Más allá de que Scioli obtuvo el primer puesto en las elecciones del domingo pasado, resulta evidente a todas luces que fue el gran derrotado de la votación. No sólo fracasó el operativo “triunfo en primera vuelta”, sino que quedó prácticamente empatado con Macri. El triunfo del PRO a la gobernación de Provincia de Buenos Aires remata la derrota política del kirchnerismo. Todo esto más allá de cómo vaya a resultar el ballotage: aún en el caso -cada vez más difícil- de que se termine imponiendo Scioli, es evidente que desde todos los criterios el kirchnerismo sufrió un durísimo golpe.
El triunfador real de la elección es entonces el PRO, que se queda con la principal gobernación del país y entra el ballotage con serias chances de ganarlo. Triunfo que fue posible por el voto de más de 8 millones de personas en la categoría presidencial en todo el país (34 por ciento del voto válido emitido).
El PRO es un partido derechista[1], en el sentido de que se opone por el vértice a los intereses de los trabajadores, la juventud, las mujeres, y todos los explotados y oprimidos (más allá de que camufle su verdadero programa con globos y frases sobre la alegría). El triunfo del PRO significa un golpe político no sólo al kirchnerismo, sino a toda persona con una sensibilidad de izquierda o progresista. Por esta razón, el resultado de las elecciones produjo un estado de conmoción política en muchos sectores políticos y sociales. Y por eso mismo, abrió inmediatamente la puerta a todo tipo de balances, que intentan dar explicación a lo que ocurrió. A continuación daremos nuestro propio punto de vista para responder a ese interrogante.
¿Fue una década ganada?
Todo balance serio del resultado electoral debe partir de una consideración más global sobre qué es lo que ocurrió en la última década en la Argentina. Década que tiene como punto de partida la rebelión popular de diciembre de 2001: las masas en las calles exigiendo “que se vayan todos”, el auge del movimiento piquetero, las asambleas barriales, las fábricas recuperadas, etc.
Cuando el kirchnerismo llegó al poder en mayo de 2003, el país todavía estaba signado por la rebelión popular. Si bien el duhaldismo había logrado contener los ribetes más explosivos de la situación (a fuerza de represión, planes sociales y acabar con la convertibilidad), el Argentinazo seguía latente en las venas del pueblo. La masacre del Puente Pueyrredón en junio de 2002 y la masiva reacción popular posterior mostraron que lo que estaba en juego era ni más ni menos que la posibilidad de una escalada en la confrontación social. El actual “héroe” del kirchnerismo (derrotado en las elecciones), Aníbal Fernández, era entonces secretario de la presidencia de Duhalde, y había definido al plan de lucha del movimiento piquetero como un “cronograma de hostilidades” contra el Estado.
En ese momento, la popularidad de las instituciones del Estado burgués estaba en un mínimo histórico. Era cuestionada la Justicia (empezando por la Corte Suprema), el Parlamento, la Presidencia. Pero especialmente, era cuestionado el bipartidismo tradicional (PJ-UCR), los punteros políticos de todo color, y los burócratas sindicales en todas sus expresiones. Se trataba de un punto de inflexión en la historia argentina: las masas estaban hartas de los responsables de las crisis, y si las cosas se salían de control, la rebelión popular podía regresar y pegar un salto en calidad (acercándose más a una auténtica revolución).
El kirchnerismo llegó al poder con el objetivo explícito de desarmar ese estado generalizado de rebeldía, para normalizar el país. Eso no podía significar otra cosa que restaurar todos los odiosos pilares de la institucionalidad del país: empezando por el más importante de todos, el Partido Justicialista. Un partido que era visto por millones como uno de los principales responsables del desempleo de masas y la bancarrota generalizada, por ser el partido del mismísimo Carlos Menem. El primer gran mérito de Néstor Kirchner fue lograr recuperar la confianza en el PJ y en sus podridos punteros políticos, su aparato de intendentes y burócratas sindicales.
Así empezó entonces la “década ganada”. Una por una, las instituciones del régimen fueron rehabilitadas ante los ojos de la población: por ejemplo, así se logró recuperar la nefasta CGT, que había sido cómplice de la entrega de todas las conquistas obreras bajo el menemismo. El Argentinazo fue quedando cada vez más atrás. El gobierno K llegó hasta a legitimar el odioso pago de la deuda externa (ampliamente repudiado por las masas en 2001), bajo el eufemismo del “desendeudamiento”.
No hubo transformaciones estructurales
Si esto es lo que ocurrió en el terreno político, falta explicar lo que ocurrió en el terreno económico-social. Los primeros años del kirchnerismo transcurrieron en el marco de una situación económica global muy favorable, y contando con un muy alto consenso interno. Miles de millones de dólares ingresaron al país, centralmente gracias a la exportación de soja. El Banco Central llenó ampliamente sus arcas, y comenzó una “época dorada” para la burguesía argentina, que se llevó millonadas. La economía se reactivó, la clase media se recompuso y se recuperó parcialmente el empleo.
Sin embargo, la matriz productiva y social del neoliberalismo no fue modificada. Si bien cayeron en términos relativos y absolutos las tasas de pobreza y desempleo, no fueron perforados en ningún momento los grandes bolsones de pobreza estructural: las enormes villas miseria que pueden encontrarse en cualquier rincón del país. Al día de hoy, en cualquier lugar y momento pueden encontrarse por doquier cartoneros, personas sin techo e indigentes de todo tipo.
El país siguió dependiendo esencialmente de la exportación de materias primas. La infraestructura permaneció en un estado deplorable (como puede observarse en el estado de la provisión de energía, en el transporte público, en las inundaciones recurrentes, etc.). La salud y la educación públicas siguieron hundidas en el desfinanciamiento, como puede observarse en casi todos lados en los niveles primario y secundario, en el estado de los hospitales, etc. Se multiplicó el trabajo en negro y precarizado, las tercerizaciones y los contratos basura. Las empresas más importantes siguieron en su enorme mayoría en manos extranjeras. No fue tocada la propiedad de la principal fuente de riqueza en el país: la tierra.
Con el impacto de la crisis mundial de 2008, empezó a cambiar el “viento favorable”, y las variables económicas volvieron a tener una tendencia descendente. Con el paso del tiempo, el superávit tendió a convertirse en déficit. Lentamente se vieron erosionadas las mejoras del período anterior.
Los problemas latentes, que habían quedado sin resolver, se manifestaron de manera dramática en muchas oportunidades. Los episodios agudos de saqueos en masa, los grandes apagones, las inundaciones, los reiterados “accidentes” ferroviarios. La crisis del Parque Indoamericano, los reiterados estudiantazos secundarios, etc., revelaron que en el mejor de los casos la “década ganada” dejó enormes agujeros.
La inflación creciente, el esquema de recaudación impositiva retrógrada (que confisca a los trabajadores, tanto con el IVA como con el impuesto al salario), y el declive de los últimos años en la actividad económica –llevando a suspensiones y despidos por doquier-, perjudicaron la situación económica inclusive entre los trabajadores con empleo, llevando concretamente a una marcada caída en el poder adquisitivo del salario y por ende del nivel de vida.
La derecha capitaliza los problemas sin resolver
El kirchnerismo, por lo tanto, fue desgastando su propia base social: los trabajadores y los sectores populares. No como producto de “haber elevado el nivel de vida” y “generado una clase media que ahora se cree oligárquica” (como reza un falso balance cíclico kirchnerista que circula por las redes sociales), sino precisamente por no haber logrado generar una transformación cualitativa, por no haber cambiado de raíz la matriz económica, la estructura social, las instituciones políticas (más allá de las mejoras parciales y temporales que se puedan haber obtenido en algunos sectores).
Por otro lado, a lo largo de la década se fue abriendo paso un movimiento político-social de un fuerte contenido conservador, estructurado alrededor de sectores tradicionales de la clase alta y media-alta: los propietarios rurales (millonarios en muchos casos), la famosa “corpo” (determinados grupos económicos y mediáticos de oposición), grupos institucionales (sectores del propio aparato de Estado como el Poder Judicial), etc. Sectores político-sociales que pudieron avanzar durante estos doce años porque el kirchnerismo no tomó ninguna medida de fondo que avanzara contra su poder económico, político, social, mediático. Por el contrario, como reconoce el propio kirchnerismo, se enriquecieron más que nunca.
Estos sectores, que socialmente son minoritarios (ya que, a diferencia de las fantasías kirchneristas, no existen en el país millones de personas acaudaladas), lograron dominar las calles en varias ocasiones: en 2008 con el conflicto gobierno-campo, en 2012 con los cacerolazos contra el cepo al dólar, en 2015 con el caso Nisman, etc. Este movimiento político-social conservador en diferentes momentos logró capitalizar el desgaste del gobierno en su propia base social. Así es como la derecha ganó en 2009 las elecciones legislativas en la Provincia de Buenos Aires (De Narváez), y volvió a hacerlo nuevamente en 2013 (Massa).
Lo que ocurrió en las elecciones del domingo pasado va en el mismo sentido. La derecha consiguió, a través de la mediación de ese movimiento político-social conservador, ocupar el vacío político que el kirchnerismo dejó con su desgaste y su crisis. Sectores populares (no necesariamente “clase media” y mucho menos “que se cree oligarquía”) votaron a Macri porque no creen más en el gobierno K, y porque quieren un cambio en el rumbo del país. Que esto se haya expresado por derecha es producto de la ausencia en las calles de un amplio movimiento político-social progresivo, que ponga en el centro los reclamos de los trabajadores, las mujeres y la juventud.
En síntesis, lo que fracasó con el kirchnerismo es la estrategia de intentar hacer pequeños cambios en el marco de lo existente, sin hacer ninguna transformación estructural en ninguno de los terrenos más importantes.
Preparar una salida independiente
El escenario que queda planteado para el ballotage es por lo tanto el de la contraposición entre un kirchnerismo en plena decadencia, comandado por su ala más derechista y noventista (Scioli), y el de la derecha clásica (Macri). El voto a Scioli en ningún caso permitiría frenar la crisis política del kirchnerismo, ni solucionar los problemas económicos y sociales que el kirchnerismo no solucionó en doce años. Por el contrario, el rumbo conservador del sciolismo agravaría todos los problemas. Por eso, no sólo Scioli no es una salida para los trabajadores y los sectores populares, sino que ni siquiera sirve realmente como un freno contra el macrismo.
Por eso desde el Nuevo MAS nos mantenemos firmes en nuestro llamado al voto en blanco, para preparar una verdadera salida a la crisis y los ajustes, tomando las calles con los trabajadores, las mujeres y la juventud. La salida pasa por una refundación completa del país sobre bases opuestas a las actuales: por una alternativa socialista.
[1] Hay que aclarar sin embargo que no nos referimos a esto con un partido de tipo “fascista”, que implicaría otro tipo de elementos –grupos de choque, aplastamiento físico de la oposición, etc-. Se trata más exactamente de un partido de “derecha republicana” o institucional, de ideología neoliberal en lo económico y liberal-burgués en lo político. Podría usarse en ese sentido la etiqueta de “centroderecha”.
Por Ale Kur, Socialismo o Barbarie, 29/10/15