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“Engels dijo una vez: ‘La sociedad capitalista se halla ante un dilema: avance al socialismo o regresión a la barbarie’. ¿Qué significa ‘regresión a la barbarie’ en la etapa actual de la civilización europea? Hemos leído y citado estas palabras con ligereza, sin poder concebir su terrible significado. En este momento, basta mirar a nuestro alrededor para comprender qué significa la regresión a la barbarie en la sociedad capitalista. Esta guerra mundial es una regresión a la barbarie. (…) Tal es el dilema de la historia universal, su alternativa de hierro, su balanza temblando en el punto de equilibrio, aguardando la decisión del proletariado. De ella depende el futuro de la cultura y la humanidad.” (Rosa Luxemburgo, “El folleto Junius. La crisis de la socialdemocracia alemana”, 1915).
El siglo pasado tiene mucho que enseñarnos en materia de cómo “funciona” la historia; al menos la historia contemporánea. En particular, en la medida que ha desmentido muchos de los esquemas que se tenían habitualmente acerca de su curso. Si bien el debate sobre la “filosofía de la historia” es muy amplio y puede ser rastreado en autores disímiles que van desde Vico (primer abordaje considerado moderno de la misma) hasta Hegel (Bloch subraya que éste se caracterizó por volver a colocar la historia en un lugar central), por no hablar de su concepción en la antigüedad, en el seno del cristianismo ascendente y más allá, lo que aquí nos interesa es la crítica a la visión ingenua que se tenía de la historia en el seno del marxismo “consagrado” de la Segunda y Tercera Internacional. Una visión que tuvo su impacto también en el socialismo revolucionario de la posguerra respecto de las apreciaciones acerca de que la transición al socialismo sería una suerte de “camino ineluctable” una vez que los capitalistas hubieran sido expropiados, entre otras deformaciones a las cuales fue sometido el pensamiento marxista del pasado siglo.
El quiebre histórico de la Primera Guerra Mundial
En La dialéctica de la naturaleza Engels daba a entender que se necesitaba una nueva concepción de la causalidad para entender algunos de los desarrollos de la biología encarnada por Darwin. Éste había destruido muchos de los esquemas y clasificaciones anteriores; sobre todo había introducido una combinación más rica entre los acontecimientos “azarosos” y los determinantes de la evolución por cuenta del mecanismo de selección natural. Stefen Jay Gould siguió estos pasos radicalizándolos más cuando planteaba que la evolución estaba caracterizada por una suerte de “desarrollo puntuado” que combinaba el curso evolutivo “normal” de las especies con los momentos de catástrofe que cegaban todo un curso anterior de la vida y daba lugar a unos nuevos[i].
Algo similar podemos decir ocurre cuando echamos una mirada general al siglo pasado. Retrospectivamente, el mismo expresa una crítica demoledora a esa forma mecánica de apreciar los eventos que creía que las cosas irían ineluctablemente para un solo y mismo lugar: un progreso sin fin coronado por el socialismo; algo que muchísimos autores han criticado.
Ya el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial había puesto sobre el tapete una crítica radical a esta visión esquemática del progreso poniendo sobre el tapete la capacidad destructiva del capitalismo.
Una “guerra industrializada” donde la retaguardia fue tan o más importante que el frente y cuya capacidad para generar decesos en masa no tenía antecedentes. Sólo basta pensar en batallas como Verdún o el Somme (perecieron en ellas entre medio millón y un millón de soldados en cada una), para entender de lo que estamos hablando.
Cuando comenzaba el baño de sangre de la primera guerra imperialista, Rosa Luxemburgo recuperaba de manera brillante la sentencia de Engels citada al comienzo de esta nota: la historia se desarrolla alrededor de posibles cursos alternativos cuya resultante es el socialismo o la barbarie. Engels no hacía más que retomar una sentencia del Manifiesto Comunista, donde se señalaba que las sociedades podían tener una superación progresiva o terminar con el hundimiento de sus contendientes. Esto es lo que había ocurrido cuando el final del esclavismo: la caída del Imperio Romano no tuvo una progresión superadora sino que dio lugar a la fragmentación de la economía, el territorio y el poder, situación dominante a lo largo de varios siglos[ii].
En cualquier caso, el progreso o la posibilidad de una regresión quedaban planteadas como alternativas dialécticas rompiendo con cualquier apreciación “unidireccional” de la historia. Muy aguda a este respecto era también la crítica de Benjamin a la apreciación de la historia como una suerte de “autómata”: “Cuenta la historia de un autómata construido de tal manera que, en una partida de ajedrez, respondía a cada movimiento de su oponente con un contraataque hasta ganar el juego. (…) Existe un equivalente filosófico de este aparato. La marioneta llamada ‘materialismo histórico’ siempre ganará. Puede fácilmente competir con cualquiera si consigue apoyo de la teología (…)” (Sobre el concepto de historia, Ediciones Godot, Argentina, 2012, pp. 63). Volveremos más abajo sobre Benjamin.
La Gran Guerra puso en la voz de Luxemburgo la señal de alarma en la medida que provocó la muerte de entre 10 y 20 millones de personas, hundió en el fango a la Segunda Internacional y demostró que el capitalismo no solamente contenía determinadas potencialidades de progreso: podía arrojar a la humanidad a lo más profundo de la barbarie. En todo caso, no una barbarie que significara una regresión mecánica a las formas más antiguas de las relaciones humanas, sino una potenciada por el último grito de la técnica capitalista y que llevara a un “descenso en los infiernos de la deshumanización” frente al cual los Frankestein o los Drácula no serían más que cuentos de niños[iii].
Sobre todo esto se ha escrito ampliamente, razón por la cual no hace falta que lo repitamos aquí. Sólo queremos subrayar el quiebre histórico que significó el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial, que le planteó al marxismo la necesidad de una crítica radical a la apreciación mecánica del curso histórico, algo habitual en sus filas hasta ese momento[iv].
Auschwitz y el stalinismo (o donde murió la visión teleológica de la historia)
Pero hubo nuevos acontecimientos que terminaron dando al trasto con toda visión ingenua de la historia. La Segunda Guerra Mundial con sus 50 millones de muertos, fue un evento mayor que volvió a mostrar esta dialéctica infernal de progreso y regresión inscripta en la lógica misma de este sistema explotador.
Y junto con la segunda guerra estuvieron los campos de extermino nazis (Lager) y la burocratización de la primera y más grandiosa revolución obrera de la historia (con sus purgas y el Gulag). Tragedias históricas que están allí como para “certificar” lo que pretendemos señalar en este texto: que el curso histórico es dialéctico y no mecánico, que no existe nada predeterminado en su desarrollo, y que sobre la base de determinados presupuestos materiales (el nivel alcanzado por el desarrollo de las fuerzas productivas), lo que decide las cosas es la acción de los sujetos sociales y políticos en la palestra de la historia[v].
Sobre el quiebre que significó Auschwitz en materia de la concepción del marxismo, Traverso lleva adelante un análisis que se caracteriza por su agudeza. Destaca un aspecto que resulta apropiado subrayar aquí: cómo el genocidio judío liquidó lo que había llegado a ser una entera cultura, la cultura Yiddish, centrada en la comunidad judía del centro y el oriente europeo, la cual fuera literalmente borrada de la faz de la tierra.
Si bien el asesinato en masa de esta comunidad tenía inscripta en su posibilidad un conjunto de antecedentes históricos vinculados a las prácticas genocidas del imperialismo colonial, no existía nada predeterminado que llevara a la literal extirpación de toda una colectividad del suelo europeo. Cualquier lectura mecánica de la historia murió junto con esta población (acompañada por gitanos, prisioneros de guerra soviéticos y demás) en los campos de la muerte del nazismo[vi].
Pero esta misma dialéctica histórica es aplicable a las sociedades donde fue expropiado el capitalismo y en las cuales no había nada ineluctable que las condujera al socialismo. Hay aquí varios abordajes posibles. Entre ellos, que ningún nuevo régimen social es posible se imponga sin una serie de ejercicios de ensayo y error, y muchos menos el socialismo.
Sin embargo, un fuerte determinismo de raíz economicista hizo creer que, finalmente, la “necesidad histórica” se impondría y que de una u otra manera se llegaría al socialismo: las “leyes del desarrollo socialista” estarían allí para asegurar el curso de los eventos. Hemos criticado esta concepción (presente inclusive entre las filas de los revolucionarios), en otros trabajos[vii].
Sólo queremos destacar aquí, en todo caso, dos versiones de esta equivocada idea. La primera, más general, remite a la concepción de una supuesta “necesidad histórica” que se impondría espontáneamente, una concepción en el fondo ajena realmente al marxismo: no hay nada ineluctable en el curso histórico, tal cual está palmariamente demostrado en el último siglo.
El defecto principal de este tipo de análisis, es que inclina la vara unilateralmente para el lado de los “factores objetivos” (y de una visión mecanicista del progreso de las fuerzas productivas), como si éstos, pugnando “naturalmente” por imponerse, garantizarían un curso progresivo de los eventos.
Resumidamente, la idea reza así: “la necesidad siempre se abre camino” (cual “motor espontáneo” del desarrollo histórico). Pero que algo sea necesario (¡y el socialismo lo es!), que estén dadas las precondiciones objetivas para ello, no quiere decir que ineluctablemente se imponga. Porque como decía Marx, la historia no hace nada, no es ningún tipo de agente independiente, los que la hacen, los que sienten y pelean, son los hombres mismos. Las circunstancias objetivas sólo marcan las condiciones de su acción, sus alcances y límites, su “posibilidad objetiva”, nunca el desenlace de los asuntos. Posibilidad objetiva que tiene que ver con las condiciones materiales e históricas que hacen “necesarios” determinados desarrollos, pero no llevan teleológicamente a ellos: eso ya depende de las luchas de las fuerzas vivas en la palestra histórica.
Criticando la vieja idea de que el factor subjetivo simplemente aceleraría o retardaría el proceso histórico (ángulo tributario de Plejanov, ver El lugar del hombre en la historia), Löwy agrega que “No se trata ya del ritmo, sino de la dirección del proceso histórico”. Los autores que sostienen una concepción determinista señalan que si se pierde el terreno de la “necesidad histórica”, el socialismo carecería de fundamento material. Pero esta es una apreciación esquemática del asunto que confunde el concepto de necesidad con el de posibilidad histórica objetiva, como acabamos de ver. El socialismo no es algo que se impondrá necesariamente. Pero es absolutamente cierto que todo el desarrollo histórico anterior lo ha hecho materialmente posible. Incluso más: se trata de una necesidad histórica planteada para evitar caer en la barbarie: “(…) el papel del proletariado (…) no es simplemente ‘apoyar’, ‘abreviar’ o ‘acelerar’ el proceso histórico, sino decidirlo” (Löwy, ídem).
Una segunda versión de esta idea es la concepción de que la planificación económica garantizaría un curso socialista automático en la marcha económica, cual “ley del plan” impuesta de manera independiente de si la clase obrera se encuentra al frente del Estado de manera efectiva o no. La historia del siglo XX se encargó de poner en su lugar la falsedad radical de este aserto, condenando toda visión objetivista de la marcha hacia el socialismo, visión que caracteriza todavía a algunas de las corrientes más doctrinarias del trotskismo.
Nos interesa aquí, simplemente, recoger las enseñanzas de la historia viva, no entrar en algún debate “filosófico”. Y estas enseñanzas indican que no hay nada predeterminado en el curso histórico. De ahí que las sociedades donde fue expropiado el capitalismo, al quedar aisladas en un solo país (los “varios socialismos en un solo país” de los que hablara agudamente Pierre Naville), sufrieran un regresivo proceso de burocratización: se vieron incapacitadas de desarrollar las fuerzas productivas al nivel del capitalismo y sucumbieron ignominiosamente. Un derrumbe que dominó las postrimerías del “corto siglo XX” y que todavía tiene consecuencias hoy.
El estalinismo configuró un mentís completo a la idea mecánica del desarrollo histórico: fue un fenómeno completamente imprevisto. La pudrición burocrática de las primeras revoluciones realizadas por las mayorías explotadas y oprimidas en interés de esas mismas mayorías[viii]. Nunca antes en la historia una clase explotada había tomado el poder. Las revoluciones anteriores, incluso la más grandiosa como la Revolución Francesa, habían sido “hechos de masas” pero no llevaron al poder sino a una minoría social. Pero la Revolución Rusa llevó al poder a la clase obrera, y sin embargo luego se burocratizó: no tuvo un curso ascendente o emancipador mecánico. Lenin y Trotsky eran plenamente conscientes de la posibilidad de un desarrollo así: de ahí que pusieran todas sus esperanzas en la supervivencia de Rusia bolchevique en la extensión de la revolución a Alemania.
Pero esto no ocurrió, y lo que terminó emergiendo fue la imposición de una burocracia que llegó a cuestionar y pudrir hasta lo más íntimo las conquistas de la Revolución de Octubre, comprometiendo la perspectiva misma del socialismo.
El tiempo ascendente de la revolución
Lo que acabamos de plantear acerca de las tragedias del siglo pasado tuvo su “reversibilidad” durante ese mismo siglo: la vivencia de la ruptura del tiempo histórico a causa de un curso ascendente de la revolución social.
Si la cotidianeidad de la opresión y explotación, la fuerza conservadora de la inercia (una de las más poderosas de la historia como señalara Trotsky), hace suponer habitualmente que el “tiempo presente” es la única dimensión de la temporalidad, lo que caracteriza a la revolución es la introducción del elemento de ruptura, la transformación de las relaciones establecidas: la crítica al tiempo histórico considerado como una dimensión fija e inmutable.
Bensaïd ha hablado de esta dimensión de la revolución, de cómo en la misma se juega el tiempo estratégico de la política revolucionaria; podemos tomar también el planteo de Trotsky de cómo en momentos revolucionarios las masas hacen su irrupción en la vida política y con su ingreso en la palestra de la historia fijan un nuevo punto de referencia para la misma.
Si el “descenso en los infiernos” de Auschwitz rompía con una idea mecánicamente ascendente del curso histórico, una revolución social introduce un “quiebre” en el curso “normal” de los asuntos, pero en una dirección opuesta: el de una “ascensión” que permite a los explotados y oprimidos atisbar el cielo con las manos.
Acerca de esta dimensión de la temporalidad, del entrelazamiento entre el presente, el pasado y el futuro, hemos escrito en otros lugares. Nos interesa en todo caso rescatar aquí la importancia que a la dimensión del futuro le han dado autores marxistas de la talla de Pierre Naville y Ernest Bloch; de este último podemos recordar su “principio esperanza” como factor movilizador: “aún en la demora que le impone la noche excesiva, el día que alborea escucha otra cosa que no es el tañido funerario putrefacto y sofocante, inesencial y nihilista”; el primero vinculaba al futuro los objetivos de una planificación llevada delante de manera soberana y consciente por parte de los trabajadores.
Deteniéndonos un minuto en Bloch, la frase que acabamos de citar es una extraordinaria forma poética de plantear la tensión volcada hacia la acción del actuar humano revolucionario: “La filosofía marxista es filosofía del futuro, es decir, también del futuro en el pasado: en esta conciencia concentrada de frontera, la filosofía marxista es teoría-praxis viva, confiada en el acontecer, con la mirada fija en el novum”. Y luego agrega citando un brillante fragmento del ¿Qué Hacer? de Lenin: “Si el hombre no poseyera ninguna capacidad para soñar (…) no podría tampoco traspasar aquí y allá su propio horizonte y percibir en su fantasía como unitaria y terminada la obra que empieza justamente a surgir entre sus manos; me sería imposible en absoluto imaginarme, qué motivos podrían llevar al hombre a echar sobre sus hombros y conducir a término amplios y agotadores trabajos en el terreno del arte, de la ciencia y de la vida práctica” (Bloch, El principio esperanza).
Benjamin, por su parte, destacaba la importancia del pasado, dimensión de enorme importancia dada la falta de memoria histórica que caracteriza a las nuevas generaciones. Pero nos permitimos criticar su ángulo “romántico extremista”, que significaba la pérdida de la dimensión del futuro, o su reducción a un escenario de puras catástrofes. En Bensaïd también podemos criticar un abordaje unilateral del tiempo presente. Atención, tiene un aspecto central en el sentido de recuperar la política como “contemporaneidad de la historia” (Gramsci): la visión de la misma como instrumento transformador. Sin embargo, una fijación demasiado esquemática en el presente podría dar lugar a recaídas posibilistas.
En todo caso, el marxismo revolucionario se caracteriza por un “arco de tensión” entre las condiciones del presente y la “conquista del futuro” socialista y comunista, lo que, a la vez, obliga a recuperar las luchas de las generaciones que nos antecedieron. Esta es la dialéctica que preside la lucha revolucionaria.
Esta discusión nos lleva a otro debate introducido por Benjamin sobre la marcha de la historia y que es reivindicado hoy por muchos marxistas: sus famosas tesis Sobre el concepto de la Historia, que tuvieron el valor de introducir un quiebre radical respecto de la concepción evolutiva dominante en el marxismo de su época. La crítica de Benjamin a esa apreciación ingenua del curso histórico, su aguda crítica –en tiempo real– a una socialdemocracia que creía marchar “con la corriente”, no puede menos que ser subrayada, lo mismo que su anticipación genial de la barbarie que se cernía con el nazismo[ix].
Benjamin recordaba cómo durante la Revolución de 1830 los relojes callejeros habían aparecido rotos en París. Quizás las masas tuvieran la intuición de la crítica a esa temporalidad mecánica a que las sometía la explotación del capitalismo ascendente y quisieron simbólicamente quebrarla. También subrayará cómo las grandes revoluciones históricas introdujeron un nuevo calendario: “saberse a punto de hacer volar el continnum de la historia es característico de las clases revolucionarias en acción”, dice el autor alemán.
Pero hay que evitar una deriva que se vaya para el otro lado (como de alguna manera ocurre con el propio Benjamin): que pierda de vista que la contemporaneidad está marcada tanto por la eventualidad del descenso a los infiernos, como por la posibilidad del “ascenso a los cielos”. Traverso también se desliza hacia esa unilateralidad al decidirse por la apreciación de que nuestra actualidad estaría marcada por el dominio de la barbarie: “el siglo XX ha probado que la barbarie no es un peligro para nuestro futuro: es la característica dominante de nuestro tiempo”[x].
Si es verdad que el siglo XX ha probado la contemporaneidad de la barbarie, nos permitimos criticar la segunda parte de su sentencia: rompe para un lado unilateral el profundo sentido dialéctico de la historia. Diríamos, más bien, que la historia contemporánea está a grandes rasgos marcada por los fenómenos simultáneos de la revolución y la contrarrevolución, siendo una u otra dominante en determinados momentos a depender del curso de los grandes conflictos de clase.
Progreso y regresión
También parece exageradamente romántica y unilateral la apreciación de Benjamin, de que la revolución no busca impulsar el progreso sino “accionar el freno histórico” antes que la civilización se desbarranque por el precipicio; evaluación de todos modos profundamente anticipatoria en el momento en que fue llevada adelante (comienzos de la Segunda Guerra Mundial).
Sin embargo, el problema está en que esta forma de ver las cosas compromete no sólo la visión ingenua del progreso, sino cualquier visión del progreso como tal, perdiendo de vista la condición material de la transición a una sociedad emancipada, que es precisamente el desarrollo de las fuerzas productivas. Esto amén de la íntima transformación de las relaciones sociales que es necesaria al calor de este desarrollo, algo que no se verificó en los Estados a la postre burocratizados donde el capitalismo fue expropiado.
La ruptura del tiempo histórico que significa la revolución socialista, debe recuperar para las revoluciones socialistas que están en el porvenir, la dimensión del progreso pero en un sentido que no sea ingenuo: un paralelo desarrollo de las fuerzas productivas y la transformación revolucionaria de las relaciones sociales es imprescindible para avanzar hacia el socialismo. No se trata de reestablecer formas comunitarias anteriores (algo imposible de llevar adelante), sino de conquistar nuevos niveles de relaciones humanas emancipadas al servicio de las cuales la concepción economicista de la transición no colaboró ni un milímetro y sirvió para la legitimación “productivista” de la burocracia.
Todo el curso del siglo pasado reafirma así la necesidad de una apreciación dialéctica del tiempo histórico. Un abordaje que no se “desintegre” para el lado de una lógica posmoderna del puro azar (tan de moda en el mundo académico), pero tampoco sostenga una concepción que “aguarde con los brazos cruzados a que la dialéctica histórica nos traiga sus frutos maduros” (Löwy), visión para la cual los últimos cien años han sido una desmentida radical.
[i] Las investigaciones del esquisto de Burgess Shale, donde se descubrió toda una cantera de la vida que luego –en razón de una catástrofe– no tuvieron más desarrollo, venía de alguna manera a servir de ejemplo a sus investigaciones.
[ii] Una investigación erudita llevada adelante por el investigador Ian Angus señala que, en realidad, la fuente directa de la sentencia de Rosa Luxemburgo, no sería tanto Engels como Kautsky. Ver “El origen del eslogan ‘Socialismo o Barbarie’” de Rosa Luxemburgo, www.marxismocritico.com. Angus señala que Löwy se habría equivocado al atribuir la fuente de esta cita de Rosa a Engels (cosa que hacía la propia Luxemburgo). Sin embargo, no es faltar a la verdad señalar que esta sentencia corresponde –por su espíritu– mucho más al pensamiento del marxismo clásico y revolucionario (de Marx a Trotsky) que a Kautsky. En éste, la fórmula no podía tener más que una razón retórica: un pronóstico alternativo para el curso histórico no podía estar inscrito en su pensamiento evolucionista.
[iii] La imagen del “descenso en los infiernos” en los campos de exterminio la tomamos de los autores (testigos que pasaron por esa tremenda experiencia) que retrataron el infierno de los campos de concentración; en particular Primo Levy, cuya trilogía sobre Auschwitz da un trabajo tremendo leer (estamos tratando de hacerlo). La connotación deshumanizante de los campos es aguda para comprender lo que realmente estuvo en juego ahí más allá del asesinato puro y simple: quitarle a las personas su carácter de seres humanos, sus atributos como tales. Otra obra sobre los campos de exterminio es El universo concentracionario de David Rousset (1913/1997), ex militante trotskista, deportado en Buchenwald, que escribió tan tempranamente como en 1946 este texto clásico desde el marxismo sobre la cuestión.
[iv] Connotados dirigentes de la Segunda y Tercera Internacionales (burocratizadas) se manejaban con la idea de que “la historia trabaja a nuestro favor”. Incluso en el seno del trotskismo ocurrió esto. Quien más cayó en esta apreciación ultraobjetivista de los asuntos fue Michel Pablo, uno de los principales dirigentes de la IV Internacional a la salida de la segunda guerra, que veía al estalinismo llevando adelante “revoluciones socialistas” por todo el orbe. Muchos dirigentes trotskistas en ese período compartieron la base teórica de su apreciación, aunque no su política.
[v] Agreguemos, de paso, el correcto señalamiento que hace Löwy en el sentido que siempre que el liberalismo ambiente intenta identificar los campos de concentración con los “totalitarismos nazi y estalinista”, se “olvida” de uno de los máximos ejemplos de asesinato racional y premeditado como fueron las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki por parte de la “democracia occidental”…
[vi] Pensemos en el interrogante de “¿por qué a mí no?” que debieron hacerse los sobrevivientes de los campos de exterminio como muestra de que en la historia las cosas no son mecánicas, como se creyó en los esquemas vulgares del marxismo positivista. Un interrogante que persiguió de manera implacable a los sobrevivientes de los campos de exterminio a lo largo de su vida, sin poder nunca respondérsela. Una angustia existencial que marcó la vida, por ejemplo, del ya nombrado Primo Levy, entre tantos otros.
[vii] Ver la crítica esta concepción en nuestro trabajo “La dialéctica de la transición: plan, mercado y democracia obrera”, en www.socialismo-o-barbarie.org.
[viii] Entre las alternativas que se representaban ambos revolucionarios estaba el desarrollo del poder obrero a partir de la extensión de la revolución internacional, o la restauración capitalista. Lenin identificó casi desde el principio las deformaciones burocráticas del Estado obrero naciente y Trotsky siguió el análisis por la huella dejada por Lenin: La Revolución Traicionada es, en cierta medida, la continuidad de El Estado y la Revolución. Pero ambos revolucionarios no podían haber anticipado el grado de degeneración burocrática al que llegó la revolución, proceso degenerativo que, como tal, fue un fenómeno completamente imprevisto. Bensaïd señala que con una lógica de “tercio excluido” al trotskismo de la segunda posguerra le costó abrirse a estudiar la radical novedad del fenómeno de la burocratización.
[ix] Traverso y otros autores señalan cómo Trotsky también anticipó genialmente el destino catastrófico que le aguardaba a la colectividad judía con el desencadenamiento de la segunda guerra.
[x] Understanding de Nazi Genocide. Marxism after Auschwitz.
Por Roberto Sáenz, Socialismo o Barbarie, 19/12/2014