Dic - 1 - 2009

Sin haber sido un dirigente político sino esencialmente un académico de izquierda, el trabajo de Grossmann –nacido en Cracovia, hoy Polonia, entonces Galitzia austríaca– representa una síntesis muy valiosa de la teoría económica marxista. Lamentablemente, sus obras y en particular la que aquí comentaremos, La ley de la acumulación y el derrumbe del sistema capitalista (en adelante LADSC, México, Siglo XXI, 1984), no han sido objeto de difusión y estudio sistemático ni siquiera en la izquierda revolucionaria, aunque sus méritos son reconocidos por autores muy influyentes en el ámbito de la economía marxista, como Rosdolsky y Shaikh. Precisamente en función de su limitada difusión, nos permitiremos, a riesgo de abusar de la paciencia del lector, citar su trabajo de manera acaso más profusa que lo recomendable.

Nos limitaremos aquí a un aspecto de su exposición, la referida a la función económica del imperialismo. Cabe comenzar por recordar la tesis central de Grossmann, que se ubica en línea, a nuestro juicio, con la interpretación más clásica de la teoría del valor y de las crisis en el propio Marx. Para Grossmann, el origen de las crisis (lo que él denomina “derrumbe”, término que, como señaláramos, en último análisis remite a los límites intrínsecos de la acumulación, pero que se presta a abusos en los que el propio Grossmann a veces incurre) no es, justamente, externo a la acumulación. Siguiendo el criterio de Marx, “el límite del capital es el capital mismo”, en la medida en que la “carrera” por acumular, valorizar, realizar plusvalía y volver a acumular termina deteniéndose, en el fondo, no por obstáculos en la realización –postulados por Rosa Luxemburg y en general por la escuela subconsumista– sino por insuficiente valorización del capital acumulado. Y esta insuficiencia deriva de la acumulación misma, de la creciente composición orgánica del capital y de la consiguiente tendencia a la baja de la tasa de ganancia.

Es imposible resumir aquí, o siquiera mencionar en detalle, la enorme riqueza teórica del texto de Grossmann, que no constituye una mera exposición o elucidación de El capital –aunque eso ya tendría en sí su valor– sino que desarrolla aspectos y actualiza problemáticas de cara a la evolución capitalista del siglo XX.[1] Se propone, en suma, lo mismo que Marx en su obra mayor: “Sacar a la luz la ley económica que rige el movimiento de la sociedad moderna (…) las leyes naturales de la producción capitalista. Se trata de estas leyes mismas, de estas tendencias que operan y se imponen con férrea necesidad” (K. Marx, El capital, I, prólogo).

Entrando en materia, digamos que Grossmann parte de la elaboración marxista sobre el imperialismo, sobre todo de Lenin, pero considera que los rasgos que adjudica al imperialismo la teoría leninista suelen no exceder el plano de la descripción. Así, por ejemplo, en referencia a las tendencias al estancamiento y al parasitismo, así como al carácter agresivo del imperialismo, “Lenin enlaza este fenómeno con los monopolios (…) pero esta comprobación es insuficiente (…) El monopolio es un sólo un medio para acrecentar las ganancias (…) para mejorar la valorización, y en consecuencia es sólo un fenómeno superficial, cuyo último núcleo latente es la insuficiente valorización que tiene lugar con la acumulación del capital. Y porque la valorización del capital falla, resulta de ello el carácter agresivo del imperialismo, su esfuerzo por restituir a cualquier precio la valorización del capital (…) De aquí se explica la agresiva política en lo interno: el aumento de la presión contra la clase obrera y el incremento de la valorización a través del hundimiento de los salarios; de esto resulta la agresiva política hacia el exterior, para hacer tributarias a naciones extranjeras con el mismo fin. Aquí se encuentra entonces la raíz oculta del estado rentista capitalista, el carácter parasitario del capitalismo en la época avanzada de la acumulación de capital. Dado que la valorización del capital, dentro de un estado dado con un elevado grado de acumulación, falla, deben ganar cada vez más importancia los tributos provenientes de afuera. El parasitismo se convierte en un método para prolongar la vida del capitalismo” (LADSC, pp. 175-176).

 

  1. El comercio exterior: intercambios no equivalentes

 

Grossmann comienza por recordar que Marx excluyó del esquema de El capital, por razones metodológicas, un tratamiento sistemático del comercio exterior. Ese tema correspondía, en el plan primitivo de 1857, al quinto libro (sobre seis), después del relativo al Estado y antes del último, sobre el mercado mundial y las crisis (cf. Rosdolsky, Génesis…, pp. 38-39). Sin embargo, para Marx “es en el comercio exterior donde se desarrolla el verdadero carácter del plusvalor (…) al desarrollarse como trabajo social el trabajo contenido en ella; gracias al comercio exterior, este trabajo social se proyecta sobre una gama infinita de valores de uso” (Teorías de la plusvalía, III, citado en LADSC, p. 273). Este ancho campo que se ofrece al plusvalor para desarrollarse no se limita a la multiplicación de los valores de uso, sino que se beneficia de las “ventajas de la especialización” en la “lucha competitiva sobre el mercado mundial”.

Y esto es posible “sólo en la fase avanzada de la acumulación de capital”, esto es, cuando “la extensión y afianzamiento de un mercado de salida lo más grande posible se convierte en una cuestión vital del capitalismo (…) De allí también el triunfante avance en el área nacional de la gran empresa sobre la pequeña y mediana empresa. De allí también la tendencia a la formación de un imperio transnacional” (LADSC, p. 276). No hace falta aclarar que Grossmann está en las antípodas del “Imperio” de Negri-Hardt, ya que se refiere explícitamente a tendencias que a su vez generan nuevas contradicciones. Sí cabe resaltar que Grossmann pone fecha a estos nuevos desarrollos, anclándolos en una fase determinada de la acumulación. Esto remite a las “edades del capitalismo” de Trotsky, y se anticipa a conceptualizaciones que pasan por alto estas diferencias específicas de edad del imperialismo, como las de Dumenil y Levy, que luego mencionaremos.

Grossmann constata que el lugar del comercio exterior en el capitalismo ha sido habitualmente “descuidado” en el marxismo, al punto de verse en la obligación de recordar que “Ricardo mantiene (…) la equivalencia de valor también en el comercio exterior. Marx, en cambio, acentúa el papel de la competencia en las relaciones internacionales entre estados” (LADSC, p. 278)

El marxista paquistaní Anwar Shaikh hace una atinada crítica a ciertas escuelas del marxismo, como la de Arghiri Emmanuel, e incluso al “análisis estándar marxista” (lo que ya es más discutible) que, por omisión, “aceptan la ley de costos comparativos de Ricardo como válida en sus propios fundamentos”, y como “no pueden refutar esta ley, las teorías mencionadas están obligadas a mantener toda la carga del desarrollo desigual sobre los movimientos de capital”. Esto es, “factores adicionales: monopolio, inversión extranjera, poder político, conspiración”, todos los cuales son extrínsecos al intercambio mismo de mercancías (Valor, acumulación y crisis, Buenos Aires, RyR, 2006, p. 206). Extrañamente, Shaikh no hace referencia alguna a Grossmann –a quien por otra parte cita aprobatoriamente en el terreno de las teorías de las crisis–, como si no perteneciera al ámbito del “análisis estándar marxista”, que Shaikh identifica con Lenin y, acaso, las lecturas “oficiales” (stalinistas) de Lenin.

Pero, como se ve, la obra de Grossmann puede y debe integrarse a la corriente más clásica (“estándar” suena casi peyorativo) del análisis económico marxista. Y no es necesario recurrir aún a la exportación de capitales u otros fenómenos más contemporáneos del imperialismo para explicar económicamente la relación general (válida para todas las fases del capitalismo, incluida, naturalmente, la del imperialismo) de explotación y transferencia de plusvalía de la periferia al centro.[2]

Así describe Grossmann el mecanismo fundamental: “Si se examina sólo la esfera de la producción, entonces resulta, en relación con las tasas nacionales de ganancia, que éstas son más elevadas en países económicamente menos desarrollados – como consecuencia de la baja composición orgánica del capital– que en los países altamente desarrollados, si bien la tasa de plusvalor es significativamente mayor en éstos últimos (…) Pero dado que en el comercio internacional no se intercambian equivalentes, porque aquí, lo mismo que en el mercado interno, existe la tendencia a la nivelación de la tasa de ganancia, entonces las mercancías del país altamente desarrollado, o sea, de un país de composición orgánica media más elevada, son vendidas a precios de producción que son siempre mayores que los valores, mientras que, por el contrario, las mercancías de países con composición orgánica de capital inferior son vendidas en libre competencia a precios de producción que por regla general deben ser inferiores a sus valores (…) De esta manera en el mercado mundial se producen, dentro de la esfera de la circulación, transferencias del plusvalor producido en el país poco desarrollado al altamente desarrollado, dado que la distribución del plusvalor no se realiza por cantidad de obreros ocupados sino según la magnitud del capital en función” (LADSC, pp. 278-279).

Según Marx, “Ricardo tergiversa completamente la influencia del comercio exterior (…) No ve la enorme importancia que tiene para Inglaterra, por ejemplo, la posibilidad de adquirir materias primas más baratas para la industria (…) tres jornadas de trabajo se cambi(an) por lo que en otro país representa sólo una jornada de trabajo. En tales casos, la ley del valor experimenta variaciones sustanciales (…) en tales casos, el país rico explotará siempre al país pobre” (Teorías de la plusvalía, III, citado en LADSC, p. 279).[3]

Así, “en relación con la formación de precios en el mercado mundial, se trata del mismo principio que regula los precios del capitalismo concebido en forma aislada. Pero éste último es sólo una construcción teórica de ayuda, y sólo el mercado mundial (…) constituye un fenómeno real y concreto” (LADSC, p. 279). Esta unidad metodológica entre la formación de precios (y de cuotas de ganancia) en la esfera nacional y en la internacional es subrayada asimismo por Shaikh (Valor…, cap. 4, passim). Dicho por el propio Marx, “lo que vale para el comercio exterior vale asimismo para el comercio interior” (El capital, III).

Resume Grossmann: “Así como dentro del capitalismo pensado aisladamente los empresarios que están equipados con una técnica adelantada en relación con el promedio social y venden sus mercancías a precios sociales medios obtienen una ganancia extra a expensas de aquellos empresarios cuya técnica está por debajo de la media social, así también en el mercado mundial los países con un desarrollo técnico más elevado obtienen ganancias extraordinarias a costa de aquellos países cuyo desarrollo técnico y económico está rezagado. Marx señala que esta función del comercio exterior es un fenómeno permanente que acompaña al capitalismo desde sus comienzos” (LADSC, p. 280).[4] Y tras una serie de citas de Marx ilustrando el fenómeno, se concluye: “En todos los casos aquí enumerados, la ganancia de los países capitalistas más desarrollados representa una transferencia de la ganancia del país menos desarrollado (…) se crea para el país más desarrollado, junto al plusvalor producido en el mismo, un plusvalor adicional, que fue producido en el país poco desarrollado y transferido al país más desarrollado con la ayuda de la competencia en el mercado mundial, o sea por la vía del intercambio desigual, un intercambio de no equivalentes” (LADSC, p. 281, subrayado por Grossmann).

Y agrega que es sólo a partir de la explicación de las tendencias íntimas del capitalismo contemporáneo que “se está en condiciones de entender la enorme importancia de este proceso de transferencia por la vía del comercio exterior y de entender la verdadera función de la política de expansión imperialista”, puesto que “una inyección de plusvalor obtenido de afuera por la vía del comercio exterior debe elevar la tasa de ganancia y, así, actuar en forma moderadora sobre la tendencia al derrumbe” (LADSC, pp. 281-282). De paso, digamos que ésta es la ubicación de Milcíades Peña cuando sostiene que “la concentración de la producción surge a consecuencia de la evolución interna de la economía capitalista, que provoca una tendencia decreciente de la ganancia. El capital financiero no encuentra ocupación lucrativa en las metrópolis imperialistas y se exporta a los países atrasados. (…) Invirtiéndose en los países atrasados, el capital financiero obtiene una elevada ganancia que compensa la tasa decreciente de la misma en las metrópolis. Eso es, en esencia, el imperialismo (…) El monopolio constituye, en última instancia, un intento de frenar la tendencia constante al descenso de la cuota de ganancia” (Industrialización…, cit., pp. 95-96).

En el encuadre teórico-metodológico de Grossmann, siguiendo estrechamente a Marx, la tendencia al descenso de la tasa de ganancia no es otra cosa que la barrera que el capital se pone a sí mismo cuando el nuevo valor acumulado no logra valorizarse, y es este socavamiento silencioso e inexorable el que “intenta frenar” el imperialismo en tanto fase superior de la acumulación misma. Por eso se señala: “En el hecho de la insuficiente valorización (…) se encuentra la profunda raíz económica de la expansión imperialista, la permanente tendencia a la dominación capitalista y política de siempre nuevos territorios. En ese sentido, Lenin tiene razón cuando dice: ‘Los capitalistas no se reparten el mundo llevados por una particular perversidad, sino porque el grado de concentración a que se ha llegado los obliga a seguir ese camino para obtener beneficios’” (LADSC, p. 294; la cita de Lenin corresponde a El imperialismo…, ed. cit., p. 93).

Por otra parte, el intercambio desigual en el comercio exterior es “una tendencia permanente del capitalismo desde sus comienzos”. Como observa Shaikh, “el desarrollo desigual es inherente a la interacción internacional de las naciones capitalistas. Sólo sobre estas bases podemos distinguir el imperialismo como una etapa en el desarrollo capitalista del desarrollo desigual como una tendencia inmanente en todas las etapas” (Valor…, p. 251).

¿Cuál es, entonces, el lugar específico del intercambio desigual en la fase imperialista? Responde Grossmann: “Sólo en las fases más avanzadas de acumulación de capital, cuando es cada vez más difícil valorizar las enormes masas de capital acumuladas (…) sólo entonces la cuestión de la inyección de ganancias adicionales desde fuera, por la vía del comercio exterior, se convierte en una cuestión vital del capitalismo. Se trata, precisamente, de atenuar la tendencia al derrumbe. De ahí la violencia de la expansión imperialista (…) La acumulación de capital en su fase tardía da como resultado una aguda competencia de todos los países capitalistas en el mercado mundial” (LADSC, p. 282). Éste último aspecto recuerda al quinto de los rasgos del imperialismo señalados por Lenin, pero le da un ángulo más materialista, en el contexto de una explicación teórica.

Grossmann cierra el punto con la siguiente consideración: “El imperialismo, lejos de ser sólo un episodio que pertenece al pasado y que va perdiendo cada vez más importancia, está más bien instalado en la esencia del capitalismo y particularmente en las etapas más avanzadas de acumulación de capital. Las tendencias imperialistas adquieren así con el proceso de la acumulación cada vez más fuerza, y sólo serán superadas junto con la superación del capitalismo mismo” (ídem, p. 283). De esta manera, el concepto de imperialismo va aparejado a la “edad madura” del capitalismo –no a cualquiera de sus fases–, y en esa medida, ya no hay posibilidad de otro tipo de capitalismo no imperialista. Porque, contra Kautsky, no se trata de políticas episódicas, sino de un factor estructural, “instalado en la esencia del capitalismo en su fase más avanzada”, y que brota del proceso mismo de la acumulación.

Es justamente la diferencia de “maduración” –esto es, de acumulación de capital– la que considera Grossmann a la hora de definir el imperialismo: “La diferencia característica señalada por Lenin entre el viejo y el nuevo capitalismo existe realmente, pero no se encuentra en conexión causal necesaria con el capitalismo competitivo o con el capitalismo monopolista; se explica más bien a partir de la diferencia entre la fase inicial y la fase tardía de la acumulación de capital” (ídem, p. 340)

Saldremos ahora de un elemento más general del capitalismo como el comercio exterior para pasar a otro más específico de la época imperialista, también señalado en su momento en la definición de Lenin.

 

  1. La función de la exportación de capital

 

El problema de la exportación de capital ha sido identificado ya en Ricardo, que entendía que se trataba siempre de una elección del capitalista, no de una necesidad, en virtud de una ganancia eventual mayor que en el ámbito doméstico. Hobson, en su libro sobre el imperialismo, le concede una importancia primordial. En el marxismo, señala Grossmann, el fenómeno fue señalado por múltiples autores (Varga, Lenin, Bujarin). Pero en general no se va más allá de la descripción, y no hay una explicación en términos teóricos marxistas de la cuestión. Así, Varga y Bujarin parten de la premisa en el fondo ricardiana de que la exportación de capital obedece a mejores posibilidades de obtener mayores utilidades, pero no hallan obstáculo alguno en sí a las posibilidades de inversión en el interior de un país dado. Pero “si se afirma que no existe presión para la exportación de capital, entonces uno se cierra el camino para la comprensión de la base económica del imperialismo” (ídem, p. 323). El propio Lenin comienza así la sección sobre el tema: “Lo típico del antiguo capitalismo, cuando la libre competencia dominaba plenamente, era la exportación de mercancías. Lo típico de la última etapa del capitalismo, cuando impera el monopolio, es la exportación de capitales” (El imperialismo…, p. 77). Pero esta afirmación tampoco supera la descripción, y, en la medida en que admite una lectura en clave explicativa, establece una correlación que para Grossmann, como vimos, no apunta a lo esencial: la “edad” de la acumulación.

Grossmann acepta la definición de Hilferding de exportación de capital como “exportación de valor que está destinado a producir plusvalor en el extranjero. Es esencial que el plusvalor quede a disposición del capital nacional (…) La exportación de capital disminuye la cantidad nacional de capital e incrementa la renta nacional” (Finanzkapital, citado en LADSC, p. 324). Pero Hilferding, como Bauer, explican la exportación de capital sólo en función de una tasa de ganancia más elevada. Hilferding incluso sostiene la posibilidad ilimitada de expansión de la producción.[5]

Dos problemas aquí. Primero: el capitalismo, a medida que avanza en su acumulación, limita las posibilidades de reproducción –esto es, expansión y valorización­– dentro de las fronteras nacionales, insuficientes para contener las exigencias de valorización de masas crecientes de capital. De allí la presión a la exportación de capital. Segundo: no se debe caer, explica Grossmann, en “la banal concepción según la cual la tasa de ganancia más alta de los países menos desarrollados es la causa de la exportación de capital. No la tasa de ganancia, sino la masa de plusvalor obtenida prorrateadamente del capital es mayor en esos países”. Y vuelve a traer a colación la analogía entre la ganancia mayor del empresario con mejor técnica productiva, en el interior de un país, y los países desarrollados, que en el mercado mundial “obtienen plusganancias a expensas de aquellos países cuyo desarrollo técnico y económico está más atrasado. En este hecho se encuentra el estímulo y al mismo tiempo la coerción para un permanente desarrollo de la técnica, para la realización de una siempre más alta composición orgánica del capital en los países de alto desarrollo capitalista” (ídem, pp. 326-327).

Por otro lado, el pensamiento de Grossmann no cae en las vulgaridades que luego caracterizarían al nacionalismo populista y a algunos de los “teóricos de la dependencia”, que luego veremos. Así, manejando sin nombrarla la ley del desarrollo desigual y combinado de manera dialéctica, aclara que “no es exacto que la composición orgánica del capital en los países recién abiertos a la producción capitalista sea siempre menor que en las metrópolis. Si el capitalismo europeo occidental necesitó 150 años para evolucionar (…) los territorios coloniales (…) no necesitan repetir este largo desarrollo. Ellos reciben los capitales que vienen de Europa en su forma más madura (…) de esta manera se saltan por encima de largas series de etapas de desarrollo histórico”, y da incluso dos ejemplos de la Argentina: las industrias del quebracho y de la leche, de modo que “en estos sectores de la producción modernamente construidos, la composición orgánica del capital no es ciertamente inferior a la de las empresas análogas de la altamente capitalista Europa occidental” (ídem, pp. 327-328). Digamos de paso que un empleo más consciente e igualmente dialéctico de la ley del desarrollo desigual y combinado se encuentra en Milcíades Peña también a propósito de este tema.

Volviendo a la exportación de capital, Grossmann sostiene que “tampoco en Lenin el problema de la exportación de capital es teóricamente explicado de modo suficiente, si bien hizo al respecto agudas observaciones (…) la exportación de capital es puesta en conexión con la riqueza y la enorme acumulación de capital en los países capitalistas desarrollados, lo que parece confirmado por la observación de hechos empíricos”, pero no hay en Lenin, “tal vez por el carácter popular de esa obra”, es decir, El imperialismo…, “un análisis teórico de los hechos que nos muestre la necesidad de la explotación de capital en el capitalismo avanzado”. Para Grossmann, Lenin describe el fenómeno como resultado de que el capitalismo ha “madurado excesivamente” y al capital “le falta campo para colocación lucrativa” (El imperialismo…, p. 78), pero no explica “en qué consiste esa excesiva madurez” (LADSC, pp. 335-336).

De lo que se trata aquí es de la sobreacumulación absoluta de capital, que no ocurre, como cree Ricardo, cuando el capital “deja de arrojar ganancia”, ya que “puede producirse con un rédito relativamente alto del capital. No importa el nivel absoluto del rédito, sino de la relación de la masa del plusvalor con la masa de capital acumulado” (ídem). Para Marx, hay sobreacumulación absoluta no cuando cesa de producirse plusvalor, sino si “el capital acrecido sólo produjera la misma masa o incluso una masa menor de plusvalor que antes de su crecimiento” (El capital, tomo III, citado en LADSC, p. 337). Es decir, “es acumulado más capital del que pueda colocarse en la producción (…) De ahí los préstamos al extranjero, etc., en una palabra, las inversiones con fines de especulación” (Marx, Teorías de la plusvalía, II, en LADSC, p. 338).

El capitalismo avanzado debe huir como de la peste de “las limitaciones de la producción capitalista”, de los obstáculos que encuentra “en virtud de sus leyes de valorización (…) la valorización del capital fundada en el carácter antagónico de la producción capitalista no permite el libre y real desarrollo más que hasta cierto punto, es decir, que de hecho configura una traba y una barrera inmanentes de la producción, constantemente quebrantadas por el sistema crediticio” (El capital, tomo III, ídem, p. 339-340). De este modo, concluye Grossmann, “la barrera de la sobreacumulación, de la insuficiente valorización, es salvada por el sistema crediticio, esto es, por la exportación de capital y por el plusvalor adicional obtenido a través de ella. En este sentido, la exportación de capital es necesaria y característica para la fase tardía de la acumulación de capital” (ídem, p. 340), o, lo que es lo mismo, para la fase imperialista del capitalismo.

Esta distinción es pertinente por cuanto “el fenómeno de la exportación de capital es conocido desde los comienzos del capitalismo. Pero dado el escaso nivel de acumulación de capital en el siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, la exportación de capital era para el capitalismo de aquel entonces algo no típico, sino transitorio” (ídem, p. 363).[6]

Por eso, ya en el siglo XX, “la sobreabundancia de capital sólo puede ser superada mediante la exportación de capital (…) (que) no es más un fenómeno ocasional, sino que se convirtió en un fenómeno típico y necesario para todos los países de desarrollo capitalista avanzado” (ídem, p. 364).

Junto con ventajas como el control de las fuentes de materias primas baratas frente a los imperialismos rivales, para Grossmann “el verdadero sentido de la exportación de capital se encuentra en la obligación del pago de tributos por parte del receptor del crédito al otorgante”, generando un flujo financiero continuo con beneficio para el país acreedor (LADSC, p. 341). Ya Lenin, como vimos, había hecho referencia a la división del mundo entre “un puñado de estados usureros y una enorme mayoría de estados deudores”.

Digamos que éste es uno de los criterios ineludibles a la hora de establecer el lugar de un país en el sistema de naciones imperialista. Por ejemplo, Milcíades Peña define a la Argentina como país semicolonial (siguiendo la categorización clásica de Lenin) “en primer lugar, por su dependencia de las metrópolis imperialistas, de las cuales es deudora, y en segundo término, por su rol en el mercado mundial de abastecedora de alimentos y materias primas” (Industrialización…, p. 165). Cabe consignar que el peso estructural de la deuda pública sobre las economías nacionales de la mayoría de los países atrasados era por entonces (antes de 1965) categóricamente inferior al actual.

Por otra parte, Shaikh observa que en su crítica a los que él llama “neoricardianos” como Emmanuel que el propio intercambio comercial –sin intervención de “factores perturbadores” como el monopolio, la opresión política, etc. – refuerza la desigualdad de desarrollo capitalista de origen[7], ya que “la desventaja absoluta del país capitalista subdesarrollado tendrá como resultado déficits comerciales crónicos y préstamos internacionales acrecentados. Tal país estará con déficit crónico y crónicamente endeudado” (Valor…, p. 233). Y resume que “estos resultados representan las tendencias automáticas del comercio libre y sin impedimentos entre naciones capitalistas con diferentes niveles de desarrollo. No es el monopolio o la conspiración sobre lo que descansa el desarrollo desigual, sino la libre competencia misma”, porque, a diferencia de lo que ocurre en el comercio entre países de desarrollo similar, hay un “desbalance estructural” en el intercambio entre países capitalistas desarrollados y subdesarrollados a favor de los primeros (ídem, pp. 234-235). Haremos un examen de los efectos de la inversión directa según Shaikh en el capítulo 4.

Para concluir el punto, digamos que Grossmann vincula la exportación de capital con otra tendencia del imperialismo en el plano económico que enseguida veremos, a saber, el desarrollo de tendencias parasitarias, rentistas y especulativas, y el cambio de las relaciones entre capital financiero, capital industrial y capital en forma dineraria. Así, explica que “el capital dinerario no fructífero debe acudir (…) (a) la exportación de capital como la única posibilidad importante de inversión que queda” (LADSC, p. 367). Y en el plano político de las relaciones entre estados, “en la medida en que aumenta el número de países exportadores de capital y se acreciente la masa de sus capitales, la competencia en el mercado mundial, la lucha por las esferas de inversión lucrativas se intensificará (…) la lucha por las esferas de inversión representa la mayor fuente de peligro para la paz mundial” (ídem, pp. 368-369).

Al margen de lo proféticas que resultaban estas palabras a diez años del inicio de la Segunda Guerra (y antes del crack de Wall Street), es importante retener que Grossmann considera que las contradicciones interimperialistas –otro de los “rasgos” de la definición de Lenin– son consustanciales a la etapa avanzada de la acumulación capitalista.

 

  1. El rol de la industrialización de la periferia

 

Es un lugar común en la literatura antiimperialista superficial y teóricamente vulgar –el nacionalismo populista ha hecho escuela en ese sentido– que existiría una contradicción irreductible entre los intereses imperialistas y la industrialización de la periferia. Que esto no es nuevo lo demuestra que Grossmann se vio obligado a titular así un apartado de su libro: “¿La industrialización de los países coloniales significa el fin del capitalismo?” (LADSC, p. 284). Su polémica es esencialmente contra Luxemburgo, aunque fue Kautsky el que formuló la teoría de que el imperialismo sólo podía prosperar como explotación de medios agrarios no capitalistas o atrasados. En todo caso, la idea de que el imperialismo se opone siempre y de manera absoluta a toda forma de industrialización ha sido planteada con frecuencia en América Latina, y no sólo por ignorancia teórica sino por razones políticas. Así, si se ha afirmado que “el desarrollo de industrias nativas expresa el fin del imperialismo” (Jorge A. Ramos en 1953, citado en M. Peña, Industrialización…, p. 97), ello revela no sólo un pensamiento antidialéctico sino, sobre todo, una vocación de asignar, casi por carácter transitivo, virtudes antiimperialistas a todo impulso industrializador proveniente de las burguesías de países dependientes.

Esto equivale a afirmar que “el imperialismo sólo puede vivir y desarrollarse en un medio agrario no capitalista” y que “sólo es posible porque los países atrasados carecen de industria” (ídem), argumentos adelantados por Kautsky, Otto Bauer y, aunque en otro contexto, Rosa Luxemburgo.

Sin embargo, objeta Grossmann, los hechos son que “la industrialización de los nuevos países da indirectamente un gran impulso a la industria europea. Es que el desarrollo industrial de la economía de los nuevos países se realiza fundamentalmente con medios de producción europeos (…) ¡Junto a un permanente retroceso de la exportación de mercancías textiles inglesas, la exportación de maquinaria textil alcanzó cifras récord! La industria de los nuevos países, lejos de ser ‘el comienzo del fin’, representa más bien un incremento de las posibilidades de exportación. Pues el país que se encuentra en los comienzos de su industrialización produce por cierto las mercancías de consumo más simples, pero la naciente industria origina nuevas necesidades de mercancías que la nueva industria no está en absoluto en condiciones de suministrar” (LADSC, p. 285).

Dando casi el mismo ejemplo, Peña sentencia: “En esencia, toda la teoría sobre el ‘fin del imperialismo’ como consecuencia del desarrollo industrial de los países atrasados consiste en esa trasnochada vulgaridad de tendero según la cual el surgimiento de fábricas en los países atrasados perjudica al imperialismo porque le resta mercados (…) Ésta es sólo una verdad a medias, o sea una falsedad completa (…) Algunos sectores imperialistas se ven perjudicados. La industria textil inglesa, por ejemplo, perdió su mercado a consecuencia de la expansión de la industria textil argentina (…) Sin embargo, el crecimiento industrial del país expande el mercado para otros sectores imperialistas, que son justamente los más poderosos y los que cada vez más imprimen el sello de su propia política a la política general del imperialismo” (Industrialización…, subrayado por Peña, p. 100).

Como veremos luego, la propia sustitución de importaciones conocida en América Latina y la periferia en general en el período de posguerra hasta los 70 no recortó un milímetro los lazos de dependencia económica de los países atrasados respecto del imperialismo; de hecho, los reforzó. Y no hay por qué extrañarse: el deformado crecimiento industrial de países atrasados como la Argentina, explica Peña, “no ha cerrado el mercado argentino a las exportaciones imperialistas. Todo lo contrario: la Argentina depende ahora más que antes de sus importaciones desde las metrópolis”. Y cita un informe del período peronista (1948) que ilustra con toda precisión lo que Grossmann llama “las nuevas necesidades que la nueva industria no está en condiciones de suministrar” en los países atrasados: “Si hemos podido reemplazar bienes de consumo que antes se importaban mediante una producción propia, también hemos fundado industrias que dependen de la importación de materias primas, productos terminados y maquinarias” (Economic Survey, en M. Peña, cit., p. 102). Rasgo que caracteriza a la industria argentina –y a la de los países atrasados en general– hasta hoy.

Es por eso que, para Grossmann, “los territorios coloniales tienen realmente cada vez más importancia como áreas de colocación. ¡Pero sólo en cuanto se industrialicen! (…) Pues la capacidad de absorción para las mercancías crece paralelamente con el nivel de desarrollo capitalista: las colonias con producción industrial son regiones de colocación mejores que las colonias puramente agrícolas” (LADSC, p. 286). La clave es precisamente esa “capacidad de absorción de mercancías”, que se halla en proporción directa al desarrollo industrial, a punto tal que Grossman demuestra que sólo dos pequeños países como Bélgica y Suiza compraran a Alemania más mercancías que todos los países de Asia, África y Oceanía juntos (ídem, p. 287). Contra la idea extendida (y vulgar) de que el rol central de la periferia consiste en ser mera compradora neta de mercancías, Grossmann argumenta que los países de la periferia “no son los consumidores de mercancías capitalísticamente producidas, sino que predomina precisamente la relación contraria. Todos los estados capitalistas (industriales. MY) tienen, mientras se trate de la pura relación comercial, una balanza comercial pasiva, o sea, importan más mercancías de las que exportan”, y ese saldo comercial deficitario se nivela –o más bien, se compensa ampliamente– con los dividendos provenientes de cuentas no comerciales, en primer lugar los intereses de las inversiones de capital (ídem, p. 289).

Se justifica aquí una breve digresión sobre la polémica de Peña contra las miradas superficiales respecto de la relación entre industrialización e imperialismo, en la medida en que, probablemente sin conocerlo (nunca cita a Grossmann), el argentino llega a conclusiones muy similares a las del centroeuropeo, coincidencia que no tiene nada de accidental sino que revela una matriz metodológica común de buen cuño marxista.

Peña observa en primer lugar que la exportación de capital bajo la forma de empréstitos, señalada por Lenin, se ve desplazada en ese momento histórico (décadas del 50 y 60) por las inversiones directas. Y con este cambio, explica, “se ha desarrollado una concepción según la cual la aparición de industrias en los países atrasados significa un proceso de industrialización similar al que han seguido los ahora países avanzados. De acuerdo con esta concepción, el imperialismo se opondría al crecimiento del mercado interno y al desarrollo de la industria de los países atrasados. Las grandes potencias estarían interesadas en reducir a los países coloniales y semicoloniales a simples fuentes de materias primas, que una vez procesadas en las metrópolis se exportarían a la periferia agraria. Nada tan alejado de la realidad ni tan a la medida de la propaganda imperialista” (Industrialización…, p. 121). Tras citar al desarrollista y ex presidente argentino Arturo Frondizi en su denuncia de que el imperialismo quiere volver a las épocas de Canning y asignar a la Argentina el papel de “huerta alimenticia”, agrega: “Esta forma de pensar no es exclusiva de políticos burgueses. Prácticamente todas las corrientes argentinas de izquierda tienen una concepción similar de las relaciones entre el imperialismo y los países atrasados” (ídem, pp. 121-122).

La supuesta imposibilidad de que el imperialismo fomente algún tipo de desarrollo industrial en los países atrasados porque eso “agravaría sus contradicciones” apunta en verdad a la apología directa o encubierta de las burguesías industriales periféricas, porque de esa premisa “se deduce que toda industria surgida en los países atrasados es nacional y tiene un sentido antiimperialista” (ídem, p. 105).

Sobre la base de un serio análisis empírico de las inversiones de EE.UU. en la Argentina, Peña demuestra el carácter de fábula ideológica de la “incompatibilidad absoluta” entre imperialismo e industria local, y concluye: “El lugar común según el cual el capital imperialista se perjudica con el crecimiento del mercado interno y la industria de los países atrasados queda claramente desmentido (…) El capital extranjero no sólo participa en el surgimiento de industrias que producen para el mercado interno, sino que también promueve la exportación de los productos industriales de los países atrasados” (ídem, p. 124).

Contra la postura antidialéctica defendida por el populismo, que ve en el imperialismo un enemigo tout court de toda forma de industrialización en los países atrasados, sostiene Peña: “La esencia misma del imperialismo implica la utilización de las diferencias de nivel que existen en el desarrollo de las fuerzas productivas de los distintos sectores de la economía mundial (…) Diferencias de nivel que se mantienen aunque en los países atrasados surja una industria, si ésta es incapaz de elevar la productividad de la economía nacional en su conjunto” (ídem, p. 98). Es precisamente a este proceso que eleva la capacidad productiva, exportadora y de absorción de mercancías, pero que no “eleva la productividad nacional en su conjunto”, que Peña llama pseudoindustrialización. ¿En qué se distingue este proceso del verificado en los países capitalistas desarrollados, y por qué no puede llamárselo industrialización genuina? ¿Por qué esta pseudoindustrialización no es incompatible con, sino funcional a, la dominación imperialista, ni es expresión del “antiimperialismo” de la burguesía industrial vernácula? La respuesta de Peña es un ejemplo de uso dialéctico de la categoría de desarrollo desigual y combinado: “El capital internacional, aquí como en todos los países atrasados, estimuló el desarrollo económico del país, pero sin sacarlo de su atraso relativo al nivel de desarrollo de las metrópolis, sino simplemente perpetuándolo con un nuevo aspecto (…) La gran industria moderna coexiste con un atraso general de la economía que, a su vez, reacciona sobre la industria, imprimiéndole un carácter improductivo, ineficiente y atrasado en su conjunto (…) El desarrollo combinado consiste en esa particular evolución de los países atrasados que no liquida el atraso sino que lo perpetúa, injertando en su seno islotes de adelanto técnico y económico. La pseudoindustrialización es producto del desarrollo combinado, y lo expresa manteniendo y acentuando, sobre un nuevo plano, el atraso general de la economía. En el desarrollo combinado reside el límite infranqueable, el no absoluto que el imperialismo coloca a la industrialización de los países atrasados. No se trata única ni principalmente de que tal o cual industria metropolitana procure impedir el surgimiento de un competidor en un país atrasado (otro lugar común del antiimperialismo vulgar. MY). Hay algo más universal, más fundamental, que está en la estructura misma del imperialismo (…), del carácter monopolista y parasitario del capital financiero (…) que lo obliga a buscar una superganancia y a obtenerla en base a la explotación de los sectores atrasados de la economía mundial y, por tanto, a perpetuar a esos sectores atrasados como tales (…) De tal modo, el imperialismo impide la industrialización. No detiene en forma absoluta el desarrollo, sino que lo estrangula con su acción económica y extraeconómica en el marco del desarrollo combinado. Una de las manifestaciones de esto la constituye precisamente la pseudoindustrialización” (ídem, pp. 68-69).

A nuestro juicio, esta conceptualización es perfectamente solidaria de la elaboración de Grossmann, no sólo en cuanto a la descripción de la operatoria de los mecanismos económicos sino en cuanto al enfoque dialéctico del problema.

 

  1. El control de las materias primas y el carácter orgánico de la especulación

 

Con estos dos aspectos que completan el desarrollo de la función económica del imperialismo cerraremos la exposición de Grossmann. En el marco de su concepción de la acumulación de capital y del imperialismo como fase madura de esa acumulación, permanentemente amenazada por la tendencia decreciente de la tasa de ganancia y los límites a la valorización, la lucha por el control de los materias primas adquiere un carácter mucho más agudo que en las fases anteriores.

Se trata de una cuestión de vida o muerte, en la medida en que “la lucha por el dominio de las materias primas es (…) una lucha por el dominio de la industria manufacturera, en última instancia una lucha por la inyección adicional de plusvalor en un determinado sector de la economía” (LADSC, p. 293, subrayado por Grossmann). A diferencia de los productos manufacturados, menos adecuados al mercado mundial debido a que suele requerir determinaciones para consumidores locales, “la dominación monopolística del mercado mundial es llevada a cabo con mayor facilidad en el campo de las materias primas, cuya posibilidad de aplicación es muy amplia” (ídem). Y cuando un país logra hacerse de fuentes de materias primas, no sólo baja sensiblemente los precios de un insumo del capital constante, sino que está en condiciones de “extraer para el propio país un plusvalor adicional del mercado mundial” y obligar a los adversarios a rendir un tributo económico a ese monopolio.

Grossmann desarrolla con detalle los esfuerzos de los países imperialistas –y la competencia descarnada entre éstos– por acceder al control de materias primas como el azúcar, la madera, el petróleo, el hierro y demás insumos del acero (antimonio, cromo, níquel, vanadio) y otros (ídem, pp. 302-312), y establece las relaciones entre necesidad de insumos para la propia industria y áreas de intervención imperialista. Un ejemplo instructivo es el de Estados Unidos a fines del siglo XIX, por entonces haciendo sus primeras armas en la competencia interimperialista. A lo largo del siglo XIX, la composición de los rubros de importación pasó de un peso abrumador de los bienes terminados y semiterminados (82% en 1850) a una creciente ponderación de las materias primas para su industria. Pues bien, los principales proveedores de materias primas hacia 1900 eran México, América Central, Filipinas, India occidental y Canadá, precisamente “el principal ámbito de expansión del imperialismo norteamericano” (ídem, p. 299n). En el caso de Cuba, Grossmann señala (indudablemente contra la teoría del imperialismo de Rosa Luxemburgo) que “no se encuentran ni rastros de la realización del valor producido en Estados Unidos y que no podría ser colocado allí, pero sí vemos que se trata del saqueo en detrimento de los cubanos, o sea, de la producción de plusvalor en Cuba y su transferencia a los norteamericanos” (ídem, p. 303).

La disputa interimperialista económica y político-militar tiene como arena de lucha áreas de inversión y producción de materias primas, en las que la formación de monopolios redunda en transferencias directas: “El dominio monopólico de algunas materias primas a nivel mundial comienza a conformar, en creciente medida, el factor principal del poderío económico de Inglaterra. El excedente del precio de monopolio por encima del nivel que se establecería con la libre competencia puede ser considerado como un impuesto que le es cobrado al comprador extranjero (…) los esfuerzos tienden a transferir mediante un monopolio grandes porciones de plusvalor de un país al otro; el vencedor en la lucha obtiene un plusvalor adicional del extranjero; la valorización del capital mejora, la tendencia al derrumbe se debilita. Las consecuencias contrarias se realizan para los vencidos” (ídem, pp. 301 y 309).

Esta disputa permanente entre imperialismos rivales no puede ser resuelta por ninguna instancia superior ni un “acuerdo general” de explotación pacífica del mundo, porque el elemento de competencia entre capitales nacionales es inerradicable del orden capitalista, que funciona aquí como un juego de suma cero. Así, “los intentos por crear monopolios mundiales comunes son emprendidos una y otra vez, pero se estrellan con las oposiciones insalvables de intereses de los participantes”. Y como la función del monopolio “consiste en enriquecer la propia economía nacional a través del empobrecimiento de la economía mundial, en inyectar en la economía propia un plusvalor adicional a expensas de los restantes estados, la oposición de intereses de los estados es aquí una característica esencial. Los frecuentes proyectos por instaurar un control y distribución internacional de las materias primas común y permanente son y deben permanecer, por esto, como deseos irrealizables” (ídem, p. 316).

Ya Marx había postulado que “cualquier idea de un control colectivo, amplio y previsor” de la producción de materias primas es “totalmente incompatible con las leyes de la producción capitalista”; de ahí que sólo quede “en buenas intenciones o se limita a medidas excepcionalmente colectivas en momentos de gran peligro y perplejidad inmediatos”, situación que, pasada la emergencia, “cede su lugar a la creencia de que la oferta y la demanda han de regularse mutuamente” (El capital, III, citado por Grossmann, pp. 316-317).

En su momento, estas líneas estaban dirigidas contra la teoría kautskista del “ultraimperialismo”, pero en nuestro siglo tienen particular resonancia de cara a las “teorías” (muchas de ellas surgidas desde la izquierda) del “nuevo orden mundial”, “superación del Estado-nación”, “mega estado mundial”, “Imperio” y un largo etcétera. Todas ellas tenían y tienen en común partir de la premisa de que la mundialización-globalización representa una configuración tan novedosa del orden capitalista que niega o supera una de sus contradicciones fundantes, es decir, que a un sistema económico mundial no se corresponde un sistema político o estado igualmente global, y ni siquiera una clase económica –la burguesía– mundial.

A esto sólo agregaremos que cabe emplear el mismo criterio metodológico válido, según Marx y Grossmann, para el control común de la producción de materias primas a todo intento de regulación estructural y permanente de intereses imperialistas opuestos, en cualquier esfera. Es sumamente instructivo comparar la descripción de Marx con la reacción del conjunto de los gobiernos imperialistas ante la crisis financiera internacional, por ejemplo. El aparente “estado mayor imperialista común” que iba a establecer nuevas reglas de juego para las finanzas mundiales, pasado el “momento de mayor peligro y perplejidad”, no fue capaz de tomar siquiera “medidas excepcionalmente colectivas” y dejó expedito el camino para que cada burguesía imperialista siguiera su propio rumbo al respecto.

La referencia a la actual crisis global nos sirve de introducción a la última cuestión examinada por Grossmann que trataremos aquí: el lugar económico de la especulación. Grossmann polemiza centralmente con Hilferding, que a su juicio, al negar “la posibilidad y la necesidad de la sobreacumulación de capital (…) obstruyó el camino hacia la comprensión de la función esencial de la bolsa y la especulación”. Aquí tenemos la clave de la unidad metodológica de la exposición de Grossmann en este punto, que se explicita así: “La exportación de capital hacia el exterior y la especulación en el interior del país son fenómenos paralelos y nacen de una misma raíz” (ídem, pp. 345-346).

El capital acumulado que no halla posibilidades de valorización en la actividad productiva en el interior del país se ve compelido a buscarlas en el exterior (inversión directa productiva) o nuevamente en el interior, pero en la especulación (como señala gráficamente, “exportación de capital al interior”). Explica Grossmann: “La función de la bolsa consisten en la movilización del capital. A través de ella, el capital industrial, gracias a la transformación en capital ficticio, se convierte para el capitalista individual en capital dinerario; puede retirar su capital invertido en cualquier momento en la forma de dinero” (ídem, p. 346).

El capital en su forma líquida abre nuevas posibilidades a la especulación, además de la bursátil y de las propias de las finanzas: “La especulación sobre títulos es sólo un canal para la afluencia de capital excedente que busca inversión. Otro canal de salida lo constituye la especulación sobre terrenos” (ídem, p. 349). Es difícil de exagerar la actualidad de este “canal” cuando es sabido que las formas especulativas de inversión vinculados a operaciones inmobiliarias (hipotecas “apalancadas” de manera infinita sobre valores ya sobreestimados) estuvieron en el centro del estallido de la burbuja financiera en Estados Unidos. No es el único ejemplo: la especulación sobre bienes raíces y la consiguiente explosión causaron la recesión más larga de toda la historia reciente de Japón (la década del 90 completa y parte de la primera de este siglo), así como una profunda crisis específica en España, que antecedió al cimbronazo global de 2008.

De todas maneras, quizá lo más digno de nota sea el señalamiento teórico sobre el carácter de la especulación, en la medida en que se opone a los lugares comunes del pensamiento vulgar (incluso en la izquierda) que pretende establecer una separación entre el “virtuoso” capitalismo productivo y el “perverso” capitalismo especulativo. Por supuesto, la moral aquí no talla en absoluto; no porque los especuladores no sean personajes despreciables, sino porque “no se trata (…) de hacer una crítica de la especulación, sino de profundizar el conocimiento de la función que ella desempeña en la economía. Frente a todos aquellos que piensan que la especulación es sólo una excrecencia que no tiene nada que ver con una sana expansión, sostenemos la opinión (…) de que la especulación cumple una función necesaria (…) Ella posibilita a los capitales sobreacumulados una inversión lucrativa (…) La especulación es un medio para sustituir la insuficiente valorización de la actividad productiva con ganancias que emanan de las pérdidas de la cotización de las acciones de las amplias masas de pequeños capitalistas (…), y es por ello un poderoso medio de concentración del capital dinerario” (ídem, pp. 350-352).

Para Grossmann, el “juego de la bolsa” se hace invariablemente a expensas de los pequeños capitalistas, que tienen menos escala, información y know-how que los grandes. El comentario resulta especialmente pertinente para países como Estados Unidos, donde, gracias a las bondades del capitalismo “popular” y a la extensión de los fondos de pensión y de inversión, un importante porcentaje de la población llana (no ya “pequeños capitalistas”) tiene sus ahorros invertidos de una u otra manera en el circuito financiero, bursátil y/o inmobiliario. Son con toda seguridad estos ciudadanos de a pie los primeros y mayores perjudicados cuando el desenfreno de la bola especulativa requiere una purga a expensas de miles (en Estados Unidos, millones) de pequeños tenedores de acciones o títulos. Tal es la experiencia de todas las crisis bancarias y bursátiles hasta la fecha, y la actual crisis global tampoco empezó de otra manera. Justamente, Grossmann subraya como tendencia de la especulación la de “incluir en el juego a masas cada vez mayores de público”, y el agotamiento de este recurso hace que “el capital dinerario no fructífero debe acudir al otro canal de salida, la exportación de capital, como única posibilidad importante de inversión que le queda” (ídem, p. 367)

En suma, es políticamente estéril –por decir lo menos– y teóricamente erróneo quejarse de las “inmorales” operaciones financieras que contaminarían el “sano” curso de la economía capitalista. El desarrollo de la acumulación impone como ley la búsqueda de la valorización del capital, dentro o fuera de las fronteras, en la producción de bienes o en la especulación dineraria, y la fase imperialista no hace otra cosa que exacerbar esas tendencias para cada empresario y cada nación capitalista individual, so pena de ser barridos por la competencia más feroz. En ese sentido, la “lucha creciente por las esferas de inversión lucrativas” que está en la base de la “amenaza a la paz mundial” se manifiesta tanto bajo la forma de exportación de capital como bajo la forma de especulación.

 

 

[1] Por dar un solo ejemplo, esta observación de Grossmann sobre la teoría de las crisis o del “derrumbe” apunta al corazón del presupuesto implícito de todos los reformistas: “Si el despliegue ilimitado de las fuerzas productivas fuera posible en el capitalismo, entonces el problema del socialismo no sería un reordenamiento del proceso de producción sino un calculado reparto de los productos dentro de la situación productiva existente” (LADSC, p. 181).

[2] Shaikh, que acepta la realidad de esa transferencia en el plano del comercio internacional, se muestra más cauto respecto de si hay o no transferencia de valor en el caso de las inversiones extranjeras. En los capítulos siguientes plantearemos que, aunque es correcto y dialéctico ver todos los aspectos de la inversión directa y sus eventuales contradicciones, no es aceptable dejar abierto si el saldo final de éstas a largo plazo es neutro o incluso positivo para el país subdesarrollado receptor de la inversión.

[3] Incluso un reformista como Otto Bauer admitía que el intercambio de valores entre dos países de desarrollo capitalista desigual no era equivalente, y que por ende “el capital del país más desarrollado se apropia una parte del trabajo del país menos desarrollado” (La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia, citado en LADSC, p. 279). Pero Bauer, a semejanza de Kautsky, plantea la cuestión como si se tratara simplemente de explotación de países agrícolas por países industriales, formulación inexacta e insuficiente.

[4] Véase este comentario poco transitado de Marx, donde una vez más subraya su distancia respecto de las premisas de Ricardo y la unidad metodológica entre los fenómenos de transferencia de plusvalía dentro y fuera de la nación: “No debe maravillar que los librecambistas sean incapaces de comprender cómo puede enriquecerse un país a costa de otro, ya que esos mismos señores se niegan a comprender cómo, dentro de un país, puede enriquecerse una clase a expensas de otra (…) Todos los fenómenos destructores que la libre competencia provoca dentro de un país se reproducen en proporción aún más gigantesca en el mercado universal” (Discurso sobre el librecambio, citado en LADSC, p. 294n).

[5] Lo que no es de extrañar, si se recuerda que la interpretación de Hilferding de los esquemas de reproducción del tomo II de El capital apuntaba a la posibilidad de una reproducción ampliada indefinida y sin contradicciones necesarias. Tanto su teoría de las crisis como su práctica reformista se apoyaban, en el fondo, sobre esta premisa. Contra este “optimismo” se rebeló Rosa Luxemburgo en el seno de la II Internacional, defendiendo –si bien con postulados teóricos incorrectos– un enfoque marxista revolucionario en el sentido de adscribir un carácter intrínseco a las contradicciones del capitalismo, base metodológica de su famosa disyuntiva “socialismo o barbarie”.

[6] Análogamente, sobre el famoso empréstito de la Baring Brothers al gobierno argentino en 1824, Milcíades Peña afirma: “El tipo de explotación que practicaba Inglaterra en la Argentina antes de 1860 (…) se basaba en el comercio (…) Pero suele olvidarse que en la década de 1820 hubo un corto período en Inglaterra en que el capital bancario buscó colocación en muchos países atrasados, notablemente en Latinoamérica, y se produjo una onda de exportación de capital que prefiguró, en pequeña escala, muchas de las características que tendría el imperialismo unos 50 años más tarde (…) América Latina emergió con una deuda de 26 millones de libras esterlinas” (El paraíso terrateniente, Buenos Aires, Fichas, 1972, p. 33). Del millón de libras del préstamo, Argentina sólo recibió algo más de 600.000, y terminó de cancelarlo, tras haber pagado ocho veces el capital, recién en 1904. Mecanismo de deuda externa que se generalizaría décadas después. Sobre la fecha, cf. Grossmann, que señala que el “estado de saturación” del capital excedentario fue alcanzado en Inglaterra precisamente en los años 20 del siglo XIX (LADSC, p. 343).

[7] Adelantamos aquí que, en nuestra opinión, aunque Shaikh acierta en sus críticas a quienes explican ciertos fenómenos de la etapa imperialista por medio de factores externos al proceso de la acumulación capitalista y las categorías que derivan de él, suele dar por sentada, como un elemento dado, esa “desigualdad originaria” entre naciones, lo que lo conduce en ocasiones a minimizar el peso de las diferencias entre naciones (con todos los problemas adicionales que ello implica), y no sólo entre capitales.

Por Marcelo Yunes, Revista SoB 23-24, diciembre 2009

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