El Estado egipcio sentenció esta semana a más de 150 personas a cinco de años prisión por participar en una movilización de protesta. Los manifestantes habían salido a las calles el 25 de abril para repudiar la entrega (por parte del gobierno egipcio) de dos islas egipcias a Arabia Saudita.
Esta movilización fue convocada luego de que miles de personas tomaran las calles el 15 de abril, por el mismo motivo. Muchos periodistas coinciden en que la del 15 se trató de la mayor movilización de los últimos dos años contra el gobierno del militar Al Sisi. Teniendo en cuenta que hasta el momento la mayor parte de las protestas tenían como sujeto a los islamistas (quienes repudian el golpe militar del 30/6/13, mediante el cual fue derribado el presidente Morsi[1]), las protestas del 15 y 25 de abril seguramente sean las más grandes que se opusieron al gobierno egipcio desde un ángulo laico.
El gobierno de Al Sisi, si bien surgió de un proceso de “farsa electoral” donde fue votado prácticamente sin oposición, se maneja en los hechos como una dictadura. Impuso una ley que prohíbe las protestas, y la aplica con puño de hierro para encarcelar a todo tipo de opositores. Para esto se benefició de la polarización existente entre los islamistas, que venían de gobernar, y amplios sectores de la sociedad que los rechazan visceralmente. Por eso la política represiva contó inicialmente con fuertes dosis de consenso social: se veía al régimen autoritario de Al Sisi como un “salvador” frente al islamismo, y que por lo tanto tenía derecho a usar cualquier método para “estabilizar el país”.
Este “consenso autoritario” le permitió a Al Sisi mantener intacto el viejo aparato represivo heredado de los tiempos de Mubarak. Más aún, le permitió rehabilitar a muchas de las figuras y métodos del “antiguo régimen” que habían sido desacreditados con la enorme rebelión popular de 2011. Además de notorias masacres contra los islamistas, el gobierno de Al Sisi llenó rápidamente las cárceles de opositores (activistas, periodistas y hasta abogados). La tortura policial y hasta las ejecuciones por parte de las fuerzas de seguridad se volvieron moneda corriente.
Por otra parte, el gobierno egipcio no logró solucionar ninguno de los problemas económico-sociales que hicieron estallar la rebelión popular en 2011. Por el contrario, la situación de las masas populares sigue agravándose, con una inflación galopante, apagones eléctricos, escasez de productos esenciales, etc. El gobierno de Al Sisi intenta superar el enorme déficit presupuestario recurriendo a las recetas del FMI: liquidando subsidios y aplicando un Impuesto al Valor Agregado (que pagan esencialmente los trabajadores y los sectores más humildes).
Todas estas razones fueron haciendo disminuir paulatinamente el entusiasmo que había generado inicialmente el supuesto “gobierno de salvación”. Por eso la decisión de Al Sisi de entregarle a Arabia Saudita la soberanía sobre dos islas egipcias terminó de rebalsar el vaso de agua, generando la primera gran ola de cuestionamiento popular al régimen.
Arabia Saudita fue el principal “sponsor” internacional del golpe de Estado[2] contra Morsi, y es hasta el día de hoy el principal sostén del gobierno de Al Sisi. La entrega de las dos islas egipcias no tiene otro contenido que el de una gran “devolución de favores”, y a la vez el de una “señal de buena voluntad” para el llamado a mayores inversiones saudíes. Por eso es visto en amplios sectores como un acto anti-nacional, de traición a los intereses del país en función del servilismo a una potencia o semi-potencia extranjera.
La movilización del 15/4 permitió darle un canal de expresión a esta oleada de indignación popular, a tal punto que los manifestantes volvieron a cantar “el pueblo exige la caída del régimen” (eslogan emblemático de la Primavera Árabe). De esta manera, la posibilidad de que se abra un nuevo proceso de protestas se convirtió en una amenaza para la supervivencia del gobierno de Al Sisi (y por consiguiente, de todo el dispositivo de contención que las Fuerzas Armadas montaron frente a la rebelión popular de 2011).
El presidente militar egipcio reaccionó entonces siguiendo el clásico libreto de los represores: cortando “de raíz” toda posibilidad de desarrollo de las protestas. Cuando el activismo convocó a una nueva protesta para el 25 de abril, para darle continuidad a la de 15, el gobierno la prohibió rápidamente. Antes de que llegara a comenzar la concentración, las fuerzas de seguridad ya estaban realizando detenciones en masa en las inmediaciones de la zona. Por eso se entiende la velocidad y la dureza de las sentencias judiciales a cinco años de prisión para los detenidos: se trata del intento de abortar un proceso mayor de cuestionamiento al régimen, que empieza a juntar condiciones para desarrollarse.
El “consenso autoritario” no puede durar para siempre
El gobierno de Al Sisi todavía cuenta, pese a todo, con altas tasas de popularidad, ya que partió de un piso muy alto. Sin embargo, el signo es claramente descendente. Su política para mantener el “consenso autoritario” consiste en el impulso de obras públicas faraónicas (como la ampliación del Canal de Suez) y el involucramiento de las Fuerzas Armadas en tareas de asistencia social. Pero con esto no alcanza para sacar a la economía egipcia de su estancamiento estructural, ni a millones de personas de la situación de pobreza en la que se encuentran sumidas, ni menos aún para superar el enorme atraso técnico, de infraestructura, educativo y cultural del país. Por el contrario, las políticas neoliberales sólo pueden llevar a un agravamiento de todos los problemas.
Uno de los “talones de Aquiles” del gobierno represivo es que nunca logró solucionar el problema endémico del estallido recurrente de huelgas obreras. Este es un proceso que comenzó inclusive antes de 2011, y que tuvo un enorme impulso con la rebelión popular. Si bien se trata de procesos “moleculares” y no de un ascenso de conjunto (muy limitado además a una conciencia “sindicalista” y sin planteos relacionados al poder político), no deja de ser problemático para un gobierno cuya razón de ser es imponer una paz de cementerios. Este proceso “a cuentagotas”, al no haber sido derrotado, puede tomar un ritmo ascendente mucho más marcado en caso de un agravamiento de la situación política.
El gobierno se enfrenta también a un creciente cuestionamiento por parte de los periodistas, que no se dejan someter a un régimen de censura y persecución. La “sociedad civil” egipcia, que respiró los aires de libertad de 2011, ya no acepta simplemente doblegarse ante un Estado omnipotente. Esto mismo se manifiesta también en el terreno del arte, la literatura y la cultura en general, donde florecen las expresiones de crítica al régimen existente.
Por todas estas razones, la política de aplastar el disenso mediante la represión no puede funcionar durante mucho tiempo más. Tarde o temprano, las ilusiones puestas por las masas populares en el gobierno autoritario van a empezar a ceder ante una decepción masiva, como lentamente ya parece estar empezando a ocurrir. Cuando este proceso pegue un salto en calidad, no puede más que volver a salir a la superficie la enorme experiencia histórica que el régimen vino a intentar enterrar: la heroica rebelión popular, que en 2011 llenó la Plaza Tahrir y la defendió de los ataques represivos, que paralizó las empresas del país e hizo caer a una dictadura de décadas.
[1] Perteneciente a los “Hermanos Musulmanes”, Morsi fue el único gobierno electo en elecciones libres en la historia de Egipto, tras la caída del dictador Mubarak.
[2] Aunque pueda sonar contradictorio, la monarquía archirreacionaria y fundamentalista islámica de Arabia Saudita se opuso firmemente al gobierno de los islamistas egipcios, que de alguna manera actuaban como “competencia” por la hegemonía regional. Por eso apoyaron al golpe militar “laico” contra los islamistas.
Por Ale Kur, SoB N° 380 (Argentina), 19/5/16