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En conmemoración del centenario de la Revolución Mexicana
México 1910: una historia que contar, una herencia que reivindicar
Por Víctor Artavia
Introducción
El estallido de la revolución mexicana en noviembre de 1910 representó un punto de ruptura en la historia contemporánea de América latina. Lo que inicialmente se perfilaba como una disputa entre facciones de la burguesía por el control del Estado, se transformó en una revolución campesina que amenazó con destruir la continuidad del capitalismo mexicano.
La toma de las tropas rebeldes de Villa y Zapata del Palacio Nacional, principal espacio y símbolo del poder de la burguesía mexicana, es la más clara expresión de la profundidad que alcanzó este proceso revolucionario: dos campesinos iletrados y primitivos ante los ojos de la “cultura burguesa”, que representaban lo más “bajo” en la aristocrática sociedad mexicana, expulsaron a la burguesía terrateniente del poder nacional, expropiaron a los hacendados porfiristas y literalmente le pasaron por encima al ejército profesional de la burguesía. A partir de este momento, México no volvería a ser el mismo país.
A pesar de la derrota posterior de los ejércitos campesinos y de la revolución por la cual lucharon durante una década, su hazaña es un referente obligatorio para los futuros combates de la clase obrera y el campesinado mexicanos. Por este motivo, resulta indispensable rescatar la herencia política de la revolución, en especial identificar los grandes aciertos y limitaciones que tuvo la dirección campesina durante su enfrentamiento con la burguesía.
Lo anterior nos plantea la necesidad de realizar una interpretación histórico-política de la revolución, que por un lado desmitifique la versión de rebelión popular que ha construido la burguesía mexicana, en la cual “desaparecen” las contradicciones de clase entre el campesinado y la burguesía; pero que también supere la versión estalinista, que en función de su concepción etapista de la revolución -y por extensión de los procesos históricos- se esmera en caracterizarla como una revolución burguesa más.
Para esto nos apoyaremos esencialmente en La revolución interrumpida de Adolfo Gilly, trabajo que hasta el día de hoy es un referente obligatorio para cualquier esfuerzo por realizar una interpretación marxista de la revolución mexicana. A pesar de esto, también aprovecharemos la oportunidad para debatir con algunas de las principales conclusiones políticas de este autor, las cuales se distancian del marxismo revolucionario y representan una capitulación a sectores de la burguesía “revolucionaria”.
I- El desarrollo desigual y combinado y la posesión de la tierra en México
Desde tiempos coloniales, México se caracterizó por presentar un alto grado de contradicciones sociales. El desarrollo desigual y combinado de la explotación por objetivos capitalistas de las colonias americanas, implicó la utilización de relaciones sociales precapitalistas para garantizar la extracción efectiva de los recursos naturales de los territorios conquistados.
Para el caso de México, una de las principales manifestaciones de este proceso fue la pronunciada concentración de la tierra en las haciendas, lo cual se constituiría en la contradicción social fundamental del país hasta inicios del siglo XX.
Las haciendas funcionaban bajo una lógica “expansionista”, que consistía en acrecentar sus territorios a través de la invasión de las pequeñas granjas y tierras comunales de los pueblos de indios[1] (los llamados ejidos). De esta forma garantizaban su éxito comercial por medio de la supresión de la competencia y por la “conquista” de un mayor espacio comercial.
Dicho mecanismo les permitía a las haciendas el acceso a mano de obra constante, puesto que los campesinos –que habían perdido sus tierras o buena parte de éstas– no tenían más opción que vender su fuerza de trabajo al único “patrón” existente en cientos de kilómetros a la redonda: ”…las haciendas de los criollos y de la Iglesia invadían las pequeñas granjas para eliminar la competencia y buscar un abastecimiento de mano de obra dependiente… Los terratenientes tenían a los campesinos a su merced, tanto en su calidad de consumidores como en la de trabajadores”. (Lynch, 1997: 294)
Este expansionismo transformó a las haciendas en un microcosmos de la sociedad colonial mexicana, las cuales subsumieron a miles de pueblos indígenas y los sometieron a las órdenes que se emanaban desde la “casa grande” del señor terrateniente. En gran medida, este funcionamiento convertía a la hacienda en una especie de pequeño estado dentro del gran Estado, en el cual el terrateniente garantizaba sus intereses particulares y la reproducción del orden colonial a la vez.
Esta tesis la expone claramente el antropólogo Eric Wolf en su libro Las luchas campesinas del siglo XX, donde explica que ”La finalidad de la hacienda era comercial: producir, en vista a una ganancia, productos agrícolas o pecuarios que se pudieran vender en los cercanos campamentos mineros y en los pueblos; a la vez, las haciendas pronto se convirtieron en mundos sociales separados que aseguraban la posición y aspiraciones sociales de sus propietarios. Con frecuencia se pagaba a los trabajadores en especie, ya fuera en fichas que podían cambiarse en la tienda de la hacienda, o mediante el uso de parcelas que se les permitía cultivar para su propia subsistencia (…). Vista desde la perspectiva del orden social mayor, cada hacienda constituía un Estado dentro del Estado…”. (Wolf, 1972: 16-17)
Finalizada la colonia española y con el desarrollo del capitalismo mexicano, esta contradicción se agudizaría notablemente, en particular por la implementación de las reformas liberales de Benito Juárez en la segunda mitad del siglo XIX –las llamadas leyes de Reforma–.
El objetivo esencial de la burguesía liberal era ordenar el desarrollo del capitalismo mexicano, para lo cual consideraban necesario propiciar la creación de una amplia capa de pequeños propietarios agrarios. Pero como sucedió con la mayoría de las revoluciones burguesas, el “romanticismo político” inicial nada pudo hacer ante la fuerza del capital. Así, las aspiraciones de Juárez y los liberales por fomentar la creación de una sólida pequeñoburguesía rural no pasaron de ser una simple utopía, puesto que todas sus medidas estuvieron orientadas a preparar las condiciones para el desarrollo del mercado capitalista de la tierra en México.
Un claro ejemplo de esto se obtiene al analizar las consecuencias que trajo la ley de desamortización de 1856. La intencionalidad de la misma era arrebatarle la mayor parte de las tierras a la Iglesia Católica –que era la principal propietaria del país– y suprimir las tierras comunales, para luego entregárselas en calidad de títulos individuales a los campesinos y superar así el pasado “feudal” del país.
Pero al contrario de las pretensiones liberales, esta medida sólo terminó por favorecer el desarrollo del latifundio, puesto que con el paso de los años los pequeños campesinos no pudieron hacerle frente al poderío de los terratenientes y se vieron en la necesidad de vender sus tierras al “mejor postor”: ”Pero el resultado de las leyes de Reforma no fue el surgimiento de una nueva clase de pequeños agricultores propietarios, que no puede ser creado por ley, sino una nueva concentración latifundista de la propiedad agraria (…). Las tierras de las comunidades agrarias indias fueron fraccionadas en los años siguientes en aplicación de esas leyes, se dividieron en pequeñas parcelas adjudicadas a cada campesino indio que no tardaron en ser adquiridas a precios irrisorios, o arrebatadas directamente por los grandes latifundistas vecinos. (Gilly, 1971: 9)
Este proceso de concentración de la tierra continuaría durante todo el mandato de Benito Juárez y se profundizaría aún más durante el régimen de Porfirio Díaz, quien llevó a un nivel superior el ataque terrateniente contra el campesinado. Díaz implementó las leyes de colonización, las cuales sirvieron de fachada legal a la oligarquía terrateniente para que “deslindara los territorios baldíos”, lo que en realidad significó el despojo violento de las tierras campesinas: ”Hacia 1889 se habían deslindado 32 millones de hectáreas. Veintinueve compañías habían obtenido posesión de más de 27,5 millones de hectáreas, o sea el 14% de la superficie total de la República. Entre 1889 y 1894 se enajenó un 6% adicional de la superficie total (…); los agricultores que no enseñaban un claro título de propiedad sobre sus tierras eran tratados como colonos ilegales y se les desposeía. Lo que había empezado como una campaña para crear una activa clase media rural compuesta por pequeños granjeros terminó en una victoria triunfante de la oligarquía terrateniente.” (Wolf, 1972: 34)
Este despojo violento y masivo perpetrado por el Estado y los terratenientes mexicanos –que cumplió con todos los requisitos para ser catalogado como una guerra colonial a mediana escala– estuvo motivado por dos objetivos fundamentales. El primero consistía en satisfacer los intereses particulares de cada hacendado por medio de la extensión de su fortuna personal. El segundo –y quizás más importante– en destruir las tierras comunales que obstaculizaban la disponibilidad de mano de obra barata para las industrias capitalistas.
Por todo esto, resultan acertadas las palabras de Adolfo Gilly cuando asegura que el desarrollo del capitalismo mexicano se produjo ”goteando, de arriba para abajo, sangre e inmundicia por todos sus poros.” (Gilly, 1971: 14)
II- El campesinado mexicano y las revoluciones burguesas
Debido a esta fuerte concentración de la tierra en diferentes momentos de su historia el campesinado mexicano sostuvo agudos y significativos enfrentamientos con la oligarquía terrateniente por el derecho a la tierra. En particular tenemos que destacar su papel protagónico en la guerra de independencia de 1810 y en la Reforma de Benito Juárez en la segunda mitad del siglo XIX. En ambos casos el motor fundamental de su participación fue la lucha por la reforma agraria, y de igual manera, en ambas ocasiones sus aspiraciones se vieron frustradas por la burguesía mexicana, la cual se mostró incapaz de resolver las reivindicaciones democráticas fundamentales de las masas campesinas.
Esto es de suma importancia para el análisis de la revolución de 1910, debido a que la histórica frustración de las reivindicaciones más sentidas por parte del campesinado tendría mucho peso en la conformación del agrarismo radical de Emiliano Zapata.
Otro aspecto no menos importante –y profundamente ligado a lo anterior–, es que estas luchas le facilitaron al campesinado mexicano un aprendizaje político único e invaluable, educándole en las “artes” de la guerra campesina, en la desconfianza de clase y en la conformación de sus propios organismos políticos. De hecho, es claro cómo muchos de los espacios y sujetos políticos que tendrán un papel preponderante en la revolución de 1910, estuvieron presentes –de manera muy inmadura e inconsciente– en estas luchas campesinas del siglo XIX.
1810: estalla la revolución campesina e independentista
Si se analizan las guerras de independencia latinoamericana se puede extraer una conclusión general: todas fueron revoluciones políticas, que consiguieron la independencia de los virreinatos ante la metrópoli imperial, sin que esto significara la destrucción de la estructura social colonial. O dicho de otra manera, las guerras de independencia hispanoamericanas no fueron revoluciones sociales[2]; tan sólo se limitaron a trastocar el régimen político colonial, pero garantizando la continuidad de las desigualdades socioeconómicas que el mismo generaba.
De entrada esto presenta una profunda contradicción, puesto que los indígenas y las llamadas castas fueron quienes mayoritariamente engrosaron las filas de los ejércitos rebeldes en aras de destruir la sociedad colonial en toda su extensión. Pero esta participación por la base no tuvo un correlato por las alturas, debido a que los ejércitos libertadores estuvieron comandados militar y políticamente por miembros de la élite criolla, cuyos ideales independentistas estaban circunscritos a sus intereses de clase, en particular su rechazo al control económico que ejercía la Corona sobre las colonias[3].
El caso de México, aunque en su desenlace final no rompe la lógica arriba planteada, durante su desarrollo tuvo una significativa particularidad: la independencia inició como una revolución social desde abajo, que apuntada directamente a destruir la estructura social colonial, en particular la fuerte concentración de la tierra anteriormente descrita. Así, el campesinado mexicano trató de asumir desde tiempos coloniales las dos tareas democráticas fundamentales de su época, la reforma agraria y la independencia nacional.
La fase de la guerra de independencia mexicana desde abajo tuvo como punto de arranque el 16 de setiembre de 1810, cuando el cura Hidalgo lanzó el famoso Grito de Dolores en el cual incitaba a las masas a la rebelión contra los españoles. Desde un inicio se caracterizó por ser un movimiento de masas explosivo y cuyo norte era suprimir las desigualdades políticas y económicas de la sociedad colonial. Esto se aprecia claramente en el programa político que impulsó Hidalgo: ”El movimiento de Hidalgo fue esencialmente un movimiento de masas y luchó por una revolución profunda. Mantuvo la fidelidad de sus seguidores, ampliando constantemente el contenido social de su programa. Abolió el tributo indio, emblema de un pueblo oprimido. Abolió también la esclavitud bajo pena de muerte (…). La prueba real de las intenciones de Hidalgo sería la reforma agraria. Este problema también lo enfrentó, ordenando la devolución de las tierras que en derecho pertenecían a las comunidades indias.” (Lynch, 1997: 305-306) Una visión similar nos brinda Wolf, para quien ”(…) la insurrección no fue sólo una reacción contra el control de la metrópoli y un despliegue de poder militar, sino que fue también ’una revolución agraria lavada’”. (Wolf, 1972: 23)
A tan sólo un mes de haber iniciado la rebelión, Hidalgo contaba con un ejército de sesenta mil personas[4], todas provenientes de los estratos populares (indios, castas, obreros mineros y trabajadores urbanos) e inicialmente armados con arcos y flechas. Su composición social era representativa de su programa campesino y popular, el cual sintetizaba las principales reivindicaciones de las masas. Pero más importante aún, esta rebelión popular fue el primer gran ensayo revolucionario del campesinado mexicano, y por esto mismo tuvo un peso fundamental en cuanto a la constitución de su carácter político. Esto lo decimos por dos motivos.
En primer lugar, porque la rebelión de Hidalgo marcó el comienzo de una faceta sociopolítica que tendría el campesinado mexicano desde este momento y que se repetiría claramente en la revolución de 1910: su capacidad de irrupción masiva en los procesos políticos del país. Un segundo motivo consiste en que el programa campesino de Hidalgo fue un primer esbozo de radicalismo agrario, y por lo mismo es un antecesor político directo del Plan de Ayala levantado por los ejércitos zapatistas en 1911 –al cual nos referiremos posteriormente–.
Ante la rebelión campesina y popular, la élite criolla –inclusive la que se proclamaba antiespañola– no dudó en anteponer sus intereses de clase a sus “aspiraciones independentistas”. De esta manera, la rebelión de Hidalgo se enfrentó contra los ejércitos españoles y criollos, lo que terminaría con la captura y ejecución del cura rebelde en 1811.
Tras la muerte de Hidalgo, la lucha independentista fue liderada por José María Morelos, quien también levantó las banderas del agrarismo radical y la destrucción del orden colonial. Esto significaría la continuidad de la independencia desde abajo, lo que denotaría que el agrarismo radical del campesinado mexicano no era algo efímero, sino que representaba sus aspiraciones sociales más profundas: ”La revolución estaba justificada, según Morelos, porque los odiados españoles eran enemigos de la humanidad, durante tres siglos habían esclavizado a su población nativa, sofocando el desarrollo nacional (…). Morelos decretó también la abolición del tributo indio y de la esclavitud (…); propuso la absoluta igualdad social a través de la abolición de las distinciones de raza y de casta. También proclamó que las tierras debían ser para los que las trabajaran, y que los campesinos deberían recibir unas rentas por estas tierras.” (Lynch, 1997: 309-310)
Morelos fue apresado por las tropas realistas y criollas en 1815, para luego ser condenado a muerte por herejía y traición. De esta forma se cerró el ciclo de la revolución independentista desde abajo, lo que implicó un fuerte retroceso en las aspiraciones de reforma social del campesinado mexicano.
A partir de este momento las contradicciones políticas se trasladaron a las alturas, entre criollos y realistas, quienes se disputaban las cuotas de poder en el país. Posteriormente con las políticas liberales impulsadas desde España, que afectaban los intereses políticos y económicos de la Iglesia y los criollos, se desató la llamada “revolución conservadora” que finalizaría en setiembre de 1821 con la independencia de México.
Como era de esperar, esta “independencia desde arriba” tuvo como corolario la continuidad de los intereses sociales de los criollos y la Iglesia. Éstos no hicieron absolutamente nada encaminado a resolver la cuestión de la tenencia de la tierra, puesto que eso implicaba atentar contra sus propios intereses de clase. Más allá de que se proclamó el fin de las castas y la esclavitud, estas concesiones formales sólo tuvieron como objetivo distender la potencial confrontación social para así mantener intacta la estructura económica heredada por la colonia.
El balance final del proceso independentista mexicano fue que la contradicción entre las haciendas y el campesinado se trasladó de forma íntegra al México poscolonial. Pero de igual manera lo hicieron las reivindicaciones por la reforma agraria. Esto lo sintetiza Wolf de la siguiente manera: ”Todas las ideas proclamadas por el movimiento de independencia habrían de volver a presentarse periódicamente en el siglo XIX.” (Wolf, 1972: 26)
Las leyes de Reforma y el desarrollo del capitalismo mexicano
En la segunda mitad del siglo XIX México entró en su etapa liberal, encabezada por Benito Juárez, la cual tuvo como objetivo central garantizar el ordenamiento del desarrollo capitalista del país[5]. Para hacer efectivo esto, los liberales tuvieron que enfrentarse directamente con la Iglesia Católica y la burguesía conservadora, quienes no compartían la política de redistribución de tierras que levantaban Juárez y su facción.
Esto abrió un período de guerra civil que se prolongó hasta 1867 y se combinó con la resistencia nacional ante la invasión francesa (1862-1867), la cual llegó en apoyo de los conservadores y estableció un emperalato satélite con el nombramiento de Maximiliano de Habsburgo.
En este contexto, la facción liberal se apoyó en el campesinado para llevar adelante su programa burgués –sintetizado en las leyes de Reforma–. Esto lo explica Gilly, cuando señala que ”Como en toda lucha de su período de ascenso, la apenas naciente burguesía mexicana tuvo que recurrir al apoyo de las masas y a los métodos jacobinos para barrer las instituciones y estructuras heredadas de la Colonia que impedían su desarrollo (…) La tendencia pequeñoburguesa de Juárez, en la lucha contra el clero, los terratenientes y la invasión francesa, se apoyó en una guerra de masas…”. (Gilly, 1971: 8-9)
Tras varios años de enfrentamientos las tropas comandadas por Benito Juárez expulsaron a los invasores galos, lo cual fue una victoria contundente del pueblo mexicano en su lucha por la autodeterminación nacional. Pero lo más significativo del caso es que para ese entonces se comenzaron a hacer patentes las nocivas consecuencias que trajeron las leyes de Reforma para el campesinado –las cuales explicamos en el acápite anterior–.
Ante la incapacidad de Benito Juárez y los liberales para garantizar la reforma agraria se produjeron levantamientos campesinos por todo el país. Uno de los casos más representativos fue la rebelión acaudillada por Julio López en 1868, quien estaba influenciado por el socialismo utópico de Fourier. En su “Manifiesto a todos los oprimidos y los pobres de México y del universo” plantea que los problemas del campesinado no pueden disociarse de la lucha por el socialismo: ”Queremos el socialismo, que es la forma más perfecta de convivencia social; que es la filosofía de la verdad y de la justicia (…). Queremos destruir radicalmente el vicioso estado actual de explotación, que condena a unos a ser pobres y a otros a disfrutar de las riquezas y del bienestar (…). Queremos la tierra para sembrar en ella pacíficamente y recoger tranquilamente, quitando desde luego el sistema de explotación”. (Gilly, 1971: 13)
A pesar de que sería derrotado militarmente, lo significativo de este levantamiento es la evolución política que empezaba a denotarse en un sector del campesinado, que ante la incapacidad de la burguesía mexicana por garantizarle sus promesas de reforma agraria comenzó a distanciarse de ésta y a realizar acercamientos con corrientes políticas de corte socialista[6]. Esto presenta total concordancia con la situación política internacional, caracterizada para ese entonces por la pérdida de todo rasgo progresivo de la burguesía[7], lo que en alguna medida da cuentas del efímero “romance” entre el campesinado y los liberales mexicanos.
Este enfrentamiento político entre la burguesía y el campesinado se profundizó exponencialmente durante el régimen de Porfirio Díaz (1876-1910), el cual representó la consumación de la obra iniciada por Benito Juárez. Con el porfiriato se consolidó el desarrollo del capitalismo en México, particularmente con la entrada masiva de capitales extranjeros que fueron invertidos en el desarrollo de los principales sectores industriales del país.
III. Pautas de la rebelión campesina en México
A partir del antagonismo hacienda/pueblo de indios y las formas de resistencia contra el asedio terrateniente, se conformaron las principales pautas de la rebelión campesina en México. Principalmente durante el porfiriato el campesinado mexicano alcanzó a elaborar una síntesis política de su proceso de resistencia contra las haciendas, desarrollando plenamente las nuevas formas que presentarían las luchas campesinas a partir de ese momento.
La expropiación del campesinado y los pueblos indígenas a manos de los hacendados fue algo más que un simple suceso o dato económico aislado: implicó todo un acontecimiento sociopolítico que produjo que los campesinos terminaran sometidos a un fuerte control de su vida social. Pero este asedio y control sobre los pueblos de indios, en la medida que los debilitó pero no los destruyó, tuvo un efecto contradictorio: intensificó el odio campesino hacia los hacendados, a la vez que reforzó sus elementos identitarios como clase social marginada y explotada.
De esta forma, los pueblos de indios fueron más que un simple lugar de residencia; se convirtieron en un espacio donde se construía la identidad política campesina: ”En realidad numerosas comunidades perdieron sus tierras a favor de las haciendas y muchas autoridades comunales locales fueron depuestas por quienes tenían poder y lo ejercían en la zona. Sin embargo, en 1810 había todavía más de 4.500 comunidades indígenas autónomas que poseían tierras (…) e incluso el grado restringido de autonomía les había permitido conservar muchos patrones culturales tradicionales (…). Un conjunto de esas comunidades podían estar subordinadas a una hacienda que se encontrase valle abajo, pero conservaban al mismo tiempo un fuerte sentido de su diferencia cultural y social con respecto a la población de la hacienda.” (Wolf, 1972: 17)
Así, el campesinado mexicano tendió a profundizar sus vínculos comunales como una medida de resistencia, asumiendo su lucha contra los terratenientes no desde una simple postura de productor individual, sino como un individuo/pueblo cuya existencia social se confundía plenamente con la de su comunidad. De esta forma, la delimitación social y cultural que se realizaba en los pueblos de indios durante la fase colonial, maduraría con el paso de los años en algo más orgánico y político.
Esto lo detalla Gilly de la siguiente manera: ”Los pueblos de indios –aferrándose a su tradición y a su organización comunal, diferencia fundamental con los campesinos europeos– resistieron, organizaron revueltas, fueron masacrados, volvieron sobre sus tierras para volver a ser rechazados a las montañas. Nacieron ’bandidos justicieros’ y leyendas campesinas. La propiedad agraria latifundista, forma atrasada de la penetración capitalista en el campo mexicano, tuvo que avanzar en constante guerra con los pueblos.” (Gilly, 1971: 10)
De esta forma, el pueblo de indios evolucionó en una instancia política con democracia campesina, desde la cual se organizaba la repartición de tierras comunales y la resistencia contra las haciendas. La máxima expresión de esto se produjo durante la revolución de 1910, cuando la organización campesina en los pueblos alcanzó su mayor grado de madurez, particularmente en la zona sur de México, donde los zapatistas los convirtieron en los espacios políticos desde los cuales organizaron su resistencia contra las haciendas.
Otra consecuencia derivada de la expansión de las haciendas fue la exclusión social de un significativo segmento de los campesinos sin tierra, muchos de los cuales optaron por transformarse en bandoleros rurales ante la pérdida de su modus vivendi. El accionar de estos grupos de bandoleros consistía en robarles a los hacendados y ricos de la época e inmediatamente refugiarse en las montañas, donde por la lejanía y su conocimiento del terreno resultaban inalcanzables para las autoridades.
Debido a este perfil romántico de “rebeldes primitivos” que roban a los ricos, el bandolerismo es considerado como una forma de resistencia indirecta del campesinado contra el asedio de los terratenientes, en la cual se combina lumpenización social con la lucha de clases –aunque de manera indirecta–. La mejor prueba de esto, es que cuando han explotado las luchas campesinas estos bandoleros han jugado un papel importante como líderes rebeldes[8].
El caso de México no fue la excepción, puesto que los líderes de estos grupos ”en cierto modo fueron los verdaderos precursores de la independencia; así lo eran los semibandidos, semirrevolucionarios criollos del Michoacán occidental, que robaban a los españoles por haber robado a México. El bandidismo era un síntoma del nuevo resentimiento contra los hacendados, monopolistas y especuladores.” (Lynch, 1997: 295).
Esto se repetiría durante el porfiriato, donde fueron constantes las leyendas con “bandidos justicieros”. Al respecto, es importante señalar que este sería otro elemento de continuidad que se manifestaría en la revolución de 1910. Si Zapata fue la expresión viviente del desarrollo político de los pueblos de indios, Villa lo fue del bandolerismo.[9]
IV-La revolución mexicana de 1910
La revolución mexicana se produjo en un momento histórico-político de transición entre el “largo siglo XIX” y el “corto siglo XX”[10]. A grandes rasgos podemos caracterizar a este período como una bisagra histórica, cuando la burguesía ya hacía bastante que no presentaba ningún rasgo progresivo, pero todavía la clase obrera no había irrumpido en el escenario político de manera contundente.
Esto mantenía una total correspondencia con la realidad mexicana, particularmente en cuanto al atraso político de su incipiente clase obrera. Las primeras organizaciones obreras socialistas en México surgieron luego de la heroica experiencia de la Comuna de París. Así, para 1872 se publica el primer ejemplar de El Socialista y se funda la primera central obrera del país, el Gran Círculo de Obreros. Luego aparecería el periódico La Comuna en 1874.
Posteriormente, durante el régimen porfirista, muchas de las organizaciones obreras se disolverían a causa de la represión estatal, lo cual no significó que no se produjeran luchas sindicales. Prueba de ello es que durante el gobierno de Díaz se realizaron 250 huelgas, la mayoría de éstas en el sector textil y en los ferrocarriles.
A pesar de esto, la clase obrera mexicana era muy incipiente y políticamente inmadura a inicios del siglo XX. Este atraso político devino en una serie de fuertes derrotas de las principales huelgas, lo cual tendría repercusiones muy importantes en el desarrollo de la revolución debido a que sacó al proletariado de la contienda política poco antes de 1910: ”La derrota del movimiento huelguístico y la represión a sus organizaciones en la primera década del 1900 significó la salida de la escena de la lucha de clases mexicana de la clase obrera como sujeto social del proceso revolucionario que se va desarrollar, fundamentalmente, a partir de 1910. A sangre y fuego la dictadura porfirista por un lado y con promesas de reformas de los sectores políticos burgueses, por el otro, enchalecaron e institucionalizaron al movimiento obrero.” (Alba, Socialismo o Barbarie periódico, 13/12/07)
Por este motivo, para cuando explota la revolución mexicana las principales contradicciones sociales se manifestaron a través de la lucha entre la burguesía y el campesinado mexicano por el acceso a la tierra.
A grandes rasgos este era el contexto político sobre el cual se desarrolló la revolución mexicana de 1910. Seguidamente pasaremos a realizar una reconstrucción histórica de la misma, para lo cual hemos optado por subdividirla en seis fases políticas.
1) 1910-1911: inicia la revolución burguesa de Madero
La revolución mexicana inició con el llamamiento que Francisco Madero realizó en el Plan de San Luis Potosí, donde incitaba a la población para que se insurreccionara contra el dictador Porfirio Díaz el 20 de noviembre de 1910 a las 6 de la tarde. La misma formalidad de su convocatoria –que según el escritor Taibo II la convierte en ”la revolución más anunciada del planeta”– era sintomática del encuadramiento político que pretendió imprimirle desde el comienzo la dirección burguesa maderista.
Madero era el principal representante de un sector de la burguesía que reclamaba una transición política en el Estado mexicano, la cual se veía obstaculizada por la negativa de Porfirio Díaz de retirarse de manera pactada del poder. Como explicamos anteriormente, el régimen de Díaz fue de mucha utilidad en su momento para el desarrollo del capitalismo mexicano en su conjunto. A pesar de esto, para inicios del siglo XX empezaba a constituirse en un verdadero “lastre político” cuya continuidad atentaba contra la estabilidad del país.
La burguesía maderista veía con preocupación la forma despótica con que Díaz ejercía el poder, la cual estaba causando un desgarramiento profundo del tejido social del país. Este desgarramiento tuvo dos manifestaciones sociales principales. Por un lado, significativos sectores de la burguesía nacional veían con recelo que las actividades industriales estaban bajo control de los capitales imperialistas, lo cual era favorecido por el régimen de Díaz. Esto impedía que un segmento de la oligarquía terrateniente pudiese constituirse también en empresarios industriales, de forma tal que resultaban marginados de las actividades económicas más rentables del país[11].
Por otro lado, el porfiriato había tensado al máximo las contradicciones sociales en el campo. Para 1910 –luego de treinta y cinco años de despojos violentos contra el campesinado– el 81% de todas las comunidades habitadas estaban bajo control de las haciendas, particularmente en el norte y sur del país. (Gilly, 1971). Junto con esto, bajo la impronta liberal que caracterizó a Díaz se implementó la política de los “científicos” o positivistas mexicanos, según la cual era preciso extirpar la cultura indígena del país debido a que la misma era un síntoma del subdesarrollo nacional. Todo esto hacía del campesinado el sector social más explosivo, cuya miseria económica se entrecruzaba con una profunda marginalidad sociocultural.
La combinación de todos estos factores provocó que Madero, a nombre de un sector de la burguesía mexicana, organizara y liderara una revolución tras el fraude electoral de Díaz en las elecciones de 1910.
Desde un inicio el maderismo pretendió limitar la revolución a una disputa contra el reeleccionismo de Díaz, tratando de descomprimir la polarización política por medio de una figura burguesa de recambio. Pero otra realidad se presentaba entre la base campesina, la cual se sumó al levantamiento por la promesa de la repartición de tierras que se establecía en el punto tercero del Plan de San Luis.
Esta “doble revolución” causó preocupación entre la burguesía mexicana, que temía que se produjera un desborde por la izquierda a la dirección maderista. Su instinto de clase le indicaba que algo no andaba del todo bien, sospecha que se sustentaba en un elemento político real que se hizo cada vez más palpable con el avance de la revolución: Madero era la principal figura pública revolucionaria, pero de ninguna manera esto significaba que controlara plenamente a las milicias campesinas de todo el país, en particular a los campesinos del sur.
A pesar de las pretensiones iniciales de Madero y compañía, la promesa de reforma agraria del Plan de San Luis desencadenó un nuevo estallido revolucionario de masas en el país. Al igual que en las luchas del siglo XIX, el campesinado mexicano volvió a irrumpir abruptamente en el escenario político nacional, pero en esta ocasión su participación sería diferente, debido a que las experiencias previas generaron una maduración política en la masa campesina: ”Detrás de la irrupción campesina, se precipitan y convergen en la revolución de 1910 desde el espíritu de frontera del norte hasta la persistencia de la memoria de las comunidades del sur y del centro, desde las guerras de masas de Hidalgo y Morelos hasta la expulsión del imperialismo francés por lo hombres de Juárez, desde el fusilamiento de Maximiliano hasta las múltiples y anónimas sublevaciones locales, desde el desgarramiento exterior de la guerra del año 47 hasta el desgarramiento interior de la guerra del yaqui.” (Gilly, 1980:26).
Prueba de esto es la radicalidad con la cual las masas campesinas se sumaban a la revuelta, que para nada era del agrado de la burguesía –inclusive la maderista–. En el norte y en el sur del país, las tropas de campesinos armados retomaron las tierras que anteriormente les habían sido arrebatadas por los hacendados. Centurias de resentimiento social operaban detrás de la violencia revolucionaria.
Ante esta nueva situación política, Porfirio Díaz optó por negociar su renuncia con Madero y firmó los acuerdos de Ciudad Juárez en mayo de 1911. De esta forma la burguesía mexicana pretendió cerrar la revolución y estabilizar de nuevo al país, aunque claro está, dejando intactas todas las instituciones y el funcionamiento del estado burgués que había creado Díaz. La mejor muestra de esto fue que Madero y la burguesía “revolucionaria” no tuvieron el menor reparo en dejar por fuera de los acuerdos toda referencia a la problemática de la tierra, con lo cual se veían frustradas nuevamente las aspiraciones campesinas. (Gilly, 1917)
A la hora de realizar esta nueva traición al campesinado, la burguesía mexicana apostó al liderazgo de Madero como figura revolucionaria para apaciguar a las masas. Pero como señalamos anteriormente, para 1910 muchas cosas habían cambiado y madurado desde la insurrecciones campesinas del siglo XIX. Los acuerdos de Ciudad Juárez significaron el final de la revolución burguesa de Madero, pero a la vez marcaron el comienzo de la revolución campesina, la de Zapata y luego la de Villa.
2) 1911-1913: nace el zapatismo e inicia la revolución campesina
Tras la firma de los acuerdos de Ciudad Juárez el objetivo político inmediato de Madero consistió en normalizar el país, empezando por el desarme de todos los campesinos. Tan sólo el Ejército Libertador del Sur, comandado por Emiliano Zapata, se negó a deponer sus armas debido a un razonamiento muy elemental pero profundamente político: no se habían repartido las tierras.
Toda la experiencia de resistencia campesina acumulada durante el siglo XIX produjo un desarrollo político inigualable en el campesinado mexicano. Y sin lugar a dudas, Zapata y su base social representaban el sector más avanzado de la revolución, cuya larga tradición de lucha les sirvió para construir sus propios organismos independientes de la burguesía: los pueblos campesinos. [12]
Esta es la gran particularidad del ejército campesino comandado por Zapata; funcionaba a partir de la democracia campesina, siendo los pueblos quienes tomaban las tierras y organizaban su repartición[13]: ”Los pueblos, todavía vivos como centro de vida comunal de los campesinos en su resistencia de siglos al avance de las haciendas, fueron el organismo autónomo con que entraron naturalmente a la revolución los surianos. Todo eso se resumía en el grito con que Otilio Montaño proclamó la insurrección del sur: ’¡Abajo haciendas y viva pueblos!’. Era un grito político, profundamente revolucionario, porque para los oídos campesinos hablaba no sólo de la recuperación y el reparto de tierras, sino también de la conquista de la capacidad de decidir, arrebatada a las haciendas como encarnación local del poder omnímodo del Estado nacional y entregada a los pueblos.” (Gilly, 1980: 33)
Lo anterior da cuentas de por qué el zapatismo fue el único sector campesino que no depuso sus armas ante el llamado de Madero ni de los venideros gobiernos burgueses. Pero más importante aún, es lo que nos explica que contra todo cálculo político el Ejército Libertador del Sur optó por continuar su lucha armada contra el nuevo gobierno hasta obtener la reforma agraria. Esto marcaría un punto de quiebre en el desarrollo posterior de la revolución, puesto que significaría la continuidad de la misma. (Gilly, 1980)
La independencia política del zapatismo con respecto a la burguesía y su funcionamiento democrático a través de los pueblos se materializó en la formulación del Plan de Ayala de 1911. Este programa campesino marcaría el nacimiento del zapatismo como corriente política revolucionaria y fue el instrumento político a partir del cual sostuvo de manera aislada su enfrentamiento militar contra el gobierno de Madero durante un año y nueve meses (1911-1913), y posteriormente se transformaría en el eje centralizador para el conjunto del campesinado mexicano en su lucha contra el ala burguesa de Venustiano Carranza.
Este plan sintetiza las más avanzadas conclusiones políticas que elaboró el campesinado durante la revolución mexicana. Se enfocaba exclusivamente en resolver el tema de la tierra y no se planteaba la destrucción del capitalismo mexicano, pero era profundamente radical al plantear la expropiación de todos los bienes de quienes se opusieran a la revolución –es decir, todos los hacendados– y tiraba abajo la lógica jurídica burguesa al señalar que se repartiría inmediatamente la tierra a los campesinos, y luego los hacendados tendrían que demostrar su derecho de propiedad para recuperarlas: ”En el Plan de Ayala se dispone que la tierra se repartirá de inmediato y que posteriormente serán los terratenientes expropiados quienes deberán presentarse ante los tribunales para justificar el derecho que invocan a la tierra que ya les ha sido quitada. Es decir, al principio burgués de ’primero se discute y después se reparte’, los campesinos surianos opusieron el principio revolucionario de ’primero se reparte y después se discute’ (…). Esta inversión radical constituye una subversión de la juridicidad burguesa.” (Gilly, 1980: 34)
La esencia de sus propuestas hacen del Plan de Ayala un programa agrario empíricamente anticapitalista[14]. A diferencia de las anteriores revoluciones campesinas que sirvieron para abrirle paso al desarrollo del capitalismo mexicano, la revolución zapatista –aunque no se lo planteara conscientemente– atacaba las bases fundamentales del capitalismo nacional (Gilly, 1971). Esta dinámica anticapitalista del zapatismo se profundizaría durante el enfrentamiento contra las burguesía –en sus diferentes facciones–, lo cual se puede apreciar en una carta del general Manuel Palafox escrita en setiembre de 1914, donde a nuestro gusto sentencia con una frase el verdadero sentir del campesinado suriano durante la revolución: ”por humanidad es preferible que se mueran de hambre miles de burgueses y no millones de proletarios, pues es lo que aconseja la sana moral”. (Gilly, 1971: 125)
Este tipo de posicionamientos políticos explican por qué el zapatismo se transformó en el principal objetivo político-militar del gobierno “revolucionario” de Madero y del conjunto de la burguesía mexicana. Madero utilizó al ejército federal para destruir la insurrección zapatista, pero la represión no pudo hacerle frente al ímpetu revolucionario de los campesinos y a las tácticas guerrilleras de los ejércitos zapatistas.
La incapacidad política y militar de Madero para derrotar al único foco de insurrección campesina, provocó que su gobierno entrara en una profunda crisis. Por la derecha se le achacaba su indecisión para desatar una feroz represión contra el zapatismo, y por la “izquierda” se le presionaba para que realizara leves reformas sociales que descomprimieran la insurrección campesina.
La solución burguesa a esta situación de inestabilidad no se hizo esperar. Los acuerdos de Ciudad Juárez dejaron intacta la estructura económica y militar del viejo régimen porfirista, lo que sirvió de base para que Victoriano Huerta, un viejo militar durante el porfiriato y ligado a los sectores más reaccionarios del ejército federal, liderara un golpe de Estado y mandara a fusilar a Francisco Madero en febrero de 1913.
3) 1913-1914: la lucha contra Huerta y la consolidación del ejército campesino de Villa
Aunque el objetivo del golpe militar era derrotar de una vez por todas la insurrección campesina, sus consecuencias fueron diametralmente opuestas a las esperadas por la burguesía mexicana, puesto que terminó por reactivar la revolución campesina a escala nacional. Esta sería la tónica de esta fase de la revolución y prepararía las condiciones para que pocos meses después se produjese la convergencia entre Villa y Zapata.
El principal fenómeno político durante esta fase fue la conformación del ejército campesino de Pancho Villa, la División del Norte. A diferencia de Zapata, Villa representaba a un sector del campesinado que no era políticamente independiente de la burguesía, lo cual se reflejó en la adhesión incondicional que éste le dio a Madero desde un inicio y en su acatamiento al desarme tras la firma de los acuerdos de Ciudad Juárez. [15]
Esto no significa que socialmente Villa representara lo mismo que Madero. El maderismo de Villa era muy diferente del maderismo de Madero. Esto quedó claramente expuesto cuando se levantó contra el golpe militar de Huerta bajo el mando del burgués constitucionalista Venustiano Carranza. La tensa relación política que se desarrolló entre ambos expresaba las contradicciones de clase que se presentaban al interior de los ejércitos antihuertistas del norte[16], donde la débil burguesía nacional se vio en la necesidad de realizar concesiones al campesinado para contenerlo políticamente: ”Carranza tuvo que aceptar la fuerza, las formas y los métodos revolucionarios del villismo del mismo modo como la burguesía en la revolución francesa había tenido que aceptar al jacobinismo como el modo plebeyo –decía Marx– de ajuste de cuentas con sus enemigos feudales. Además, tuvo que aceptar al villismo como medio, por un lado, para contener a las masas campesinas y a la revolución campesina dentro de la estructura y los fines del ejército constitucionalista, y por el otro, para poder organizarlas en forma militarmente efectiva”. (Gilly, 1971: 101-102)
En pocos meses de lucha contra Huerta, Villa logró estructurar el más poderoso ejército de la revolución. Su astucia campesina en cuanto a la flexibilidad táctica se combinó con el estilo centralizado propio de los ejércitos burgueses. Pero el verdadero origen de la fuerza y mística que desarrolló la División del Norte fue producto de su composición de clase, empezando por el mismo Villa, quien había sido un reconocido bandolero rural originario del estado de Chihuahua, donde llevó una vida que oscilaba entre la legalidad y la clandestinidad.
Cuando explotó la revolución, su origen campesino y su pasado bandolero lo convierten en uno de los principales dirigentes revolucionarios, puesto que el campesinado veía en Villa a su dirigente político: ”Con el villismo, la inmensa multitud de los peones y los jornaleros del norte, de los campesinos sin tierra, encuentra un objetivo, siente que se incorpora a la vida, que por primera vez puede expresarse, combatir para vencer y decidir, no para ser reprimidos. Lo siente mucho más porque su jefe es también un campesino, el mejor militar, el mejor jinete y el mejor hombre de campo de todos.” (Gilly, 1971: 96)
Fruto de esta fuerza revolucionaria la División del Norte le propinó los más importantes golpes al ejército federal. Esto causó alerta entre toda la burguesía mexicana, incluido el mismo Carranza, que hizo todo lo posible por retardar los avances del ejército villista. Pero esto representaba una gran contradicción para los intereses de Carranza, que a pesar de su temor a la fuerza del ejército campesino de Villa, requería de su ayuda para derrotar a Huerta.
Esto quedó plenamente demostrado en la batalla de Zacatecas, en la cual la División del Norte terminó por grabar su nombre en la historia de México. La razón: Villa y su ejército campesino aniquilaron a los 12 mil hombres del ejército federal, algo que no habían podido hacer los otros ejércitos de Carranza. Esta es señalada como la principal acción militar de la revolución mexicana, y no es para menos si se considera que significó la destrucción total de las fuerzas armadas que habían servido a la burguesía mexicana desde mediados del siglo XIX.
A propósito de este acontecimiento militar, Gilly realiza una excelente interpretación de su significado político para el conjunto de la sociedad mexicana de aquel entonces: ”Villa enseño que el ejército burgués no es invencible en la guerra civil y dejó la tradición en México de que un ejército campesino, dirigido por un general campesino, puede vencerlo batalla tras batalla hasta aniquilarlo militarmente. Eso la burguesía lo tolera y hasta lo olvida en uno de los suyos, pero no lo perdona jamás en un antiguo peón de sus antiguas haciendas. Un campesino antes bandolero, que no pudo recibir siquiera instrucción escolar elemental (…) pero que mostraba una rapidísima inteligencia organizadora; que para la burguesía era la negación de su cultura y de sus hábitos de clase (…), ese hombre mostraba que nada de lo que ella, la burguesía, consideraba imprescindible para vivir, en realidad era necesario.” (Gilly, 1971: 99)
A partir del triunfo villista en Zacatecas y la eminente derrota de Huerta, la contradicción entre el ala burguesa de Carranza y los ejércitos campesinos se convirtió en la dinámica política esencial de la revolución. La burguesía constitucionalista tenía claridad política sobre la urgencia de restituir el funcionamiento del Estado burgués y sus instituciones, lo que se veía entorpecido y cuestionado por la existencia de ejércitos campesinos por fuera del control de la burguesía.
Una primera muestra de esto fue la tensión que se generó a lo interno del constitucionalismo alrededor de cuál ejército tomaría la capital. Carranza temía que lo hiciera la División del Norte, puesto que desde allí sería muy probable que se produjese una convergencia militar con el Ejército Libertador del Sur. Ante este peligro para los intereses de su clase, Carranza no titubeó al respecto y actuó frente al ejército de Villa como un bando enemigo: le cortó el suministro de municiones y carbón necesarios para que la División del Norte pudiese trasladar a sus tropas a la capital.
De esta manera la burguesía garantizó que el Distrito Federal fuera tomado por el Ejército del Noroeste de Álvaro Obregón, pero al mismo tiempo puso al borde del colapso las relaciones con Villa y su ejército.
4) 1914-1915: la Convención de Aguascalientes y la unión entre Villa y Zapata
Esta fase de la revolución se caracterizó por presentar los más grandes avances políticos de los ejércitos de Villa y Zapata.
Poco después de la entrada de Obregón a la capital, Carranza asumió la presidencia en un contexto de profunda polarización política y en medio del mayor ímpetu militar de los ejércitos campesinos. La ciudad de México estaba literalmente rodeada por las tropas zapatistas al sur y por las tropas villistas al norte.
Durante sus primeros meses de gobierno Carranza realizó algunas concesiones menores a las masas, pero no se pronunció en lo absoluto sobre la reforma agraria ni sobre el futuro de las tomas de tierras que se habían realizado durante la revolución. Esto profundizó la pugna entre el carrancismo y los ejércitos campesinos, que durante un corto período se manifestó como una disputa política entre las facciones militares.
Como hemos visto, este antagonismo burguesía/campesinado estuvo latente desde el inicio mismo de la revolución en 1910, y tomó un mayor perfil con el lanzamiento del Plan de Ayala en 1911. Pero lo verdaderamente significativo de esta fase sería que se produciría una ruptura total entre la burguesía y el campesinado, es decir, sería de carácter nacional (Villa + Zapata).
Debido a las tensiones políticas y al constante peligro de un desborde revolucionario, la burguesía constitucionalista trató de realizar maniobras y negociaciones que le permitieran ganar tiempo. Por esto, el gobierno de Carranza aceptó a regañadientes convocar a una Convención política entre todas las fuerzas revolucionarias para buscar una solución al conflicto. Esta convocatoria obedeció en gran medida a la presión de Obregón, que progresivamente se empezaba a asumir como un árbitro político entre Villa y Carranza.
La Convención se llevó a cabo en la ciudad de Aguascalientes entre octubre y noviembre de 1914. La expectativa inicial de Obregón por erigirse como un bonaparte entre las clases sociales enfrentadas resultó imposible de consumarse en pleno alzamiento revolucionario, particularmente después de la entrada de la delegación zapatista a la Convención el 27 de octubre, situación que terminó por decantar la balanza a favor de las facciones campesinas: ”La delegación del sur cambió la asamblea. Es la única tendencia que se presenta con un programa, por más limitado que éste sea, que tiene una relación con la realidad de las demandas campesinas (…) La llegada de los zapatistas provoca en el plano político de la Convención el acontecimiento que Carranza, pero Obregón sobre todo, sólo concebían y se preocupaban por evitar en el plano militar: la conjunción entre zapatismo y villismo.” (Gilly, 1971: 132)
La unificación de zapatistas y villistas determinó el rumbo de la Convención, al grado de que los dirigentes campesinos lograron ganarse el apoyo del ala izquierda del constitucionalismo. El 28 de octubre la Convención aprobó los principales puntos del Plan de Ayala, en los cuales se abordaba directamente el problema de la tierra. Posteriormente, el 1° de noviembre, acordó destituir a Carranza como presidente y nombró en su lugar a Eulalio Gutiérrez, una figura proveniente de la pequeñoburguesía.
El resultado de esta convergencia de las dos poderosas tendencias campesinas representó un tremendo golpe a la burguesía mexicana, que para ser claros, a esas alturas de la revolución estaba en su peor momento político y bélico. Villa había destrozado totalmente al ejército burgués en la batalla de Zacatecas, y Zapata representaba el ala intransigente y políticamente más clara de la revolución. La explosividad de esta combinación causó un justificado temor entre la burguesía mexicana, que como nunca antes en la historia vio en peligro su existencia como clase social.
Ante esto, Carranza y Obregón abandonaron la ciudad por separado y se refugiaron en el puerto de Veracruz, el último reducto que le quedaba al constitucionalismo. La huida de ambos era el mejor reflejo del estado de ánimo de la burguesía en su conjunto.
El 24 de noviembre las fuerzas zapatistas ingresaron al Distrito Federal; los villistas lo hicieron el 3 de diciembre. Pero sería hasta el 6 de diciembre cuando los ejércitos campesinos desfilaron de manera conjunta en la capital y se produjeron los dos sucesos más simbólicos de la revolución.
El primero fue el propio desfile de las tropas campesinas. La fotografía que retrata la descubierta del desfile militar es clara al respecto del carácter de clase de la revolución: ”Los ocho generales que abren la marcha eran hace cinco años un campesino, un maestro rural, un estudiante, un cuatrero, un caballerizo, un bandolero, un campesino y un maquinista de tren. Nadie podrá explicarse la Revolución Mexicana si no se explica esta foto. Esa foto y sus ausencias, sobre todo la gran ausencia de una clase media ilustrada y radicalizada. ¿Dónde están los periodistas, los médicos, los profesores? A diferencia de otros procesos revolucionarios contemporáneos, campesinos y obreros no necesitaron aquí de intermediario ni de traductores.” (Taibo II, 2006: 451)
El segundo acontecimiento fue cuando los caudillos campesinos se reunieron en el Palacio Nacional. A nuestro criterio este episodio sintetiza la profundidad que alcanzó la revolución campesina de 1910. Según Gilly representó ”un corte a machete en la revolución, más importante que todas las leyes, votaciones y discusiones de todas las convenciones y congresos de esa época. Después de cuatro años de batallas en todo el país, fue la culminación que consolidó la seguridad histórica de las masas desarrollada en esa vasta lucha…” (Gilly, 1971: 174)
Pero igualmente significativa –o mayor aún– resultó ser la incapacidad de los caudillos campesinos para constituir directamente un gobierno revolucionario que se encargara de hacer efectivas las medidas votadas por la Convención y ligar su lucha con las de la clase obrera mexicana. Por el contrario, Villa y Zapata le rehuyeron al poder, decidieron retornar a sus lugares de origen y tuvieron como política central ejercer presión política-militar sobre el gobierno de Eulalio Gutiérrez.
De esta forma se generó un vacío de poder, debido a que la burguesía fue expulsada del control del Estado pero el campesinado no asumió su control. Esto marcaría el inicio de la debacle de los ejércitos campesinos, aunque para estos momentos todavía no se apreciara claramente.
5) Diciembre 1914-enero 1915: del vacío de poder al rearme político de la burguesía
Desde noviembre de 1910 hasta la realización de la Convención de Aguascalientes a finales de 1914, la revolución se caracterizó por ser una tensa alianza entre la burguesía “revolucionaria” –primero con Madero y luego con el ala Carranza-Obregón– con sectores del campesinado. Esto implicó que durante este período las contradicciones políticas del campesinado mexicano no tuviesen un peso decisivo para frenar el avance de la revolución, puesto que en alguna medida tomaron prestada de la burguesía su perspectiva de lucha nacional que se materializaba en la pelea por derribar al “mal gobierno”.
Esto cambió radicalmente cuando se produjo la ruptura de Villa-Zapata con Carranza-Obregón. Al asumir directamente la conducción de la insurrección, las limitaciones políticas de los líderes campesinos pasaron a un primer plano y se convirtieron en el principal obstáculo para llevar la revolución hasta sus últimas consecuencias. Y sin lugar a dudas, el error político capital de los líderes campesinos consistió en no tomar el poder y acabar de una vez por todas con la burguesía.
Frente a esto surge la inevitable pregunta: ¿por qué Villa y Zapata no fueron capaces de tomar el poder, si controlaban el principal organismo político del país, tenían tomada la capital y comandaban las mayores fuerzas militares de la revolución? La respuesta a esta interrogante no se explica en función de una falta de temple revolucionario o por la inexperiencia política de ambos, sino que fue un reflejo directo de la naturaleza social del campesinado que éstos representaban.
Las condiciones materiales de existencia hacen del campesinado una clase carente –en términos relativos– de toda iniciativa histórica en el capitalismo. Esto lo explicaron Marx y Engels en el Manifiesto comunista, donde señalaron que su peculiar condición de pequeño propietario y víctima del gran capital al mismo tiempo, lo convertía en uno de los sectores más conservadores en la sociedad capitalista: ”Las capas medias –el pequeño industrial, el pequeño comerciante, el artesano, el campesino–, todas ellas luchan contra la burguesía para salvar de la ruina su existencia como tales capas medias. No son, pues, revolucionarias, sino conservadoras. Más todavía, son reaccionarias, ya que pretenden volver atrás la rueda de la Historia. Son revolucionarias únicamente cuando tienen ante sí la perspectiva de su tránsito inminente al proletariado, defendiendo así no sus intereses presentes sino sus intereses futuros, por cuanto abandonan sus propios puntos de vista para adoptar los del proletariado.” (Marx y Engels, s.d.: 87-88)
Es decir, la aspiración primordial del campesinado es preservar su pequeña propiedad agraria, pero para hacerlo tiene que enfrentarse con la clase social que encarna los intereses históricos del sistema capitalista, la burguesía. Esto se transforma en un verdadero “nudo gordiano” que el campesinado no puede resolver por sí mismo, puesto que su posición social intermedia –ni burgués ni proletario– le imposibilita levantar un proyecto político hegemónico para una nueva sociedad con el que se identifiquen el resto de sectores explotados y oprimidos.
Esta contradicción material del campesinado opera directamente sobre su conciencia política, la cual se fragmenta y por ello es incapaz de ver, entender o interesarse por tomar el poder central. Por el contrario, su accionar político se circunscribe a la inmediatez: luchar por su tierra contra el terrateniente, no asumiendo a éste como parte de una clase social sino en su calidad de “malvado patrón”.
Una conclusión similar fue la que apuntó Trotsky en La revolución permanente, donde citando a un opositor suyo de nombre Yakovlev[17] demuestra cómo se manifestó esta carencia de iniciativa histórica del campesinado durante la revolución rusa: ”La insurrección campesina, tomada en sí –insurrección espontánea, limitada por el objetivo consistente en destruir al terrateniente vecino–, no podía triunfar, no podía destruir el poder estatal, adverso a los campesinos, que apoyaba al terrateniente. Por esto, el movimiento agrario sólo podía ganar en el caso de que lo acaudillara la clase correspondiente de la ciudad (…); el destino de la revolución agraria se resolvió, en fin de cuentas, no en decenas de miles de aldeas, sino en unos centenares de ciudades. Sólo la clase obrera, asestando un golpe decidido a la burguesía en los centros del país, podía dar el triunfo a la revolución campesina.” (Trotsky, 2000b: 484)
Esto explica la errada decisión de Villa y Zapata de no tomar directamente el poder en diciembre de 1914; el ser social del campesinado mexicano les impidió consumar las medidas necesarias para resolver sus demandas históricas. Para los líderes campesinos el control del Distrito Federal no representaba absolutamente nada, puesto que al no concebir su lucha en función de la toma del poder, el control del principal centro político del país era más una carga que una ventaja.
Muy diferente fue la percepción de Obregón y Carranza, quienes como representantes de un ala burguesa asumieron cada batalla desde una perspectiva nacional, por lo cual fueron capaces de jerarquizar políticamente cada uno de sus movimientos militares en función de una estrategia de poder. Esto se manifestó en su decisión de retomar el control de la capital en cuanto fuese posible –lo cual ocurrió en febrero de 1915–, desde donde comenzaron a reconstruir el nuevo Estado de la burguesía y relanzaron su ataque contra la revolución campesina.
6) 1915-1920: la derrota de los ejércitos campesinos y el nacimiento del bonapartismo sui géneris
Durante la Convención de Aguascalientes en 1914 Obregón no pudo erigirse como un árbitro entre las clases porque el país entero estaba sumido en una creciente marejada revolucionaria que cerraba todo margen para las maniobras en las alturas. Pero esto cambió radicalmente tras la reconquista de la capital por parte del ejército constitucionalista, puesto que aunque todavía no estaban derrotados los ejércitos campesinos, la dinámica política comenzaba apuntar en esa dirección; se comenzaba a perfilar la consolidación del nuevo gobierno –el de Carranza apoyado por Obregón– y por ello los representantes de las diferentes clases sociales lo empezaron a ver como un ente oficial con el cual resultaba válido negociar.
A sabiendas de este cambio en la coyuntura política, el gobierno constitucionalista desplegó toda una serie de medidas de corte asistencialista encaminadas a ganarse el apoyo de la clase obrera mexicana. Un primer indicio de esto fue cuando Obregón implementó un programa de entrega de alimentos, ropas y dinero en los llamados “puestos de auxilio” en la capital mexicana, el cual financió por medio de impuestos a los capitalistas, comerciantes y el clero.
Pero más importante aún fue la política del gobierno constitucionalista de intervenir directamente en los conflictos obrero-patronales para impedir que se profundizaran las movilizaciones. Esto quedó en evidencia cuando en febrero de 1915 el gobierno favoreció las demandas de los trabajadores de la Compañía Telefónica y Telegráfica Mexicana, quienes reclamaban a la patronal el reconocimiento del Sindicato Mexicano de Electricistas (SEM). Ante la intransigencia de la empresa, el gobierno constitucionalista decretó la incautación de los bienes e intereses de la compañía y los puso bajo la administración de la burocracia sindical.
A raíz de esta intervención gubernamental en favor del SEM, pocos días después se firmaría el pacto entre el gobierno y la Casa del Obrero Mundial, por medio del cual los sindicatos agrupados en este centro obrero declararon su apoyo al gobierno constitucionalista contra los ejércitos campesinos.
Esto marcó un punto de inflexión en la revolución campesina, puesto que cerró toda posibilidad de que su lucha se enlazara con las reivindicaciones proletarias. Por medio del pacto con la Casa del Obrero Mundial la burguesía logró que la clase obrera “entrara” en la revolución bajo su control político directo y enfrentándola con los ejércitos campesinos[18].
Este sería el inicio del nuevo régimen político del Estado burgués mexicano, el cual se caracterizaría por la entrega de limitadas concesiones materiales al movimiento obrero, para así ganar su respaldo político y cooptarlo directamente al Estado, suprimiendo todo espacio para la acción independiente de la clase obrera: ”El pacto es el acta de nacimiento de los ’charros’ sindicales (…). Sanciona el sometimiento de los sindicatos obreros al programa y la burguesía nacional, a cambio, por un lado, de concesiones de organización –dentro del marco capitalista– y de ciertas conquistas inmediatas, y por el otro, del reconocimiento de los propios burócratas sindicales como parte del sostén político del régimen y, en consecuencia, como parte de sus beneficiarios.” (Gilly, 1971: 183)
Este tipo de régimen fue caracterizado tiempo más tarde por Trotsky como un bonapartismo sui géneris. Así lo explica en su artículo La industria nacionalizada y la administración obrera, publicado en mayo de 1939: ”El gobierno oscila entre el capital extranjero y el capital nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter bonapartista sui generis, por encima de las clases (…); puede gobernar o bien convirtiéndose en instrumento del capital extranjero y sometiendo al proletariado con las cadenas de una dictadura policial, o maniobrando con el proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones, ganando de este modo la posibilidad de disponer de cierta libertad en relación a los capitalistas extranjeros.” (Trotsky, 2000: 163).
El análisis de Trotsky coincide con las características de la burguesía constitucionalista, la cual es preciso recordar que se enfrentó con el régimen de Porfirio Díaz porque favorecía al capital extranjero. Para llevar a cabo esta pelea contra el dictador y sectores de la industria imperialista, la débil burguesía “revolucionaria” tuvo que apoyarse inicialmente en el campesinado para derribar a Díaz, pero con la radicalización de la revolución y el desarrollo de los ejércitos campesinos, buscó en la clase obrera un nuevo aliado con el cual frenar la revolución campesina en primera instancia, y luego funcionó como un respaldo político en su pugna con el capital imperialista.
A partir del ascenso de esta nueva facción de la burguesía y su labor de reconstituir el poder de su Estado, sería cuestión de meses para que se produjera un progresivo e imparable desplome de los ejércitos campesinos. El primer objetivo fue la División del Norte, a sabiendas de que era la única fuerza militar que representaba un peligro real para la continuidad del gobierno carrancista.
Las derrotas de Villa ante Obregón se sucedieron una tras otra, y fueron un traslado al plano militar de la indecisión política de Villa como dirigente campesino. Entre el 6 de abril y el 10 de junio de 1915 se desarrollaron cuatro grandes batallas, dos en la ciudad de Celaya, otra en Trinidad y la última en Aguascalientes. Todas las perdió Villa y significaron la destrucción de la División del Norte. Así, el llamado “Centauro del Norte” pasó a convertirse en un jefe guerrillero, cuya figura siguió siendo un referente para todo el campesinado mexicano pero sin perspectiva alguna de volver a convertirse en el líder revolucionario de años atrás.
Habiéndose deshecho del ejército de Villa, el gobierno de Carranza volvió la mirada hacia el sur del país, donde el zapatismo seguía dando muestras de su radicalidad política, aun en momentos en que la revolución comenzaba a retroceder en el plano nacional. La mejor expresión de esto fue la Comuna de Morelos –que por su profundidad y complejidad abordaremos específicamente en el próximo acápite–.
Tras varios años de una fuerte resistencia por parte de los zapatistas, que incluso obligó a las tropas del gobierno a retirarse provisionalmente del estado de Morelos, el aislamiento político y militar terminaron por convertirse en los peores enemigos del zapatismo. La consumación de la derrota del Ejercito Libertador del Sur se produjo con el asesinato de Emiliano Zapata el 19 de abril de 1919.
Finalmente, el 28 de julio de 1920 Pancho Villa firmaría su rendición ante el gobierno federal. Esto sellaría el final de la revolución campesina.
V- La comuna de Morelos: alcances y límites de la creatividad histórica del campesinado
Durante el año de 1915 los campesinos surianos desarrollaron una de las experiencias más significativas de la revolución mexicana, la Comuna de Morelos. De acuerdo a la reconstrucción de Gilly, los ”campesinos de Morelos aplicaron en su estado lo que ellos entendían por el Plan de Ayala. Al aplicarlo, le dieron su verdadero contenido: liquidar revolucionariamente los latifundios. Pero como los latifundios y sus centros económicos, los ingenios azucareros, eran la forma de existencia del capitalismo en Morelos, liquidaron entonces los centros fundamentales del capitalismo en la región (…); la conclusión fue: expropiar sin pago los ingenios y nacionalizarlos, poniéndolos bajo la administración de los campesinos a través de sus jefes militares.” (Gilly, 1971: 236)
Pero más importante que estas medidas de carácter económico fue la organización política que desarrolló el zapatismo para garantizar el cumplimiento y defensa de las mismas. Durante su enfrentamiento con las tropas constitucionalistas en el año de 1916, Zapata se percató de la necesidad de construir un instrumento político que fuera el complemento de su estructura militar, para de esta forma organizar al conjunto de la población campesina de Morelos y hacerla parte activa de la revolución.
Lo anterior se materializó en marzo de 1917 cuando los zapatistas promulgaron la Ley sobre derechos y obligaciones de los pueblos y de las fuerzas armadas del Ejército Libertador, en la cual se estipularon las bases para la conformación de un gobierno revolucionario en Morelos a través de los pueblos y la democracia campesina: ”La ley fijaba un funcionamiento regular de asambleas populares que permitirían la intervención permanente de los habitantes de los pueblos en todos los asuntos políticos, su discusión y su decisión (…); establecía los derechos de los pueblos frente a los jefes, oficiales y soldados del Ejército Libertador del Sur y estaba destinado a contener abusos contra los pueblos. Estos no sólo tenían el derecho de elegir sus gobiernos locales, sino también el de nombrar sus propios tribunales y policías.” (Gilly, 1971: 273)
Páginas atrás mencionamos la caracterización de Marx y Engels del campesinado como una clase social sin iniciativa histórica, lo que se manifestó en la incapacidad de Villa y Zapata para establecer un gobierno revolucionario tras tomar la capital. Ahora bien, de ser eso cierto, ¿cómo se explica en términos marxistas que el ejército zapatista y su base social campesina hayan podido estructurar un gobierno revolucionario regional, que expropió a los latifundios y apeló a las masas campesinas autodeterminadas en los pueblos?
Para Gilly esto se explica porque el zapatismo estaba realizando ”una revolución que cambió las bases económicas, políticas, jurídicas, militares y sobre todo sociales del poder en su territorio, y estableció allí un poder popular basado en el pueblo en armas, en los campesinos pobres y en los obreros agrícolas (…); estableció un gobierno obrero y campesino local (…). Por eso fue una Comuna, un comienzo de Estado obrero, un Estado obrero elemental a escala local.” (Gilly, 1971: 301-302).
Aunque coincidimos con Gilly en que la Comuna de Morelos fue una experiencia empíricamente anticapitalista, por lo que puede ser denominada como una “revolución social a pequeña escala”, diferimos radicalmente en cuanto a su caracterización de ésta como un estado obrero. Y esta no es una diferencia menor, sino que hace parte de un debate más amplio sobre los procesos revolucionarios de la segunda posguerra y la teoría de la revolución en el marxismo.
Cuando los fundadores del socialismo científico plantearon que el campesinado carecía de iniciativa histórica, se referían a la imposibilidad de que éste se transformara en el sujeto histórico de la revolución socialista, tarea que sólo podía ser desempeñada por la clase obrera autodeterminada. Y creemos que este planteamiento marxista ha sido plenamente comprobado por la experiencia histórica del siglo XX. Pero también es cierto que esa misma experiencia dejó en claro que la previsión inicial de Marx y Engels resultaba insuficiente a la hora de interpretar los alcances revolucionarios de las luchas campesinas en los países semicoloniales.
Lo anterior quedó del todo expuesto tras el triunfo de la revolución campesina china en 1949. Las corrientes trotskistas de la época no pudieron descifrar correctamente el verdadero carácter de esta revolución, llegando a confundir su curso anticapitalista con el de una revolución socialista, a pesar de que la clase obrera estuvo ausente de la misma.
Las explicaciones para esto oscilaron entre la tesis del sustituismo social, según la cual un partido o grupo de dirigentes puede suplantar la ausencia del proletariado y conducir una revolución hacia el socialismo, hasta interpretaciones objetivistas que justificaban el carácter socialista de la revolución debido a la simple presencia de obreros o semiproletarios agrícolas por la base, aunque éstos no intervinieran como clase organizada ni tuvieran injerencia en su conducción política[19]. A pesar de sus diferencias, ambas interpretaciones representaron un distanciamiento con relación al planteamiento marxista de que sin clase obrera autodeterminada no puede haber revolución socialista.
Precisamente esto es lo que refleja la caracterización de Gilly de la Comuna zapatista como un ”estado obrero elemental”, lo cual justifica a partir de la existencia en Morelos de proletarios agrícolas de las plantaciones azucareras. De esta forma, Gilly reproduce el mismo error político/metodológico del objetivismo al determinar el curso obrero o socialista de la experiencia zapatista en Morelos a partir de la presencia física –no política, como clase organizada para sí– de miembros atomizados de la clase obrera.
Pero su error es mayor aún porque incurre en otra equivocación teórica muy propia del trotskismo objetivista: equiparar mecánicamente el proletariado agrícola con el proletariado urbano o industrial. Esta comparación ha sido desmentida por la experiencia revolucionaria, la cual ha dejado en claro que el proletariado agrícola aislado del proletariado urbano tiende a comportarse más como un campesino que como un obrero: ”como dice Schwartz parafraseando agudamente a Lenin, el ’proletariado rural’ aislado del proletariado urbano es esencialmente un ‘pequeñoburgués’ en mentalidad, furiosos contra los que tienen tierra, pero consumidos por el deseo de lograr para ellos mismos poder aferrarse a su propiedad de la tierra” (Sáenz, 2005: 149).
Este comportamiento presenta una relación con la genética social del proletariado agrícola, que en muchas ocasiones es un campesinado recientemente desclasado o que trabaja por temporadas en las plantaciones para redondear sus bajos ingresos de pequeño productor. Algo similar fue lo que ocurrió en el sur de México con el desarrollo de las plantaciones, aspecto que el mismo Gilly detalla con precisión: ”la combinación original y única que se dio en la revolución del sur fue que la organización tradicional de los pueblos, proveniente de la vieja comunidad agraria, se convirtió en parte también en vehículo de organización y de expresión de un proletariado azucarero que en muchos de sus integrantes era también campesinado de los pueblos. Esta organización tradicional campesina de producción, de resistencia (…) recibió la integración de los obreros azucareros, campesinos recientes o todavía campesinos todos ellos, relacionados por mil lazos familiares y sociales con el campesinado de los pueblos”. (Gilly, 1971: 304-305)
En su afán por encontrar el “componente objetivo” para caracterizar a la Comuna de Morelos como un estado obrero elemental, Gilly no se preocupa en lo absoluto por demostrar el accionar político independiente de la clase obrera, que por su naturaleza social tendría que ser diferente del que presentaba el campesinado zapatista. Contrario a esto, toda la evidencia histórica presentada por Gilly desmiente esta suposición y refuerza la tesis de que los obreros agrícolas por sí mismos no se distanciaron de su pasado campesino con el cual sostenían ”mil lazos familiares y sociales”.
La interpretación objetivista crea un “fetichismo obrerista”, que como tal vacía de contenido la caracterización marxista del proletariado como sujeto histórico de la revolución. Así, lo determinante para que una revolución sea obrera o socialista es la presencia objetiva de individuos que por su relación laboral sean explotados por un patrón, independientemente de si éstos se asumen como tales o si tan sólo actúan como un individuo más que no tiene conciencia de su condición social. Por nuestra parte consideramos que esta diferenciación es medular para determinar el carácter obrero y socialista de un proceso revolucionario: sin clase obrera autodeterminada no hay revolución socialista, y esto significa que el proletariado realice la transición de clase en sí en clase para sí.
Por esto diferimos con Gilly cuando caracteriza a la Comuna de Morelos como un estado obrero, puesto que la clase obrera autodeterminada nunca estuvo presente en esta experiencia zapatista –ni durante toda la revolución mexicana–. En contraposición con esta interpretación objetivista, desde nuestra parte consideramos que la Comuna de Morelos fue una muestra de la creatividad histórica limitada del campesinado.
Este fue un concepto desarrollado por Lenin, quien dedicó buena parte de sus análisis políticos y teóricos al estudio del campesinado en Rusia. Fruto de esto, Lenin aportó al marxismo la consideración de que bajo ciertas condiciones muy particulares era factible que el campesinado desarrollase una creatividad histórica limitada que excediera los pronósticos iniciales de Marx y Engels.
Para explicarnos de mejor manera sobre este punto, consideramos oportuno remitirnos al estudio de Roberto Sáenz sobre la revolución china de 1949 publicado en la revista Socialismo o Barbarie 19: ”(…) al llegarse a la expropiación generalizada de los capitalistas, sin que esto fuera parte de una auténtica revolución obrera y socialista, esta revolución expresó una acción histórica del campesinado mayor que la prevista. No fue una ’revolución campesina socialista’. Pero sí es verdad que el campesinado fue más lejos en la senda anticapitalista de lo que estaba planteado por la experiencia histórica anterior. En este sentido, Schwartz es agudo cuando señala que Lenin dejaba abierta la posibilidad de que el campesinado pudiera ser capaz, en Rusia, de cierta creatividad histórica limitada (…). Esto deriva en la discusión acerca de las posibilidades de acción campesina independiente, que en general la tradición del marxismo revolucionario ha negado. Creemos que en términos históricos esto ha sido comprobado. Sin embargo, en condiciones específicas y limitadas, la ’independencia’ relativa de un campesinado encuadrado burocráticamente y yendo más allá del capitalismo fue un hecho.” (Sáenz, 2005: 126-127)
Con la conformación del gobierno revolucionario en Morelos, el campesinado suriano expresó un accionar histórico que superaba las previsiones iniciales del marxismo. La explicación de esto se desprende de la particular tradición de lucha del campesinado mexicano desde el siglo XIX –que detallamos al inicio de este trabajo–, la misma que les facilitó la construcción de sus propios organismos independientes de la burguesía y regidos por la democracia campesina.
Sobre la base de estas condiciones específicas se desarrolló el zapatismo como la corriente campesina más política y radicalizada de la revolución mexicana. La independencia de clase y la democracia campesina de los pueblos explica el excepcional desenvolvimiento del Ejército Libertador del Sur durante todo el proceso revolucionario, desde la formulación del Plan de Ayala de 1911 hasta la Ley sobre derechos y obligaciones de los pueblos y de las fuerzas armadas del Ejército Libertador de 1917.
Pero además de este elemento interno, la creatividad histórica del zapatismo recibió el influjo de una condición específica de carácter internacional: el triunfo de la revolución rusa de 1917. La república de los soviets impuso sobre el escenario político mundial la posibilidad de que una clase no propietaria se adueñara del poder central de uno de los imperios más grandes del planeta. Esto marcaría un cambio epocal, cerrando de una vez por todas el ciclo de las revoluciones burguesas y abriendo el de la revolución socialista.
Lo anterior tuvo sus repercusiones entre el campesinado zapatista, quien se sintió naturalmente identificado con la causa de la revolución rusa. No queremos decir con esto que de forma mecánica el triunfo de los obreros y campesinos en Rusia hizo que el zapatismo entendiera la necesidad de construir un gobierno revolucionario, pero sí que los “nuevos aires” revolucionarios refrescaron la perspectiva política del zapatismo.
Al menos esto es lo que se desprende de la carta de Zapata sobre la revolución bolchevique escrita en abril de 1918, en la cual es tangible cómo este acontecimiento político mundial propició que el líder campesino extrajera importantes conclusiones estratégicas, llegando a esbozar un internacionalismo romántico y una comprensión elemental de la lucha de clases: ”Mucho ganaríamos, mucho ganaría la humanidad y la justicia, si todos los pueblos de América y todas las naciones de la vieja Europa comprendiesen que la causa del México Revolucionario y la causa de Rusia son y representan la causa de la humanidad, el interés supremo de todos los pueblos oprimidos (…). Es preciso no olvidar que en virtud y por efecto de la solidaridad del proletariado, la emancipación del obrero no puede lograrse si no se realiza a la vez la libertad del campesino. De no ser así, la burguesía podrá poner estas dos fuerzas la una frente a la otra, y aprovecharse (…) de la ignorancia de los campesinos para combatir y refrenar los justos impulsos de los trabajadores, del mismo modo que, si el caso se ofrece, podrá utilizar a los obreros poco conscientes y lanzarlos contra sus hermanos del campo.” (Citado en Gilly, 1971: 286)
La combinación de todos estos factores permitió que el zapatismo avanzara en la construcción de un gobierno campesino anticapitalista a partir de la organización independiente y democrática de los pueblos, mediante el cual terminó por ”legalizar y dar forma orgánica al sistema con el cual se habían gobernado de hecho los habitantes de Morelos desde que la revolución del sur, varios años antes, se había convertido en el único poder del estado.” (Gilly, 1971: 273) Es innegable que existió una participación directa de la base campesina en la experiencia de Morelos, pero esto no puede confundirse con un estado obrero.
A pesar de sus notables avances durante la Comuna de Morelos, el zapatismo fue incapaz de superar la fragmentación política del campesinado. Un ejemplo de esto radica en que Zapata nunca se planteó la necesidad de extender su experiencia de gobierno campesino a escala nacional, por el contrario, la limitó al estado de Morelos y tan sólo la visualizó como una medida de resistencia ante el ataque constitucionalista en su propio estado y para defender sus tierras. En este sentido, su visión de gobierno regional fue una relativa ampliación de la inmediatez inherente a las luchas campesinas.
Esto estuvo ligado a otro aspecto trascendental: el zapatismo nunca comprendió la necesidad de unir su lucha con la clase obrera mexicana. Más allá de la interesante referencia que hace Zapata en su carta sobre la hermandad entre obreros y campesinos, durante toda la revolución el Ejército Libertador del Sur no fue capaz de esbozar un programa político que se extendiera hasta la clase trabajadora. Toda la política del zapatismo durante diez años de revolución estuvo circunscrita a la problemática agraria, confirmando la imposibilidad del campesinado –aun de su facción más avanzada– de proyectarse como una propuesta alternativa a la hegemonía de la burguesía.
Aunque de manera excepcional, los avances y limitaciones del zapatismo durante su experiencia de la Comuna de Morelos fueron una demostración de la previsión histórica de Marx y Engels en cuanto a la impotencia histórica del campesinado para construir una sociedad alternativa al capitalismo, o lo que es lo mismo, son un recordatorio del papel insustituible que tiene la clase obrera autodeterminada para darle un contenido socialista a la revolución.
VI- ¿Revolución interrumpida o revolución abortada?
La revolución interrumpida de Adolfo Gilly representó un aporte significativo en la interpretación marxista de la revolución mexicana. Su análisis clasista de este proceso revolucionario a partir de las herramientas conceptuales de la ley del desarrollo desigual y combinado, marcó un punto de ruptura con las interpretaciones maniqueístas de la burguesía y el estalinismo mexicanos, para los cuales no hubo un conflicto de clases durante la revolución[20] y todo se redujo a un problema entre “buenos y malos”.
A pesar de este mérito incuestionable, a la hora de formular sus principales conclusiones políticas Gilly se distancia totalmente de la teoría de la revolución permanente, y paradójicamente, termina asumiendo caracterizaciones propias de la revolución por etapas del estalinismo. Esto se aprecia particularmente en su valoración del estado “interrumpido” de la revolución y su caracterización de Obregón y Cárdenas como representantes de una burguesía con atributos progresistas.
Según la argumentación de Gilly, cuando se produjo el derrocamiento del gobierno de Carranza por parte de Obregón en 1920, esto significó un triunfo histórico de las masas mexicanas que originó ”el carácter bonapartista del régimen de la burguesía. Determinó que la revolución, en vez de concluir y cerrarse con una estabilización del régimen capitalista asentado en bases políticas y sociales propias, se interrumpiera en un largo e inestable interregno bonapartista. Cambió la liquidación de la revolución en beneficio exclusivo de la burguesía, por la interrupción extensa pero transitoria de la revolución.” (Gilly, 1971: 333)
Y para Gilly la reactivación de la revolución se produjo con la llegada al poder del general Lázaro Cárdenas en 1934, debido a que éste fue ”la expresión política de la segunda fase ascendente de la revolución mexicana y, una vez en el poder, se afirmó y se desarrolló como un gobierno nacionalista revolucionario y antimperialista al frente de la forma peculiar de Estado capitalista surgido de la revolución agraria de 1910-1920.” (Gilly, 1971: 355)
La sola noción de que una revolución resulte interrumpida es ya de por sí bastante conflictiva en términos marxistas. A diferencia del ajedrez, en la revolución no se puede quedar “tablas”. Ésta avanza o retrocede, triunfa o es derrotada; otra cosa es la correlación de fuerzas que se establezca en cada caso.
El trasfondo de esta formulación “gillyana” de revolución interrumpida consiste en justificar su capitulación política a sectores de la burguesía nacionalista. Esto salta a la vista cuando Gilly indica que el régimen bonapartista –al cual le atribuye cualidades progresivas– surgió tras el ascenso al poder de Obregón, con lo cual pretende establecer una diferenciación total entre éste y Carranza.
Como explicamos en nuestra periodización de la revolución, el bonapartismo fue un proyecto compartido por los dos líderes del constitucionalismo, quienes más allá de sus diferencias políticas coincidían totalmente en la necesidad de derrotar a la revolución campesina, para lo cual tuvieron que recurrir a medidas “pro obreras” para obtener respaldo político en las ciudades.
Esto no significa obviar sus profundas diferencias políticas en torno a cómo administrar el Estado burgués y sus relaciones con el movimiento obrero. Es claro que Carranza representaba a un ala más reaccionaria y represiva de la burguesía, mientras que Obregón encabezaba al sector más conciliador. Pero estas diferencias no fueron excluyentes, sino que se complementaron perfectamente a la hora de constituir ese nuevo régimen bonapartista, que como lo caracterizó Trotsky podía gobernar ”sometiendo al proletariado con las cadenas de una dictadura policial, o maniobrando con el proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones” (Trotsky, 2000: 163). Cuando la burguesía interpretó que era necesario apelar a la represión policial, tuvo en Carranza a su hombre de confianza, mientras que cuando consideró dar prioridad a la maniobra y la negociación para hacerse del apoyo del movimiento obrero optó por la figura de Obregón.
Otra demostración de esta capitulación de Gilly a la burguesía nacionalista, es su caracterización del cardenismo como ”la expresión política de la segunda fase ascendente de la revolución mexicana”, que tomó la forma de un gobierno nacionalista revolucionario. Con esta conclusión Gilly extrapola su objetivismo, llegando a otorgarles un carácter progresivo intrínseco a las medidas económicas que tomaron los gobiernos bonapartistas –como la nacionalización petrolera, la repartición de tierras–, sin responder antes a tres preguntas elementales: el qué, el cómo y el para quién de las mismas.
Saltarse estos cuestionamientos le impiden a Gilly comprender que esas medidas económicas adoptadas por los gobiernos bonapartistas no presentaban ningún rasgo progresivo –¡no se diga revolucionario!–, puesto que apuntaron en todo momento a garantizar la continuidad del capitalismo en México. Fueron implementadas desde arriba, en función de los intereses de la burguesía nacional mexicana, la cual tuvo que apoyarse en sectores del movimiento obrero para obtener un respaldo político que le proporcionara cierto margen de maniobra frente a los capitales imperialistas.
Desde nuestra parte asumimos plenamente las conclusiones políticas que en su momento planteó Trotsky con relación a la revolución mexicana y el gobierno de Cárdenas. En el artículo Qué ha sido y adónde va la revolución mexicana, publicado en noviembre-diciembre de 1939 y escrito por el trotskista mexicano Octavio Fernández tras una conversación con Trotsky, el desenlace final de la revolución es calificado como un ”aborto gigantesco”, producto del cual surgió una ”burguesía indígena totalmente nueva” (Fernández, 2000: 273-274).
Y a diferencia de Gilly que le confirió cualidades revolucionarias al régimen bonapartista y sus diferentes gobiernos, Trotsky y Fernández fueron categóricos al señalar que al ”pasar de mano en mano, de Soto y Gama a Obregón, de Calles a Graciano Sánchez, los millones de campesinos miserables no han visto resolver su situación, ni por las distribuciones realizadas por Cárdenas, y menos aún por la voraz burocracia que podría denominarse ejidista. La salida no es en la Revolución mexicana que ya ha vencido, porque ella ha creado nuevos explotadores”. (Fernández, 2000: 274)
¿Qué importancia tiene este debate sobre el carácter interrumpido o abortado de la revolución? La historia es una interpretación del pasado desde el presente. Por ello, las conclusiones que se extraen de un proceso revolucionario son de gran trascendencia para el planteamiento de las tareas revolucionarias estratégicas del presente.
Esto lo tuvieron muy presente Trotsky y Fernández a la hora de formular su artículo, el cual iniciaron con un señalamiento que aún hoy es de una gran validez política: ”NUNCA COMO HOY Y EN NINGÚN LADO COMO EN MÉXICO la palabra revolución ha tenido contenidos tan diferentes y ha servido para cubrir objetivos y actitudes tan contradictorios. Hace más de veinte años que escuchamos caracterizar a la Revolución mexicana bajo todas las formas e intitularse como revolucionarios a gente de todos los matices (…). Todo es la ”revolución”. Todos son ”revolucionarios”, desde los que venden las huelgas hasta los que actúan como agentes directos del imperialismo. El resultado es una enorme confusión en las masas obreras y campesinas (…). Frente a hechos de este género, es más que nunca necesario explicar la naturaleza de la Revolución mexicana y apreciar si ella ha sido o no capaz de resolver sus tareas históricas. Al mismo tiempo, es necesario indicar el camino de la próxima etapa.” [21] (Trotsky, 2000: 270)
Estas palabras de Trotsky y Fernández se materializaron plenamente en el posterior desenvolvimiento político de Adolfo Gilly. Su capitulación política a la burguesía “progresista” del pasado, tuvo como corolario su ingreso al reformista Partido de la Revolución Democrática, organización que desde finales de los años ochenta se convirtió en la “pata izquierda” del Estado mexicano[22].
VII. A modo de conclusión: las lecciones universales de la revolución mexicana
La revolución mexicana de 1910 representa uno de los episodios más destacados en la historia de la lucha de clases latinoamericana; nos atrevemos a decir que el más importante luego de la revolución cubana de 1959.
Su dinámica empíricamente anticapitalista llegó a poner en duda la continuidad del capitalismo mexicano; marcó un antes y un después en la historia reciente de esta nación. Por esto reiteramos lo que señalamos al inicio de esta investigación: la hazaña revolucionaria del campesinado mexicano en 1910 es un referente obligatorio para los futuros combates de la clase obrera y el pueblo mexicano; los aciertos y desaciertos de la dirección campesina de Villa y Zapata son un punto de partida obligatorio para garantizar el éxito de una eventual nueva revolución mexicana.
Pero además de las enseñanzas de carácter “local”, la revolución mexicana nos permite extraer una gran cantidad de conclusiones políticas de alcance universal, que de una u otra forma, deben ser incorporadas como parte de la teoría revolucionaria.
Desde nuestra parte, podemos señalar al menos cinco conclusiones principales:
- La revolución campesina mexicana, en particular en lo que concierne al accionar de la corriente zapatista, fue una demostración de que bajo ciertas condiciones históricas muy particulares el campesinado puede desarrollar prácticas políticas que sobrepasen las previsiones inicialmente planteadas por el marxismo –en particular por Marx y Engels–.
- A pesar de esto, los alcances revolucionarios del campesinado mexicano no lograron superponerse a las limitaciones propias de su carácter de clase, lo que de una forma excepcional vino a confirmar la caracterización marxista de que las capas intermedias de la sociedad –entre ellas el campesinado– son incapaces de postularse como una alternativa frente al capitalismo.
- Por todo lo anterior, queda plenamente demostrada la validez del axioma marxista de que sin clase obrera autodeterminada no hay revolución socialista.
- La autodeterminación de la clase obrera no se produce de manera espontánea al calor de los acontecimientos revolucionarios, tal y como demostró la experiencia mexicana con el proletariado agrícola de Morelos. Para lograr esto, es preciso la mediación de un partido político de la clase obrera, que sea capaz de interpretar las sensibilidades populares y sintetizarlas en forma de programa transicional hacia el socialismo.
- Esto desmiente toda apelación a las tesis sustituistas y objetivistas, mediante las cuales se llegó a caracterizar como “socialistas” a procesos revolucionarios donde la clase obrera estuvo del todo ausente o no llegó a intervenir como clase para sí. Tanto el sustituismo como el objetivismo representaron una equivocada revisión de la teoría de la revolución en el marxismo.
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Por esto consideramos preciso que las y los socialistas revolucionarios nos aboquemos a la tarea de reapropiarnos críticamente de la revolución mexicana como parte de nuestra herencia política. Este será un paso indispensable para que la clase trabajadora y el campesinado mexicano afronten con éxito sus luchas venideras.
[1] La denominación de “pueblo de indios” resulta un tanto ambigua, puesto que como han demostrado las investigaciones en historia colonial, en éstos residían personas procedentes de las otras castas, como mestizos.
[2] La excepción a la regla fue la independencia de Haití, puesto que la guerra independentista fue protagonizada y dirigida por los esclavos contra el orden colonial en su conjunto, incluyendo a los criollos esclavistas.
[3] Es preciso recordar que las Reformas Borbónicas implementadas en la segunda mitad del siglo XVIII, son consideradas como una de las principales causas que generaron el resentimiento criollo hacia la Corona, puesto que implicaron un mayor control político-económico sobre los virreinatos. No en balde, estas reformas son consideradas como la “segunda conquista de América por los españoles”.
[4] Para tener una real comprensión del apoyo que tuvo Hidalgo considérese lo siguiente: las fuerzas campesinas unificadas de Villa, Zapata y sectores del constitucionalismo en diciembre de 1914, llegaron a contar en su mejor momento con 60 mil hombres armados (Taibo II, 2006).
[5] Para este momento el futuro de México como proyecto de nación estaba en suspenso. La burguesía mexicana se encontraba totalmente fragmentada sobre la forma en que debía organizarse la república, situación que impidió por décadas la conformación de un Estado sólido. Esto fue aprovechado por los Estados Unidos, que luego de apadrinar la “independencia” de Texas y su posterior anexión, se lanzó a una guerra contra México y literalmente se adueñó de un 51% de su territorio. Aunado a este peligro externo, la burguesía mexicana presenció la reactivación de las luchas campesinas por la tierra, lo cual generó que durante estos mismos años se desarrollaran importantes alzamientos contra el ataque de los terratenientes.
[6] Esto fue percibido por la burguesía mexicana de la época, la cual utilizó sus medios de prensa para crear una campaña “anticomunista” contra el levantamiento campesino: “Julio López ha terminado su carrera en el patíbulo. Invocaba principios comunistas y era simplemente reo de delitos comunes. La destrucción de su gavilla afianza la seguridad de las propiedades en otros muchos distritos del Estado de México (…). Tiempo vendrá en que sea preciso ocuparse de la cuestión de la propiedad territorial; pero eso por medidas legislativas dictadas con estudio, con calma y serenidad, y no por medios violentos y revolucionarios.” (Gilly, 1971: 14)
[7] Una clara muestra de ello es que tan sólo tres años después de la rebelión dirigida por Julio López tendría lugar la Comuna de París, primer intento de la clase obrera por hacerse del control del Estado.
[8] Uno de los casos más representativos al respecto es el de las revoluciones chinas del siglo XX, en particular en lo que se refiere a la base social del ejército campesino de Mao. Para mayor información, sugerimos la lectura del trabajo sobre la revolución china de Roberto Saénz, publicado en la revista SoB 19, donde se aborda el tema del bandolerismo como estudio de caso y desde la perspectiva teórica.
[9] Esto es notable en la novela Los de abajo, escrita por el villista Mariano Azuela durante la revolución mexicana: “Villa es el indomable señor de la sierra, la eterna víctima de todos los gobiernos, que lo persiguen como a una fiera; Villa es la reencarnación de la vieja leyenda: el bandido-providencia, que pasa por el mundo con la antorcha luminosa de un ideal: ¡robar a los ricos para hacer ricos a los pobres! (Azuela, 1985: 139)
[10] Esta categoría es utilizada por el historiador marxista Erick Hobsbawm para explicar que el siglo corto XX inicia con la I Guerra Mundial y el triunfo de la revolución rusa, con lo cual se derrumbó todo el ordenamiento político victoriano del siglo XIX.
[11] Francisco Madero hacía parte de estos burgueses antireeleccionistas que se veían afectados por las políticas del gobierno que favorecían al capital extranjero. En alguna medida, esto explica la confusa intervención del imperialismo durante la revolución mexicana, puesto que la burguesía que luchaba contra los ejércitos campesinos era de corte “antimperialista”. Además, cuando explota la I Guerra Mundial el imperialismo mundial se volcó de lleno a defender sus intereses principales, por eso México no tuvo tanta importancia en la política internacional. Los EUA asumieron la defensa de los intereses imperialistas en México, pero su poca experiencia los llevó a divagar sobre a qué sector apoyar: apoyaron a Madero contra Díaz; luego a Huerta para frenar la revolución y finalmente se decantarían por Carranza contra Villa y Zapata, puesto que éste representaba los intereses históricos de la burguesía, aunque tuviera roces con el gobierno estadounidense. (Gilly, 1971)
[12] De hecho, Zapata era la síntesis personificada de esa larga tradición de resistencia campesina, puesto que sus familiares habían participado activamente en la guerra de independencia y en la guerra contra la invasión francesa.
[13] La democracia campesina zapatista es sin lugar a dudas un elemento central que explica la particularidad de la revolución mexicana. Por ejemplo, marca un punto de diferenciación medular con respecto a la revolución campesina china de 1949, puesto que el ejército de Mao funcionaba de manera burocrática.
[14] A nuestro criterio el Plan de Ayala es la superación dialéctica de los programas agraristas radicales de Hidalgo y Morelos.
[15] De hecho, aun cundo Villa radicaliza su postura política en su enfrentamiento contra Carranza y suscribe el Plan de Ayala de Zapata, fue claro en señalar que no compartía las críticas que en el mismo se lanzaban contra Madero.
[16] La misma denominación que se le otorgó al ejército de Villa, División del Norte, era clara en cuanto a los intentos por disminuir su peso político-militar. Pero esta formalidad nominal no fue suficiente para ocultar lo que era una realidad clara: que el ejército campesino de Villa era una maquinaria que estaba barriendo con todo lo que se interpusiera en su camino.
[17] A. Yakovlev fue un epígono estalinista. Trotsky lo cita para demostrar cómo a pesar de combatir al “trotskismo”, cuando los epígonos realizaban un trabajo serio sobre la revolución rusa terminaban por darles la razón a los planteamientos de la revolución permanente. Esto fue lo que ocurrió con Yakovlev, quien realizó un trabajo serio sobre la historia de la revolución de octubre.
[18] Fruto de este acuerdo, los obreros se incorporaron a la guerra contra la División del Norte por medio de los Batallones Rojos, que dispusieron alrededor de 7 mil obreros armados.
[19] Esta interpretación objetivista fue la que sostuvo Nahuel Moreno, con el pequeño desatino de que toda la evidencia histórica apuntaba a que la clase obrera china estuvo ausente de la revolución.
[20] Por ejemplo tenemos el análisis de la revolución que realiza un ex militante del Partido Comunista Mexicano, Enrique Semo, quien la visualiza como “… parte de un ciclo de revoluciones burguesas que se inicia con la transición de nuestro país al capitalismo y que termina en el momento en el cual la burguesía mexicana pierde toda reserva revolucionaria, es decir, toda capacidad de plantear y resolver los problemas del desarrollo del capitalismo por el camino revolucionario…” (Semo, 1980: 138-139). ¿Y en qué momento se produce esto? El militante comunista no duda en darnos la fecha: 1940, cuando ya no quedaba rastro alguno del frenesí revolucionario mexicano.
[21] La negrita es nuestra.
[22] Posteriormente Gilly rompería con el PRD, pero no por un retorno a posturas revolucionarias, sino por diferencias menores.
Por Víctor Artavia, Revista SoB 23-24, diciembre 2009