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“[…] Hay un proceso de despolitización […] Se conmemora a las víctimas sin reflexionar sobre sus actos y sobre el sentido de los acontecimientos que vivieron. No se analizan más las luchas, los conflictos, las revoluciones, y el pasado es reducido a totalitarismo y genocidios”. (Enzo Traverso, “No se puede trabajar sin Marx, pero tampoco se puede trabajar sólo con Marx”, Viento Sur, número 111, julio 2010.)
En las últimas décadas se ha renovado el debate historiográfico. No es para menos: los acontecimientos ocurridos en el siglo pasado (el “corto siglo veinte”, 1914-1989[1]) han sido de tal magnitud que configuran todo un proyecto de investigación.
Sin embargo, el problema es que esta renovación viene dándose de manera sesgada. Se caracteriza por una condena en bloque de la experiencia del siglo pasado. El abordaje del siglo veinte como uno de puras “violencias” y “genocidios” tiende a oscurecer una constatación elemental: se trató del siglo más revolucionario de la humanidad.
Es verdad que las manifestaciones de barbarie fueron inconmensurables. Pero dichas expresiones jamás podrían ser comprendidas si se escondiera que fueron la respuesta contrarrevolucionaria al conjunto de las experiencias emancipatorias puestas en marcha por los explotados y oprimidos; al carácter histórico de las revoluciones sociales que lo jalonaron, sobre todo en su primera mitad, y que llevaron a la expropiación del capitalismo en un tercio del globo.
El valor que tiene una reflexión así es la comprensión que estamos transitando un momento en que recomienza la experiencia histórica; una nueva generación militante hace sus primeras armas, y se trata de trasmitirle el legado de las luchas que la precedieron.
La condena en bloque del siglo veinte
Lo primero a señalar es algo destacado por varios historiadores: que el siglo pasado puede ya ser abordado como historia; con la distancia suficiente de sus acontecimientos. Sólo década y media nos separan de su finalización. Pero más allá de una simple constatación formal del tiempo, las coordenadas que lo caracterizaron son tan distintas a las del día de hoy que, por contraste, pueden ser abordadas de manera histórica: “(…) si existe una memoria histórica es porque el mundo de hoy está ocupado por recuerdos y representaciones de un pasado inmediato al presente, pero que como tal pasado se acabó” (E. Traverso, idem).
En cualquier caso, se observa una grave unilateralidad en la historiografía actual: se tiende a privilegiar el estudio de las manifestaciones de barbarie, de violencias y genocidas perdiéndose de vista el contexto dónde estas atrocidades ocurrieron: su carácter de respuestas contrarrevolucionarias a las grandes revoluciones históricas que caracterizaron el siglo XX.
Pero un desarrollo no podría “caminar” sin el otro; tanto acerca de las revoluciones como de las contrarrevoluciones del siglo pasado hay profundas enseñanzas a obtener. Ambas expresiones son la materia prima inevitable del debate historiográfico a comienzos de este nuevo siglo.
Pero aquí nos interesa alertar sobre este sesgo unilateral. Porque deja la idea –abierta o encubierta- que el siglo pasado fue una pura catástrofe, un puro desastre, una pura barbarie que no se debe repetir.
Se trata este de un operativo despolitizador que coloca el curso lineal de una historia descontextualizada que la deja como un mero “teatro de las sombras”: “Para comprender las tragedias del siglo que acaba y sacar de ello lecciones útiles para el futuro, hay que ir más allá de la escena ideológica, abandonar las sombras que se agitan en ella, para hundirse en las profundidades de la historia y seguir la lógica de los conflictos políticos (…)” (Daniel Bensaïd, “Una respuesta al Libro negro del comunismo”).
Debería ser obvio que este operativo pierde de vista la dialéctica de las cosas, de la historia misma del siglo pasado, que necesariamente es una historia de clases antagónicas, que colocó a la revolución y la contrarrevolución como experiencias inevitablemente “simbióticas” (esta expresión la tomamos de Traverso).
Precisemos dos cosas. Una: nos revelamos contra una unilateralidad que tiene como consecuencia devolver una imagen distorsionada del siglo veinte, idea que incluye la condena a la perspectiva misma de la transformación revolucionaria de la sociedad, que pretende la exaltación acrítica del tiempo presente: “Un eterno presente se impone, hecho de instantes efímeros que brillan con al prestigio de una ilusoria novedad, pero no hacen más que sustituir, cada vez más rápidamente, lo mismo con lo mismo” (Jérôme Baschet, Citado por Daniel Bensaïd en “Tiempos históricos y ritmos políticos”).
A lo que se llega es a la “suspensión” de la historia como tal; historia que nunca podría tener un final. Se trata de una evidente pretensión totalitaria (esta sí, volveremos más adelante sobre este concepto) que buscaría suprimir la dimensión del tiempo, una dimensión que no sólo es histórica sino natural, inscrita en la naturaleza misma de las cosas.
Dos: otra cosa distinta es que el siglo pasado estuvo pautado por una gran revolución histórica como la Revolución Rusa (junto con la Revolución Francesa, las dos más grandes en la historia de la humanidad), así como por una segunda gran revolución como la Revolución China –aunque de rasgos muy distintos a la bolchevique de 1917, sin centralidad de la clase obrera ni organismos de democracia socialista. Y, también, por dos grandes contrarrevoluciones como la del nazismo y el estalinismo, esto por no hablar de las dos más grandes guerras en la historia de la humanidad.
Es así que en el “debe” y el “haber” del siglo XX hubo manifestaciones para uno y otro lado (se debería llevar adelante una suerte de “doble contabilidad” del mismo), aunque, evidentemente, su conclusión terminó reafirmando el orden capitalista. Significó una derrota del primer gran impulso emancipador; un hecho que no serviría de nada negar.
Pero lo que aquí nos interesa subrayar no es eso sino que no puede haber revolución sin contrarrevolución; que los dolores de parto de una nueva sociedad no podrían venir sin que la acción revolucionaria de lugar a algún tipo de reacción de las clases establecidas (igual fenómeno ocurrió cuando la Revolución Francesa, aunque a una escala y costo humano muchísimo inferior a la del siglo pasado) y que tirar al “niño” de la revolución con el agua sucia de la contrarrevolución es un operativo ideológico para soslayar la perspectiva misma de la lucha revolucionaria, sacarla del horizonte histórico de las nuevas generaciones.
Esta mirada se expresa en categorías del análisis político acordes a la misma. En el centro se encuentra la de “totalitarismo”. El siglo XX es abordado como “un siglo de totalitarismos” dónde la sociedad se habría visto reducida a una masa inerte sometida a un “poder totalitario” que, impuesto desde arriba, habría demostrado la imposibilidad de la auto-emancipación de los explotados y oprimidos.
No es que el siglo pasado no haya estado marcado por fenómenos totalitarios. No afirmamos eso. El nazismo y el estalinismo fueron “gemelos” en el terreno de sus manifestaciones políticas. Pero el proceso histórico de su emergencia y la naturaleza social de las experiencias que los caracterizaron fueron opuestos; esto más allá que la resultante en la forma del régimen de dominación fuera similar: “(…) la idea del totalitarismo está lejos de tener una aprobación unánime. Parece limitada, angosta, ambigua, por no decir inútil para quien busca aprehender, más allá de las afinidades superficiales entre los sistemas políticos totalitarios, su naturaleza social, su origen, su génesis, su dinámica global y sus resultados últimos” (E. Traverso, “El totalitarismo. Usos y abusos de un concepto”).
Aun así, la categoría de totalitarismo tiene dos objetivos que logra resolver de manera “convincente” sobre la premisa de una condena en bloque del siglo pasado. Primero, pone en el mismo saco la revolución y la contrarrevolución unificando ambas experiencias en una misma categoría: toda acción política de masas terminaría en totalitarismo. Segundo, todo el curso del siglo pasado habría demostrado que el único orden político que permitiría una convivencia “civilizada” (aunque sin resolver las desigualdades sociales, se reconoce), es la “democracia”.
Veamos ambos puntos de vista. Es verdad que los “regímenes totalitarios” fueron un producto singular distinguible de toda forma anterior de autoritarismo. Entre otras cosas, por la puesta en escena de genocidios en masa[2]. Fenómenos producto de la contrarrevolución (nazi o estalinista, lo mismo da a estos efectos), no de la revolución[3].
Pero es obvio señalar que la emergencia revolucionaria dio lugar al fenómeno opuesto: el acceso de las grandes masas a la vida política, el tomar los asuntos en sus manos: “En 1789, en pleno período de reacción, Emmanuel Kant escribía a propósito de la Revolución francesa que un acontecimiento así, más allá de los fracasos y retrocesos, no se olvida. Pues, en ese desgarro del tiempo se dejó entrever, aunque fuera de forma fugitiva, una promesa de humanidad liberada” (Daniel Bensaïd, “Una respuesta al Libro negro del comunismo”).
El contraste no podría ser mayor con las experiencias de la contrarrevolución (lo opuesto a esa “promesa de humanidad liberada”, evidentemente), cuyas expresiones acabadas fueron los campos de concentración y el Gulag[4].
Se trata, entonces, de expresiones opuestas, inasimilables, y cuya emergencia no deviene (mecánicamente) la una de la otra. Un profundo corte histórico ocurre, una cesura, una “bifurcación” del proceso histórico, una reacción en un sentido contrario que no es una vuelta al mismo punto del inicio.
Bensaïd dice, agudamente, que una contrarrevolución es lo contrario a una revolución, no una revolución en reversa, que sería una manera esquemática de apreciar las cosas.
El totalitarismo como concepto liberal
En fin: la contrarrevolución, los “totalitarismos”, no surgen de las revoluciones sino como respuesta a las mismas, lo que es algo muy distinto. Esto más allá que haya inevitables “vasos comunicantes” entre unas y otras. Por ejemplo: que instituciones que cumplen un papel al servicio de la revolución sean vaciadas de su contenido real, mantengan su continuidad formal y se vean redireccionadas para completamente otros fines. Ejemplo: la Checa (“Comisión extraordinaria Panrusa para la lucha a la contrarrevolución y el sabotaje) como organismo de represión de la contrarrevolución durante la guerra civil (1918-1921), fue reconducida por el estalinismo y transformada en su opuesto para reprimir a la Oposición de izquierda y las demás oposiciones[5].
En cualquier caso, se trata que bajo la común etiqueta de “totalitarismo” se esconden procesos históricos de naturaleza muy distinta. Porque el nazismo fue una reacción contrarrevolucionaria en una sociedad preñada de revolución pero dónde esta nunca llegó a triunfar, y el estalinismo fue una contrarrevolución que surgió del seno –pero en sentido opuesto- de la más grande revolución histórica.
Existe aquí un problema adicional. La común condena de los regímenes revolucionarios y contrarrevolucionarios, su subrepticia asimilación bajo el concepto de “totalitarismo”, todo al servicio de la exaltación de la “democracia” como patrimonio de la sociedad capitalista: “(…) el totalitarismo es estigmatizado como antítesis del liberalismo, la ideología y el sistema político actualmente dominante. Su condena equivale a una apología de la visión liberal del mundo” (Traverso, “Totalitarismo. Usos y abusos de un concepto”).
El operativo es evidente: la “democracia” solamente podría existir en el contexto del capitalismo tal cual existe hoy: no habría otra alternativa histórica. Democracia que debe ser escindida de toda pretensión emancipatoria. Porque como habría demostrado el siglo pasado, la transformación social no tendría otra alternativa que caer en “una forma de totalitarismo”…
Según esta concepción, además, la democracia no podría ser otra cosa que una práctica de pocos, nunca del conjunto social. Porque las masas tenderían siempre al totalitarismo: estarían irremediablemente condenadas a cambiar su libertad por un poroto. El concepto de totalitarismo deviene así en la vía regia para una teoría conservadora de la política.
Se busca opacar, así, la expresión democrática de las grandes revoluciones históricas que se caracterizaron por dar lugar a una “explosión” liberadora de sus cadenas hasta en la vida de todos los días: “Marc Ferro (…) insiste (…) sobre el derrocamiento del mundo tan característica de una auténtica revolución. Hasta en los detalles de la vida cotidiana (…) en Odessa, los estudiantes dictan a los profesores un nuevo programa de Historia; en Petrogrado, trabajadores obligan a sus patronos a aprender ‘el nuevo derecho obrero’; en el ejército, soldados invitan al capellán castrense a su reunión ‘para dar un nuevo sentido a su vida’, en algunas escuelas, los niños reivindican el derecho al aprendizaje del boxeo para hacerse oír y respetar por los mayores” (Bensaïd, ídem).
Pasa que ambas “democracias” son opuestas por naturaleza: la democracia liberal (capitalista) supone la subsistencia del Estado como esfera escindida de la sociedad, supone la subsistencia de la explotación del trabajo, supone, en definitiva, que solamente una minoría privilegiada pueda dedicarse cotidianamente a los asuntos generales.
La democracia obrera, la dictadura proletaria, tiene condiciones opuestas: la tendencia a la reabsorción del Estado en la sociedad. Que la política, la gestión de los asuntos generales, sea practicada por cada vez mayores sectores de masas. Supone la abolición de la explotación del hombre por el hombre, la convicción de que la humanidad es capaz de autoemanciparse.
Pero volvamos todavía sobre el concepto de totalitarismo. Algunas pistas venimos dando. En el fondo no alude más que a la unificación de las experiencias de la Alemania nazi y de la Rusia soviética (estalinizada). El régimen totalitario se caracteriza por una suerte de “superposición” entre el Estado y la sociedad dónde el primero suprime toda expresión independiente de la “sociedad civil”. El “Estado totalitario” es uno en el cual toda la actividad de la sociedad se ve absorbida por un aparato que se chupa todas sus energías. Todos estos son aspectos descriptivos pero reales de la cosa[6].
Va de suyo que el totalitarismo suprime hasta el último gramo de democracia política; es una imposición que elimina todo atisbo de libertad. Libertad que en la historiografía oficial es apreciada siempre de manera reduccionista, liberal, como mera libertad individual y no una dónde “la libertad de cada uno es la condición para la libertad de todos” (Marx). Este “todos”, este colectivo, está “sociedad”, esta “comunidad” de la que llega a hablar en algún lugar Engels, le importa poco y nada al liberalismo que sólo concibe individuos[7].
Mediante este operativo se unifican, entonces, experiencias sociales opuestas. Es verdad que hay un elemento político común a ambos regímenes. Y que es en dicho elemento donde se afinca el concepto de totalitarismo. Porque descriptivamente logra atrapar un régimen específico, histórico, subproducto de la barbarie moderna del siglo XX, caracterizado por la supresión de todas las libertades, de toda posibilidad de acción colectiva independiente.
Pero de todos modos es bastante evidente como el concepto de totalitarismo es un producto del arsenal liberal en la medida que, en definitiva, no tiene actualmente otro sentido que obturar toda perspectiva emancipatoria, de inhibir toda posibilidad de autoemancipación condenando a la sociedad a una heteronomía radical (se entiende por este concepto la imposibilidad que las masas explotadas tomen en sus manos los asuntos)[8].
El gran sociólogo burgués, Max Weber, no conocía todavía el concepto de totalitarismo, ni vivió estos regímenes, pero estaba imbuido del tipo de pensamiento político que le da sustento teórico al mismo: “Imagínense las consecuencias de esta vasta burocratización y racionalización (…) todo lo cubre la ‘Rechenhaftigkeit’, el cálculo racional. De ahí que cada uno de los trabajadores sea una ruedita de esta máquina (…) La pregunta que nos ocupa no es cómo puede cambiarse algo en ese proceso, pues esto es imposible (…) Más horrorosa es la idea de que en el mundo no haya otra cosa más que rueditas, o sea, que esté colmado de hombres que se aferran a esos pequeños puestitos y aspiran a un puestito algo mayor (…) Que el mundo ya no conozca más que esos hombres del orden, es un desarrollo en el que estamos de todos modos insertos, y la pregunta central es, por lo tanto (…) ¿qué tenemos para enfrentar esa maquinaria, para preservar un resto de humanidad de esa parcelación del alma, de ese dominio absoluto de los ideales de vida burocráticos” (Max Weber, citado por Eduardo Weisz en Racionalidad y tragedia, la filosofía de la historia de Max Weber, Prometeo libros, Buenos Aires, 2011, pp. 27).
La cita expresa el temor del sociólogo liberal frente al proceso de burocratización (“totalitarismo”), que consideraba irrefrenable (“una jaula de hierro”). Sin embargo, antes de fallecer, Weber vivió una desmentida en tiempo real a su escepticismo radical: unos hombres que no estaban sometidos al “orden”, que no se reducían a meras “rueditas”, sino que llegaron a “tocar el cielo con las manos”: la clase obrera rusa.
No estamos condenados a vivir en el mundo que vivimos
“¿De dónde proviene esta obsesión memorialista? [el autor se refiere a los operativos oficiales de manutención de la memoria] (…) responden a una crisis de la transmisión [de las experiencias históricas] en el seno de las sociedades contemporáneas (…) Podríamos evocar la distinción que sugiere Benjamin entre la ‘experiencia transmitida’ (Erfahrung) y la ‘experiencia vivida’ (Erlebnis). La primera se perpetúa casi naturalmente de una generación a la otra (…); la segunda es lo vivido individualmente, frágil, volátil, efímero (…) La modernidad (…) se caracteriza (…) por el deterioro de la experiencia transmitida” (E. Traverso, El pasado, instrucciones de uso, Prometeo libros, Buenos Aires, 2011, pp. 15)
Si salimos del concepto de totalitarismo podemos ver la verdadera cara de las revoluciones y contrarrevoluciones del siglo pasado. Apresurémonos a señalar que debido a que estamos en un ciclo histórico que se define, todavía, por la exclusión de grandes revoluciones, el “rostro” de la revolución esta todavía difuso. No es que no haya “vasos comunicantes” entre la experiencia actual y la posible emergencia de nuevas revoluciones. Ese es el papel que viene a cumplir el actual ciclo de rebeliones populares: pone sobre la mesa, nuevamente, la intervención de las grandes masas sobre la escena política; recoloca a la “Plaza” (Tahrir, Puerta del Sol, el Zucotti Park o la que sea) en la escena histórica y en oposición a los “Palacios”, a las sedes del poder.
Pero la falta de radicalización de las masas populares las deja todavía como una expresión “menor”; preparatoria respecto de las nuevas gestas revolucionarias que están en el porvenir.
Es verdad que las contrarrevoluciones históricas tampoco son expresión de experiencias actuales (¡experiencias en las que, de todos modos, no faltan manifestaciones de barbarie!). Pero su impacto está más “próximo” en las representaciones de determinados sectores en la medida que el aparato ideológico oficial se toma el trabajo de exaltarlas y recordarlas; encargándose, además, de asimilar dichas experiencias de barbarie… con las revoluciones que jalonaron el siglo pasado[9].
Aquí vale una delimitación. Ya señalamos que la revolución y la contrarrevolución no se oponen mecánicamente, están “entremezcladas”, se “critican” las unas a las otras: por la necesidad de las cosas, cuando una está, está la otra.
Por ejemplo: tenemos los campos de concentración del nazismo y el estalinismo. Pero también la heroica resistencia de la Oposición de izquierda en la ex URSS, las huelgas de hambre en Kolima y Vorkuta llevadas a cabo por la juventud que formaba filas en el trotskismo[10]. O el levantamiento del gueto de Varsovia, por nombrar sólo algunas gestas heroicas de resistencia a los “totalitarismos”.
Revolución y contrarrevolución se entremezclan pero no se confunden. Son expresiones opuestas: puntas del hilo del “ovillo histórico” que se ponen como el principio y el fin, o el fin y el principio. Y sin embargo una da lugar a la otra, una es respuesta de la otra; de ahí el operativo ideológico de igualarlas.
Este es el centro del debate historiográfico en las últimas décadas. Un debate que venía sustanciándose desde los años 50 en plena “Guerra Fría”, pero que cobró renovada actualidad con la caída del Muro de Berlín.
Es evidente que la necesidad de un balance del estalinismo es insoslayable. Pero otra cosa es el “envase” dentro del cual se pretende colocar toda la experiencia del siglo pasado. Dicho recipiente es fundamental a la hora del abordaje de las mismas. Es ahí donde cobra operatividad el concepto de “totalitarismo”, como condena al conjunto de la experiencia histórica del siglo XX: “El estalinismo no es una variante del comunismo, sino el nombre propio de la contrarrevolución burocrática (…). Se trata, claramente (…) de dos mundos políticos y morales distintos, irreconciliables” (Bensaïd, “Una respuesta al Libro negro del comunismo”).
Esta es la base, insistimos, del debate historiográfico contemporáneo; esta es su intencionalidad, su carácter conservador. Si se toman historiadores liberales como Francoïse Furet o Hannah Arendt, la realidad es que más allá de su erudición, de la cantidad de afirmaciones agudas, y del esfuerzo de interpretación sobre la experiencia del siglo pasado, sus conclusiones son conservadoras: se trata de una exaltación de la “democracia” y la “libertad” independizando esta posibilidad histórica de sus condiciones materiales. Estaríamos “condenados a vivir en el mundo que vivimos” como afirma Furet en su principal obra, El pasado de una ilusión.
Frente a la conclusión liberal, historiadores como el reaccionario Ernest Nolte (protagonista de un gran debate historiográfico a finales de los años 80) se pasa para el lado de la exculpación del nazismo de toda responsabilidad histórica. Lo que el nazismo hizo sería solamente una “respuesta obligada” al “genocidio” perpetrado por el bolchevismo…
Que dicho “genocidio” nunca haya existido; que el bolchevismo haya expropiado a la burguesía en cuanto clase socialpero nuncallevado a cabo un genocidio físico de sus integrantes (como sí lo hizo el nazismo con los judíos, gitanos y la población eslava del este, amén de la persecución a comunistas y socialdemócratas), eso no importa: Nolte fuerza las cosas para el lado de la absolución histórica del fascismo.
Otro gran historiador del siglo XX es Eric Hobsbawm. Tiene categorías agudas como el “corto” siglo pasado. Sin embargo, propone una lectura economicista que sirve de exculpación de todo lo actuado por el estalinismo; todo habría ocurrido sobre el terreno de la “necesidad histórica”, nada podría haber seguido un curso distinto. Esto ocurre sólo para llegar a la conclusión pesimista de que, en definitiva, el comunismo se acabó como experiencia histórica posible.
Una visión alternativa es la ofrece el socialismo revolucionario (y, dentro de ella, nuestra corriente Socialismo o Barbarie). El siglo pasado debe ser aprehendido como experiencia estratégica. No hay fin de la historia, no hay tampoco “eterno presente”. Estas son sólo figuras ideológicas ancladas en ciertas circunstancias, en el corte de la memoria histórica entre las nuevas generaciones, en el hecho que el siglo XX no saldó la lucha emancipatoria: “En 1990, la dialéctica histórica descrita por Koselleck como una tensión permanente entre un ‘horizonte de expectativa’ proyectado hacia el futuro y un ‘campo de experiencia’ anclado en el pasado, se rompió. El horizonte se hizo confuso, invisible, mientras que el espacio memorial se saturó, designando el pasado como un campo de ruinas, el siglo de las guerras, los genocidios, los totalitarismos” (E. Traverso, “La concordance des temps. Daniel Bensaïd et Walter Benjamin”).
En una charla reciente en Costa Rica, señalábamos que la recuperación de la “dimensión de futuro” entre las nuevas generaciones, la idea que lo actual no tiene porqué seguir siendo un “eterno presente”, requiere, a la vez, de una recuperación de la memoria del siglo pasado, de sus experiencias, avanzando en superar ese corte de la memoria histórica con las luchas de las generaciones anteriores. Experiencias que quedaron en el “haber” de la humanidad (más allá de su curso fallido posterior) y que debemos ocuparnos de transmitir críticamente a la joven militancia.
Porque como señalara el gran historiador trotskista Pierre Broué en su última obra antes de fallecer (Comunistas contra Stalin), esta reflexión debe ser “un arma contra el horror del pasado; una lección de coraje y dignidad (se refería a la Oposición de izquierda en los años ’30), jamás inútil; una balance de la experiencia colectiva sin la cual estaríamos condenados a repetir indefinidamente los mismos errores”[11].
En cualquier caso, la circunstancia del “final infeliz” del siglo pasado debe ser abordada sobre la base de lo que dijera alguna vez Rosa Luxemburgo: que la historia nunca podría ser hecha “de una vez y para siempre”; que es imposible que la clase obrera acumule experiencia histórica sobre otra base que no sea la prueba y el error.
Visto desde este punto de vista (aun con todas sus circunstancias dolorosas), el siglo XX debe ser abordado como un enorme laboratorio de experiencias. Es cierto que “las derrotas acumuladas oscurecieron el horizonte de la espera y congelaron la historia en la desgracia” (Bensaïd). Sin embargo, también es verdad que una nueva generación se está poniendo de pié y que estamos viviendo el recomienzo de la experiencia histórica.
[1] Eric Hobsbawm, historiador marxista inglés de filiación estalinista ya fallecido, señaló años atrás que el siglo pasado, en tanto que “siglo político”, comenzó en 1914 con la I Guerra Mundial y terminó en 1989 con la caída del Muro de Berlín.
[2] El fenómeno del genocidio como asesinato en masa planificado fue característico, sobre todo, del nazismo. En la URSS hubo casos de genocidio como el Holodomor ucraniano (la gran hambruna del 32 y 33 producto de la colectivización forzosa del campo donde se estima murieron seis millones de campesinos), y es sabido que las purgas significaron asesinatos en gran escala (entre 700.000 y un millón de personas). De cualquier manera, y sin que esto signifique disminuir en nada el carácter asesino del régimen de Stalin, no practicó los métodos del genocidio industrializado como sí lo hizo Hitler.
[3] Traverso insiste en la “singularidad” de Auschwitz (el campo de exterminio más importante del nazismo), y tiene razón. La especificidad de lo ocurrió allí y en los demás campos nazis marca un antes y un después en materia de barbarie de un régimen de dominación (capitalista) que no corresponde ser disuelta en las tantas otras atrocidades ocurridas en la historia; singularidad que no marca ningún rasgo especial de quienes sufrieron dicha barbarie ni podría negar que el capitalismo emergió “chorreando sangre por todos los poros” como señalar en su tiempo Marx. Tampoco disminuir las atrocidades del estalinismo, un asesinato en masa político sin igual.
[4] El Gulag fue el sistema de campos de trabajos forzados puesto en píe por el estalinismo durante los años ‘30 y hasta la década del ‘50 cuando fueron desmontándose progresivamente.
[5] La Checa surgió en respuesta al atentado contra Lenin el 30 de agosto de 1918. Fue llevado adelante por la militante del Partido Socialista Revolucionaria Fannia Kaplán cuando la guerra civil comenzaba a recrudecer; esa misma jornada, militantes de ese partido asesinaron a Moisés Uritsky (jefe de policía bolchevique de Petrogrado). Kaplán fue fusilada un mes después.
[6] Recordemos que Marx hacía una analogía similar en La lucha de clases en Francia, en relación al régimen impuesto bajo el Luis Bonaparte, sobrino de Napoleón. De cualquier manera hay que tener claro que se trataba de otra cosa; que el “régimen bonapartista” de ninguna manera llegaba al grado de totalitarismo e imposición que significaron el nazismo y el estalinismo; se manejaba con criterios antidemocráticos, desde arriba, autoritarios, pero no tenía nada que ver con los criterios que estamos identificando aquí de los “totalitarismos” que se basan en mecanismos de genocidios en masa.
[7] Margaret Tatcher, Primera Ministra de Inglaterra en los años ’80, tenía una afirmación muy aguda al respecto, decía: “cuando me hablan de sociedad no se qué es; yo solo conozco una cosa: los individuos”.
[8] Traverso habla de dos “épocas” del concepto de totalitarismo; una, la actual, en que su uso es únicamente conservador y otra, la de los años treinta, dónde tenía un elemento crítico progresivo “por la izquierda” para denunciar el curso de los regímenes nazi y estalinista. De todas maneras, está claro que ya allí también tenía límites porque llevaba demasiado lejos la identificación de dos regímenes socialmente distintos: un estado capitalista y un estado obrero burocratizado. O, en todo caso, de una estado devenido en burocrático con restos proletarios y comunistas como señalara Rakovsky pero que, de todas formas, no se confundía con el del nazismo.
[9] Traverso señala que luego de varias décadas de oscurecimiento de la memoria de Auschwitz, esta es hoy una suerte de “religión civil” del mundo occidental, dónde, de paso, se busca exorcizar toda valoración del siglo pasado en su faceta emancipatoria como ya está dicho.
[10] Kolima, Vorkuta y Velnehuralsk eran, entre otros, prisiones o “campos de trabajo” donde el estalinismo encerraba a los oposicionistas en los años 30.
[11] Es conocida la importancia estratégica que le da nuestra corriente al debate del balance de las experiencias anticapitalistas del siglo pasado y el esfuerzo de elaboración que hemos llevado adelante a ese respecto.
Por Roberto Sáenz, Socialismo o Barbarie Nos 323 y 324, 04 y 11/09/2014