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“El planteamiento abstracto del problema del nacionalismo en general no sirve para nada. Es necesario distinguir entre el nacionalismo de una nación opresora y el nacionalismo de una nación oprimida, entre el nacionalismo de una nación grande y el nacionalismo de una nación pequeña.” V. I. Lenin
Catalunya en el Estado español, Ucrania y Escocia en Gran Bretaña han sido titulares de los diarios del mundo en el transcurso de este año. Los capitalistas y sus gobiernos miran hacia estos países con preocupación. Motivos no les faltan: la sujeción, explotación y opresión de las naciones son uno de los pilares del orden imperialista mundial y, por lo tanto, una cuenta pendiente del desarrollo histórico. Desde nuestra corriente venimos desarrollando la idea de que el orden imperialista coronado por la hegemonía yanqui está pasando por un lento pero constante camino de desgaste. Esta nueva realidad pone en cuestión a largo plazo no solamente las relaciones internacionales entre Estados, sino también su misma existencia o, por lo menos, la forma que actualmente tienen.
La burguesía, tanto la imperialista como la de países periféricos, está profundamente interesada en que las cosas sigan como están. En definitiva, este orden de cosas hace a la estabilidad internacional, así como a la unidad de los Estados constituidos, no importa bajo cuáles relaciones de opresión nacional. Con mayor razón aún, la clase trabajadora tiene el deber y la necesidad de tener una posición propia frente a este tipo de peleas. El marxismo históricamente le ha dado herramientas a la clase obrera para ser aquí también caudillo de los oprimidos. Queremos en breves líneas trazar algunos de los fundamentos de la política revolucionaria frente a este problema, comenzando por entender el origen mismo de la opresión nacional.
Nación y Estado-nación
Durante los primeros pasos del capitalismo se constituyeron los Estados-nación como la forma propia y particular del dominio de la burguesía. Esta joven clase social, transformando el desarrollo del comercio en producción capitalista, necesitó conquistar un mercado propio, abolir las barreras aduaneras locales, así como los privilegios de función de las viejas clases precapitalistas. Cuando se convierte en clase dominante y constituye su propio Estado, la burguesía hace del territorio bajo su dominio una unidad con las mismas reglas de juego en todos los puntos del nuevo país constituido. Los mercados nacionales son una de las primeras y más importantes conquistas de la clase capitalista en plena lozanía: las fuerzas productivas no caben en los estrechos marcos de la producción local autosuficiente. La Revolución Francesa de 1789 es el capítulo políticamente más emblemático de esta etapa del desarrollo capitalista.
Tanto Lenin como Trotsky escribieron algunos de los pasajes más importantes de la política marxista en este asunto[1]. Subrayemos que a nuestro entender, ambos parten de un mismo lugar: del lenguaje como la principal expresión de las relaciones humanas, incluidas por supuesto las económicas. Una de las bases fundamentales, entonces, de la dominación de la nueva clase dirigente, es que en el territorio dominado por el Estado se establezca un mismo idioma, un mismo sistema métrico, etc. Y estas herramientas de relaciones humanas, estas herencias culturales que le dan homogeneidad a este mercado nacional constituido revolucionariamente por la burguesía, son en definitiva lo que históricamente se ha llamado una “nación”. Así es que nación, Estado y clase dirigente se terminan solapando en una unidad orgánica.
Los Estados-nación son una combinación de herencias precapitalistas con formas y rasgos propios de la sociedad basada en la explotación de trabajo asalariado. De hecho, una “nación” en sentido estricto es más bien una herencia de los siglos pasados. Sigamos el razonamiento partiendo también del lenguaje. Pongamos los idiomas latinos como ejemplo. El español, portugués, francés y el italiano (junto con muchos otros) tienen una misma fuente: el latín, idioma oficial del Imperio Romano. Que un mismo idioma se haya convertido en muchos es producto de siglos de vida autosuficiente y provinciana de los territorios que fueron parte de un mismo imperio, de separación con pocos contactos entre sí de las tierras europeas. Hacia el siglo XVIII una buena parte de los campesinos de una provincia europea muy probablemente ignoraba la existencia de gentes en condiciones de vida parecidas a las suyas pero que hablaban muy distinto. De esta forma, la base del surgimiento de “naciones” claramente diferenciadas, son las relaciones de producción atrasadas de las sociedades pre-capitalistas. Sumando esta herencia con la vida común de algunos siglos bajo el dominio burgués y la dirección de sus “próceres”, con sus propias justificaciones ideológicas, sus “hazañas”, su cultura, su folklore, sus patrimonios, etc., es que toman forma definitiva las naciones modernas, coronadas luego por una determinada formación estatal, por una determinada “superestructura” jurídico-política que es la que detenta el monopolio de la fuerza sobre el territorio determinado.
La opresión nacional y sus formas
Esta descripción histórica ultra general estaría muy incompleta (y sería radicalmente falsa) sin describir a grandes rasgos el surgimiento del sometimiento nacional en su forma actual: es decir, el proceso por el cual dentro de los Estados constituidos así quedaron nacionalidades oprimidas; es decir, naciones que no vieron consagrados sus derechos bajo la forma estatal determinada.
Esto dio lugar a distintas formas de sometimiento nacional. Uno paradigmático fue el colonial. Durante el desarrollo histórico del Estado-nación y la conquista de un territorio para el comercio y luego la producción, las fuerzas productivas engendradas por el capitalismo fueron más allá creando el mercado mundial. La producción se expande cada vez más y necesita mercados “allende los mares”, así como fuentes de materias primas. Sin importar la voluntad, el idioma, la cultura o la herencia de las poblaciones originarias, las naciones burguesas constituidas devenidas en imperios o imperialistas, se fueron repartiendo los territorios de la totalidad del mundo, los dividieron con criterios de repartija entre piratas y les impusieron su dominación política, económica y su monopolio comercial.
La base alrededor de la cual surgen la aplastante mayoría de los Estados de la periferia son estas relaciones con la metrópoli, no sus relaciones internas. La “Nación” argentina, por ejemplo, se formó bajo la hegemonía de la burguesía comercial porteña y sus intereses de aduana en las relaciones comerciales entre el puerto de Buenos Aires y Europa (España primero, Inglaterra después).
Hay que ubicar cada una de las formas de opresión nacional en su justo lugar histórico. El colonialismo cumple hoy un rol marginal en las relaciones internacionales y ha cedido su lugar a las formas semi-coloniales de dominación (independencia política formal y dependencia económica). Luego de la Segunda Guerra Mundial, que saldó la disputa por la hegemonía mundial en favor de los Estados Unidos (el otro pretendiente al trono era Alemania), las potencias en decadencia ya no podían sostener el viejo orden de cosas. Gran Bretaña en primer lugar, seguida por el resto de las potencias del viejo continente, tuvieron que desprenderse unas tras otras de sus posesiones coloniales. Esto aconteció por una combinación de circunstancias. El siglo XX estuvo marcado por grandes luchas independentistas, que bajo la presión de los pueblos coloniales oprimidos, no siempre dieron lugar a rupturas anticapitalistas.
En muchos países lograron conquistarse Estados independientes (cosa que no dejó de ser, contradictoriamente, un enorme logro), incluso lograrse la conquista de la unificación nacional en varios de ellos como China, pero esto no quiere decir que en la mayoría no se haya terminado impuesto una nueva relación de dependencia, la semi-colonización.
No se podía sostener que la gran potencia vencedora de la conflagración de 1939-1945 no tuviera colonias y los decadentes imperios europeos dominaran gigantescas extensiones territoriales en todos los continentes. La independencia de las colonias le abrió a los EEUU las puertas de los mercados de todo el mundo bajo una forma nueva que dejaba a salvo, formalmente, la independencia política.
El colonialismo fue la forma de expansión mundial del capitalismo en la época del “libre comercio” y la competencia. Su forma actual, la llamada por Lenin “etapa superior (o última) del capitalismo”, la correspondiente a los monopolios, dominada por la banca y los gigantescos consorcios multinacionales, es la del imperialismo.
Si la primera se caracterizaba por la exportación de mercancías a la periferia, ésta se funda en la exportación de capitales, la industrialización de la periferia y la explotación (y conformación) del proletariado local. La potencia económica del centro, su riqueza, se complementa necesariamente con el sometimiento y la dependencia de la periferia explotada y saqueada[2]. Así se da la instalación definitiva del capitalismo como la relación social de producción dominante y casi exclusiva en todos los países. El Imperialismo es el que crea de este modo las condiciones históricas para la revolución socialista en el mundo entero. Y esta política expansionista y rapaz no es una opción más entre tantas para los capitalistas, el desarrollo histórico de las fuerzas productivas bajo el dominio burgués así lo impone[3].
Pero la formación del Estado-nación moderno tampoco fue simple ni armónica en los países centrales. Cuando la burguesía se convierte en clase dominante, muchas veces construye el nuevo Estado centralizado, burocrático y policial, sobre las espaldas de otras naciones oprimidas. Este es el segundo tipo clásico de opresión nacional: no ya la colonial o semicolonial en el contexto del mercado mundial, sino dentro de las fronteras de un mismo Estado.
Esta forma de opresión nacional es la que ha dado que hablar recientemente. Los ingleses sometieron de esta forma a escoceses, galeses e irlandeses; hicieron parte de su propia clase a los capitalistas de estas nacionalidades e impusieron su cultura al conjunto de las masas de esos territorios, dentro de las fronteras del Estado dominador. Este es también el caso de catalanes, gallegos y vascos integrados a un mismo Estado bajo la espada de la monarquía castellana. Esta opresión es ya histórica y tuvo sus rasgos más acentuados bajo la forma más extrema del Estado rapaz español: el franquismo. Durante este período fascista-católico hablar catalán o vasco era directamente perseguido con métodos policíacos.
El internacionalismo
Trotsky escribió en su artículo “La Guerra y la Internacional” que la hora final de los Estados nacionales y su rol progresivo en la historia sonó en 1914, el año en que comenzó la Primera Guerra Mundial. Este cataclismo, igual que la Segunda Guerra (más allá de las especificidades de esta última), fue llamado por él “rebelión de las fuerzas productivas contra el enchalecamiento de los mercados y estados nacionales”. El crecimiento de la economía, la necesidad imperiosa de expandirse para darle lugar al exceso de capitales, el impulso de los países imperialistas de saquear un mundo que ya es demasiado chico para que los capitales de todas las potencias estén satisfechos; estas fueron las bases históricas de sendas catástrofes mundiales. La guerra venía a saldar quién se quedaba con el botín.
La burguesía imperialista se mueve entonces en esta situación contradictoria: ha creado el mercado mundial, pero es a la vez incapaz de llevar esta realidad hasta sus últimas consecuencias, pues los Estados y mercados nacionales son la fuente de sus privilegios como clase y nación opresora. Esta realidad que describimos aquí es uno de los elocuentes síntomas de que el capitalismo ya dejó de ser progresivo y que es una necesidad histórica su superación. Liberar las fuerzas productivas de su forma limitadamente nacional es una de las tareas revolucionarias del actual período histórico y la única clase que, por su lugar en las relaciones de producción, puede encarar esa tarea, es la clase obrera. Esta es la base material histórica del internacionalismo marxista.
Digamos al pasar que la cultura, la técnica y la política también tienden a superar los limitados marcos nacionales. Y eso nuevamente tiene su clara expresión en la lengua. Las palabras que expresan lo último en la técnica desarrollada en un país se convierten en acervo común de todos los costados del mundo. También esto es así en lo más avanzado de la política: “soviet”, en 1917, pasó de ser una palabra puramente rusa a una categoría política internacional. Si el particularismo tenía por consecuencia la aparición de nuevos idiomas, las relaciones económicas mundiales tienen una tendencia inversa. Obviamente esto no llega a sus últimas consecuencias, ni asimila los idiomas pre-existentes en uno solo, así como las fuerzas productivas internacionales bajo el capitalismo no superan de forma automática la existencia de mercados y Estados nacionales, como tampoco pueden imponer una moneda mundial. Pero aún así, de la misma forma que la libra esterlina primero y el dólar después han sido el “idioma internacional” de los intercambios comerciales, el inglés es la “divisa” mundial de los intercambios culturales.
Volvamos de nuestra digresión. La tarea histórica progresiva que impone el desarrollo es, dijimos, la superación de los Estados nacionales. Las expresiones políticas y teorías del “socialismo nacional” y el localismo autonomista son, en definitiva, reaccionarias; van en sentido contrario a las ruedas de la historia y el progreso de las fuerzas productivas de la sociedad; esto más allá de algo obvio: que la liberación nacional sigue siendo en los países periféricos una tarea de primer orden, tarea que debe ser tomada en sus manos por la clase obrera; ¡a esta altura de la historia ya ha quedado más que claro que no puede haber “burguesía nacional” que venga a resolver los problemas!
La separación estatal y la política revolucionaria
Sobre esta realidad contradictoria es que los revolucionarios tenemos el deber de hacer política. Esta tarea no es nada sencilla. Todos los casos tienen su historia particular, cada nación “pequeña” sufrió vejaciones de distinto cariz por parte de la nación “grande”, las similitudes culturales pueden ser más o menos grandes, etc. Para tener una posición en este asunto nunca hay que perder de vista las particularidades, sin por ello partir de la raíz común de las formas actuales de opresión en el capitalismo imperialista y desde el punto de vista de la unidad del mercado mundial. Le daremos más peso ahora al asunto de las nacionalidades aprisionadas en los límites de un solo Estado. Más que en ningún otro caso es fundamental no perder de vista las particularidades, pues tienen un peso específico cuáles son las relaciones históricas entre la nación opresora y la oprimida.
Pongamos de ejemplo Catalunya en España. La fuente histórica de las relaciones y conflictos catalanes-españoles se remonta ya al siglo IX. Los territorios de la actual Catalunya eran de los pocos de la Península Ibérica que no estaban bajo la dominación musulmana y fueron poblados por olas migrantes del sur del Imperio carolingio (el actual sur de Francia). El eje de la posterior unificación española fue el en ese momento inexistente reino de Castilla (sus territorios eran parte del árabe Califato de Córdoba). Varios cientos de años después (en el siglo XIV), los reinos de Castilla (que sometería a gallegos y vascos) y Aragón (que incluía Catalunya) se fusionaron. A pesar de esto, mantuvieron aún durante mucho tiempo una fuerte autonomía con ciertas instituciones de gobierno independientes, como las Cortes catalanas. Las relaciones estrechas pero contradictorias entre ambos tomarían nuevas formas a principios del siglo XVIII, cuando todo resto de independencia catalana es barrida por el centralismo de la nueva dinastía gobernante de los Borbones. Anotemos este apellido: fue la dinastía derribada por la Revolución Francesa, destronada por la Revolución Española de la década del 30 del siglo pasado y luego restaurada por el fascismo de Francisco Franco. Que esta familia siga gobernando el moderno Estado español en pleno siglo XXI es aún más anacrónico que hacer andar un auto con bridas y espuelas.
Esta región es bastante paradigmática para el socialismo revolucionario: fue la vanguardia de la Revolución Española y la resistencia al franquismo en 1936-37, es la zona española de mayor desarrollo industrial y su movimiento obrero es uno de los de mayor tradición del continente europeo. La crisis de la Unión Europea y la política de Madrid (y de Berlín, el auténtico dueño de la UE) de hacerla recaer sobre las espaldas de las masas el ajuste tienen por fuerza que hacerse sentir dolorosamente entre los trabajadores y el pueblo catalanes, los que justamente consideran que esto ocurre (hasta cierto punto) por su falta de autodeterminación nacional, pero sin llegar a comprender que el fondo de la cosa pasa por la dominación capitalista.
La lucha contra la austeridad y el ajuste toma la forma de la lucha por la autodeterminación del pueblo catalán; lucha que es explotada en términos sólo “nacionales” por la dirección burguesa del gobierno catalán, neoliberal si las hay, y que trabaja de continuo para que esta “cuestión nacional” de ninguna manera empalme con la cuestión social.
De todas maneras, ponerse en la vereda de enfrente de este movimiento sería defender los intereses centralistas de la burguesía española, con su monarquía y sus fronteras nacionales, a la vez que renunciar a la justa lucha por la autodeterminación nacional.
Pero, a la vez, los revolucionarios no podemos tomar parte de las ilusiones del separatismo dirigido por la burguesía catalana y los partidos del gobierno autonómico, CiU y ERC (“Convergencia y Unión” y la “Izquierda republicana catalana”). Las aspiraciones “nacionales” de la burguesía y la pequeño burguesía no van más allá de un capitalismo local, considerado “más productivo” que el español, pero que se vería de inmediato irreductiblemente sometido a los dictados de Berlín y la Unión Europea.
Un separatismo capitalista no tiene ni puede tener la aspiración de la auténtica emancipación nacional; a lo sumo busca someterse de otra forma y en otras condiciones a los que ya son dueños de la economía española unificada. Y esto si consideráramos que pretenden llevar la autodeterminación a su consecuencia lógica: la organización en un Estado separado. Pero esto no es así. La Generalitat (el gobierno autonómico catalán) busca una salida negociada con Rajoy en Madrid y mantener bajo su control las movilizaciones de masas que han copado las calles de Barcelona.
A pesar de estas consideraciones, defendemos que las aspiraciones de las masas tengan una expresión clara (como puede ser en un referéndum) y que se hagan realidad. Si los catalanes tienen la voluntad mayoritaria de constituirse en Estado separado, defenderemos que así sea. Pero bajo la dirección de la burguesía estas legítimas aspiraciones tienen límites muy fuertes. La fragmentación nacional limita aún más las fuerzas productivas de la sociedad y esta clase dirigente necesita como el aire subordinarse a alguna potencia, por lo que la “independencia” sería mutilada desde el primer día de su proclamación. No hay una salida real en el marco del capitalismo. No puede haber socialismo en un solo país, tampoco puede haber emancipación nacional definitiva y estructural en un solo país; por esto la política para la Península Ibérica es la de una federación socialista de los diversos pueblos que la componen.
La lucha por la emancipación nacional se encadena así a la emancipación de la clase obrera. Ganar a los trabajadores de un país opresor para las aspiraciones emancipadoras de una nación oprimida suelda la solidaridad que puede llevar hasta el final la lucha contra el imperialismo. La política bolchevique sigue siendo un punto de referencia necesario. El viejo Imperio de los zares era una auténtica cárcel de pueblos: más de la mitad de su población era parte de alguna nacionalidad ultrajada por el centralismo ruso. El Estado obrero con los bolcheviques a su cabeza tuvo la política de que toda nacionalidad que aspirara a su independencia, la tuviera. Se ganaron de esta forma la intensa simpatía de las nacionalidades oprimidas. Separando primero, conquistaron luego una unidad mucho más sólida entre los pueblos del ex imperio ruso que la que podía conseguir la impuesta a la fuerza. El proletariado es la única clase que, con su política y sus métodos, puede ser la que encabece la lucha por la autodeterminación de los pueblos.
Llegamos así a una importante conclusión: la emancipación de las naciones oprimidas está atada a las tareas de la revolución socialista y el poder de la clase trabajadora.
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[1] Este punto es sin duda uno de los mayores errores teóricos y políticos de la gran revolucionaria que fue Rosa Luxemburgo. Ella se oponía terminantemente a que los partidos revolucionarios tomaran en sus manos las tareas de la emancipación nacional, planteando la grave unilateralidad de que sería una aspiración puramente “burguesa” que nada tiene que ver con el internacionalismo obrero. Según ella, dicha política sería equivocada porque tendería a dividir la solidaridad internacional de clase y reaccionaria porque frenaría el desarrollo de las fuerzas productivas. Más adelante nos detendremos sobre este punto. Recomendamos como fuente textos clásicos como “El derecho de las naciones a la autodeterminación” de Lenin y el capítulo sobre el tema de “Historia de la Revolución Rusa” de Trotsky.
[2] El imperialismo y la explotación de otros países han tenido recientemente una consecuencia muy novedosa que constituye una enorme incógnita: China. La tendencia a la exportación de capitales convirtió a este gigantesco país en la fábrica del mundo. El resultado fue un crecimiento económico colosal estrechamente vinculado a los capitales de las potencias occidentales y, contradictoriamente, hizo de este país una economía más grande que la mayoría de las grandes potencias imperialistas clásicas. En este desarrollo contradictorio reside lo problemático que es caracterizar a China y su lugar en el mundo.
[3] Para un análisis serio y detallado de las bases económicas del imperialismo, recomendamos el libro “Revolución o dependencia”, de nuestro compañero Marcelo Yunes.
Por Fernando Dantés, Socialismo o Barbarie, 23/10/2014