Egipto después de la caída de Mubarak
Entre la rebelión y la revolución
José Luis Rojo (con la colaboración de Claudio Testa y Oscar Alba)
1-“Bienvenidos a la revolución egipcia”
La llamada revolución del 25 de enero ha triunfado. Egipto hierve, Mubarak ya no está en el poder. Una verdadera marea humana, creciendo día a día, hora a hora, minuto a minuto, lo terminó echando. Millones en las calles le dieron a la rebelión un alcance nacional. El Egipto obrero, campesino, estudiantil y popular festeja: se sacó de encima un dictador corrupto que los hambreó, reprimió y asesinó a lo largo de 30 largos años, llevando de paso las llamas de la rebelión a todo el mundo árabe.
Se ha cerrado una etapa pero se abre otra. El proceso revolucionario no ha terminado: por el contrario, recién se inicia y tiene el desafío de transformarse en revolución social, llevando el cuestionamiento hasta los cimientos mismos del régimen social capitalista egipcio y de la región como un todo.
En lo inmediato, el poder ha quedado en manos del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Éste ha disuelto el Congreso, anunciado reformas constitucionales, un plebiscito en dos meses y elecciones generales en seis. Pero también está exigiendo –so pena de represión– la suspensión “inmediata” de las huelgas obreras que escalaron aún más con la caída del dictador.
En este contexto, la primera tarea hoy es llamar a no tener ninguna confianza en el régimen militar, ni en sus cantos de sirena democráticos, imponerle la derogación del estado de emergencia vigente desde 1981 y apoyar incondicionalmente las luchas obreras en curso.
Desde Túnez: el grito de Mohamed Bouazizi
Cuando el joven tunecino de 27 años, Mohamed Bouazizi, se suicidó a lo bonzo el 17 de diciembre pasado, su impacto en el mundo árabe fue como relámpago en cielo estrellado. Mohamed expresó una contradicción que recorre a muchas de las sociedades del Oriente Medio. En las últimas décadas se han modernizado, se han vuelto más urbanas, aumentó su composición obrera y emergió una nueva clase media moderna. Sin embargo, las lacras del capitalismo neoliberal marcan dramáticamente a sus clases sociales, estamentos y regiones.
Mohamed Bouazizi tenía título universitario; esto es, una promesa de ascenso social. Pero esta promesa no se cumplió: estaba desempleado y vivía de vender frutas y verduras con un destartalado carro de madera. Tuvo la desgracia de que su carro fuera confiscado por las autoridades por no estar “habilitado”. Lo que siguió fue un desesperado grito de rebeldía: un suicidio político.
Su inmolación encendió la mecha de la rebelión en todo el mundo árabe con sus 350 millones de almas. Las causas de su desesperada acción concentran todos los elementos de la rebelión. Primero, la penuria económica, que impacta de lleno en las capas más jóvenes de la población. En Egipto, el 50% de sus habitantes tiene menos de 20 años. La mayoría vive en condiciones de precariedad extrema, con menos de dos dólares por día: un pasaporte al trabajo eventual, el desempleo en masa y los salarios miserables; la economía informal atañe al 60% de la fuerza laboral. A esto hay que agregarle la carestía de la vida. La crisis económica mundial llevó el precio de los productos básicos a las nubes.
Pero las causas de la rebelión no se circunscriben a las demandas económico-sociales. De manera inextricable con ellas se ha enlazado el rechazo a la arbitrariedad y al carácter escandalosamente represivo de los regímenes políticos regionales, verdaderas dictaduras militares. Es sintomático que a Mohamed no solamente le confiscaran su medio de vida: ante su protesta, una funcionaria a cargo le dio una sonora bofetada, señal de humillación y de la arbitrariedad del poder en Medio Oriente.
Pasando de Túnez a Egipto, uno de los símbolos de la rebelión contra Mubarak fue el joven bloguero de la ciudad de Alejandría Khalid Saeed. A mitad del 2010 fue sacado del cyber en el que trabajaba y literalmente linchado a la vista de todos los transeúntes.
Por todos esos motivos, como señala Saba Mahmood, “no hay dudas de que el levantamiento tunecino sirvió como catalizador que inspiró a los egipcios a tomar las calles. El gobierno tunecino, como todo el mundo sabe en el mundo árabe, era más represivo que el de Egipto: si los tunecinos pudieron derribar su dictadura brutal, ¿por qué no podrían hacerlo los egipcios? Sin embargo, incluso si Túnez encendió la mecha, hay una serie de transformaciones críticas en el terreno social y político de Egipto que dieron base a este masivo levantamiento que impactó en el corazón del Medio Oriente. En los años recientes, los egipcios han apelado de manera creciente al recurso de las manifestaciones y la ‘política de la calle’ para hacer visibles sus demandas e impactar en el cultivado sopor de sus dominadores.
“Desde 2004, Egipto ha sido testigo de un creciente número de huelgas y sentadas. ¿Sus demandas? Mejores salarios y condiciones de trabajo, sobre el trasfondo de una pobreza vergonzosa mientras los ricos se hacían más ricos” (Saba Mahmood, “Los arquitectos del levantamiento egipcio y los desafíos por delante”, www.jadaliyya.com, 14-2-11).
Juventud 2.0, clase obrera y la delimitación social que se viene
“La revolución juvenil del Facebook 2.0 debe estar terminando ahora. Pero para muchos egipcios, la segunda fase de su revolución está recién comenzando” (Frederick Bowie, “Revolución 2.0, fase dos”, Le Monde diplomatique, 15-2-2011)
Todas las clases sociales participaron del levantamiento. La Plaza Tahrir encontró hijos e hijas de la élite egipcia junto con trabajadores, ciudadanos de las clases medias, y pobres urbanos. Estuvieron presentes todas las generaciones, más allá que su vanguardia haya estado en manos de la juventud. Mubarak se las arregló para colocar en la oposición incluso a sectores de la burguesía.
Los antecedentes de la rebelión han sido las luchas económicas crecientes que se venían acumulando en el seno de la clase obrera y la radicalización política de la población joven. Muchos analistas señalan que un rasgo característico de la rebelión egipcia ha sido el entrelazamiento entre la rebelión popular y las luchas del movimiento obrero. Más específicamente: entre la movilización de la juventud y la de los trabajadores.
Al respecto, es destacable que uno de los movimientos juveniles con más presencia en la Plaza Tahrir, el Movimiento 6 de Abril, que agrupa a decenas de miles de jóvenes, haya sido fundado en 2008 precisamente luego de la huelga general convocada desde Mahalla, epicentro de las luchas obreras de la última década, y sede de la fábrica más importante de todo Medio Oriente: la Mahalla Textil Company que tiene bajo un mismo techo a 24.000 obreros. No todos los días se sabe de la fundación de un movimiento juvenil con peso masivo por directa inspiración de una lucha del movimiento obrero.
Entre la juventud hay otros movimientos independientes de peso. Anteriormente al 6 de Abril, se había conformado el movimiento Kifaya! (Basta!), que emergió en 2004 en apoyo a la lucha palestina y llegó a realizar grandes movilizaciones. Sin embargo, fue muy reprimido por Mubarak, que encarceló a sus principales líderes y lo llevó al borde de la desarticulación.
Entre los estratos más de clase media, entre los que se pregona la idea de que la caída de Mubarak se debió al “poder del mundo cyber” y no a la movilización de masas, la rebelión juvenil tuvo uno de sus referentes en Wael Ghonin, jefe de marketing de Google en la región, encarcelado por el régimen durante 10 días, y que cuando fue liberado habló –con un discurso muy despolitizado– desde la Plaza Tahrir en directo para la TV causando gran impacto popular. Al parecer, el “momento Ghonin” no dejó de ser uno de los puntos de quiebre del proceso de la rebelión.
Sin embargo, el hecho es que a partir de ahora se irá produciendo, necesariamente, una delimitación social. Al parecer, los activistas de las clases medias han venido urgiendo a los egipcios a “suspender” las protestas y “volver al trabajo” en nombre del “patriotismo”, afirmando cosas como “vamos a construir un nuevo Egipto” o “trabajemos más duro que nunca antes”. Esto coincidió con las exigencias del régimen militar de que “cesen” todas las huelgas de manera inmediata. El propio Wael Ghonin ya se ha reunido con representantes del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas con los cuales paso acuerdos de «normalizacion» politica.
Por el contrario, los movimientos de lucha juveniles más combativos deberán estrechar sus fuerzas aún más conscientemente con los emergentes de la clase obrera.
Esto nos lleva a un rasgo específico de la rebelión egipcia: muchos analistas coinciden que fue el ingreso directo a la rebelión de las luchas obreras lo que terminó inclinando la balanza para la caída de Mubarak.
Este rasgo característico de la rebelión egipcia –el más estratégico– remite a un importante ascenso en las luchas obreras que viene desarrollándose en el país desde hace varios años. Este factor también apareció en Túnez donde una federación sindical semi independiente llamada UGTT (Unión General de Trabajadores de Túnez) tres años atrás desarrolló una experiencia con rasgos de comuna en la cuenca minera Redeyef, Gafsa. Este ascenso en las luchas ha sido caracterizado por un analista conocedor de Egipto, Joel Beinin, profesor de la Stanford University, como “histórico”: el mayor ascenso de las luchas sociales desde 1946, cuando las jornadas de huelgas obreras muy importantes contra el colonialismo inglés. Incluso si esta definición tiene algún elemento de exageración, no deja de ser ilustrativo del impacto que producen las luchas obreras.
Este proceso ha tenido varias características: desde el desafío al enchalecamiento del oficialismo burocrático agrupado en la mubarakista EFTU (Egyptian Federation of Trade Unions) que ha dado lugar a la incipiente formación de sindicatos independientes, hasta el hecho de que sus luchas han sido muchas veces económico-políticas, al colocar entre sus reivindicaciones principales el enfrentamiento a la dictadura.
Un buen ejemplo son los puntos planteados en el Manifiesto de los trabajadores del metal y el acero de Helwan, convocando a la gran marcha del 11 de febrero que terminó en la caida de Mubarak, y que transcribimos a continuación:
“1. La inmediata salida del poder de Mubarak y de todos los elementos del régimen y sus símbolos.
“2. La confiscación de la fortuna y las propiedades de todos los miembros del régimen y de todos aquellos que se demuestre que han sido corruptos, en nombre de los intereses de las masas.
“3. La renuncia inmediata de todos los trabajadores de los sindicatos controlados por o afiliados al régimen, así como la creación de sindicatos independientes y la preparación de sus conferencias generales para elegir y formar sus organizaciones.
“4. La recuperación de empresas del sector público que hayan sido vendidas o cerradas y su nacionalización en provecho del pueblo, así como la formación de una nueva administración para dirigirlas, con la participación de trabajadores y técnicos.
“5. La formación de comités para asesorar a los trabajadores en todos los lugares de trabajo y supervisar la producción y la distribución de precios y salarios.
“6. El llamamiento a una Asamblea Constituyente de todas las clases populares y tendencias para la aprobación de una nueva Constitución y la elección de consejos populares, sin esperar a las negociaciones con el régimen actual” (http://encuentrosindical.org ).
Por lo demás, es muy significativo en la conciencia de la clase obrera el debilitamiento de los rasgos “nacionalistas” que provenían del impacto del “Estado benefactor” nasserista hoy inexistente.
El número de luchas durante las jornadas de la rebelión es impactante. Costó arrancar, porque durante los primeros días de la crisis los trabajadores en general fueron licenciados hasta nuevo aviso. Pero con el intento del régimen de mostrar “normalizada” la situación, fueron nuevamente convocados a trabajar a partir del 6 de febrero: ahí comenzó una escalada de luchas, paros, cortes de ruta e incluso ocupaciones de fábrica de carácter nacional, que no sólo no amainó con la caída de Mubarak, sino que pegó un salto a partir de ese momento.
Es imposible hacer una reseña exhaustiva: textiles de la empresa Abu el-Subaa, de la farmacéutica Sigma, de limpieza y embellecimiento del espacio público en El Cairo, de la textil Suez Trust, de la fábrica de cemento Lafarge, técnicos del ferrocarril en la localidad de Bani Suweif, obreros de las fábricas militares en Welwyn, petroleros, siderúrgicos de Suez, fertilizantes de la misma ciudad, la fábrica de ropa Mansoura-España en la región del Delta del Nilo, del transporte y hasta del sindicato de actores. Su epicentro fue la ciudad de Suez, la más industrial del país y aparentemente la segunda en cantidad de muertos en la pelea antidictatorial.
Varios informes indican que lo que terminó decidiendo al ejército a exigirle la renuncia a Mubarak fue la paralización por parte de los trabajadores del estratégico Canal de Suez: 600 trabajadores se cruzaron de brazos el 8 de febrero por mejores salarios y la caída de Mubarak, que duró sólo tres días más.
En todo caso, la participación proporcionalmente mayor –en cantidad y calidad– de la clase obrera en la rebelión popular y el entrelazamiento en sus luchas con las de la juventud es un dato estratégico de enorme importancia para la segunda etapa que se abre, donde lo que está planteado es encaminar el proceso al cuestionamiento al régimen social.
2-Una revolución en el centro geopolítico del imperialismo yanqui y sus socios menores europeos
Los procesos de Túnez y sobre todo el de Egipto, a los que se suma ahora el reguero de rebeliones y protestas que se registran desde el Magreb a Irán, tienen una importancia mundial incalculable. Pegan en el centro mismo de dominio del imperialismo yanqui y sus socios menores de Europa.
No es casual que esa vasta región que la geopolítica imperialista ha bautizado como el “Gran Medio Oriente” –que abarca todo el mundo árabe más Irán, Afganistán y Pakistán– sea el centro de interés… y de las intervenciones militares, políticas y diplomáticas el imperialismo yanqui desde que el fin de la Unión Soviética, en 1989-91 lo dejó como la única “superpotencia” mundial. En medio de esa región está el enclave colonial de Israel, que se ha ido transformando de hecho en el estado Nº 51 de EE.UU. Pero ahora en medio de ella está la inmensa rebelión de Egipto y su efecto de contagio en Libia, Yemen, Bahrein y otos países. Como hemos venido señalando en Socialismo o Barbarie:
“El dominio de la región mal llamada ‘Gran Medio Oriente’, que abarca desde las costas orientales del Mediterráneo hasta las fronteras de Pakistán con India y China, y desde la frontera sur de Rusia hasta el Mar Arábigo… no es un capricho de tal o cual presidente ni de una corriente política en especial (como los neoconservadores), sino una política de Estado del imperialismo yanqui, basada en profundos motivos geopolíticos y económicos. La importancia de esta región para el imperialismo yanqui venía de antes. Ésa fue la base de la ‘relación especial’ anudada con el Estado de Israel a mediados de los 60. Una relación que ha convertido de hecho a Israel en el estado Nº 51 de la Unión y al lobby israelí en uno de los principales factores de poder internos en EE.UU….
“Pero la trascendencia geopolítica de esta región para EE.UU. dio un salto cualitativo luego de que el desmoronamiento del bloque soviético y después de la misma URSS cambiara radicalmente la configuración del sistema mundial de estados. No es casual, por eso, que, con la Guerra del Golfo contra Iraq (1991) las operaciones coloniales directas de EE.UU. en esa región se iniciaran simultáneamente con el derrumbe del dominio soviético… El control de esa región… es considerado por el establishment del imperialismo yanqui como un elemento clave de su dominio mundial… Si a eso le agregamos que, simultáneamente, esa región concentra gran parte de las reservas energéticas del planeta, su dominación por parte de EE.UU. es cuestión de Estado, cualquiera sea el presidente, Bush (padre), Clinton, Bush (hijo) u Obama” (Roberto Ramírez, “Obama, ¿el Roosevelt que no fue?”, Socialismo o Barbarie 23/24, diciembre 2009, pp. 73ss.).
Sin cambiar nada de fondo, Obama trató de darle “rostro humano” a ese dominio colonial. Pero, como en todos los terrenos, sus “cambios” fueron de muy cortos alcances y no pasaron, mayormente, de los discursos. Por ejemplo, la retórica islamofóbica de Bush, que hablaba de cruzada antiislámica, cedió el paso a los sermones a favor de la “democracia”.
Así, el 4 de junio de 2009, Obama, nada menos que desde El Cairo, dio un solemne y publicitado discurso dirigido a los pueblos de la región. Pero su retórica no tuvo ningún efecto práctico más allá de dar una mejor justificación a la “guerra contra el terrorismo”, que se extendió a Afganistán y a Yemen.
Las lágrimas de cocodrilo de Obama no produjeron ninguna mejora ni en la atroz situación del pueblo palestino ni en los regímenes brutales de las monarquías y repúblicas vasallas de Medio Oriente.
La gran sorpresa de enero
Las rebeliones de enero tomaron por sorpresa tanto a EE.UU. como a sus socios menores de la Unión Europea. La retórica “democrática” de Obama no fue obstáculo para que el reflejo inmediato del Departamento de Estado y las cancillerías fuese en Egipto tratar de garantizar la continuidad no sólo del régimen dictatorial sino del mismo Mubarak… como conductor de una “transición a la democracia”.
Obama y sus socios imperialistas, según reveló el New York Times, exigeron una “transición gradual”, cuyo primer punto fue que Mubarak siguiese en su puesto (Kareem Fahim, Mark Landler and Anthony Shadid, “West Backs Gradual Egyptian Transition”, New York Times, 5-2-11). Y que si dejase la presidencia, fuese reemplazado por el flamante vicepresidente, nombrado a dedo por el mismo Mubarak. Como sintetizó bien un diario español, “le dan respiración artificial al régimen de Hosni Mubarak” (Oscar Abou-Kassem, “EE.UU. da respiración asistida al régimen de Hosni Mubarak. El enviado de Obama para mediar en la crisis dice que el dictador debe seguir en el cargo para hacer posible la transición”, Público.es, Madrid, 6-2-11).
Es decir, desde el primer momento, la política del imperialismo yanqui y sus secuaces europeos fue defender la continuidad esencial del régimen dictatorial y sus instituciones, aunque con algunas reformas de menor cuantía: cooptación de algunos opositores, elecciones amañadas, que el sucesor de Mubarak no sea su hijo, etc.
Una nota particularmente escandalosa –pero que sintetiza con la mayor exactitud la política de EE.UU. y la UE– fue el envío por Obama de Frank G. Wisner a El Cairo como “mediador”. Resultó que Wisner, un ex embajador, trabaja simultáneamente para una gran firma de abogados de Nueva York y Washington que tiene como uno de sus principales clientes al gobierno del dictador egipcio. O sea, la Casa Blanca envió a “mediar” en Egipto a un empleado de Mubarak.
Por eso, no extrañó a nadie que, al llegar a El Cairo, las primeras palabras de este singular “mediador” fuesen para decir que “la continuidad de Mubarak en el liderazgo político de Egipto es fundamental” (Robert Fisk, The Independent, 7-2-11, y K. Fahim et al., cit). ¡La “transición a la democracia” había que cocinarla –según el representante del Departamento de Estado– con Mubarak como chef principal!
Este enroque que hasta último momento Obama y sus acólitos de la Unión europea intentaron hacer alrededor de Mubarak, puede parecer estúpido… y en gran medida lo fue. Pero tenía sin embargo profundas razones. Y esas razones siguen vigentes.
El fracaso de esta movida los obligó a dar algunos pasos atrás. Hoy la política de EE.UU. y la UE obviamente ya no incluye por ejemplo la pretensión de que el dictador en persona dirija la “transición a la democracia”. Pero estos pasos atrás fueron puramente tácticos. La línea general sigue siendo la misma: salvar todo lo posible del régimen de Mubarak y sus instituciones. ¡En primer lugar, la institución Nº 1: las fuerzas armadas!
Es que la caída de Mubarak por la vía de una rebelión y no una “jubilación” pactada a mediano plazo –como pretendía EE.UU.– es un triunfo inmenso por las masas egipcias y de todo el mundo árabe, hartas de miseria, y de reyes y dictadores títeres de EE.UU., la UE e Israel, y que han comenzado a rebelarse también en Yemen, Libia, Bahrein y otros países. ¡Para millones, es el gran ejemplo de lo que se puede hacer ya!
Este enorme triunfo –como sucede siempre– alienta a las masas a ir más allá: a multiplicar sus demandas de pan, trabajo y libertades, que ni los capitalistas egipcios ni sus amos de EE.UU., la UE e Israel pueden satisfacer.
Es por todos esos motivos que los imperialismos occidentales e Israel no quieren permitir que el fin del gobierno de Mubarak signifique simultáneamente el final del régimen autoritario, ni menos que esto se logre por una vía revolucionaria que signifique el descalabro del régimen y el estado egipcio.
Teniendo cuidado, por ahora, de ir a un choque frontal, el imperialismo apoya en Egipto una “transición a la democracia” que sea lo menos democrática posible, incluso medida en parámetros democrático-burgueses. Occidente bendice, por ejemplo, que sigan al frente del gobierno los generales que tienen las manos tintas en sangre por haber sido los ejecutores de las represiones dictatoriales. Esos militares son, simultáneamente, la cabeza de las pandillas de corruptos que asociados a los capitales imperialistas y egipcios impusieron el neoliberalismo salvaje, privatizaron todo y generalizaron el hambre y el desempleo.
La “transición a la democracia” que apoyan EE.UU.-Israel y la UE habla de reformar la Constitución, pero, hasta ahora, ni se habla de una Asamblea Constituyente, ni siquiera amañada desde arriba.
Pero el punto nodal de la continuidad del régimen –como ya dijimos– es mantener el poder de las fuerzas armadas, como centro las instituciones del estado.
A partir de allí, por supuesto el Departamento de Estado auspicia las negociaciones y la cooptación de opositores, desde la moderada Hermandad Musulmana hasta los cibernautas laicos. Son y serán imprescindibles para dar una pintura más democrática al Estado egipcio y su régimen. Pero de lo que se trata es que, por debajo de esa pintura, el “núcleo duro” del estado siga tal cual.
3-Egipto y los problemas estratégicos
“El levantamiento de Egipto es un evento de proporciones histórico-mundiales. Ha puesto al más grande e importante país del mundo árabe a un paso de una revolución” (Alex Callinicos, Socialist Worker 2237).
La rebelión egipcia ha puesto sobre la mesa un conjunto de problemas estratégicos. El primero de ellos es el de su impacto internacional. Siendo el país decisivo de Medio Oriente con sus 80 millones de habitantes, deja inciertas perspectivas para el imperialismo en una región de importancia global convulsionada por una irrupción de masas sin precedentes. Porque en los hechos lo que se ha abierto es un proceso regional que coloca a la orden del día el problema de la revolución en todo el mundo árabe.
El segundo, las perspectivas de la propia “revolución” egipcia: sus alcances, límites y desafíos para transformarse de rebelión “democrática” en revolución social, llevando al poder a las masas populares encabezadas por la clase obrera. A este segundo aspecto nos dedicaremos aquí.
El rol bonapartista del ejército
Una de las postales más características de la rebelión egipcia ha sido el entremezclamiento de los tanques con la población movilizada. Fotos así no se veían, quizá, desde la Revolución Portuguesa de 1975, que acabó con la dictadura de Salazar.
Se puede decir que, en Egipto, las FFAA tienen un rol “especial” que viene desde hace 50 años con el golpe antimonárquico de Gamal Abdul Nasser. En los años 40, un movimiento nacionalista de masas fue creciendo en Egipto. En julio de 1952 una rebelión de la oficialidad joven (el Grupo de los Oficiales Libres) tira abajo a la monarquía, echa del país a Inglaterra –que era quien la apañaba– y establece una República. Los tres presidentes que se sucedieron desde entonces fueron oficiales provenientes de las Fuerzas Armadas: Nasser, Sadat y Mubarak.
El ejército conserva, al parecer, un importante prestigio por su rol anticolonial y por las guerras llevadas adelante contra Israel, más allá del resultado desfavorable que tuvieron. En todas estas décadas, ese prestigio lo ha utilizado para ser el garante del capitalismo egipcio: lo más lejos que llegó fue a los rasgos antiimperialistas en el apogeo de Nasser, pero eso quedó allá lejos y hace tiempo.
Las FFAA se han erigido así por “encima” de la Nación, sus instituciones y clases sociales. Este rol es llamado, en el marxismo, bonapartismo. Este papel puede ser ejercido de dos maneras: como bonapartismo de “izquierda” (con más o menos roces y hasta enfrentamientos con el imperialismo y los sectores burgueses locales ligados a él) o como bonapartismo de derecha (en estrecha alianza con el imperialismo y sus socios locales).
Por supuesto, estas ubicaciones no son estáticas. Tanto en Medio Oriente como en el resto de la periferia, estos regímenes han pasado generalmente de uno a otro polo. El caso de Egipto es un ejemplo clásico de ese ciclo. Asimismo, que en mayor o menor medida tengan roces con el imperialismo tampoco implica automáticamente que hagan grandes concesiones a la clase obrera ni que adopten políticas democráticas progresivas. El régimen de Nasser, que se proclamaba además “socialista”, fue salvajemente represivo hacia toda expresión independiente de la izquierda y la clase trabajadora. El actual régimen teocrático de Irán, que también tiene roces con el imperialismo, es aún peor que el de Nasser: a la represión contra la izquierda y el movimiento obrero le añade el escandaloso status de la mujer, sujeta a normas bárbaras de desigualdad y opresión
Sin embargo, lo habitual es que el bonapartismo de izquierda va acompañado de medidas populistas, de cierta apertura al movimiento de masas, incluso llegando a facilitar la organización controlada del movimiento obrero. La base material de apoyo político son más o menos amplias concesiones económico-sociales al movimiento de masas. Claro que también puede reprimir, y duramente, las luchas obreras para impedir su independencia: ahí está el ahorcamiento de dirigentes de obreros en huelga por el propio Nasser al comienzo de su “revolución”.
Pero este rol de “arbitraje” también se puede cumplir hacia la derecha, reprimiendo brutalmente al movimiento de masas, obrero y la izquierda. No hay que olvidar que el bonapartismo burgués siempre termina siendo, repetimos, el garante del capitalismo. Esto se vivió en Egipto con el antecesor de Mubarak, Anwar el-Sadat, con su política económica neoliberal de “puertas abiertas” y su capitulación a EE.UU. e Israel con los acuerdos de Camp David. Mubarak llegó luego del asesinato de Sadat, en 1981, sólo para seguir esta misma senda: tirar al cesto de la basura el ideario nacionalista burgués y alinearse sin rubor con EE.UU. e Israel, colaborando incluso en el aislamiento de la población palestina de Gaza.
No por casualidad, Joe Biden, vicepresidente de Obama, admitió que “Mubarak ha sido nuestro aliado en numerosas cuestiones. Y ha sido muy responsable respecto de nuestros intereses geopolíticos en la región, los esfuerzos de paz en Medio Oriente, las acciones que ha tomado para normalizar sus relaciones con Israel. No me referiré a él como un dictador” (citado por A. Callinicos en Socialist Worker 2237).
Este rol bonapartista de las FFAA fue claramente preservado y ejercido en la crisis. Hoy han asumido directamente el poder. Durante los días de la rebelión ensayaron un movimiento a “izquierda”, negándose a reprimir so pena de dividirse y estallar en mil pedazos. Hubo ejemplos muy concretos de confraternización de la tropa con la movilización popular. Esto contrastó con la odiada policía del régimen, que se vio desbordada y fue obligada a dejar las calles.
Sin embargo, la realidad dista de ser tan rosada. Aunque el ejército hubiera querido disparar sus cañones sobre la multitud, la represión hubiera terminado en tal baño de sangre que sus perspectivas hubieron sido muy inciertas: habrían provocando, eventualmente, el pasaje de la rebelión a verdadera revolución, configurando un salto al vacío.
El mayor peligro inmediato era que las mismas fuerzas armadas se dividieran y el intento de represión se transformase en un enfrentamiento armado entre sectores militares. Fue más “económico”, entonces, obligar a renunciar a Mubarak. En todo caso, al ser el ejército el garante en última instancia del capitalismo en Egipto, es un enemigo mortal del movimiento de masas, pese a sus oropeles “antiimperialistas”.
En esas condiciones, se impone llevar adelante un trabajo político en su seno apuntando a la división del sector plebeyo de la oficialidad y los altos mandos. Tal es la orientación clásica del marxismo revolucionario hacia el ejército. Sobre todo, cuando su reclutamiento sigue basándose en la conscripción.
El llamado de diversas fuerzas políticas a confiar en las Fuerzas Armadas es uno de los más graves peligros: el más dramático en estos momentos, en que la primera tarea planteada es, justamente, pregonar la desconfianza al mismo tiempo que apoyar las luchas obreras en curso. El mismo Obama, cuando hizo declaraciones tras la caída de Mubarak, salió a destacar “el sentido de responsabilidad del gran ejército egipcio”. Ya días antes su vocero Gibbs había remarcado que no existía “ninguna iniciativa en el sentido de retirar la ayuda” que por 1.500 millones de dólares reciben anualmente las FFAA de parte de EE.UU.
A lo anterior se suma la estrecha relación de los altos mandos de las FFAA con la burguesía egipcia. Estos vínculos provienen de las nacionalizaciones de los años 50, seguidas de las reprivatizaciones a partir de mediados de la década del 70. Prácticamente toda la propiedad extranjera fue estatizada a mitad de siglo. Pero luego una parte de ella fue reprivatizada, dejando vínculos estrechísimos entre los hombres de armas y los de negocios.
¿Berlín 1989? ¿Irán 1979?
Respecto de los acontecimientos en Egipto se han echado a rodar una serie de analogías en los medios escritos. Pocos las han planteado a los efectos de hacer una honesta caracterización de los alcances de los acontecimientos y sus posibles tendencias.
Sectores “progresistas” estadounidenses tratan de asimilarlos a la caída del Muro de Berlín en 1989. La caída del stalinismo se inició como un movimiento popular desde abajo. Sin embargo, esta analogía es interesada: a nadie se puede escapar que, finalmente, el proceso fue canalizado hacia la derecha, dando lugar a la vuelta al capitalismo. Fue un desenlace reaccionario, que hundió de conjunto el nivel de vida de las masas en vez de dar una salida emancipadora.
En el caso egipcio, el signo de los acontecimientos es inequívocamente revolucionario. Los acontecimientos de 1989 sólo pueden valer como analogía formal de lo que se está viviendo en Egipto: una emergencia popular desde abajo. Pero por su contenido y dinámica no tienen nada que ver: de ninguna manera está planteado que vaya a una regresión reaccionaria del tipo de la ocurrida en los países detrás de la llamada “cortina de hierro”.
Por el contrario, lo que se está abriendo paso realmente es el proceso de la revolución de los explotados y oprimidos del mundo árabe. En todo caso, de la profundización del proceso en curso, de la maduración de las fuerzas sociales puestas en escena, del progreso de emergencia independiente de la clase obrera y de la apertura del espacio para el marxismo revolucionario dependerá su progresión anticapitalista, que quede en el terreno de la democracia burguesa –incluso con nuevos zarpazos reaccionarios– o que avance hacia una perspectiva socialista.
Otra analogía pretende asimilar los acontecimientos en Egipto con la revolución iraní de 1979. Brevemente, en Irán los acontecimientos fueron la emergencia de una verdadera revolución con un enorme peso inicial estudiantil y obrero independiente, con una amplia influencia del PC iraní (y en parte también del maoísmo entre la juventud de los mujahidines), y la construcción de todo tipo de organismos independientes obreros, estudiantiles y populares, amén de la destrucción del ejército del Sha.
Sin embargo, había una fuerza burguesa militante, con un fuerte aparato político-clerical –el clero shiita– y con gran peso en los sectores de masas ligados a las estructuras más arcaicas de la sociedad iraní. Esto llevó al triunfo al reaccionario movimiento islámico del ayatollah Jomeini. De ahí que lecturas interesadas –salidas de las usinas del imperialismo yanqui– estén agitando el “cuco” de que ahora, en Egipto, vendrían los islámicos “radicales” de la Hermandad Musulmana a capitalizar el proceso.
La religión en el proceso revolucionario: laicidad, Hermandad Musulmana y emergencia del marxismo
Por el contrario, si algo se ha destacado, tanto en Egipto como en otras rebeliones como la de Túnez, ha sido el carácter laico de estos procesos. Éste no es un tema menor: Medio Oriente venía siendo un “agujero negro”, donde la lucha de clases en las últimas décadas, después de la bancarrota política y hasta moral del nacionalsmo laico, ha estado frecuentemente revestida de banderas, contenidos y delimitaciones religiosas.
Un corresponsal en la Plaza Tahrir recogió el siguiente comentario: “Todas las personas aquí son del 25 de enero, todos son del 6 de abril, todos son un solo puño” (Luís Gustavo Porfirio, corresponsal del PSTU, 11-2-11). Todos los informes señalan que musulmanes, cristianos coptos y ateos, mujeres con velo y sin él, combatieron hombro con hombro en la rebelión. Incluso las propias iglesias y mezquitas sirvieron de factores de organización, donde se mezclaban los manifestantes sin que a nadie se le preguntara su religión.
El renombrado economista egipcio Samir Amin destaca que en la rebelión emergió un rasgo característico del movimiento de masas egipcio, que parecía “adormecido”: su politización. Es que se trata de un país con una enorme tradición de lucha que arraiga desde los comienzos del siglo pasado, si bien estuvo marcada mayormente por el nacionalismo burgués. En ese contexto, el rol de la Hermandad Musulmana estuvo claramente diluido.
La existencia de la Hermandad Musulmana es agitada como un cuco por el propio imperialismo para ser utilizado contra la rebelión. Por eso hay que destacar que, por el contrario, tuvo un rol prácticamente nulo a lo largo del levantamiento. Comenzó a participar más de una semana después de iniciarse las movilizaciones. Y su principal acción fue correr a reunirse y negociar con el régimen días antes de la caída de Mubarak.
Desde hace tiempo, la Hermandad y Mubarak mantenían estrechas relaciones. Samir Amin hace una aguda semblanza de sus compromisos con el régimen dictatorial y el capitalismo egipcio: “¿Podría decirse que Mubarak ha subcontratado la sociedad egipcia a los Hermanos Musulmanes? ¡Absolutamente! Les ha confiado tres instituciones fundamentales: la justicia, la educación y la televisión… Pero el régimen militar quiere conservar para sí mismo la dirección, reivindicada asimismo por los Hermanos Musulmanes (…) Lo esencial es que todos aceptan el capitalismo tal cual es. Los Hermanos Musulmanes jamás han pensado seriamente en cambiar las cosas. Por lo demás, durante las grandes huelgas obreras de 2007-2008, sus parlamentarios votaron con el gobierno contra los huelguistas. Frente a las luchas de los campesinos expulsados de sus tierras por los grandes propietarios rentistas, los Hermanos Musulmanes toman partido contra el movimiento campesino. Para ellos, la propiedad privada, la libre empresa y el beneficio son cosas sagrados” (entrevista a Samir Amin, en www.sinpermiso.info).
El desteñido rol de la Hermandad durante la rebelión, el carácter profundamente laico de ésta, la emergencia de las luchas juveniles y, sobre todo, de la clase obrera, han dejado planteada una posibilidad de incalculables consecuencias: reabrir, después de décadas, el terreno para el marxismo revolucionario en la región. Esta tarea debería ser encarada colectivamente por las fuerzas más sanas del trotskismo mundial.
Más allá del carácter más o menos religioso de amplias porciones de la población (musulmanes y cristianos coptos), el proceso como tal fue absolutamente laico. O, en todo caso, “interreligioso”, mostrando un campo ideológico y político más despejado para las corrientes laicas e incluso de la izquierda revolucionaria. En Egipto no parece haber terreno para un brutal giro ideológico conservador como el acontecido en Irán treinta años atrás.
En todo caso, visto el proceso de maduración de conjunto de la lucha de clases a nivel internacional, nos parece que la experiencia egipcia expresa una suma e incluso un salto en calidad en la acumulación de experiencias que van desde las rebeliones populares latinoamericanas hasta la rebelión en Grecia, pasando por el incipiente proceso de luchas obreras en Europa y la emergencia de la clase obrera china, todavía por reivindicaciones mayormente económicas o de sindicalización.
En resumen: el proceso revolucionario en Egipto y la mecha de revolución que significa para todo el Medio Oriente han teñido de rojo una importantísima región del mundo, y la situación mundial en su conjunto ha quedado más a la izquierda que antes del 25 de enero.
De la rebelión a la revolución, o cómo definir los acontecimientos
Para comenzar a responder a este interrogante, reproduzcamos la visión de un agudo analista de los acontecimientos: “La cuestión que continúa ocupando a muchos observadores de las políticas del Medio Oriente es: ¿cómo pudo una población reducida a la apatía política lograr semejante sísmica y organizada movilización? ¿Cómo un país que sólo un mes atrás estaba siendo puesto cabeza abajo por una escalada de enfrentamientos sectarios interreligiosos pudo unirse para crear uno de los más grandes terremotos de nuestro tiempo en el mundo árabe? Alejandría, donde sólo un mes atrás un muy bien preparado coche-bomba mató 23 cristianos, ha sido la anfitriona de demostraciones en las cuales coptos (cristianos egipcios) y musulmanes rezaron conjuntamente, y las iglesias, junto con las mezquitas, sirvieron como centros de congregación de los manifestantes. Con millones en las calles, ninguna iglesia fue atacada, ni un incidente sectario reportado. Todo esto a pesar de que el Papa copto, Shenouda III, anunció su inequívoco apoyo a Mubarak el primer día de la movilización” (Saba Mahmood, “Los arquitectos…”, cit.).
Es sumamente importante el problema de la caracterización del proceso de lucha contra Mubarak. Casi no hay actor u observador en el terreno mismo del El Cairo, la Plaza Tahrir, Suez o Alejandría que no llame –hasta cierto punto, con todo derecho– “revolución” al levantamiento de las últimas semanas, lo que remite también a ciertas características del acontecimiento mismo.
Por ejemplo, en Latinoamérica en la última década hemos vivido un ciclo de rebeliones populares marcado por jornadas revolucionarias. Sin embargo, no recordamos que sus protagonistas llegaran a definirlas como “revolución”. Se trató sin duda de acontecimientos históricos como el Octubre boliviano, el Argentinazo o las jornadas antigolpistas de abril de 2002 y la lucha contra el paro-sabotaje de diciembre 2002-enero 2003 en Venezuela. Pero salvo por razones meramente propagandísticas, sólo una minoría llegó a denominar a estos acontecimientos “revoluciones”.
En Egipto hay un factor que puede explicar esa diferencia: el contraste. Por lo pronto, la violencia involucrada el desenlace. En Latinoamérica las rebeliones explotaron contra regímenes neoliberales pero de democracia burguesa, cualitativamente menos represivos. En Argentina, sobre una población de 40 millones, hubo 30 compañeros asesinados; en Egipto, con una población del doble, sus muertos fueron al menos cinco veces mayores. Porque en Egipto las masas salieron a enfrentar una dictadura feroz, sanguinaria, capaz –como relatamos arriba– de sacar un joven bloguero de un cybercafé y matarlo a golpes a plena luz del día. Una dictadura que, aunque ya se habían encendido ciertas voces de alerta, hasta pocas semanas atrás parecía incólume. Así lo reconoce con toda honestidad Ahmed Shawki, dirigente de la International Socialist Organization de EE.UU. (el grupo trotskista hoy más grande en ese país), que habiendo estado en Egipto en enero pasado, admitió que los acontecimientos desencadenados apenas días después de su retorno a Estados Unidos lo tomaron por sorpresa.
Ese contraste brutal entre el día antes y el día después del desencadenamiento de la inmensa movilización popular es el que puede haber puesto en la boca de todos sus actores la palabra “revolución”, ya que expresa uno de los rasgos más característicos de toda auténtica revolución: la entrada en la escena de las amplias masas que toman en sus manos sus propios destinos. Éste es el inequívoco signo revolucionario de los acontecimientos en curso en Egipto.
Hay más. Los enfrentamientos entre las masas movilizadas y las fuerzas represivas fueron más duros que los vividos en Latinoamérica, a excepción hecha de Bolivia, donde el propio ejército entró a El Alto en octubre del 2003 y fue enfrentado con barricadas. Allí hubo 80 muertos para una población de diez millones.
En la Plaza Tahrir hubo batallas campales mucho más enconadas que de Plaza de Mayo el 19 y 20 de diciembre de 2001 en Buenos Aires. Los choques fueron con la policía y las bandas armadas por el régimen, no con el ejército, que se mantuvo astutamente al margen.
La misma Plaza Tahrir –definida por algunos como “la comuna anarquista de Tahrir”– expresó elementos de organización independiente: sus ocupantes llegaron a hablar de ella como de un “gobierno paralelo” a cargo de coordinar el movimiento día y noche: “Nosotros creamos un ‘gobierno paralelo’, tenemos ‘consejeros’, ‘ministros’, hasta nuestra ‘policía’” (L. G. Porfirio, cit.).
En los barrios populares, de la misma manera que vivimos en las rebeliones latinoamericanas, se armaron rondas de seguridad por parte de los vecinos ante la virtual desaparición de la odiada policía. Sin embargo, que sepamos, no se ha dado lugar –al menos no todavía– a la conformación de organismos sistemáticos de autodefensa.
Emergieron también toda una serie de movimientos independientes: los más conocidos son los de la juventud, como el Movimiento 6 de Abril, que cumplió un papel de primer orden en la Plaza.
Pero sobre todo, hay un rasgo distintivo que apunta a caracterizar al proceso en Egipto por encima del inicio del ciclo latinoamericano: el ingreso a escena de la clase obrera. Este rasgo es de crucial importancia: el proceso revolucionario inicia con un peso cualitativamente mayor de una clase obrera que viene en ascenso desde 2004. Como señalamos, muchos analistas opinan que lo que terminó inclinando la balanza fue justamente la huelga de brazos caídos de los trabajadores del Canal de Suez.
Todos los elementos anteriores inclinarían la balanza para el lado de la caracterización del proceso como “revolución”, y uno no menor es la simultaneidad y alcance regional del proceso. Sin embargo, hay un elemento de mucho peso que si no es considerado puede desarmar frente a las tareas estratégicas que tiene planteado el levantamiento popular en Egipto: el problema de las Fuerzas Armadas. El hecho que el Estado burgués, a través del ejército, conservó, incólume, el monopolio de la fuerza.
No se trata que se le deba dar connotación de “revolución” solamente a aquellos procesos que cuestionen abiertamente el sistema, lo que sería completamente sectario. En 1979 el sistema capitalista no fue abiertamente cuestionado en Nicaragua, pero se trató de una revolución con todas las letras porque llevó a la quiebra y destrucción del ejército de Somoza.
Otras revoluciones tuvieron la misma consecuencia, independientemente de que no llegaran a expropiar a la burguesía. Por sólo nombrar algunas en la segunda mitad del siglo XX, podemos hablar de la boliviana en 1952 y la de Irán en 1979. En ambas, la quiebra del ejército fue un elemento inequívoco de estas revoluciones.
Otro elemento inequívoco es la construcción de organismos de doble poder. Fue también el caso de las dos revoluciones anteriormente nombradas (aunque no de la nicaragüense). En Bolivia, a sólo días de triunfar la revolución que desarticuló el ejército, al que hicieron desfilar en calzoncillos, se funda la Central Obrera Boliviana, que en su apogeo fue mucho más que un mero “sindicato”: hizo las veces de organismo de poder. En Irán, el peso tan inmenso de la intervención de la clase obrera dio lugar al surgimiento de los shoras, verdaderos consejos obreros que llegaron a organizar no solamente los lugares de trabajo, sino el abastecimiento de las localidades. En contraste, en Egipto, que sepamos y hasta el momento, experiencias como éstas no han logrado todavía cristalizar organizativamente, y mucho menos centralizarse de manera consecuente.
En definitiva, y más allá de que estos criterios no deben tomarse como norma absoluta, hay un hecho muy preocupante: el ejército egipcio no sólo no ha sido desbandado, sino que ni siquiera ha quedado en un rol de segundo orden. Por el contrario, sigue siendo, y más que nunca, la principal institución del régimen político. Esto es un peligro mortal para el proceso revolucionario. La posición en que salen las fuerzas armadas pone entre signos de interrogación en qué medida podría emerger siquiera una democracia burguesa “normal” en estas condiciones.
En todo caso, un atributo clásico de una revolución sigue siendo la quiebra del estado burgués, y esta tarea sigue estando por delante para el proceso revolucionario egipcio.
La revolución debe golpear dos veces
Precisar los alcances y límites del levantamiento popular egipcio no tiene por qué dar lugar a lecturas sectarias de los acontecimientos. El extraordinario proceso revolucionario que se está viviendo en ese país es un acontecimiento de magnitud histórica, llamado a tener las más amplias consecuencias en la región y en el mundo.
Pero, como señalara Lenin, las revoluciones sociales están llamadas a golpear dos veces. La caída de Mubarak debe servir como toque de rebato para preparar la segunda revolución: la que derribe al régimen capitalista egipcio, abriendo las puertas a una salida socialista, obrera, campesina y popular no sólo en ese país sino en todo Medio Oriente.
Por José Luis Rojo, Revista SoB 25, febrero 2011