación provenía, también, de una debilidad a la hora de pensar el partido como una organización de combate: la selección de los mejores elementos de la clase obrera y la militancia a tal efecto, en gran medida subproducto de las condiciones en las que le tocó actuar. Esto es, bajo el peso muerto del aparato socialdemócrata autosatisfecho, al que le contraponía la acción vivificadora y espontánea de la clase obrera desde abajo.
Sin embargo, no hay ninguna duda de que Rosa hace un gran aporte al pensamiento estratégico del marxismo revolucionario: “El mérito que le corresponde a Rosa en la elaboración del marxismo revolucionario contemporáneo es inmenso. Ella fue la primera que planteó y empezó a resolver el problema de la estrategia y la táctica revolucionarias” (Ernest Mandel, “Rosa Luxemburgo y la socialdemocracia alemana”). Y lo hizo con una perspicacia respecto de las inercias de la socialdemocracia alemana que se anticipó en muchos años a las valoraciones de los dos grandes revolucionarios rusos.[4]
Lenin y Trotsky dieron un paso más.[5] La experiencia de la Revolución de Octubre, así como la puesta en pie de la Tercera Internacional y los desafíos planteados por la revolución en Occidente y Oriente, alimentaron el pensamiento estratégico de ambos. Lenin fue el actor central en la orientación de la Internacional hasta 1922. Trotsky fue el “segundo violín” por esos mismos años, y testigo privilegiado del ciclo revolucionario íntegro de la entreguerra, incluyendo experiencias históricas como la derrota de la revolución alemana (1918-1923), el ascenso del nazismo (1933) y del fascismo italiano (1922), el fracaso de la revolución china (1925-27), la tragedia de la revolución española (1931-39), la derrota en Austria (1934), la impotencia de la situación revolucionaria en Francia (1936-37), y un largo etcétera. Fueron experiencias sin precedentes en el apogeo de la “era de los extremos” marcada por el impulso inicial de la época de crisis, guerras y revoluciones desde comienzos de la Primera Guerra Mundial, que merecen un resstudio por parte de las corrientes del marxismo revolucionario.
Nuestra corriente siempre ha insistido en la importancia estratégica de las revoluciones clásicas de la primera posguerra: por su centralidad obrera, presencia de organismos de poder dual, conciencia socialista entre las amplias masas, y dirección por parte del partido revolucionario. Sin embargo, en virtud de las consecuencias negativas sobre la teoría de la revolución de las revoluciones anticapitalistas de la segunda posguerra –sin clase obrera, con centralidad campesina o pequeño burguesa y con direcciones que reportaban de una u otra manera al stalinismo–, nos concentramos primero en el estudio crítico de las lecciones dejadas por estas últimas. Es hora de que nos dediquemos, entonces, a esa “era de los extremos”.
El pensamiento estratégico del marxismo revolucionario se enriqueció enormemente al calor de las revoluciones y las luchas políticas de la segunda y tercera décadas del siglo XX, las más revolucionarias de la humanidad, con enseñanzas que entraron en el acervo histórico del marxismo revolucionario.
En el caso de Rosa Luxemburgo, Reforma o revolución, los diversos textos sobre el parlamentarismo y los del debate sobre la huelga de masas son de enorme significación en materia estratégica. En Lenin, textos como Izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo son de gran valor educativo, comparable quizá por su cualidad formativa del socialismo revolucionario, con la importancia del Manifiesto comunista en el siglo anterior. En Trotsky ya el listado de textos de estrategia es casi infinito: es el pensador estratégico por antonomasia del marxismo revolucionario. Estaba munido de teoría de la revolución más ajustada, y pasó en la plenitud de sus condiciones políticas e intelectuales por las dos décadas más revolucionarias de la humanidad. De ahí que el resumen de su experiencia formulado en lucha a muerte con el stalinismo se pueda obtener en textos como La Tercera Internacional después de Lenin y en los sendos estudios críticos dedicados a Alemania, España, Francia y China, una verdadera colección de textos políticos de valor sin igual.
En la segunda posguerra hubo intentos de desarrollar el pensamiento estratégico por parte del trotskismo, aunque mucho más débiles y fragmentarios. La falta de criterio de clase con que se abordaron las revoluciones anticapitalistas de posguerra, así como las limitaciones de todo orden que tuvieron las diversas corrientes y dirigentes del trotskismo en esa época, dificultaron las cosas. Entre ellas, la sistemática adaptación del tronco principal del movimiento trotskista (Pablo y Mandel) a las direcciones burocráticas en los procesos de la posguerra. Bensaïd, dirigente de esta corriente ya fallecido, cuenta cómo se estudiaban, al parecer sin mayores delimitaciones, revoluciones de carácter muy distinto: “A partir de las grandes experiencias revolucionarias del siglo XX (revolución rusa y revolución china, así como también la revolución alemana, los frentes populares, la guerra civil española, la guerra de liberación vietnamita, mayo de 68, Portugal, Chile), distinguimos dos grandes hipótesis: la huelga general insurreccional (HGI), y la de la guerra popular prolongada (GPP). Ellas resumen dos tipos de crisis, dos formas de doble poder, dos métodos de desenlace de la crisis” (“Sobre el retorno de la cuestión político-estratégica”).
Con un ángulo más critico, otro dirigente de esta misma corriente plantea: “La Liga [la LCR, partido histórico del mandelismo en Francia, hoy devenido en NPA. RS] tuvo una tendencia a reducir la estrategia únicamente al momento de la crisis revolucionaria, incluso a las modalidades político-militares de conquista del poder, en particular a través del estudio de diversos modelos (…). Si bien fue correcto trabajar estas cuestiones, nuestra inclinación ha consistido siempre en reducir los problemas estratégicos a un debate de modelos, cuando en la realidad la estrategia engloba gran cantidad de dimensiones en la construcción del sujeto revolucionario. Esta inclinación a la modelización nos ha conducido, por lo demás, a cometer errores, en particular en América Latina, al adaptarnos a las generalizaciones del modelo cubano por parte de las corrientes castristas” (François Sabado, “Elementos centrales de estrategia revolucionaria en los países capitalistas desarrollados”, 2008). Aquí, la idea de “modelización” y la carencia de una evaluación más de conjunto de los sujetos parece reducir el debate estratégico a algo “técnico”, con independencia de si la clase obrera es la que le da el carácter a la revolución o no.
Por su parte, aun de manera fragmentaria, con desprolijidades y fuertes elementos de empirismo, así como con una reformulación de la teoría de la revolución errónea, en clave objetivista, que llevó al estallido de la vieja LIT[6], es de honestidad intelectual recordar que en lo que hace a uno de los debates de estrategia más importante en el seno de la IV Internacional a comienzos de los años 1970, Nahuel Moreno acertó cuando defendió una estrategia clásica de construcción del partido y movilización obrera frente al guerrillerismo sostenido por el mandelismo para Latinoamérica.
En cualquier caso, recuperar una perspectiva clasista en materia de la teoría de la revolución es el camino más adecuado para enfrentar las tareas que vienen en este nuevo siglo: la pelea por reabrir la experiencia de las revoluciones socialistas propiamente dichas.
2.3 El concepto de estrategia
El pensamiento estratégico del marxismo revolucionario debe partir hoy de tres lugares. Primero, de las conquistas más altas aportadas en la materia por Trotsky, Lenin y Rosa Luxemburgo. Segundo, del balance crítico de las revoluciones anticapitalistas, es decir, sustituistas, no obreras ni socialistas de la posguerra. Tercero, por hacer concreta la materia enfocándola a los desafíos que el actual ciclo político internacional nos va planteando.
Respecto del concepto de estrategia, hemos abordado esta temática en Ciencia y arte de la política revolucionaria; aquí queremos avanzar un paso más. Se trata de un concepto que proviene del arte militar. Uno de los más altos pensadores del arte de la guerra fue Carl von Clausewitz, cuya teoría de la guerra fue asimilada por los grandes revolucionarios. El pensador alemán consideraba la estrategia como la comprensión del frente total de las operaciones que conducían al triunfo en la conflagración. En toda guerra se dan un sinnúmero de grandes y pequeñas batallas; ni hablar en las dos guerras mundiales que asolaron el siglo pasado. Pero lo que importa aquí es comprender que la estrategia es el encadenamiento de cada una de las batallas con el conjunto total de la guerra para dar lugar al objetivo final: el triunfo, quebrar la voluntad del enemigo: “La estrategia es el uso del encuentro para alcanzar el objetivo de la guerra. Por lo tanto, debe dar un propósito a toda la acción militar, propósito que debe estar de acuerdo con el objetivo de la guerra” (De la guerra: 171).
Planteado el problema desde un punto de vista más general, la estrategia es aquello que da sentido y anuda cada uno de los eventos parciales, tácticos, de la lucha. La conquista del poder político es el objetivo final, y el objetivo final es el alma de cada lucha, sin el cual ni siquiera se tiene una verdadera lucha de clases, como decía Rosa: “¿Qué es lo que realmente constituye el carácter socialista de nuestro movimiento? Las luchas prácticas reales caen en tres categorías: la lucha sindical, la lucha por reformas sociales, y la lucha por democratizar el estado capitalista. ¿Son realmente socialistas estas tres formas de nuestra lucha? Para nada (…). Entonces, ¿qué es lo que nos hace a nosotros un partido socialista en las luchas de todos los días? Sólo puede ser la relación entre estas tres luchas prácticas y nuestro objetivo final. Es sólo el objetivo final el que constituye el espíritu y el contenido de nuestra lucha socialista, el que lo transforma en una lucha de clases” (Rosa Luxemburgo, “Intervenciones en el Congreso de Stuttgart”, octubre 1989).
Como ya señalamos, Trotsky recordaba que en la Segunda Internacional no había pensamiento estratégico propiamente dicho; en todo caso, su pensamiento “estratégico” no era verdaderamente tal, revolucionario: el momento parcial lo era todo, el fin nada. Sencillamente, porque el fin del socialismo vendría como por añadidura del simple desarrollo las tareas cotidianas. La rutina de esas tareas llevaría automáticamente al nuevo sistema social.
Pero el pensamiento estratégico reniega de todo automatismo. Si las cosas marchan solas, no hace falta encadenar cada evento parcial al cuadro total de la lucha, ni hace falta construir, evidentemente, el partido. Pero si esto no es así, y no lo es, entonces el esfuerzo estratégico debe dominar cada momento parcial. Cada batalla, cada evento, cada reivindicación lograda debe ser ubicada en el contexto total de la lucha conjunta para que sirva a los objetivos de fondo de esa misma lucha: la conquista del poder por parte de la clase obrera.
A esto nos referimos cuando hablamos de estrategia revolucionaria, o, más propiamente, de pensamiento estratégico.[7] No es casual que pasada la época de la Segunda Internacional, abierta la época histórica de la revolución socialista con la Revolución de Octubre, Lenin y Trotsky hayan inaugurado la “época de oro” del pensamiento estratégico. La época del imperialismo significó el fin del crecimiento evolutivo del capitalismo. Ya no se podía concebir, honestamente, la transformación social como un producto espontáneo del desarrollo histórico, de un “crecimiento orgánico” de las filas y conquistas de la clase obrera.
A la “vieja táctica probada” de la socialdemocracia le sucedió la experiencia y el pensamiento estratégico que no cuenta con el automatismo de la transformación social sino que debe insertar cada reivindicación, cada batalla, cada conquista parcial en el contexto total de una acción consciente orientada conscientemente hacia la transformación social.
Cuando hablamos de estrategia, entonces, nos referimos a que cualquier logro parcial, cualquier conquista sindical, cualquier obtención parlamentaria, debe pensarse y llevarse a efecto en la perspectiva estratégica del poder de la clase obrera y de la construcción del partido revolucionario como palanca consciente e imprescindible para esa perspectiva. Y de un partido que no se haga rutinario, que no se acomode a los “grandes logros”, que no se autoproclame “campeón del mundo” antes de dar el verdadero combate (la lucha por el poder), sino que sepa aprovechar cada conquista parcial para fortalecerse de manera orgánica, para ampliar sus filas y radio de acción en el seno de la clase obrera y para prepararse de manera sistemática, a través de las diversas tareas parciales y de las luchas cotidianas de la clase obrera, en la perspectiva del poder, apuntando a ganar a las masas.
Desde ya, el desarrollo del pensamiento estratégico en el marxismo revolucionario y la estrategia como “estrella polar” de nuestra orientación no significa que no haya momentos tácticos. Si la estrategia hace al cuadro total de los enfrentamientos en la conducción de la guerra, la táctica tiene que ver, justamente, con esas batallas, esos enfrentamientos, esos momentos parciales subordinados a la estrategia general pero que tienen toda su sustancia, toda su especificidad, de la que de ninguna manera se puede hacer abstracción.
La marcha total de la guerra depende, finalmente, de la realidad de cada combate, del resultado de cada batalla; mal estratega sería el general que tuviera diseñado en su cabeza un “plan perfecto”, pero cuyo ejército perdiera sistemáticamente, una a una, todas las batallas. La táctica es, justamente, y de manera dialéctica, la manera de hacer valer la estrategia en cada uno de los eventos parciales de la lucha; porque la lucha no es un continuum abstracto, sino que está pautada por tiempos diversos: momentos de ataque, de defensa, de suspensión de las hostilidades. Está caracterizada por un conjunto de combates sustanciados en tiempo y lugar (como una pelea de box, que tiene varios rounds), y que hay que aprender a ganar si se quiere triunfar en la guerra en total. Dicho de otra manera: la estrategia vivifica pero no suspende (ni podría hacerlo) la importancia de cada batalla parcial; le da su sentido general. Son esas batallas parciales y su resultado las que decidirán si nuestra estrategia triunfará o no: “Es evidente por sí mismo que la estrategia debe entrar en el campo de batalla con el ejército, para concertar los detalles sobre el terreno y hacer las modificaciones al plan general, cosa que es incesantemente necesaria. En consecuencia, la estrategia no puede ni por un momento suspender su trabajo” (Clausewitz, ídem).
De estas consideraciones generales surge la diversidad de las tácticas de lucha de la clase obrera y del marxismo revolucionario. Sobre ellas también hemos dicho algo en Ciencia y arte de la política revolucionaria, conceptos a los que nos remitimos.
2.4 El fondo político de la estrategia
Pasemos a otro aspecto de la estrategia. Como es sabido, entre guerra y política existen relaciones íntimas que han sido estudiadas por el marxismo. Con Clausewitz quedó establecido que la guerra es la continuidad de la política (estatal) por otros medios, y el marxismo redondeó esa definición como la continuidad de la lucha de clases por medios violentos (Lenin).
En el mismo sentido, y atendiendo a la nueva época abierta a partir de la Primera Guerra Mundial, León Trotsky señalaba que la guerra civil, el enfrentamiento directo entre las clases, es otra de las formas de esa continuidad de la política. Una lucha de clases que cuando desborda a la democracia burguesa –en términos generales, comunismo vs. fascismo– adquiere aspectos de un enfrentamiento militar, en la medida en que se ponen sobre la mesa los problemas del armamento del proletariado, las milicias populares, la autodefensa, la ciencia y el arte de la insurrección.
Pero no se trata solamente del momento culminante de la guerra civil. El arte de la guerra le aporta conceptos a la lucha política por cuanto, en definitiva, también en el campo de la política se sustancia un enfrentamiento de clases irreconciliable: la política puede ser vista como continuidad de la “guerra de clases” que se lleva a cabo cotidianamente alrededor de la explotación del trabajo entre los capitalistas y la clase obrera.[8] Y, desde este punto de vista, el arte de la estrategia remite al aprendizaje para la lucha; al hecho de que en la disputa con la burocracia sindical, frente a la represión, en las huelgas, en las movilizaciones, en la ocupación de lugares de trabajo, en la toma de rehenes, en los cortes de ruta, lo que se está llevando adelante es una acción directa en un “teatro de operaciones”, que supone un conjunto de “reglas del arte” a practicar (y que todo partido que se considere revolucionario debe aprender[9]).
Aquí entran los conceptos de “maniobras” y “posiciones”. Son dos formulaciones derivadas del arte militar, y significan que a la hora de un objetivo político o militar puede haber, grosso modo, dos maneras de acometimiento: el asalto directo de la posición que se quiera tomar o mediante un rodeo. Dicho de otro modo: la ofensiva y la defensiva forma parte del arte de la política; no sólo ocurren en el terreno militar. Las enseñanzas de Trotsky de que ambas tácticas forman parte del arte guerrero siguen siendo de gran actualidad, así como su señalamiento de que sólo un “papanatas” podría pensar que la única táctica es la de la ofensiva. Dicho esto, Trotsky insistía en que sin pasar a la ofensiva en determinado punto, nunca se podría llevar a efecto la toma del poder; sin esta iniciativa no se puede quebrar la inercia de las relaciones de fuerzas establecidas y naturalizadas: ¡para pegar un salto hay que tomar carrera, pero el salto debe ser dado si se quiere triunfar!
Queremos subrayar otro aspecto que tiene su importancia. Las íntimas relaciones entre guerra y política no significan un reduccionismo que pierda de vista las leyes específicas que caracterizan a ambos órdenes de la acción humana. Trotsky señalaba el valor auxiliar, subordinado de las maniobras que, en última instancia, remiten siempre a un “fondo político”. Las maniobras, como la guerra en total, son siempre la continuidad de la política por otros medios; es la política lo que le da su sustancia a las cosas, más allá de que el arte de las maniobras tenga su propia lógica que debe aprenderse como instrumento para hacernos valer.
Se entiende esta preocupación de Trotsky cuando criticaba a los aprendices de brujo de la Tercera Internacional después de Lenin, que pensaban que todo valía o que los ardides podían engañar a las leyes de la historia.
Establezcamos dos delimitaciones. Una, que Trotsky está hablando aquí más propiamente de “maniobras” en el sentido de las trampas que se usan para imponer determinada política frente a los adversarios, y que en ese sentido, el de hacerse valer, son inevitables e incluso imprescindibles para todo partido revolucionario que se precie de tal. Lenin en El izquierdismo… educaba en el mismo sentido, por ejemplo alrededor de cómo toda corriente debe darse aires de ser más de lo que realmente es con el objetivo de impresionar a sus adversarios. Dos, que cuando se habla de maniobras en el terreno militar, se discute de otra cosa: cómo moverse en el campo de batalla; una “maniobra envolvente” por ejemplo, o de “embolsamiento”, como tantas que se dieron en el Frente Oriental en la Segunda Guerra Mundial.[10] Ir por los flancos, un asalto directo o lo que sea, son otras tantas maniobras llevadas adelante en el combate.
Pero cuando se aplican estas enseñanzas al campo de la política, hay que comprender que las maniobras se siguen de la política misma: “La mayoría proclamó que su principio principal era la maniobra (…). La misión de esta escuela estratégica consiste en obtener por la maniobra todo lo que sólo puede dar la fuerza revolucionaria de la clase obrera. Esto no quiere decir, sin embargo, que, en general, toda maniobra sea inadmisible, es decir, incompatible con la estrategia revolucionaria de la clase obrera. Pero es preciso comprender claramente el valor auxiliar subordinado de las maniobras, que deben ser utilizadas estrictamente como medios, en relación con los métodos fundamentales de la lucha revolucionaria (…). Es preciso, pues, que el partido comprenda claramente cada maniobra (…). Se trata del fondo político de la maniobra” (Trotsky, Stalin, el gran organizador de derrotas: 198-202).
En definitiva, siempre manda la política, que en esta discusión es el contenido central, el fin de nuestra acción, y respecto de la cual las maniobras son un medio, una forma de hacer valer este fin: el de desplegar toda la potencia transformadora de la política revolucionaria.
2.5 El poder como alfa y omega de la estrategia
En este texto venimos identificando al problema del poder como el centro de la estrategia de los revolucionarios. No puede ser casual que a la hora del retorno del pensamiento estratégico a comienzos del siglo XXI, comenzara con una discusión que se instaló alrededor de “cómo cambiar el mundo sin tomar el poder”. Tony Negri en términos más generales, y luego John Holloway de manera directa (con su libro de ese título) pusieron sobre la mesa esta discusión. Es verdad que no duró demasiado; muchos de sus seguidores iniciales pasaron raudamente del “antiestatismo” abstracto a la idolatría estatista en cuanto Chávez asumió el gobierno en Venezuela y puso en marcha la llamada “revolución bolivariana”.
En todo caso, la sustancia del debate planteado por Holloway sintonizaba con un sentimiento difuso en amplios sectores de la vanguardia, y hoy en las filas del llamado “autonomismo”: una sensibilidad política que se caracteriza por rasgos antipartido, o por el cuestionamiento del lugar central de la clase obrera en la estrategia revolucionaria, además del rechazo a los problemas del poder. Holloway tiende a reproducir, un siglo después, el tipo de análisis de Robert Michels acerca de la supuesta existencia de una “ley de hierro de las oligarquías políticas”, en el sentido de la supuesta “inevitabilidad” de la burocratización de las organizaciones en el poder. Es verdad que Holloway no comparte el argumento reaccionario del autor alemán de comienzos del siglo XX en el sentido de que los explotados y oprimidos no podrían autodeterminarse por sí mismos. Más bien, se va para el otro lado: este proceso de autodeterminación es visto sin mediación alguna, como algo simple, directo. Con su irreal planteo, el autor escocés parece querer resolver de un plumazo todos los problemas de la representación política, de las masas y las vanguardias, de la organización revolucionaria, yendo incluso hasta el final en sus planteos respecto de la necesidad de no tomar el poder para que la revolución no se pudra y se hunda.
Pero aquí hay dos problemas. El primero es que, como señalara Lenin, fuera del poder todo es ilusión. No hay escapatoria al hecho de que en la transición al socialismo el Estado no pueda ser abolido de un plumazo. El Estado deberá extinguirse a medida que la lucha de clases vaya reabsorbiéndose. La abolición lisa y llana es una posición anarquista que pierde de vista la inevitable centralidad del Estado como foco de todas las correlaciones políticas, donde todavía no es la sociedad como tal la que toma en sus manos la dirección de los asuntos, sino una parte de ella, por más que lo primero debe impulsarse sin desmayo en la transición socialista auténtica. De ahí que Pierre Naville, en su colosal obra El nuevo Leviatán, a principios de los años 70, hablara más de disolución que de extinción (en un enfoque más activo) del Estado de la transición.
Pero esta pervivencia de alguna forma de Estado, o más bien de un “semi-estado proletario”, como pedía Lenin, no quiere decir que por algún fatalismo esté condenado a burocratizarse y corromperse inevitablemente. Esto depende de una serie de condiciones históricas entre las cuales está, en primer lugar, la evolución real de la lucha de clases en la arena nacional e internacional en la cual ese Estado se desenvuelva. De ahí que la ley de hierro hollowaiana de la burocratización del poder sea una racionalización abstracta y a posteriori de un proceso que ocurrió en el siglo XX por razones históricamente determinadas, y que dejaron un conjunto de enseñanzas, es verdad, pero que no tiene ningún tipo de fatalismo o “ley” por encima del desarrollo histórico mismo.
Esto es lo que nos lleva de vuelta a los problemas de estrategia. La centralidad del problema del poder se plantea porque la dictadura del proletariado es la forma política por intermedio de la cual se lleva adelante la transformación económica de la sociedad posrevolucionaria. Y sin clase obrera en el poder, dejándole el poder a otras clases o fracciones de clase, o a una burocracia que hable en nombre de la clase obrera pero en realidad persiga sus propios fines, no se pude llevar a cabo esa transformación económica de la sociedad, tal como enseñaron ya tempranamente Marx y Engels a partir de la experiencia de la Comuna de París. También la política le tiene horror al vacío.
De ahí que, sumariamente, la estrategia revolucionaria confluya en ese punto nodal: la toma del poder por parte de la clase obrera, única forma materialista de poder comenzar y llevar a efecto la transformación del capitalismo en socialismo.
3. Presupuestos generales de una política parlamentaria revolucionaria
Una cuestión de importancia es situar los problemas estratégicos. Las condiciones históricas en el marco de las cuales se está sustanciando la lucha de clases en la actualidad se diferencian del que podríamos llamar “período clásico” de la estrategia revolucionaria.
A partir de la Revolución Rusa y las décadas que le sucedieron hasta la finalización de la Segunda Guerra Mundial, se vivió una “era de las extremos” (como la denominó Eric Hobsbawm), donde la regla general fue el desborde de la democracia burguesa por la revolución proletaria y el fascismo. Si el régimen parlamentario había caracterizado, con sus más y menos, los principales países de Europa y EE.UU. en las últimas décadas del siglo XIX y la primera del XX, ésta se desfondó en Europa continental a la salida de la Gran Guerra de 1914-1918, y por más de dos décadas.
Esto cambió con la finalización de la Segunda Guerra Mundial. La revolución social se trasladó a países de la periferia capitalista no caracterizados por la democracia burguesa, dando lugar a una serie de procesos anticapitalistas originales.
En el centro del mundo, los desarrollos revolucionarios fueron derrotados por los grandes imperialismos con el concurso del estalinismo, lo que dio lugar a un crecimiento de la economía capitalista durante tres décadas (“los treinta gloriosos”), así como a la estabilización de regímenes de democracia imperialista. Y en las últimas décadas esta democracia burguesa se hizo valer extendiéndose universalmente en el contexto del apogeo neoliberal; de ahí que los problemas de la política revolucionaria bajo ese régimen sea de total actualidad, y más aún cuando la izquierda obtiene parlamentarios.
Esto es lo que ocurre en la Argentina y otros países en el último período, planteándose en la agenda el problema del abordaje revolucionario de las tareas parlamentarias.
3.1 El imperio mundial de la democracia burguesa
En el contexto de la crisis capitalista abierta hace más de cinco años y del actual ciclo político de rebeliones populares, y a pesar del desprestigio creciente que tienen en muchos casos las instituciones parlamentarias, éstas siguen operando como dique de contención a la radicalización de las masas.
En algunos casos pasa algo significativo. Electoralmente hay un corrimiento a izquierda, pero desde el punto de vista de la lucha de clases directa, y a pesar de las múltiples experiencias de la rebelión popular, pasar a un escalón superior en materia de radicalización no es algo que esté dado. Veamos el ejemplo de Grecia, el país de mayor tradición de lucha en las últimas décadas en Europa, en plena ebullición bajo el martillo de la crisis: “Las direcciones sindicales –las socialdemócratas en particular– tienen una responsabilidad histórica en esta materia. Aceptando los memorándums, intentando salvar los aparatos sindicales (…) contra los derechos de los trabajadores, arrastraron a los sindicatos (…) a una crisis histórica. Esta situación, combinada con el retraso en el desarrollo de organizaciones sociales de lucha alternativas, ha desembocado en una crítica falta de ‘armas defensivas’ para la clase obrera, y en un período crucial. La combinación de todos estos factores crea una situación singular, extraña. Por una parte, la clase obrera parece incapaz de dar una respuesta a la altura de las circunstancias, echar abajo inmediatamente los memorándums y las políticas de austeridad. Por otra parte, los ciudadanos y ciudadanas apoyan con una fuerza sin precedentes a la izquierda política. Apoyan una solución política (‘un gobierno de izquierda’), cuya audiencia es fuerte y popular, a pesar de los ataques de todos los instrumentos de poder contra semejante eventualidad” (“Grecia. Perspectivas de la izquierda de Syriza. Congreso de DEA”, en www.alencontre.org).
Más allá de lo que vaya a resultar de semejante “gobierno de izquierda” encabezado por la organización reformista Syriza, el peso electoral de la izquierda en sentido amplio es de importancia creciente en dicho país y reflejo de algo que está ocurriendo más “universalmente” (ver el caso de Costa Rica o incluso Argentina, aunque en un plano inferior). Al mismo tiempo, no puede dejar de subrayarse la contradicción de que esa proyección política de la izquierda “radical” no esté acompañada de un proceso de radicalización cualitativo de las luchas, ni un peso cualitativo de esa izquierda entre amplios batallones de los trabajadores. Se trata de una de las desigualdades y contradicciones del actual ciclo político, que plantea enormes desafíos en materia de la traslación de ese peso político electoral, relativamente mayor que en otros períodos, a un plano de construcción orgánico de las organizaciones revolucionarias.
De aquí se desprende que los problemas del parlamentarismo revolucionario asumen una nueva dimensión para las corrientes de la izquierda, obligadas en cierto modo a pasar por esta experiencia en la búsqueda de llegar a más amplios sectores. Y es evidente que una de las claves de este emprendimiento es cómo se pasa por esta experiencia: si de manera revolucionaria o adaptándose a las instituciones parlamentarias, como lamentablemente ha ocurrido en la última década con las diversas fuerzas del trotskismo europeo, sobre todo a partir de la experiencias de los “partidos amplios” en esos países.
Salta a la vista la diferencia (o más bien el abismo) con los problemas planteados en las primeras décadas del siglo XX, ya que se está todavía en un momento preparatorio, lejos de la amplitud y la riqueza de los problemas estratégicos planteados en ese período. En cualquier caso, la necesidad de pasar por la experiencia parlamentaria de manera revolucionaria también se planteó bajo la Tercera Internacional en vida de Lenin; de allí la plena vigencia de sus enseñanzas en la materia (ver el Izquierdismo y otros textos). Pero el debate estratégico fue mucho más allá debido a que la Revolución Rusa abrió de manera directa, inminente por así decirlo, la época de crisis, guerras y revoluciones, y sus consecuencias en el plano político: el debilitamiento de la democracia burguesa en Europa continental, de las formaciones burguesas “centristas” y de la socialdemocracia, y puso en el orden del día los problemas de la lucha por el poder, y de la ciencia y el arte de la insurrección.
Esto hoy todavía no es así. Internacionalmente será necesaria una conmoción mucho más profunda, desarrollos catastróficos en la crisis económica mundial, un salto en la lucha de clases internacional, así como conflictos abiertos entre estados para que esto ocurra; escenario que hoy todavía no está. De momento estamos viviendo, más bien, un proceso de rebeliones populares y su reabsorción democrático-burguesa. Allí donde los desarrollos son más radicalizados, donde los enfrentamientos directos entre las fuerzas políticas son más desnudos, como en el mundo árabe, hay un tremendo retraso de los factores subjetivos. El hecho de que los enfrentamientos ni siquiera parezcan sustanciarse entre clases sociales sino entre corrientes religiosas, regiones, bandas armadas y hasta tribus hace que no escapen de la tónica del ciclo político que se vive, que no sean todavía un nexo directo hacia un escalón superior de la lucha de clases.
En este contexto, los problemas de la estrategia revolucionaria vinculados a la acción parlamentaria, la lucha cotidiana por las reivindicaciones obreras, la pelea por la dirección contra la burocracia sindical, la lucha por construirnos como fuertes partidos de vanguardia orgánicos entre capas cada vez más amplias de la clase obrera e, incluso, entre más amplios sectores de masas, es lo que se plantea a la orden del día. Enorme desafío para una corriente que, como el trotskismo, viene de una gran marginalidad histórica en lo que hace a su vínculo con amplios sectores de los explotados y oprimidos, y, específicamente, la carencia de una tradición propia y vínculos políticos sistemáticos en el seno del proletariado.
Sin embargo, sería un grave error oportunista poner cualquier frontera o muro esquemático entre los problemas estratégicos de hoy y los que se plantearán mañana; un “mañana” que dependerá de una suma de circunstancias. Cualquier corriente que aborde sus tareas de manera rutinaria, que pierda de vista que en el actual ciclo político están implícitos giros bruscos en la situación, crisis políticas agudas, momentos de desborde de la democracia burguesa (que carga con una gran desprestigio en todo un conjunto de países), cometería el peor de los errores.
Con sólo observar países como Grecia, donde se detecta un cierto desfondamiento del centro y un crecimiento de los extremos, se tiene un preanuncio de lo que podría ser un escenario de transición hacia una mayor radicalización política. El crecimiento electoral de Alba Dorada (agrupamiento fascista), simultáneamente con el de Syriza y formaciones más a la izquierda como Antarsya, preanuncian un escenario que va más allá de las formaciones tradicionales de la democracia patronal y plantea la eventualidad de enfrentamientos más directos entre las clases.
Esto mismo es lo que plantea que los problemas del parlamentarismo no puedan ser abordados en sí mismos, de manera tacticista, desligados de una perspectiva revolucionaria general. Teorizaciones como las del “reformismo revolucionario” (la llamada “participación parlamentaria en las condiciones dónde no hay situaciones revolucionarias”) son una adaptación oportunista a las circunstancias dadas que plantea la desvinculación entre la acción parlamentaria con las perspectivas más generales de la transformación social. Algo así como que con el “cabildeo parlamentario” se podrían obtener grandes logros para los trabajadores.[11]
Ésta es una perspectiva falsa. Entre el actual ciclo de rebeliones populares y la eventualidad de una lucha de clases más radicalizada no existe ningún compartimiento estanco. De ahí que la recuperación del debate estratégico debe estar situada en las actuales circunstancias de tiempo y lugar, pero de ninguna manera hacer abstracción de las perspectivas históricas más generales. El análisis concreto de la situación concreta no debe ser un expediente para el abandono de la perspectiva de la revolución socialista y el poder obrero, sino para lo contrario: ser un nexo para poner en correlación las tareas del presente con la transformación social, la perspectiva de avanzar en la conciencia y organización independiente de la clase obrera y en la construcción de nuestros partidos como partidos revolucionarios orgánicos en el seno de lo más concentrado de la clase obrera.
3.2 Reivindicaciones parciales y revolución
“[Rosa] estableció el principio estratégico de que la lucha cotidiana del proletariado debía estar orgánicamente conectada con el objetivo final. Cada solución de las tareas cotidianas debía ser tal que llevara al objetivo final, no lo apartarse de él (…). Esto era debido a que cada ganancia táctica o triunfo momentáneo (…) necesariamente se transformaría en una victoria dudosa que podría evitar o como mínimo posponer el logro de la victoria final” (Frölich: 70).
El debate debe comenzar entonces por el principio, por lo más elemental: cómo poner en correlación la lucha por las reivindicaciones inmediatas de los trabajadores con las perspectivas generales. Esta cuestión tiene muchos nombres en la tradición revolucionaria pero, en definitiva, se puede plantear bajo el estandarte del debate sobre reforma o revolución en nuestros días.
En un sentido casi se podría decir que un abordaje “realista” de las cosas en nuestros días diría que hoy no hay ni reformas ni revolución. Ni una cosa ni la otra serían posibles. Pero ésta es una visión unilateral de los desarrollos que absolutiza las conquistas del capitalismo neoliberal de las últimas décadas, las suma a la caída del Muro de Berlín y termina en una conclusión derrotista que pierde de vista el cambio de ciclo que estamos viviendo: un ciclo de rebeliones populares.
Claro, se trata de conquistas que no tienen la magnitud de las conquistas históricas del “período de oro” del capitalismo, ni de los “treinta gloriosos” de la segunda posguerra. Son otras condiciones históricas. Pero, al mismo tiempo, nunca se debe perder de vista que las conquistas son siempre subproducto de las relaciones de fuerzas (tal como afirmaba Trotsky en los debates sobre el Programa de Transición), y que no hay ningún “límite económico” absoluto que pueda hacer que los capitalistas no cedan conquistas, si se ven amenazados por un peligro superior.
Tal es la experiencia del actual ciclo político en Latinoamérica, donde en Venezuela y Bolivia se lograron en su momento algunas mínimas conquistas. Ni que decir tiene que no se trata de logros estructurales ni de una modificación orgánica en el nivel de vida de las masas, lo que plantearía ya una dinámica anticapitalista que no está presente en ninguno de estos casos. Pero sí se han logrado ciertos limitados progresos sociales, y estas parcialidades han replanteado el debate de su relación con las perspectivas más generales de la lucha contra el sistema capitalista. Sobre esto último hemos escrito en la última década. Insistimos acerca del peligro de que las conquistas parciales se obtengan a costa de las perspectivas generales, en vez de ser un puente hacia ellas. Derivas de este tipo se han observado en todas las corrientes que le han capitulado al chavismo, justificando esto de diversas maneras. Entre otras, con el argumento de que la revolución socialista estaría “fuera de la agenda histórica”.
Esta cuestión general tiene una derivación específica vinculada a la acción parlamentaria. Demasiadas veces se dice en el seno de la izquierda revolucionaria que lo que se va a hacer es “aplicar el Programa de Transición”. Esto está muy bien. Efectivamente, el logro de reivindicaciones parciales en el plano general, político, puede prestigiar a la fuerza que sea visualizada como motor detrás de este objetivo. Pero existe el problema de perder de vista algunas de las condiciones básicas de la obtención de reivindicaciones parciales o reformas. La primera es que de ninguna manera se puede creer que esto sea posible por el solo expediente de la acción parlamentaria, o que éste sea el principal objetivo de ella. La tradición de los revolucionarios marca que el principal objetivo de una bancada parlamentaria de la izquierda es llevar a cabo una denuncia sistemática de la cueva de bandidos que es esa institución burguesa. La obtención de reivindicaciones debe ser agitada desde el parlamento sin perder de vista jamás que la forma de lograrlas pasa siempre por desatar una gran movilización extraparlamentaria; es decir, llamando a las masas a confiar solamente en sus propias fuerzas. Tiene que haber algo que obligue (y esto siempre ocurre bajo la amenaza de perder algo mayor) a las fuerzas burguesas a conceder algo. No por nada el hilo revolucionario que une las reformas y la revolución desde el siglo XX es que los logros parciales solamente se pueden obtener como subproducto de una gran lucha revolucionaria, de una lucha extraparlamentaria que sacuda a la sociedad como un todo.
Las fuerzas de izquierda con representación parlamentaria que no se plantearan así los problemas mal servicio le harían a la utilización revolucionaria de la banca y a la clase trabajadora. Despertarían falsas ilusiones que no podrían satisfacer, y que luego desmoralizarían a la propia clase. Quizá no es tan conocido que la fuerza de los “sindicalistas revolucionarios” en la Francia de comienzos del siglo XX y, en cierta forma, de la “antipolítica” de muchos sectores sindicales en ese país hasta nuestros días provino de las falsas expectativas creadas por el Partido Socialista, que llegó a tener ministros socialistas en el gabinete burgués en los primeros años del siglo (millerandismo), experiencia que terminó en un fiasco completo y en la desmoralización política de amplios sectores de la clase obrera.
El parlamentarismo revolucionario parte de tener bien firme este vínculo entre la acción parlamentaria y la extraparlamentaria; de comprender que la representación parlamentaria lograda es una gran conquista, un importantísimo punto de apoyo, pero siempre secundario, subordinado y auxiliar a lo principal: el impulso de la más amplia movilización de la clase obrera y su organización independiente. Y en educar a la clase obrera que debe confiar sólo en sus propias fuerzas y no en cualquier combinación parlamentaria que pudiera resolver los problemas desde arriba.
3.3 La necesidad de pasar por la experiencia parlamentaria
En las actuales condiciones históricas sería un infantilismo abordar de manera sectaria la obligación que tenemos los revolucionarios de pasar por la experiencia parlamentaria. Una organización que no emprendiera este desafío con toda seriedad sería una secta insignificante condenada a no cumplir ningún rol histórico ni madurar como partido revolucionario. La obtención de parlamentarios es una inmensa conquista que hace a nuestro camino por convertirnos en fuertes organizaciones revolucionarias de vanguardia e ir logrando influencia entre las masas. Los logros parlamentarios de la izquierda revolucionaria son muy progresivos, uno de los síntomas más importantes de que está madurando, de que su rol político comienza a llegar a más amplios sectores, que está en curso una progresión que debe ser aprovechada para salir de la marginalidad a la que históricamente hemos estado confinados en el movimiento trotskista.
Lenin también subrayaba la importancia de la participación parlamentaria, que, así como la actuación en los sindicatos mayoritarios, es condición para que los partidos revolucionarios adquieran influencia de masas. Esto no es algo para dejarlo dicho y pasar a otro punto. Lograr parlamentarios y posiciones crecientes en los organismos tradicionales de la clase obrera es un desafío que le lleva todo un período histórico a cualquier partido revolucionario que se precie de tal. Hay que ser conscientes de que solamente pequeños partidos juveniles, grupos de propaganda, organizaciones extremadamente minoritarias, son exclusivamente extraparlamentarias. Obtener representación en los parlamentos es una conquista inmensa, táctica pero muy importante, de los revolucionarios, que los aproxima a un estadio más avanzado en materia de su desarrollo partidario, aunque nunca hay que perder de vista que la “mayoría de edad” partidaria se logra principalmente dirigiendo grandes luchas obreras, grandes luchas de clases.
En cualquier caso, avanzar por la escala madurativa en materia partidaria no puede lograrse sin pasar por la experiencia de embarrarse los pies en las tareas sindicales y parlamentarias cotidianas que atañen a los grandes sectores de masas. Quien no aprenda a llevar adelante una política electoral revolucionaria y una política sindical revolucionaria, no avanzará un centímetro en la construcción de sus partidos.
Pero este gran desafío táctico no podrá ser abordado correctamente, y dará lugar a los más catastróficos desarrollos si no se encara con la seriedad del caso. Para los actuales partidos y las actuales generaciones dirigentes y militantes, el paso exitoso, revolucionario, por el parlamento, no es algo dado; estará sometido a las más graves presiones. Un enfoque facilista de que estamos “cómodos” en la cueva de bandidos que es el Congreso puede ser fatal. Por el contrario, la “incomodidad” debería ser el sentimiento natural si se está haciendo las cosas bien, de manera revolucionaria, lo que no quiere decir un comportamiento infantil, o no aprovechar todas las posibilidades de visibilidad que da la institución parlamentaria.
Ahora bien, contrastado con la experiencia de los bolcheviques, de la ciencia y el arte de la insurrección, podría parecer que el logro de parlamentarios y sus desafíos son una minucia. Esto no es así: ni históricamente ni en nuestra época ha sido tan sencillo este desafío. Muchas veces se ha perdido de vista cuán fácilmente un régimen parlamentario –que, a decir verdad, siquiera era democrático-burgués consecuente o consolidado– como el de la Alemania de comienzos del siglo XX, se tragó a la socialdemocracia y la Segunda Internacional en pocos años. Claro que operaron una serie de condiciones materiales como fundamento de estos desarrollos. Las décadas que fueron desde la derrota de la Comuna de París hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial (1871-1914) fueron de un crecimiento orgánico del capitalismo y de concesiones a las fracciones más privilegiadas de la clase obrera en los países centrales. Sobre esta base económico-social se dio la capitulación de la socialdemocracia clásica.
Pero esto no quiere decir que el plano político del fenómeno carezca de importancia. Todavía hoy la democracia burguesa sigue ejerciendo fascinación sobre las masas y también los dirigentes políticos, incluso los de izquierda.[12] Normalmente las amplias masas ven en la participación electoral y el parlamentarismo (más allá de su circunstancial prestigio o desprestigio) la única forma de existencia de la política (el debate sobre los asuntos generales). Además, esa participación electoral, sobre todo cuando es exitosa, genera inevitablemente intereses propios que pueden marear a los dirigentes y crear ilusiones en la base. Esta lógica propia tiene que ver con las leyes de una campaña electoral que se basa, en definitiva, en la obtención de votos, lo que presiona para una orientación que plantee ese objetivo a como dé lugar. O, desde el punto de vista constructivo, disponer todo el plan organizativo del partido sobre una base territorial de manera tal de llegar a la mayor cantidad de votantes: una monja o un obrero, lo mismo da; todos los votos valen uno y da igual de quién provenga.
Cuando se obtienen parlamentarios, se quiere más. Se tiende a crear la sensación de que cuando más parlamentarios se obtengan, evolutivamente, las cosas irán mejor para el partido. El parlamento funciona como una superestructura que aparece como la expresión total de la política; hace olvidar que las fuerzas reales de las clases sociales, su palancas materiales, están fuera del parlamento y no en él: “La ilusión sostenida por la burguesía en su lucha por el poder (y más aún, por una burguesía en el poder) de que el parlamento es el eje central de la vida social y la fuerza decisiva de la historia mundial no es sólo algo históricamente [explicable] sino además, necesario. Es una noción que naturalmente desemboca en un espléndido ‘cretinismo parlamentario’ que no puede ver más allá [del] parloteo de algunos cientos de parlamentarios en una asamblea legislativa, hacia las gigantescas fuerzas de la historia mundial, fuerzas que están trabajando afuera, in the bosom del desarrollo social, y que no le dan la menor importancia a su creación legal parlamentaria” (Rosa Luxemburgo, cit.).
El parlamento es una “tribuna de cacareo” y, para los revolucionarios, un ámbito para hacer denuncias y conseguir, en todo caso, logros parciales apoyándose en la movilización extraparlamentaria. Como señalara Rosa: “La pelea de discursos es útil como método parlamentario sólo para un partido combativo que está buscando apoyo popular. Dar un discurso en el parlamento, esencialmente, es siempre hablar hacia afuera de la ventana” (“Socialdemocracia y parlamentarismo”, 1904). El grado de “totalización” que logra la “vida parlamentaria” (multiplicada hoy hasta el infinito por los medios de comunicación), es una de las grandes presiones que plantea la obtención obligatoria, por otra parte, de parlamentarios, y parte de lo que explica, sobre determinadas bases materiales, la capitulación de la socialdemocracia alemana histórica en su momento. Andando las décadas, también al trotskismo le costó sostener una política revolucionaria cuando obtuvo parlamentarios. Ahí está la experiencia del viejo MAS, que en todo caso debe servir como advertencia acerca de la necesidad de abordar con toda seriedad la cuestión.
3.4 La educación política de las masas como objetivo principal
Dicho lo anterior, nunca hay que perder de vista que se trata de tareas tácticas; que la obtención de parlamentarios es una tarea auxiliar que se inserta siempre en el contexto estratégico de la acción extraparlamentaria, que es lo principal: el impulso a la acción directa de la clase obrera y la pelea por el poder cuando las condiciones se obtengan a tal efecto.
De ahí que haya que hablar de una política parlamentaria revolucionaria. Y aquí es donde vienen en nuestro auxilio nuevamente las enseñanzas de Rosa Luxemburgo. Casi se podría decir que la lucha contra la adaptación parlamentarista tiene en ella la más grande maestra entre los revolucionarios.
Hagamos un poco de historia. Como ya hemos dicho, la socialdemocracia alemana se manejaba con la “vieja táctica probada” que consistía en ganar representación parlamentaria, ampliar las filas de los sindicatos controlados por el partido, obtener conquistas democráticas y de allí se desprendía la conquista casi insensible del poder.
Desde el punto de vista teórico se justificaba en un desgraciado texto de Engels (mutilado por la dirección del partido, pero de todas maneras impresionista) escrito como prefacio a una nueva edición de La guerra civil en Francia de Marx publicado en 1895, y que fungió como su “testamento político”. En ese texto se santificaba el curso de la socialdemocracia alemana, que no hacía más que crecer y crecer. Engels llegaba a afirmaciones como las siguientes: “Los dos millones de electores que envía [la socialdemocracia alemana. RS] al escrutinio (…) constituyen la masa más numerosa, la más compacta, el ‘grupo de choque’ decisivo del ejército proletario internacional. Esta masa significa, ya ahora, más de un cuarto de los sufragios (…). Su crecimiento se produce de un modo tan espontáneo, constante, irresistible, y, al mismo tiempo, tan tranquilo, como un proceso natural (…). Si seguimos adelante como hasta ahora, de aquí al final del siglo habremos conquistado la mayor parte de las capas medias de la sociedad (…) y creceremos hasta convertirnos en la potencia decisiva del país, ante la que tendrán que inclinarse todas las demás fuerzas, lo quieran o no. Mantener incansablemente este crecimiento hasta que, por sí mismo, se haga más fuerte que el sistema gubernamental en el poder, no desgastar con combates de vanguardia este ‘grupo de choque’, sino conservarlo intacto hasta el día decisivo; ésta es nuestra principal tarea” (F. Engels, introducción de 1895 a La lucha de clases en Francia, citado por Ernest Mandel).
Evidentemente el texto era de una unilateralidad dramática. Contra los deseos de su autor, sirvió de cobertura para el giro oportunista en la socialdemocracia alemana.[13] Si el crecimiento del partido se obraba de manera tan “natural” e “irresistible”, y si cualquier paso a la acción directa sería “desgastar” a la vanguardia en combates “inútiles”, quedaba claro que la estrategia no debía ser nada más que parlamentarismo, lo que terminará denunciando Luxemburgo como la estrategia real de la socialdemocracia.
Tempranamente Rosa se plantó contra este desvío y planteó las condiciones de un abordaje revolucionario de la actividad socialdemócrata: “El hecho que divide a la política socialista de la política burguesa es que los socialistas se oponen a todo el orden existente y deben actuar en el parlamento burgués fundamentalmente en calidad de oposición. La actividad socialista en el parlamento cumple su objetivo más importante, la educación de la clase obrera, a través de la crítica sistemática del partido dominante y de su política. Los socialistas están demasiado distantes del orden burgués como para imponer reformas prácticas y profundas de carácter progresivo. Por lo tanto, la oposición principista al partido dominante se convierte, para todo partido de oposición, y sobre todo para el socialista, en el único método viable para lograr resultados prácticos. Al carecer de la posibilidad de imponer su política mediante una mayoría parlamentaria, los socialistas se ven obligados a una lucha constante para arrancarle concesiones a la burguesía. Pueden lograrlo haciendo una oposición crítica de tres maneras: 1) sus consignas son las más avanzadas, de modo que cuando compiten en las elecciones con los partidos burgueses hacen valer la presión de las masas que votan, 2) denuncian constantemente el gobierno ante el pueblo y agitan la opinión pública, 3) su agitación dentro y fuera del parlamento atrae a masas cada vez más numerosas y así se convierten en una potencia con la cual deben contar el gobierno y el conjunto de la burguesía” (Rosa Luxemburgo, “La crisis socialista en Francia”, en Obras escogidas: 54).
Rosa insistía en criterios para la lucha parlamentaria que creemos de decisiva importancia a modo de “guía” para una acción revolucionaria en su seno, de ahí que la citemos in extenso. Primero, que la organización revolucionaria se ubica siempre como partido de oposición, y de una oposición no a elementos parciales, sino a todo el sistema. Dos, que la tarea principal del vocero parlamentario revolucionario (un tribuno popular, como lo llamara Lenin) tiene como estrella polar, siempre, servir a los objetivos de la educación política de la clase obrera. De ahí que la denuncia de la cueva de bandidos que es el parlamento sea una tarea central del diputado revolucionario. Tercero, que a la hora de la lucha por arrancar concesiones en el parlamento, hay que hacer valer la presión extraparlamentaria de las masas; es decir, el punto de apoyo parlamentario es una herramienta auxiliar para lo fundamental: lograr la movilización extraparlamentaria de los explotados y oprimidos, única forma real de obtener reivindicaciones. Cuarto, que en la “lucha de discursos” que se sustancia en el ámbito parlamentario, los revolucionarios siempre debemos hablar, principalmente, para “afuera de la ventana” del parlamento mismo. Esto es, hablar para los trabajadores, y no para el resto de los “pares” burgueses. Quinto, que hay que evitar despertar toda ilusión en que por la vía parlamentaria se pudieran lograr reformas significativas en las condiciones de vida, o que, desde arriba, graciosamente, los parlamentarios socialistas pudieran lograr resolver los problemas. Hay que educar sistemáticamente a las masas en lo contrario: a que confíen sólo en sus propias fuerzas.[14]
3.5 La labor parlamentaria práctica
Cuando se obtienen parlamentarios, parece ser una regla que rápidamente se pierda de vista que la actividad parlamentaria siempre es auxiliar, un punto de apoyo para lo que es principal: el impulso de la movilización directa de los trabajadores, y el hecho que la actividad central del partido, sus esfuerzos principales, deben estar volcados a esto.
Desde ya que el logro de representación parlamentaria le da una ubicación al partido: una proyección a la escena pública y política que lo saca de la marginalidad. De ahí que sería un crimen infantil no aprovechar al máximo este nuevo punto de apoyo para la construcción del partido. Su actividad parlamentaria tiene leyes específicas; se deben volcar esfuerzos y recursos humanos a tal efecto, y quien no lo hiciera renuncia a los criterios de un partido revolucionario serio y maduro.
Pero aquí nos referimos a otra cosa: si la política de los revolucionarios debe ser subordinar las luchas y actividades que ocurren fuera del parlamento a la “agenda parlamentaria”, o, si, por el contrario, esta agenda de los parlamentarios de la izquierda debe subordinarse a los movimientos y luchas que ocurren fuera del Congreso. Se trata de uno de los problemas estratégicos del abordaje de las tareas parlamentarias de la mayor importancia. Desde otro ángulo, Rosa no decía nada distinto: “El peligro que se cierne sobre el sufragio universal será aliviado en el grado en que las clases dominantes tomen nota de que el poder real de la socialdemocracia de ninguna manera descansa en la influencia de sus diputados en el Reichstag [el parlamento alemán. RS], sino que descansa afuera, en la población como tal: ‘en las calles’, y que si la necesidad emerge la socialdemocracia será capaz y estará dispuesta a movilizar a la gente directamente por la protección de sus propios derechos políticos”. (“Socialdemocracia y parlamentarismo”).
La verdadera fuerza de la izquierda revolucionaria está fuera del parlamento, “en las calles”. Esta enseñanza de Rosa, lejos de ser una verdad de Perogrullo, adquiere gran importancia educativa a la hora de que la izquierda no se maree, no pierda los puntos de referencia fundamentales, no confunda el avance en su influencia política general con influencia orgánica. Y, más bien, sepa utilizar revolucionariamente su ubicación parlamentaria precisamente para eso: para transformarse en una verdadera potencia fuera del Congreso, en el seno de lo más granado de la clase obrera.
Pero nos falta abordar todavía otro ángulo de la cuestión: llevar una agenda de reivindicaciones al parlamento mismo. La representación parlamentaria hace las veces de un amplificador de la política del partido revolucionario; le permite llegar a más amplios sectores, en la medida en que las mismas masas ven a la política bajo la forma deformada de la política parlamentaria y que, además, la burguesía trabaja para que la política sea vista bajo esta forma: de manera institucionalizada.
Esto es un hecho del cual se debe partir, guste o no. La renuncia a las condiciones reales de la lucha, incluso a las condiciones parlamentarias de la lucha revolucionaria misma, es un infantilismo que no resiste el menor análisis y un tiro en el pie de la organización revolucionaria que se niegue a llevar adelante una actividad electoral (y parlamentaria) sistemática.
Aquí entra el problema de la utilización de la banca parlamentaria para impulsar una “acción legislativa positiva”. Rosa Luxemburgo visualizaba las elecciones parlamentarias como una oportunidad para un fuerte desarrollo de la propaganda socialista y para afirmar la influencia socialista entre las masas. Pero ella no insistía meramente en la agitación: la tarea de los socialistas en el parlamento también consistía en tomar parte de la labor legislativa positiva, donde fuera posible, con resultados prácticos. Una tarea que ella consideraba se volvería cada vez más difícil –no más fácil, paradójicamente– con el fortalecimiento del partido en el parlamento.[15] Pero no predicaba ningún sectarismo: donde pudieran obtenerse resultados positivos con esta labor, debían llevarse adelante sin sectarismo alguno.
4. El problema del poder
Como hemos señalado, el problema estratégico por excelencia es el problema del poder. Pero no se trata de una problemática que se resolviera tan sencillamente en la tradición del marxismo: había que determinar la forma del poder del proletariado.
4.1 La dictadura del proletariado
En vida de Marx y Engels recién con la experiencia de la Comuna de París se llegó a “la forma al fin descubierta de la dictadura del proletariado”, es decir, del poder del proletariado. Andando el tiempo vino la adaptación de la socialdemocracia al parlamentarismo burgués y una idea evolutiva de la llegada del socialismo. Rosa Luxemburgo se plantó contra esta adaptación y recuperó la idea de la huelga política de masas, tomada a primera vista del arsenal del anarquismo pero, en realidad, de la experiencia histórica de la propia clase obrera y las huelgas de masas que comenzaron a darse entre finales del siglo XIX y comienzos del XX en Bélgica alrededor del sufragio universal y, sobre todo, de la experiencia de la primera Revolución Rusa, la Revolución de 1905: “La violencia es y se mantiene como la última ratio incluso para la clase trabajadora, la ley suprema de la lucha de clases, siempre presente, algunas veces de forma latente, otras en forma activa. Y cuando tratamos de revolucionar las cabezas por vía parlamentaria (…) lo hacemos sin perder de vista que finalmente será necesaria la revolución [para] mover no sólo la mente sino también la mano” (citado en Frolich: 85.)
Sin embargo, como señalamos más arriba, en su lucha contra el aparato muerto de la socialdemocracia Rosa tendía a perder la ciencia y el arte de la insurrección como el momento subjetivo más alto de la lucha de clases: la organización de la toma del poder por parte del partido revolucionario. El poder nunca caerá en el regazo de la clase obrera: hay que pelear por él enfrentando las presiones pasivas y fatalistas que afronta todo partido (como señalara Trotsky) cuando comienza a plantearse de manera inmediata, práctica, el problema del asalto al poder.
Es verdad que en el caso de la Comuna los acontecimientos se desarrollaron espontáneamente; fue el hecho mismo del abandono de París por parte de la burguesía francesa (aterrada por el avance de ejército alemán de Bismark) la que le dejó “servido” el poder al proletariado de la ciudad. Hubo otros eventos de “fuga” de la burguesía del poder, como Hungría y Baviera en 1919, y que dieron lugar a efímeros gobiernos “soviéticos”. Pero, en cualquier caso, son situaciones excepcionales que no hacen más que confirmar la regla: ninguna clase dominante abandona sus posiciones de privilegio pacíficamente.
La propia Comuna fue un ejemplo de esto. Una cosa era que el poder burgués abandonara la ciudad… otra muy distinta que los obreros se dispusieran a tomarlo. Ante el “quiebre de clases” que significó este hecho radical, la guerra franco-prusiana se suspendió y el ejército alemán dejó que el gobierno francés recuperara a sangre y fuego la ciudad; se hizo un alto en las hostilidades para que el ejército enemigo pudiera dedicarse a la “magna obra” de poner las cosas en su lugar: sea la burguesía francesa o alemana, lo mismo da, es la burguesía la que detenta el poder, no el proletariado. De allí que la caída de la Comuna fuera seguida por el baño de sangre de 30.000 comuneros fusilados; una lección histórica de la burguesía a la clase obrera que le enseñó que a la hora de la lucha del poder, y del sostenimiento del mismo una vez que ha sido tomado, la ingenuidad es mortal: rigen las leyes de la guerra civil, las leyes del terror más implacable de una clase sobre la otra. Como dijera Trotsky, en la guerra civil se anulan violentamente todos los lazos de solidaridad entre clases.[16]
No otra cosa enseñaba Engels: “Sólo después de ocho días de lucha sucumbieron en las alturas de Belleville y Menilmontant los últimos defensores de la Comuna; y entonces llegó a su cenit aquella matanza de hombres desarmados, mujeres y niños, que había hecho estragos durante toda la semana en escala ascendente. Los fusiles de recarga no mataban suficientemente rápido, y comenzaron a funcionar las ametralladoras para abatir por centenares a los vencidos. El Muro de los Comuneros del cementerio de Père Lachaise, donde se consumó el último asesinato en masa, está todavía hoy en pie, mudo pero elocuente testimonio del frenesí al que es capaz de llegar la clase dominante cuando el proletariado se atreve a reclamar sus derechos”[17] (Introducción de F. Engels a La guerra civil en Francia, 1891, en Obras escogidas de Marx y Engels, tomo II: 111).
Lección número uno, entonces: el poder debe ser tomado conscientemente y defendido con uñas y dientes si no se quiere verse sometido a un baño de sangre por parte de la burguesía, que caracterizó todas las contrarrevoluciones ocurridas contemporáneamente cuando la clase obrera amenazó el poder burgués y no pudo tomarlo. O cuando tomándolo, dejó escaparlo: ahí está la experiencia de la guerra civil española y los ajusticiamientos de Franco luego de su derrota; el caso de la Alemania nazi y el baño de sangre descargado sobre comunistas y socialdemócratas luego de su histórica capitulación en 1933; o Noske, los Freikorps y la socialdemocracia alemana en enero de 1919 con el asesinato de Rosa y Liebknecht, y la lista podría seguir hasta el infinito. El poder hay que tomarlo, y una vez que se logra esto, aferrarse firmemente a él, como hicieron los bolcheviques peleando durante tres sangrientos años para consolidar la dictadura proletaria.
Pero aun con las lecciones de octubre en la mano el problema del poder siguió planteando complejidades; el poder y la dictadura del proletariado podían dar lugar a un sinnúmero de experiencias caracterizadas por diversos matices y/o circunstancias históricas concretas. La historia siguió adelante y fue planteando diverso tipo de combinaciones sociales y políticas a ser interpretadas en su relación con la perspectiva de la dictadura del proletariado. De esa experiencia surgió el debate sobre el gobierno obrero contenido en el punto X de la “Resolución sobre la táctica de la Internacional Comunista” en su IV Congreso, y que ha dado lugar a un complejo debate.
4.2 Los distintos tipos de “gobiernos obreros” en la experiencia revolucionaria
Un criterio de principios central, quizá el principal de los socialistas revolucionarios, es que no participamos jamás de ningún gobierno burgués. Un debate histórico al respecto fue el de Rosa Luxemburgo a partir de la experiencia de Millerand en la Francia de finales del siglo XIX, que terminó en el más profundo de los fiascos. Como está dicho, Rosa insistía que los socialistas revolucionarios somos un partido de oposición respecto del orden burgués y que a diferencia de la participación en el parlamento (en definitiva, un ámbito de “cotorreo”), asumir cargos ejecutivos nacionales liquida nuestra independencia política de clase, haciéndonos responsables de la gestión gubernamental. Recordemos que Engels señalaba que el gobierno burgués no es más que la junta que administra los asuntos comunes de la burguesía, y debería ser evidente que los revolucionarios no podemos administrar los asuntos de nuestro enemigo de clase.
Sin embargo, volviendo al presente, resulta que la posibilidad que Syriza llegue al gobierno en Grecia ha replanteado el debate sobre los “gobiernos obreros” sobre bases parlamentarias que se había sustanciado en oportunidad del IV Congreso de la Internacional Comunista, y que se saldó con una resolución bastante confusa.[18]
Syriza no es una formación socialdemócrata clásica, devenidas hoy en partidos social-liberales enteramente burgueses y parte orgánica del mecanismo de alternancia de las democracias imperialistas. Syriza se origina en la rama eurocomunista del viejo stalinismo griego, una formación electoral de izquierda reformista que, por añadidura, insiste en su profesión de fe en el euro. Hemos abordado este debate en otro lugar. Sin embargo, al ser una formación reformista no tradicional está despertando ilusiones no solamente entre las masas griegas, sino en el trotskismo europeo y más allá (ver artículo sobre Grecia en esta edición), de que una vez en el gobierno, por la necesidad de las cosas, termine “rompiendo con el capitalismo”…
En cualquier caso, se plantea un debate central: qué posición adoptar en caso de que Syriza llegue efectivamente al gobierno. Es aquí que reaparece la cuestión del gobierno obrero. La resolución que señalamos fue una de las más confusas del trabajo de los cuatro primeros congresos de la Tercera Internacional, dirigidos por Lenin y Trotsky. Bensaïd señala que este planteamiento ilustraba la “ambigüedad no resuelta” de algunas de las fórmulas nacidas de los primeros congresos de la internacional, más allá de que a partir de ese equívoco dejara deslizar una interpretación oportunista.[19]
Chris Harman, del SWP inglés, afirmaba lo mismo, aunque su interpretación iba para el otro lado en un texto de finales de los años 70, donde insistía en que a las “formulas políticas” que emitimos los revolucionarios hay que pasarlas por la experiencia concreta, y que la formulación del “gobierno obrero” sobre base parlamentaria “como transición hacia una posible dictadura del proletariado”, no había pasado la prueba de la experiencia histórica del siglo XX, donde esto nunca había ocurrido” (C. Harman y T. Potter, “El gobierno obrero”).
La Tercera en su período revolucionario tuvo otras resoluciones limitadas, confusas o superadas por los acontecimientos históricos. Es el caso de las Tesis de Oriente, por ejemplo, que abiertamente planteaban una orientación etapista para los países semicoloniales o coloniales, y que siempre fueron utilizadas para cubrir derivas oportunistas en la acción política de la izquierda en estos países.
Si en el caso de estas tesis su limitación provenía de que la lucha de clases no se había desarrollado lo suficiente (el propio Trotsky las enmendará a partir de la experiencia de la segunda revolución china a finales de los años 20, que sirvió para generalizar la teoría de la revolución permanente a todo el orbe), creemos que con las tesis del gobierno obrero pasa algo semejante: demasiadas veces se ha empleado como cobertura para derivas oportunistas en ausencia de la condición central de dicha tesis: la existencia de un poder revolucionario cuya fuerza gravitatoria fuese actuante y palpable, como era el caso de los bolcheviques a comienzos de los años 20.
La tesis trataba distintas formas de gobierno de partidos considerados obreros:
a) Descartaba como contra los principios la participación en los “gobiernos obreros-liberales” (del tipo laborista en un estado burgués estable); por ejemplo, el caso hoy del PT brasileño.
b) Descartaba también los “gobiernos socialdemócratas” sobre una base de estabilidad burguesa y parlamentaria.
c) Al mismo tiempo establecía, lógicamente, el tipo de “gobierno obrero” por antonomasia, que no era más que la dictadura del proletariado encabezada por el partido revolucionario.
d) Se señalaba dos tipos más de “gobiernos obreros” que requerían consideración. Una se refería a los “gobiernos obreros y campesinos”, los gobiernos de organizaciones reformistas pero apoyadas sobre instituciones de poder dual de los trabajadores. Es el caso de mencheviques y socialistas revolucionarios en Rusia a mediados de 1917. Lenin les hace el planteo de que “tomen el poder” y que, en ese caso, los bolcheviques serán una oposición “leal”, política, no insurreccional (porque a todos los efectos prácticos, el poder ya estaría tomado por los representantes reformistas de la clase obrera).
Un caso similar, aunque no idéntico, es el ejemplo de la Comuna de París. Se trataba de un frente único de las tendencias socialistas de la época pero donde los internacionalistas de Marx no tenían casi ningún peso; es decir, un poder obrero sin partido revolucionario.
e) Finalmente, había un tipo de propuesta de gobierno obrero, “gobierno de socialistas y comunistas”, que era planteado como admisible sobre bases parlamentarias como expresión culminante de la táctica de frente único. Trotsky apoyó en su momento un tipo de combinación de este tipo; hizo lo propio en pleno apogeo de la revolución alemana como un eventual punto de apoyo auxiliar para mejor organizar la insurrección. En el caso de Francia (1922) había hablado de “un gobierno obrero que pudiera resultar de un debut parlamentario de la revolución”.
Este tipo de gobiernos es el aspecto más polémico de la resolución, más allá de que la fórmula del “gobierno obrero y campesino” haya sido utilizada también de manera oportunista en la segunda posguerra en relación con las direcciones burocráticas que rompieron con el capitalismo, pero no apoyadas en organizaciones de democracia de los explotados y oprimidos, sino sobre bases de partidos-ejército caracterizados por la ausencia de toda democracia. Mediante esta formulación, parte fundamental del trotskismo apoyó estos gobiernos, llegando incluso a renunciar no solamente a la independencia política, sino a la idea misma de construir el partido en estas circunstancias, como fue el caso del mandelismo en Nicaragua a comienzos de los años 80, donde, por añadidura, ni siquiera se había expropiado al capitalismo.
En todo caso, no es ésta la principal preocupación que nos mueve aquí; lo que se desprende de esto es la enseñanza de que no hay nada que nos ahorre a los revolucionarios pensar apoyándonos en las circunstancias históricas determinadas, en el análisis concreto de la situación concreta. Los formulismos del dogma no pueden ser un antídoto para evitar las derivas oportunistas o sectarias; el análisis siempre remite a entidades concretas que deben ser apreciadas concretamente, lo demás es dogmatismo o brujería.
4.3 El caso del “gobierno obrero” sobre bases parlamentarias
Volviendo a nuestro punto, hay dos aspectos a señalar respecto de la problemática del gobierno obrero sobre bases parlamentarias y de coalición entre reformistas y revolucionarios. Uno son las características excepcionales del momento en el que se pensó en esta variante táctica, donde en la frontera con Alemania estaba el poder bolchevique, con todo su peso gravitatorio. El otro, el significado histórico que ha tenido a lo largo de todo el siglo XX este tipo de formulaciones, que han dado lugar a todo tipo de acciones o expectativas oportunistas que han desarmado a los revolucionarios.
Respecto de la primera condición, es difícil pensar esta tesis del IV Congreso sin ponerla en correlación con la intensidad histórica de la lucha de clases del momento, con la Revolución Rusa como un poder efectivo viviente y actuante sobre la realidad, sobre todo europea. Es cierto que para el Cuarto Congreso, y en oportunidad de la discusión sobre las tesis del frente único, la situación se había vuelto defensiva; había pasado el primer empuje por el poder creado por el impacto inmediato de la revolución, y lo que estaba planteado de manera inmediata era la pelea por las masas. Pero hacer abstracción del peso específico del poder bolchevique, y de la importancia de ese factor objetivo en la formulación de las tesis mismas, adoptadas por un verdadero partido de la revolución socialista internacional, es puro doctrinarismo que sólo atina a repetir la supuesta validez de resoluciones en un contexto que nada tiene que ver con el de cuando fueron formuladas.
En segundo lugar, está la experiencia de Sajonia y Turingia en la revolución alemana, octubre de 1923. La dirección centrista de Brandler (que negaba que hubiera condiciones para el asalto al poder), una vez incorporada a los gobiernos socialdemócratas de izquierda en estas dos regiones, se subordinó a ellos cuando el gobierno central mandó tropas del ejército desde Berlín para “custodiar el orden”. Se negó así, rotundamente, a tomar cualquier posición activa frente a esta acción provocadora, dando marcha atrás en el plan insurreccional que se venía preparando hace largo tiempo. Ante la negativa de los “socialdemócratas de izquierda” a enfrentar la ofensiva del gobierno central, el PC desconvocó la insurrección a la que estaba llamando y, sin que se disparara un tiro, la revolución murió (hubo una insurrección heroica en Hamburgo, pero fue aislada y derrotada en pocos días ante el paso atrás de la dirección del PC).[20]
Así, la primera experiencia de un “gobierno obrero de coalición socialdemócrata-comunista” que tomara como primera tarea (tal como decía la resolución de la Internacional) “armar al proletariado”, murió antes de nacer; y luego nunca se verificó en el siglo XX. Lo que sí se verificó es otra cosa: las mil y una veces que la fórmula de “gobierno obrero” ha sido utilizada para justificar cursos oportunistas de adaptación a gobiernos reformistas sobre base parlamentaria, o incluso para ingresar en esos gobiernos burgueses.
Esto no quiere decir ser sectarios o decretar por anticipado un curso de los eventos históricos. Pero una de las principales enseñanzas principistas del movimiento socialista desde Marx es la independencia política del proletariado; la organización separada de la clase obrera en el plano político; el rechazo principista al ingreso en todo gobierno burgués, aunque sea un gobierno reformista. Si ese gobierno reformista tomara medidas progresivas y fuera atacado por esto por la burguesía, seríamos los primeros en defenderlas. Si no tomara medidas de este tipo, pero se viera afectado por un intento de golpe desde la derecha, también. Y si las condiciones históricas variaran, y el marxismo revolucionario volviera a tomar el poder en algún país, en todo caso volveríamos sobre el tema mediante el análisis concreto de la situación concreta.[21]
Pero, por ahora, la realidad es que esta fórmula ha sido utilizada como taparrabos a derivas oportunistas frente a las que tenemos que ponernos en guardia. Los socialistas revolucionarios no participamos de ningún gobierno reformista de bases parlamentarias; lo defendemos en caso de ataque de la burguesía, pero nunca le damos apoyo político, no es nuestro gobierno. Trabajamos, más bien, para desbordarlo por la izquierda y abrir el camino hacia la verdadera dictadura del proletariado.
Como digresión, señalemos que el PTS de Argentina se ha lanzado a una reflexión unilateral respecto de la posición de Trotsky sobre los “gobiernos obreros”. El PTS parece confundir dos cosas. Una es el hecho de que Trotsky insistiera en que el balance de la derrota de la revolución alemana de 1923 fue producto de que el Partido Comunista Alemán no estuvo a la altura de las circunstancias; la dirección encabezada por Brandler (bajo los auspicios de Zinoviev, a la sazón al frente de la IC), no haya girado a tiempo hacia la preparación de la toma del poder. El PTS confunda esto con el debate más específico acerca de la compleja táctica del gobierno obrero en Sajonia y Turingia en ese momento, que de todas maneras Trotsky consideró explícitamente como un “tema menor” respecto de los problemas de la revolución como tal. Para el PTS parece que esto no es así: le consagra el centro de su “reflexión estratégica”, lo que es errado y peligroso, ya que puede abrir curso a todo tipo de derivas oportunistas: “Es imposible entender la talla de Trotsky como revolucionario sin comprender cómo concibió la posibilidad de ‘gobiernos obreros o ‘gobiernos obreros y campesinos’ como resortes para impulsar la preparación o el desarrollo triunfante de la guerra civil (…). Sin partir de su pensamiento vivo, no puede comprenderse la trascendencia de la concepción de Trotsky que vio que ‘el gobierno obrero’, como consigna antiburguesa y anticapitalista, puede ser un camino regio a la dictadura del proletariado y no solamente su denominación popular” (“Trotsky y Gramsci: debates de estrategia sobre la revolución en Occidente”, Emilio Albamonte y Matías Maiello).
Es dramático que la manera ahistórica y doctrinaria de abordar los problemas que caracteriza al PTS le haga desconocer que en la experiencia real del siglo XX estas fórmulas de “gobiernos obreros” sobre bases parlamentarias introdujeron la mayor de las confusiones en las filas de los revolucionarios: más que servir de “camino regio” a la dictadura del proletariado, se utilizaron para capitular a las más variopintas expresiones del poder burgués y burocrático.
En cualquier caso, aun admitiendo la posibilidad de esta “táctica” en condiciones muy determinadas, de ahí a transformar esta hipótesis de trabajo en la medida para “entender la talla de Trotsky como revolucionario” realmente hay un camino demasiado largo.
4.4 El debate sobre un eventual gobierno de Syriza
Volvamos a la posibilidad de un gobierno de Syriza en Grecia. Como máxima expresión de las expectativas que está abriendo, y de la confusa aplicación de la fórmula del gobierno obrero, tenemos un artículo de Inprecor, la revista de la corriente mandelista, firmado por su principal dirigente hoy, François Sabado: “Otra hipótesis debe ser planteada: una resistencia encarnizada del pueblo griego y de Syriza que resulte en un gobierno antiausteridad. Por supuesto, un tal gobierno será ‘en disputa’ entre las fuerzas que ejercerán las presiones de las clases dominantes y las otras, de un movimiento desde abajo, pero que existen en Syriza, incluso en la izquierda de sus sectores de dirección. No hay que olvidar que ‘en circunstancias excepcionales –crisis, crac económico, guerras– las fuerzas políticas de la izquierda pueden ir más lejos que lo que ellas pensaban inicialmente’ (Trotsky en el Programa de Transición, 1938)”. Y luego se agrega que “el rol de los revolucionarios no es denunciar a Syriza en previsión de las traiciones eventuales de mañana. Por el contrario, es sostenerla contra las políticas de austeridad y hacer todo lo posible para reforzar la dimensión anticapitalista de su combate (…). Una derrota de Syriza será también nuestra derrota” (F. Sabado, “Quelques remarques sur la question du gouvernement”, Inprecor 592/3, abril 2013).
Veamos los dos problemas que plantean estas citas. El primero, la definición misma de “gobierno en disputa”, que ha estado en el centro del oportunismo frente a gobiernos como el de Chávez o Lula en la última década. En el caso del segundo, no fue más que un taparrabos para apoyar (e incluso integrar) un gobierno ni siquiera “reformista”, sino neoliberal o social-liberal burgués.
El caso de Chávez es más complejo. Su gobierno, una suerte de nacionalismo burgués del siglo XXI, dio lugar a algunas concesiones a las masas y tuvo un curso de independencia política del imperialismo. Frente a los yanquis y los intentos golpistas en marcha hoy contra Maduro, es de principios defenderlo, pero una cosa muy distinta es el apoyo político –y ni hablar de la integración al gobierno, o al partido del gobierno, el PSUV, orientación de tantos “trotskistas”– a un gobierno que nunca fue más allá de los límites del capitalismo. Por el contrario, ha mantenido la propiedad privada en su conjunto, más allá de estatizaciones determinadas, y de manera sistemática ha actuado contra la clase obrera y, en general, contra la organización independiente de los explotados y oprimidos, contra las posibles formas de poder alternativo al estatal.
Todos estos años, sin embargo, hemos oído hablar de la “Revolución Bolivariana”, que Chávez se estaba “armando para romper con la burguesía”… Y en qué ha derivado todo esto: en un capitalismo de Estado en crisis terminal. Una crisis que tiene todas las perspectivas de terminar mal, por la derecha, entre otras cosas porque casi toda la izquierda fue cooptada por el bonapartismo chavista (y algunos grupos ínfimos tienen tal confusión que están en acuerdos o frentes únicos con sectores escuálidos).
Dejando de lado esta categoría de “gobiernos en disputa” (que da la idea de que carecerían de carácter de clase, o que éste sería lábil), está la idea de que Syriza podría ir más lejos de los límites del capitalismo, paso que ni Chávez osó dar.
Pero aquí hay que recurrir nuevamente al análisis concreto. Nos preguntamos: ¿sobre qué bases sociales y organizativas un gobierno de Syriza rompería con el capitalismo? ¿Es verdad o no que se ha juramentado defender el euro y que ha capitulado a la campaña de que los griegos, ahora, sobre la base de esta moneda, son al fin “europeos”? ¿Es verdad que Syriza es una formación básicamente territorial y parlamentaria, con muy débiles vínculos orgánicos en el seno de la clase obrera organizada como para apoyarse en ella? ¿Y qué pasa con el ejército griego, que nada tiene que ver siquiera como con el “bolivariano” de Venezuela y es parte del dispositivo de la OTAN?
Si todo esto es así, no vemos puntos de apoyo reales para un curso de ruptura anticapitalista. Estos puntos de apoyo, históricamente, han sido dos. Uno, el clásico, vinculado a las perspectivas de la revolución proletaria, de la movilización independiente de la clase obrera, de sus organismos de poder, del partido revolucionario, como fue la experiencia de entreguerras. Dos, las formaciones burocráticas no capitalistas china, yugoslava, vietnamita y cubana (con sus partidos comunistas y guerrillas), que si no se apoyaron sobre el proletariado ni sobre la organización democrática del campesinado y las masas empobrecidas, lo hicieron sobre el aparato stalinista de Moscú y una gestión bonapartista de las clases pobres.
En ausencia de estas dos condiciones, no vemos sobre qué se podrá apoyar Syriza que no sea una gestión parlamentaria en circunstancias de crisis económica aguda, apuntando a una renegociación con la Unión Europea que estará seguramente marcada por una serie de contradicciones, pero que finalmente llegará a algún tipo de arreglo (y capitulación).
Esto nos lleva a la posición de los revolucionarios frente a un gobierno de Syriza. Desde ya que desde el punto de vista objetivo sería visto como un “triunfo” y un Ejecutivo “propio” de las masas. En cualquier caso, sería sin ninguna duda un paso adelante en la experiencia de la clase obrera griega. Pero de ninguna manera sería nuestro gobierno, un gobierno de los trabajadores. Menos que menos su derrota sería una derrota de los socialistas revolucionarios, salvo que lo hayan apoyado, o incluso integrado, en vez de construir una alternativa revolucionaria por la izquierda, a ese gobierno, en la perspectiva del poder de la clase obrera sobre la base de la construcción de sus propios organismos. Si no, el proceso en su conjunto conducirá a una derrota subproducto de la traición de las luchas y expectativas de las masas por parte del gobierno reformista.
Sólo si no hiciéramos esto la derrota de un gobierno de Syriza sería “nuestra derrota”. Puede haber una derrota del proceso político griego en general porque no se lograra desbordar a los reformistas por la izquierda (por razones de inmadurez de los factores subjetivos o lo que sea). Pero esto ocurriría por razones objetivas, no por haber tenido una política de capitulación.
Los revolucionarios no apoyaremos un gobierno de Syriza; lo defenderemos en caso de que tenga choques reales con la Unión Europea o tome medidas realmente progresivas, pero mantendremos nuestra más intransigente independencia política, trabajando por la apertura de una vía revolucionaria que los desborde por la izquierda.
4.5 El gobierno obrero de las intendencias
“La participación de los sindicatos en la administración de la industria nacionalizada puede compararse con la de los socialistas en gobiernos municipales, donde ganan a veces la mayoría y están obligados a dirigir una importante economía urbana, mientras la burguesía continúa dominando el Estado y siguen vigentes las leyes burguesas de la propiedad. En la municipalidad, los reformistas se adaptan pasivamente al régimen burgués. En el mismo terreno, los revolucionarios hacen todo lo que pueden en interés de los trabajadores y, al mismo tiempo, les enseñan a cada paso que, sin la conquista del poder del Estado, la política municipal es impotente” (León Trotsky, “La industria nacionalizada y la administración obrera”, Escritos, tomo X).
Cabe recordar que sí hay cargos ejecutivos admisibles en la tradición revolucionaria sobre bases parlamentarias. Se trata de las intendencias: si bien tienen responsabilidades ejecutivas, ésta es limitada geográfica y territorialmente, y pasible de explicar que no se tiene la responsabilidad sobre el conjunto.
Las experiencias revolucionarias municipales pueden ser, entonces, un gran punto de apoyo para el desarrollo de una política revolucionaria. Pero también entrañan graves peligros, que no deben ser abordados sobre la base de una cobarde renuncia a los desafíos que nos plantea la lucha de clases, sino de manera revolucionaria.
Ganar una intendencia tiene impacto nacional porque es un triunfo de una fuerza revolucionaria considerada hasta ese momento como minoritaria; es evidentemente una palanca formidable para abrirse el camino hacia una influencia cada vez más amplia entre las masas y para construir el partido.
Pero a partir de este triunfo se plantea cómo abordar la “gestión municipal”. Aquí pasa lo mismo que hemos visto en relación al parlamentarismo, pero de manera agudizada, ya que en el parlamento no hay gestión ejecutiva y en el municipio sí, lo que agranda las responsabilidades.
¿Cómo llevar adelante, entonces, una política municipal revolucionaria? El criterio principal no puede ser jamás el de “gestión”. Demasiadas experiencias ha habido en los últimos años de “intendencias reformistas”, “presupuestos participativos”, etcétera, que no han sido más que el expediente para la cooptación por el poder central (ver el caso de Democracia Socialista, ex integrante del mandelismo, en la intendencia de Porto Alegre, Brasil, su gestión “participativa” del presupuesto y su adaptación brutal e integración al gobierno del PT[22]).
Pero hay otra alternativa de una política municipal revolucionaria. Su criterio es el mismo que para todo lo demás: el cargo municipal es un punto de apoyo secundario para desatar una gran movilización de masas contra el poder burgués central y provincial. La idea es que este poder “asfixia” a la municipalidad, que no quiere que sus medidas progresivas trasciendan como ejemplo para la provincia y el país y que si no se movilizan los trabajadores y vecinos, no se va a poder llevar adelante la gestión.
Insistimos: un enfoque de pura “gestión” sería criminal. No hay otra gestión realmente posible en un municipio aislado que no sea administrar la miseria; para no hablar del problema prácticamente irresoluble de qué hacer con la policía municipal, cómo avanzar en su disolución con una movilización popular por la autodefensa y cuidado de los barrios por los propios vecinos.
Hay otro caso que nos reenvía a parte de la discusión anterior, que se misma refería al gobierno central, aunque en la experiencia de la revolución alemana la propuesta de “gobierno obrero” se circunscribió a dos gobiernos de coalición estaduales. Descartado el problema del gobierno central, queda el caso de los gobiernos provinciales o estaduales no de coalición con los reformistas, sino de los revolucionarios.
Se trata a todas luces de un caso fronterizo, un enigma que no puede ser resuelto más que sobre la base de una aguda lucha de clases. Un gobierno municipal, y más aún regional, en condiciones de estabilidad burguesa, sólo puede derivar en una gestión reformista, y por tanto capitalista. En todo caso, se puede asumir, demostrar el cerco del gobierno central y orientarse a que este gobierno sea un punto de apoyo para desatar una gran movilización obrera y popular contra el gobierno central mientras haya condiciones de no caer en el reformismo; luego, habría que renunciar.
Esto nos reenvía a las condiciones de “anormalidad”. Una suerte de “reformismo revolucionario” como el que se plantea para la acción parlamentaria, en el caso ejecutivo sería peor todavía. Si el “reformismo revolucionario” divide la lucha cotidiana y la perspectiva del poder, en el caso de una situación excepcionalmente revolucionaria, rica, dinámica, de ascenso obrero, el gobierno local podría ser un punto de apoyo excepcional para desarrollar una movilización revolucionaria y construir los organismos de poder en la lucha contra la asfixia del poder central.
4.6 La transformación de la lucha de clases en guerra civil
“De acuerdo con la magnífica expresión del teórico militar Clausewitz, la guerra es la continuación de la política por otros medios. Esta definición también se aplica plenamente a la guerra civil. La lucha física no es sino uno de los ‘otros medios’ de la lucha política. Es imposible oponer una a la otra, pues es imposible detener la lucha política cuando se transforma, por fuerza de su desarrollo interno, en lucha física. El deber de un partido revolucionario es prever la inevitabilidad de la transformación de la política en conflicto armado declarado y prepararse con todas sus fuerzas para ese momento, como se preparan para él las clases dominantes” (León Trotsky, ¿Adónde va Francia?).
A medida que se profundiza una situación revolucionaria, se va planteando el problema del armamento del proletariado. Toda la situación pide a gritos que los trabajadores se comiencen a armar a partir de que la lucha de clases se hace más directa; si se está desarmado no hay manera de pelear, cuestión que debe ser, al mismo tiempo, una campaña del partido revolucionario: la necesidad del armamento del proletariado.
Si en la experiencia histórica de las últimas décadas no ha habido mayormente experiencias de armamento popular –salvo en el mundo árabe, aunque allí la base del proceso no sea de clase–, es inevitable que el problema se plantee en la medida en que la situación se radicalice y la democracia burguesa se vea desbordada.
De manera un poco simbólica, el movimiento piquetero en la Argentina planteó el problema de cierta autodefensa y de cierto armamento con palos (o barricadas y piedras en el levantamiento en octubre de 2003 en El Alto, Bolivia). Pero el carácter rudimentario de estas experiencias muestra cuán lejos estamos todavía de un escenario de verdadera radicalización en la lucha de clases.
Sin embargo, inscrito en la misma lógica de los acontecimientos, de una lucha de clases que vaya hasta su final lógico, está el problema de la transformación de ésta en guerra civil (o con elementos de guerra civil) y el problema del armamento. También se planteará en la medida en que los partidos revolucionarios crezcamos y la burguesía se comience a preocupar por nosotros (cuando, en vez de invitarnos, nos estigmaticen por TV) debido al peso real, orgánico y no sólo electoral, que comencemos a adquirir entre amplios sectores de la clase obrera y las masas.[23]
El pasaje de la lucha de clases a la guerra civil ocurre cuando la lucha de clases se convierte en un enfrentamiento físico entre las clases. Habitualmente la lucha de clases se desarrolla y adquiere elementos de lucha directa, es decir, extraparlamentaria, mediante huelgas, movilizaciones, cortes de ruta, piquetes, ocupaciones de fábrica, etcétera. Sin embargo, esto no quiere decir que se llegue al enfrentamiento físico. Puede haber represión de parte del gobierno y el Estado a tal acción, y respuesta de parte de los huelguistas bajo la forma de autodefensa, cócteles molotov y medios por el estilo, pero en ese estadio no estamos todavía en una situación de la guerra civil. Los elementos de mediación institucionales aún funcionan; la propia lucha reenvía, en definitiva, a los métodos clásicos de la lucha bajo la democracia burguesa: la realización de nuevas movilizaciones, la intervención de abogados, la denuncia en las cámaras parlamentarias, etcétera.
Pero esto queda en un lugar totalmente subordinado cuando se trata de una guerra civil: en este caso lo que se pone en juego es la existencia física de los contendientes, se pone en juego la vida misma. Es el ejemplo que pusimos de la represión a la Comuna de París. De ahí que Marx llamara al folleto que escribió a propósito de esta experiencia La guerra civil en Francia.
Sin embargo, y al mismo tiempo, vistas las condiciones de la lucha de clases en el siglo XX, es evidente que la represión de la Comuna fue casi un juego de niños en relación con las bajas ocurridas en oportunidad de la guerra civil luego de octubre de 1917 en Rusia, o a la guerra civil en España en la década del 30, o la invasión contrarrevolucionaria del ejército nazi sobre la URSS en junio de 1941.
Esta transformación de la lucha de clases en guerra civil, o, incluso, el pasaje a una lucha de clases más directa, plantea todos los problemas de la autodefensa, del armamento del proletariado. La burguesía se arma (en realidad, siempre está armada) y pretende hacer valer su monopolio de la fuerza por parte del Estado. Incluso más: arma y deja correr grupos “irregulares” cuya tarea es escarmentar a la vanguardia obrera o, incluso, destruir el conjunto de las “instituciones de la democracia obrera en el seno del capitalismo”, la principal característica del fascismo, según Trotsky. Cuando los fascistas muelen a palos todos los días a los distintos núcleos y organizaciones de los trabajadores, ¿qué hace la vanguardia obrera, y luego el conjunto de la clase? Es evidente que debe armarse hasta los dientes, formar sus milicias, sus grupos de autodefensa y devolver de manera decuplicada cada golpe de los fascistas, cada golpe de la represión. Sólo así puede aumentar la confianza en sus propias fuerzas, y la confianza en la clase obrera del resto de las clases oprimidas y parte de las clases medias.[24]
Esta experiencia se dio en la entreguerra. En Italia y Alemania, por poner los ejemplos más extremos, parte de los ex combatientes revistaban en los grupos de extrema derecha llamados “cuerpos francos”, que luego nutrieron las filas de los grupos fascistas y nazis. Pero, al mismo tiempo, por ejemplo en la experiencia italiana, llegaron a constituirse los Arditi del Popolo, que a comienzos de los años 20 agrupaban a sectores de masas de ex combatientes bajo un programa mayormente de izquierda (eran un desprendimiento de los derechistas Arditi, ex combatientes que formarían filas en el fascismo). Más allá de que el Partido Comunista italiano no supo relacionarse con este fenómeno ultra progresivo (tuvo un abordaje sectario), existió, y de haberse tenido una orientación correcta quizá el proceso de fascistización hubiera tenido ribetes distintos.[25]
Esto es sólo un ejemplo del proceso más vasto de transformación de la lucha de clases en guerra civil. León Trotsky, en sus escritos de los años 30, por ejemplo sobre Francia, insistía en la absoluta necesidad de impulsar la autodefensa y el armamento del proletariado, de devolver cada golpe fascista de manera redoblada sin confiar ni por un instante en la policía del Estado (orientación socialdemócrata), unida por uno y mil vínculos a las formaciones fascistas. Algo similar ocurre hoy con el caso de Alba Dorada y la policía y el ejército griegos.
4.7 El partido y la insurrección. La compleja mecánica de la lucha por el poder
Por último, tenemos el problema del poder y la insurrección. Como hemos tratado en Ciencia y arte de la política revolucionaria, la toma del poder es el “momento consciente” por excelencia de la lucha de clases, en que lo subjetivo y lo objetivo se fusionan en uno solo, siempre a partir de condiciones determinadas.
Debe existir una organización, un partido que se plantee conscientemente esa tarea, política y prácticamente. El poder no cae en el regazo de la clase obrera: debe tomarse a partir de un plan científico a tal efecto, organizado por un centro ejecutor con el mayor de los cuidados. De ahí que en octubre Lenin insistiera en que el partido debía organizar la toma del poder antes incluso de que se reuniera el II Congreso de los Soviets, y que el encargado práctico de la toma del poder debía ser el partido bolchevique. La toma del poder (madurada ya por todo el conjunto de las circunstancias históricas y políticas) no remitía a un problema de “legalidad” (quién mandata la toma el poder), sino a una cuestión eminentemente práctica: qué centro organizador la lleva a cabo.[26]
También está la determinación de la evaluación de las circunstancias. De ahí que Lenin hablara de ciencia y arte de la insurrección, porque a los elementos de análisis de la situación se le debía sumar la intuición de que las circunstancias estaban maduras para que la vanguardia que toma el poder arrastre a la mayoría (al conjunto del país). O, como dijera Trotsky, logre al menos la “neutralidad amistosa” de esa mayoría, y la oposición activa de sólo una minoría.
La revolución es un evento “popular”, una acción de la mayoría en beneficio de la mayoría. Y de una mayoría que es una “amplia mayoría social”, como dijera Lenin. Sin embargo, bajo estas condiciones, es una vanguardia la que se plantea conscientemente la tarea práctica de la toma del poder, vanguardia que debe ser organizada por el partido. Se trata de una mecánica compleja, una dialéctica entre la clase obrera, sus organismos, su vanguardia y el partido revolucionario. Esa dialéctica no admite mecanicismo alguno, y los bolcheviques la llegaron a entender mejor que nadie. Rosa Luxemburgo no llegó a comprender esto sino en un estadio ya muy tardío de la revolución alemana.
De ahí que sin partido no haya toma del poder; si ocurre sin partido, su conservación será prácticamente imposible. Una lección que la Revolución Rusa trajo a la palestra y a la cual se le puede agregar, a partir de la experiencia de la segunda posguerra, que no se trata de cualquier poder; no se trata de que un aparato que habla en “nombre” de las masas pero no sea expresión directa de sus luchas y necesidades tome el poder. El poder debe ser tomado por la clase obrera sobre la base de las propias instituciones democráticas bajo la dirección del partido revolucionario.
5. Problemas estratégicos en materia de construcción partidaria
“En la experiencia histórica que conocemos más de cerca, la del viejo MAS –que había ‘resuelto’ las relaciones de fuerzas en el seno de la izquierda–, éste logró en pocos años su espacio de actuación más allá de la vanguardia. Pero la tremenda contradicción estuvo cuando empezó a rozar al peronismo: entró en una espiral de crisis que lo llevó a la disolución. Tuvo un proyecto errado para dar el salto hacia la influencia entre amplios sectores de masas: un proyecto básicamente barrial-geográfico-electoral en vez de uno orgánico-laboral-estructural. Este desvío oportunista en materia de organización –junto a un conjunto de otras razones– lo liquidó” (Roberto Sáenz, “Lenin en el siglo XXI”).
A continuación abordaremos algunos de los problemas estratégicos de la construcción de nuestros partidos: su construcción orgánica por oposición a una mera construcción “electoralista”, su “engorde” y no su crecimiento estructural. También al carácter políticamente de vanguardia que siempre debe mantener, incluso cuando se lanza hacia una más amplia influencia entre las masas, cuidando de no diluirse en el atraso político que inevitablemente arrastran los más amplios sectores de las masas. Por último, el carácter del partido revolucionario como partido de combate, en el sentido de ser siempre, en última instancia, un instrumento al servicio de la lucha de clases.
5.1 La construcción orgánica de nuestros partidos
Nos preocupa plantear primero el problema de la traducción de los votos y cargos obtenidos en influencia orgánica. Aquí nos viene a la memoria una reflexión de Trotsky a propósito de las relaciones entre el Partido Socialista y el Partido Comunista a comienzos de los años 20 en Francia. El peso militante del PS era relativamente pequeño; sin embargo, electoralmente, conservaba una gran fuerza y, además, expresaba determinadas correlaciones políticas, reflejando un núcleo de la clase obrera que no estaba radicalizado. La burocracia stalinista, al frente de la Tercera Internacional, tendía a afirmar que los socialistas no eran “nada” y que como el PC tenía muchos más militantes, alcanzar la mayoría de la clase obrera era algo que ocurriría inevitablemente. Trotsky opinaba lo contrario, poniendo sobre la mesa la complejidad de los problemas de la hegemonía política: “Si tenemos en cuenta que el Partido Comunista tiene 130.000 miembros mientras que los socialistas son 30.000, entonces es evidente el enorme éxito del comunismo en Francia. Pero si ponemos en relación estas cifras con la fuerza numérica de la clase obrera en sí, la existencia de sindicatos reformistas y tendencias anticomunistas en los sindicatos revolucionarios, entonces la cuestión de la hegemonía del Partido Comunista en el movimiento obrero se nos representa como una cuestión compleja que está lejos de ser resuelta por nuestra preponderancia numérica sobre los disidentes (socialistas)” (León Trotsky, “Introducción a Cinco años de la Internacional Comunista”).
Junto con la cuestión de la hegemonía se plantea el problema de la construcción de nuestros partidos. Los problemas de su construcción orgánica, estructural, y de lo territorial están planteados aquí. Es decir: a qué presiones político-sociales se somete principalmente, si a las orgánicas-laborales o a las territoriales-populares, que son de naturaleza muy distinta.
Desde ya que cualquier partido que pretende alcanzar una influencia entre más amplios sectores es inevitable que tenga una desarrollo e inserción territorial creciente. Pero esto debe tener un determinado balance: el centro debe ser la construcción orgánica en los lugares de trabajo, para arrastrar desde allí el elemento barrial. Esto no es un dogma doctrinario: es un análisis materialista de a qué presiones pretendemos someter al partido.
Hay una correlación: el peso territorial excesivo se sigue de una orientación puramente electoral. Las elecciones desarrollan, como hemos dicho, sus propias necesidades. La participación electoral tiene sus propias leyes; no se puede participar en las eleccioens sin hacer campaña electoral, so pena de infantilismo pequeñoburgués. Pero otra cosa es ordenar toda la actividad del partido e incluso su estructura interna alrededor de aquello que más rinde en materia electoral, el territorio. Este atajo es un camino al desastre que ya fue recorrido por otras formaciones del trotskismo; un cáncer que vive en estos momentos, por ejemplo, el NPA francés.
Luego está la cuestión de la proletarización de compañeros en el movimiento obrero. El PO de Argentina alardea que “no necesita hacerlo” porque por el peso electoral logrado “resuelve el problema de su relación con la vanguardia obrera” desde arriba y desde afuera, “políticamente”. Desde ya que el peso político más objetivo que logra un partido facilita sus relaciones, impacto y capacidad de tracción entre sectores más amplios; entre ellos la vanguardia obrera. Pero creer que en las actuales condiciones históricas, donde el movimiento obrero no es socialista, se podría resolver la cuestión de manera tan epidérmica es engañarse a si mismo y engañar a la militancia. No se puede entender por qué hoy el partido más grande del trotskismo argentino no puede estructurar compañeros jóvenes en los lugares de trabajo, al tiempo que se aprovecha el peso político mayor para ganar sectores independientes de la vanguardia obrera.
Aquí subsiste un problema vinculado al bajo grado de politización de las nuevas generaciones. Esto no se va a resolver de un día para el otro ni es algo que dependa de uno o dos factores, sino de un conjunto de condiciones objetivas. De ahí que los cuadros formados políticamente que entran en fábrica pueden ser cualitativos para ganar una amplia fracción de trabajadores en cada lugar de trabajo, algo que no se logrará sin esta orientación. La teorización de la construcción epidérmica del partido puede tener patas muy cortas.
5.2 Cómo no romperse la nuca en el salto hacia las masas[27]
En nuestro texto “Lenin en el siglo XXI” nos hemos referido a los complejos problemas del salto del partido de vanguardia a la influencia de masas. Señalábamos que la perspectiva debía ser la del pasaje no a ser “un partido de masas”, sino que en Lenin la concepción era que el partido de vanguardia debía adquirir influencia entre los más amplios sectores de masas, pero sin perder este carácter de organización que siempre debe representar, políticamente, a los sectores más avanzados de la clase obrera; esto es, de organización de vanguardia.
En la idea del “partido de masas” podría perderse de vista que en el seno de la clase obrera, inevitablemente, conviven sectores avanzados y retrasados en lo que hace a su conciencia, razón por la cual, si el partido se transformara, lisa y llanamente, en un “partido de masas”, se plantearía el peligro de dejar de ser revolucionario. Incluso en la transición al socialismo, bajo la dictadura proletaria, el partido debe evitar diluir políticamente los sectores más avanzados de la clase obrera en los más atrasados, conservando su carácter de organización de vanguardia (Lenin se planteaba el problema de la organización de los “obreros sin partido” pero como problema amplio, no en el seno del partido bolchevique).
Por esta misma razón, el partido no se debe confundir con el Estado proletario como tal; debe mantener su independencia política y organizativa como organización, incluso si se trata del partido en el poder. El objetivo es no confundirse con el conjunto de la clase, y menos que menos diluirse entre las otras clases explotadas y oprimidas, que hasta cierto punto el estado proletario también representa.[28]
Dicho esto, pasemos a nuestro punto: los complejos problemas del pasaje del partido de vanguardia a uno con influencia entre las masas y las leyes internas específicas de este último.
Aquí hay varias cuestiones. Lo primero que debe señalarse es que en la operación de las leyes del partido de vanguardia propiamente dicho y el que se lanza a una más amplia influencia entre las masas, ocurre una transformación, tanto en materia de las leyes de crecimiento del partido como en lo que hace al régimen interno del partido. Porque si la organización de vanguardia es hasta cierto punto una suerte de “brigada de combate”, un partido que se está lanzando a la influencia entre sectores de las masas, evidentemente debe tener una serie de criterios propios en materia de organización que configuran en muchos casos una suerte de “inversión dialéctica” de las leyes que rigen el estadio propiamente de vanguardia.
Esto no quita que, al mismo tiempo, en todos los estadios rijan leyes de desarrollo desigual y combinado. Si es malo confundir los estadios constructivos del partido, esto no quiere decir que no haya circunstancias donde núcleos muy pequeños cumplan un rol de gran importancia, con una proyección en el campo político muy por encima de sus fuerzas organizativas; algo que vemos y vivimos todos los días (algo similar había señalado Moreno en un texto a propósito de la situación en Bolivia de comienzo de los años 80).
Pero digamos algo respecto de las leyes de crecimiento de un partido con mayor peso entre las masas. Los multiplicadores en lo que hace a cantidad de militantes, inserción y envergadura política y organizativa del partido en época revolucionaria varían sustancialmente respecto del período en que la organización es un partido de vanguardia. Se trata de otras leyes las que rigen el salto hacia las masas: operan leyes de multiplicación geométrica y no aritmética, que es lo que caracteriza al partido en estadio de vanguardia.
Es decir, el partido de vanguardia recluta de a individuos o, a lo sumo, de a decenas. El partido que se vuelca a tener influencia entre sectores de las masas recluta de a conjuntos de compañeros: capta núcleos, agrupaciones, organizaciones y/o sectores enteros de trabajadores o estudiantes. A este respecto son ilustrativos los criterios planteados por Lenin para los bolcheviques en oportunidad de la revolución de 1905: planteaba la necesidad de poner en pie cientos de nuevas organizaciones del partido, e insistía en que esto no lo decía en sentido figurado sino literal, so pena de quedar por detrás de los acontecimientos no sólo política, sino constructivamente.
El tema de los multiplicadores es toda una discusión que hace a las leyes dialécticas del salto de cantidad en calidad en materia de construcción partidaria. Porque ese salto precisa de una acumulación cuantitativa previa para producirse.
En segundo lugar, el tema de los multiplicadores es difícil pensarlo en abstracto: habitualmente está ligado a la búsqueda de algún vehículo para producir este salto en calidad. Lo decisivo aquí es si van o no en el sentido estratégico de la construcción de la organización como partido revolucionario. Para que no sea un salto al vacío, por más vehículo que haya, hace falta una acumulación previa en materia de construcción partidaria. Hay infinidadde momentos en que se le plantea al partido esa posibilidad. Pero si no hay partido organizado previamente, es como querer tomar sopa con tenedor: no se puede aprovechar el momento constructivamente y los cientos o miles de simpatizantes potenciales se escurren como agua entre los dedos. En suma: el salto hacia las masas requiere de una acumulación anterior so pena de que, incluso si existe un vehículo para darlo, no se pueda concretar.
Aquí talla, en tercer lugar, la variación de las leyes de construcción en el caso del partido que se lanza a tener influencia de masas, que muchas veces lleva a estrellarse contra la pared. Se puede dar el caso de tener tanto el vehículo la acumulación partidaria necesaria. Pero es muy distinto el grado de politización de la militancia del partido de vanguardia, y muy distintos también los métodos de dirección, más “personalizados”, que caracterizan a la organización de vanguardia. Cuando el partido crece se hace “impersonal”; todo descansa en los cuadros, en el grado de educación que han recibido y en su capacidad de actuación autónoma, dentro de los parámetros de la política general de la organización. Esta acumulación de cuadros previa se transforma, entonces, en un elemento clave.
Además, el partido transformado ya, hasta cierto punto, en un hecho objetivo, tiene la tendencia a desarrollar intereses propios de una manera muy fuerte, lo que plantea el problema de que nunca se debe pensar el partido independientemente de la lucha de clases. Es el típico peligro del partido “grande”: considerarlo “un fin en si mismo”, tener miedo a arriesgar, desentenderse de los problemas de la sociedad y de la clase como si el partido pudiera construirse independientemente de la lucha de clases (el caso extremo fue el de la socialdemocracia alemana, caracterizada como un “Estado dentro del Estado”). Es decir, se debe establecer un correcto balance entre la vida interna del partido y su vida habitual, que está volcada, y no puede dejar de estarlo, al servicio de la lucha de clases. Volveremos sobre esto más abajo.
Veamos un cuarto problema: el de las “anclas” del partido, los contrapesos que debe adquirir para que las presiones sociales que comienza a ejercer una franja de las masas sobre la organización, con todos sus elementos de atraso político, no lo hagan desbarrancar.
Estas anclas son: el grado de politización de su núcleo partidario, su composición social, la autoridad de su dirección, las tareas a las que habitualmente se dedica (no es lo mismo que lo cotidiano sea la intervención en las luchas obreras a que su actividad básica sea la electoral), el armazón teórico-estratégico de la organización y su carácter internacionalista. Porque característicamente, y ligado dialécticamente a lo anterior, hay otro problema que es absolutamente clave: el grado de flexibilidad del partido en materia de nutrirse de lo mejor de la joven generación que entra a la lucha. Es decir: el partido debe dejar atrás toda inercia conservadora y lanzarse de lleno a intervenir política y constructivamente en la lucha de clases incrementada. Es aquí donde entra la capacidad de adaptación del partido, su flexibilidad revolucionaria, su capacidad de sacarse de encima toda inercia conservadora, toda estructura que no sea capaz de nutrirse de los impulsos revolucionarios de la realidad.
Y aquí hay otra exigencia más. En situaciones de ascenso de la lucha de clases, el partido corre el riesgo de quedar por detrás de la situación, tanto política como organizativamente, en vez de ser la vanguardia. Como decía Lenin en 1905: “‘Necesitamos aprender a ajustarnos a este completamente nuevo alcance del movimiento’. Esta adaptación a los eventos significa [dice Liebman, autor de esta cita. RS] que la distinción entre la organización y el movimiento, entre la ‘red horizontal’ y la ‘red vertical’, y, finalmente, entre la vanguardia y la clase trabajadora, comenzaba a hacerse más tenue” (Marcel Liebman, Leninismo bajo Lenin: 46).
Esto ocurre cuando hay un ascenso revolucionario: el partido debe sacarse de encima toda la inercia; revolucionarse junto con la clase. Hay, hasta cierto punto, y como ya hemos señalando, una inversión de los principios enunciados más arriba. Pero para que este salto no sea al vacío, el estadio de partido de vanguardia debe haber sido resuelto de una manera satisfactoria. El partido mantendrá su carácter revolucionario sólo si cuando se “fusiona” con las masas (como señala Lenin en El izquierdismo…) tiene firmes sus columnas vertebrales en tanto que organización revolucionaria. Ahí ya se estaría cerrando todo un círculo dialéctico que hasta ahora sólo el bolchevismo ha sido capaz de transitar satisfactoriamente, pero que seguramente tendrá nuevos capítulos en este siglo XXI.
5.3 La degeneración de la socialdemocracia alemana
“Detrás de todas las consideraciones [se refiere a la lucha de Rosa Luxemburgo. RS] se descubre siempre su necesidad de romper la estructura de autoabsorción del partido. Un problema de este tipo sólo podía plantearse dentro de un partido como el SPD, una organización de masas tan importante, disciplinada y legal como para crear un Estado dentro del Estado” (J.P.Nettl, “Sobre el imperialismo”, en El desafío de Rosa Luxemburgo).
La experiencia de la socialdemocracia alemana a comienzos del siglo XX es de enorme valor educativo para entender algunos de los problemas que se plantean a partir de la obtención de parlamentarios por parte de la izquierda. Desde ya que las diferencias entre ayer y hoy son siderales; sin embargo, un estudio crítico de los problemas de esta organización ofrece enseñanzas universales que se deben incluir en el debate estratégico.
La evolución del SPD (Partido Socialdemócrata de Alemania) dio lugar a varios análisis al respecto, los más importantes llevados adelante por Rosa Luxemburgo, Lenin y Trotsky. Sin embargo, tomado con los debidos recaudos, queremos retomar aquí aspectos del clásico trabajo de Robert Michels (1876-1936), Los partidos políticos, obra inspirada en el partido socialdemócrata alemán del cual fue miembro, aunque sus simpatías fueron luego hacia el fascismo encarnado por Mussolini.[29]
Su tesis refería a una supuesta “ley de hierro” que por razones “inevitables” llevaría a la burocratización de las organizaciones obreras. Veía en la división del trabajo dentro de la organización, y en la participación de los estratos dirigentes en las instituciones de la democracia burguesa, una tendencia “oligárquica” irrefrenable que no podía hacer otra cosa que burocratizar el partido.
Su enfoque se basaba en que la “masa explotada” nunca podría elevarse a la autoemancipación: siempre debería ser “dirigida” (y sustituida en el gobierno de los asuntos); era irremediablemente “incompetente”. Su visión no solamente era equivocada, sino reaccionaria hasta la médula: transformaba en “imposibilidad técnica” (es decir, naturalizada) lo que sólo era subproducto de determinados procesos históricos. Además, establecía una tesis esencialista contra las potencialidades de autoemancipación de los explotados y oprimidos que pocos años después tuvo el más rotundo mentís con la gesta inmensa de la Revolución Rusa (su obra data de 1911). En Michels la burocratización de las organizaciones obreras es un producto forzoso que se desprende de “invariantes” de base “técnica”. Como parte de las tradiciones de la sociología burguesa reaccionaria de la época (Mosca, Pareto, Weber[30]) y de los no menos reaccionarios referentes de la escuela de la “psicología de masas” (Le Bon), transforma en un a priori un resultado de determinadas circunstancias históricas: la burocratización de las organizaciones políticas de la clase obrera.[31]
Con Marx sabemos que en las sociedades de clase la división técnica del trabajo supone una división social del mismo, pero no tiene porque ser así en toda la historia. No hay nada que esté en la “naturaleza humana” que impida que la humanidad se pueda elevar a los más altos grados de desarrollo superando la división del trabajo, incluso en el terreno técnico mismo. O, por lo menos, que una nueva división funcional se ubique en parámetros que serían hoy impensables. Pierre Naville tiene señalamientos sugerentes en esta materia.
Por otra parte, es verdad que la dialéctica entre la base, los cuadros y los dirigentes, y los problemas de representación de la “voluntad popular” es compleja y cubre todo el período de la lucha por la revolución socialista y la transición, y es lo que da sustancia a la concepción de partido de Lenin, a la creación de organismos de poder, etcétera. Entre ellos, la problemática de la dictadura del proletariado.
Pero todos estos procesos son históricamente determinados y no remiten a ninguna esencialidad a priori; nada que no pueda ser superado en la experiencia de la lucha de clases; ningún fatalismo, ninguna clausura de las perspectivas históricas que reza que “la libertad de cada uno será la condición para la libertad de todos” (como quería Marx bajo el comunismo).
Sin embargo, si los presupuestos teóricos de Michels eran completamente erróneos, era muy agudo en la descripción de los procesos en obra. Queremos destacar dos aspectos. Uno, Michels acertaba cuando señalaba cómo el partido socialdemócrata, a medida que iba creciendo, sumaba elementos de conservadurismo: “La vida del partido (…) no puede ser puesta en peligro (…). El partido cede, vende precipitadamente su alma internacionalista y, movido por el instinto de autoconservación, se transforma en un partido patriota” (citado por Lipset en la introducción a Los partidos políticos, tomo I: 18). No es que todo partido, por el solo hecho de crecer, deba sumar elementos de conservadurismo, supuesta “ley de hierro” que nos condenaría a ser una secta. Ocurre simplemente que toda organización desarrolla hasta cierto punto intereses propios que hacen a la lógica misma de su construcción, y que hay que vigilar para que no se transformen en un fin en sí mismo, desligado de las razones últimas de su existencia: la lucha por la transformación socialista de la sociedad.
Veamos más de cerca este problema. El partido revolucionario es imprescindible para la revolución social, algo que atestigua toda la experiencia histórica. También es un hecho que si los revolucionarios no construimos el partido, no lo construye nadie; es lo menos “objetivo” que hay. Esto incluye, inevitablemente, que el partido deba tener su propia agenda y desarrolle inevitablemente los intereses de su propia construcción.
Pero hay que estar en guardia contra una derivación no deseada de esto: que el partido se termine separando de la realidad, se desentienda de sus fines, las necesidades y las luchas de la clase obrera: ser una herramienta al servicio de la lucha emancipatoria de los trabajadores.
Esa pérdida de sus fines, o una comprensión mecánica de su propia construcción como si se pudiera realizar entre cuatro paredes, de manera separada de la experiencia en el seno de la propia clase obrera, es lo que puede sumar inercias conservadoras si se pierde de vista que el partido es, en definitiva, una organización de combate por la transformación social.
Lenin, en su lucha contra los “hombres de comités” en la revolución de 1905, no decía otra cosa. Tampoco Trotsky cuando reiteradas veces insistía en el peligro de que el partido quedara por detrás de los desarrollos de la lucha de clases y, en vez de cumplir un rol de vanguardia, fuera un contrapeso conservador. Esto se hacía particularmente agudo en el momento de la insurrección cuando, como ley, era inevitable que surgieran en el partido elementos retardatarios, como ya hemos señalado.
En Michels (y otros autores como Nettl, biógrafo de Rosa Luxemburgo) hay otra observación sugerente acerca de la socialdemocracia alemana, cuando señala que se consideraba como un “Estado dentro del Estado”. Sobre la base de las presiones objetivas del crecimiento económico, y de una vida política puramente parlamentaria, esta concepción trasmitía la idea de una autosuficiencia que llevaba al conservadurismo y lo alejaba del carácter de partido de combate en las luchas de la clase obrera que la organización revolucionaria debe ser.
La idea del partido como un “Estado” trasmite una comprensión de totalidad, de un conjunto de relaciones políticas de la clase obrera ya resueltas en el partido como tal. Si el partido es un “Estado”, una organización “totalizada”, ¿para qué se va a molestar en transformar la realidad? Cualquier intervención en la realidad, en la medida en que supone riesgos, es vista como “peligrosa”, problemática, dañina. ¿Para qué arriesgarlo todo si el partido ya es una “sociedad dentro de la sociedad”, se “autoabastece”? De ahí a la adaptación conservadora al parlamentarismo había solo un paso, y el SPD lo dio.
En definitiva, las cuestiones de estrategia de los revolucionarios se plantean tanto en el terreno político como en el constructivo, como acabamos de ver. Cuestiones que se van a ir poniendo cada vez más al rojo vivo a medida que la izquierda revolucionaria vaya ganando posiciones entre la vanguardia obrera y más allá. Un proceso que parece estar ocurriendo en varios países; sin duda alguna, en la Argentina actual, entre otros, y al servicio del cual ponemos este ensayo, en primer lugar, para la construcción de nuestra corriente Socialismo o Barbarie y de cada uno de sus componentes.
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“Las notas de Friedrich Engels sobre la guerra 1870-71”, 19 de marzo de 1924, CEIP.
“Introducción a A cinco años de la Internacional Comunista”, 24 de mayo de 1924, MIA.
“La responsabilidad del Partido Comunista Alemán”, 21 de mayo de 1924, MIA.
“Camino a la revolución europea”, 11 de abril de 1924, MIA.
[1] .- Un análisis de este tipo es el que promueve el PTS de la Argentina. El PO argentino ni siquiera se ha tomado la molestia de estudiar críticamente estos procesos (¡más bien, se enorgullecen de lo contrario!), un rasgo de empirismo que le podría cobrar una pesada factura ante cualquier proceso revolucionario de importancia. Volveremos sobre ambas corrientes en el anexo.
[2].- Otras vertientes del movimiento trotskista cayeron en explicaciones subjetivistas, dando lugar a no menos graves desvíos políticos que las corrientes trotskistas mayoritarias y el rechazo a la defensa incondicional de la URSS promovida por Trotsky. Es el caso, entre otros, de Max Schachtman, que configuró una adaptación a las teorías del “totalitarismo” en boga en la inmediata segunda posguerra (y nuevamente hoy, post caída del Muro, en el debate historiográfico), que de manera interesada igualaban la naturaleza del stalinismo y el nazismo, y terminaba capitulando a la democracia imperialista de EE.UU.
[3].- Al respecto Trotsky señala lo siguiente: “Engels llega finalmente a la estrategia, a este terreno independiente, el más elevado del arte militar, que sin embargo está relacionado, a través de un complicado sistema de palancas y correas de transmisión, con la política, la economía, la cultura y la administración” (“Las notas de Friedrich Engels sobre la guerra de 1870-71”).
[4].- Es conocido que Lenin fue muy cauto respecto de toda crítica a la socialdemocracia alemana hasta que lo “despertó” la capitulación histórica de 1914. Posicionado contra Bernstein, veía sólo diferencias “tácticas” entre Kautsky y Luxemburgo. Por otra parte, Trotsky había realizado críticas análogas a Rosa poniendo el acento en el carácter cada vez más conservador del partido alemán (en Resultados y perspectivas, 1906), pero luego volvió a acercarse a Kautsky en razón de las pelea en la socialdemocracia rusa, y lo apoyó contra Rosa en el debate sobre la huelga política de masas.
[5].- Gramsci también desarrolló un pensamiento estratégico, aunque más fragmentario y distorsionado por su encarcelamiento y la incomprensión de la batalla de Trotsky contra el stalinismo. No fue éste su aspecto fuerte, sino más bien la problemática de la importancia de la política en la acción de los revolucionarios, así como sus agudos señalamientos en materia de la construcción del partido; podríamos decir que fue el gran “filósofo político” del marxismo revolucionario.
[6].- Nahuel Moreno intentó fundar en las circunstancias objetivas el pasaje de la revolución democrática en socialista en la segunda posguerra para no tener que atribuírselo a la dirección burocrática, como sí hizo, de manera oportunista, el mandelismo. Pareció no darse cuenta, sin embargo, de que así también habilitaba un tremendo desvío oportunista en la corriente que estaba construyendo, porque si la realidad se transformaba “objetivamente” en socialista, los problemas estratégicos se reducían a su mínima expresión.
[7].- Ya la renuncia al pensamiento estratégico ocurre cuando se considera, de manera superficial e impresionista, que la revolución socialista estaría “fuera de la agenda histórica”. Esto es propio de las corrientes del “qué no hacer”, caracterizadas, precisamente, por la renuncia explícita al pensamiento estratégico, por una práctica economicista vista como fin en sí misma.
[8].- En el mismo sentido, pero desde el punto de vista del fascismo, Carl Schmitt decía que “también la política contiene siempre, al menos como posibilidad, un elemento de enemistad, es decir, de enfrentamiento irreconciliable, el que con la guerra civil llega a su remate”.
[9],- Aquí entran las “prácticas militares” a medida que las corrientes vamos creciendo y que se van planteando mayores desafíos en materia de enfrentamientos directos. Prácticas que hay que saber llevar a cabo con criterios encuadrados en que lo que manda es siempre la política, pero que, sin embargo, tienen su especificidad en materia de “técnica militar” (y no se trata aquí de guerrillerismo, sino de los métodos de acción directos apoyados en la experiencia de lucha histórica de la clase obrera: cortes de rutas, piquetes, autodefensa, milicias, etcétera).
[10].- La maniobra de embolsamiento es un desborde de un ejército por los flancos que finalmente se cierra dejando aislado al ejército. Si este ejército está en inferioridad de condiciones y no puede romper el cerco, termina aniquilado por el oponente. En la Segunda Guerra Mundial hubo muchas batallas por embolsamiento, algunas de ellas históricas. La más conocida es la de la última fase de Stalingrado (diciembre 1942-enero 1943), cuando el Ejército Rojo termina embolsando al VI Ejército de Von Paulus atrincherado dentro de la ciudad y lo destruye.
[11].- En la Argentina se tiene una experiencia a este respecto en lo que hace al movimiento de mujeres y la lucha por el derecho al aborto. Durante años la dirección del movimiento de mujeres en el país aplicó la orientación de que no debía movilizarse masivamente por este derecho para no malquistarse con el gobierno “progresista”; que el camino era el lobby parlamentario en los pasillos del edificio del Congreso. El resultado: el derecho al aborto aún no se conquistó.
[12].- El diputado del FIT y dirigente del PO de la Argentina Néstor Pitrola declaró a los medios que se encontraba “muy cómodo en el parlamento” y que se había “preparado toda la vida” para ejercer el cargo de diputado…
[13].- Engels protestó porque le publicaron el texto mutilado de sus partes más revolucionarias; sin embargo, cedió finalmente a los argumentos de la dirección del partido de que saliera a la luz como ellos habían dispuesto, con la justificación de evitar que el partido fuera ilegalizado nuevamente.
[14].- Es sintomático cómo en la Argentina el FIT educó en sus campañas electorales en lo contrario: en que serían ellos los que resolverían los problemas bajo el slogan de “nosotros, la izquierda” como antídoto a todos los problemas, de manera desligada de una lucha de clases en regla.
[15].- Esto explica, por ejemplo, casos como el del PO en la Legislatura de la Salta capital (provincia de la Argentina), donde a pesar de constituir la primera minoría parlamentaria, los legisladores burgueses se mancomunaron para impedir que asumiera la titularidad del cuerpo.
[16].- El politólogo de derecha simpatizante del nazismo Carl Schmitt no decía otra cosa en su Teoría del partisano (1962): “El partisano moderno no espera ni gracia ni justicia del enemigo. Dio la espalda a la enemistad convencional, con sus guerras domesticadas, y se fue a un ámbito de otra enemistad verdadera, que se enreda en un círculo de terror y contraterror hasta la aniquilación total”. Se trata de una guerra de “enemistad absoluta” que no reconoce ningún acotamiento.
[17].- Ver nuestra referencia al muro de los comuneros de Père Lachaise en “Las huellas de la historia”, Roberto Sáenz, www.socialismo-o-barbarie.org. Traverso cuenta en Los orígenes de la violencia nazi como la mayoría de las víctimas no murieron en los enfrentamientos, sino que fueron detenidos, llevados a campos de concentración, juzgados sumariamente y fusilados, bajo una excusa deshumanizadora y “darwinista social” que señalaba que estas “gentes” eran parte de elementos “peligrosos, degenerados” lo más “bajo de la escala social” motivados por una suerte de “animalidad”. De esta manera, la represión de la Comuna de París, así como los acontecimientos de la I Guerra Mundial, son tantos otros antecedentes del tipo de violencia contrarrevolucionaria encarnada por el nazismo.
[18].- A comienzos de los años 30, al señalar las bases programáticas de la Oposición de Izquierda, Trotsky introduciría un criterio metodológico de suma importancia para el tema que estamos tratando aquí: “La Oposición de Izquierda se basa en los cuatro primeros congresos de la Conmintern. Esto no significa que ella siga al pie de la letra sus decisiones, muchas de la cuales tuvieron un carácter puramente conjetural y fueron contradichas por los eventos posteriores. Pero todos los principios esenciales (en relación al imperialismo, al Estado burgués, la democracia y el reformismo, los problemas de la insurrección; la dictadura del proletariado, sobre las relaciones con los campesinos y las naciones oprimidas, el trabajo en los sindicatos, el parlamentarismo, la política de los frentes únicos) permanecen, aún hoy, como la expresión más elevada de la estrategia en la época de la crisis general del capitalismo”. En Duncan Hallas, León Trotsky socialista revolucionario: 41. La cita de Trotsky está tomada de los Escritos 1932-33: 51-55. Obsérvese que en su listado Trotsky no incluye la táctica del gobierno obrero.
[19].- En “Sobre el retorno de la cuestión político-estratégica”, en el mismo sentido oportunista en materia estratégica, Bensaïd agrega lo siguiente: “En el mismo punto nos hallábamos enturbiados o golpeados en la época [se refiere a finales de los años 70. RS] por la adhesión de Mandel a la ‘democracia mixta’ a partir del reexamen de las relaciones entre soviet y constituyente en Rusia. Es evidente, en efecto, con más razón en países de tradición parlamentaria más que centenaria, que donde el principio del sufragio universal está establecido sólidamente no se podría imaginar un proceso revolucionario de otro modo que una transferencia de legitimidad que consagrase la preponderancia de un ‘socialismo por la base’ pero en interferencia con las formas representativas”. Pero nos parece que aquí se mezclan equivocadamente dos planos distintos: a) cómo las formas de representación directas, soviéticas, podrán ganar su primacía, en correlación con la experiencia que las masas vayan haciendo con las formas parlamentarias de la democracia burguesa, y b) el hecho de que sí hay experiencias históricas que han demostrado que las formas de la democracia burguesa siempre han sido utilizadas contra las formas de poder de la clase obrera para reabsorberlas y liquidarlas. Ver el caso de la Constituyente disuelta por los bolcheviques a comienzos de 1918 o el ejemplo inverso de la Constituyente que estableció la República de Weimar en Alemania a mediados del año siguiente y que operó, justamente, disolviendo las formas soviéticas emergentes en territorio alemán. El paso de Mandel a la “democracia mixta” sembraba confusión, lo que se observa, incluso, en el ejemplo que da Bensaïd cuando invocando esta misma fórmula plantea la corrección de que el mandelismo haya apoyado la convocatoria electoral sandinista a las elecciones de 1990, que lo dejaron fuera del poder sin disparar un solo tiro.
[20].- A veces se pierde de vista la insistencia con que Trotsky fundara en el fracaso de la revolución alemana de octubre de 1923, la más grande derrota del proletariado de su tiempo, el punto de bisagra hacia la burocratización de la URSS y la pudrición de la Internacional Comunista y el partido bolchevique.
[21].- Harman y Potter señalan al respecto lo siguiente: “Lo que estamos señalando no quiere decir que bajo ninguna circunstancia un gobierno obrero real podría ocurrir antes de la dictadura del proletariado. En el pasado ha habido gobiernos obreros cuya tarea más elemental era armar al proletariado, sin embargo, fueron excepciones extremas. Por ejemplo, los casos de Hungría y Baviera en 1919, donde el poder burgués virtualmente colapsó y el gobierno pasó a manos de gente que se basaban en el slogan del Poder Soviético” (“El gobierno obrero”). Sin embargo, agregamos, ambas experiencias terminaron frustrándose, y en ambos casos estaba presente el poder gravitatorio de la Revolución Rusa.
[22].- Miguel Rossetto, uno de sus principales dirigentes, fue ministro de Agricultura en un gobierno, como el del PT, donde la “reforma agraria” ha avanzado incluso menos que bajo la gestión abiertamente neoliberal de Fernando Henrique Cardoso, para no hablar de la vista gorda a los sistemáticos asesinatos de sin tierras por parte de los hacendados.
[23].- El Partido Obrero de la Argentina cree que tiene una “audiencia de millones” porque su dirigente es invitado regularmente a los medios de comunicación opositores al gobierno. Pero si esta invitación es una gran oportunidad para ampliar la influencia política general de los revolucionarios, sería de una ceguera criminal perder de vista, también, lo relativamente epidérmica es que hoy la “influencia mediática” y la importancia de traducir esta influencia difusa general en fuerza orgánica en el seno de la clase.
[24].- En un plano más general Carl Schmitt, politólogo vinculado al nazismo pero muy agudo, decía que Napoleón tenia una máxima respecto del combate irregular que rezaba que “con partisanos hay que pelear a la manera de los partisanos”.
[25] .- Ver de Tom Beham The Resistible Rise of Benito Mussolini. Al parecer, los ADP llegaron a alcanzar 20.000 integrantes organizados en 144 células, activos en 56 de las 71 provincias de Italia. También Enzo Traverso en muy agudo en el análisis del pasaje de la “política parlamentaria” a la guerra civil en el período de la entreguerra.
[26].- Es sabido que Trotsky tuvo un matiz táctico con la orientación de Lenin, afirmando que era mejor denunciar que la guarnición de Petrogrado estaba siendo retirada de la ciudad por Kerenski para dejar la capital de la revolución a merced del ejército alemán, y plantear la necesidad de un Comité Militar Revolucionario que asumiera su defensa. Era una excusa para poner en marcha la preparación de la insurrección, posición táctica que tuvo mayoría en el CC bolchevique. Sin embargo, se trataba de una cobertura política que no cambiaba el fondo del asunto planteado por Lenin: que el partido debía abocarse inmediatamente, de manera práctica, a organizar la toma del poder.
[27].- Este apartado es una versión corregida de uno del mismo nombre parte de nuestro texto “A cien años del ¿Qué Hacer?”, que publicamos nuevamente aquí porque hace a los objetivos de este ensayo.
[28].- A comienzos de 1920, a propósito del llamado “debate sobre los sindicatos” se dio una interesante discusión entre Lenin y Bujarin cuando el primero definió el carácter del estado proletario como “estado obrero y campesino”, y luego se corrigió definiendo que el estado obrero en la URSS era uno con deformaciones burocráticas. En cualquier caso, expresaba todos los problemas de “representación” planteados en el estado posrevolucionario y cómo el partido debía evitar “fusionarse” con él.
[29].- Su evaluación era que la democracia de masas era “imposible” y que una “ley de hierro de las oligarquías políticas” se imponía siempre, ineluctablemente. Michels fue del reformismo a la adoración de figuras carismáticas como Mussolini, llamadas a resolver desde arriba los problemas “irresolubles” de la democracia política.
[30].- Recordemos que Weber había hablando de la “jaula de hierro” a la que estaban sometidas las masas bajo el capitalismo, y que les imposibilitaba “orgánicamente” tomar en sus propias manos su destino.
[31].- En Los orígenes de la violencia nazi, Enzo Traverso plantea lo mismo que señalamos aquí: que en la base de su brillante análisis de la socialdemocracia alemana, Michels planteaba la supuesta “imposibilidad” de la clase obrera a emanciparse por sí misma.
Por Roberto Sáenz, revista SoB 28, abril 2014