Compartir el post "A 71 años del bombardeo yanqui en Hiroshima y Nagasaki – El umbral de la destrucción de la humanidad"
“En el desarrollo de las fuerzas productivas se llega a una fase en la que surgen fuerzas productivas y medios de intercambio que, bajo las condiciones existentes, sólo pueden ser fuente de males, que no son ya tales fuerzas productivas sino más bien fuerzas destructivas (máquinas y dinero)” (La Ideología Alemana, Marx y Engels)
El 6 de agosto pasado se cumplió el 71 aniversario del bombardeo yanqui en la ciudad de Hiroshima, Japón, en lo que configuró el primer ataque nuclear de la historia. Tres días después se repetía el evento con una bomba de aun mayor potencia en la ciudad de Nagasaki lográndose así la rendición incondicional del Imperio japonés, acontecimiento que pondría punto final a la Segunda Guerra Mundial.
¿El costo? Doscientos cincuenta mil personas asesinadas entre ambos bombardeos; una acción de barbarie sin nombre llevada adelante por el “democrático” imperialismo norteamericano, al nivel de los campos de concentración nazis y otras barbaridades de la barbarie capitalista durante el siglo veinte (por no olvidarnos del GULAG estalinista con la degeneración burocrática de la Revolución Rusa)[1].
¿La excusa utilizada para semejante crimen por Harry Truman, a la sazón presidente de los EE.UU? Que Japón “no se rendiría sino con una invasión terrestre”, y que la misma “iría costar un millón de soldados” yanquis, afirmación que ha sido desmentida por la investigación posterior, pero que sirvió de coartada para desencadenar el ataque atómico[2].
La prueba con las bombas atómicas perseguía un doble objetivo: la rendición incondicional de Japón. Pero sobre todo dar una señal de advertencia a la URSS para que no se “agrandara” luego del triunfo sobre el nazismo, en el que cumplió un papel fundamental.
El argumento mostró toda su falacia cuando se supo que varios miembros del gobierno yanqui propusieron hacer una “acción demostrativa” del poder de la bomba en algún puerto japonés reduciendo el impacto sobre la población civil. Truman se negó: buscaba llevar adelante una acción ejemplificadora que dejara a los EE.UU. como indiscutida primera potencia mundial, no importaba si esto se hacía a costa de cientos de miles de asesinados (mejor dicho: ¡para que fuera ejemplificadora era necesaria una matanza en masa!).
Barbarie instantánea
Lo primero a subrayar es la barbarie extrema del acontecimiento. Cuesta imaginar lo que significa que 100.000 personas o más (en Hiroshima primero, en Nagasaki después), hayan sido barridas de la faz de la tierra en escasos instantes, sin siquiera una señal de alerta[3]: “La guerra, escribí, ha tomado cierto carácter espectral, pues los enemigos ya no se enfrentan directamente y la magnitud de los efectos de nuestra acción excede con mucho nuestras facultades psíquicas, en concreto nuestra imaginación. Lo que realmente podemos hacer, proseguí, es mayor de lo que podemos imaginar, podemos producir más cosas de lo que somos capaces de reproducir en nuestra imaginación[4]” (El piloto de Hiroshima, Günther Anders, Paidós, 2012, España, pp. 112).
Con ambas bombas atómicas se producía la destrucción en masa temporalmente más instantánea que tuviera antecedentes en la historia de la humanidad. No es que no hubiera en la Segunda Guerra Mundial otros eventos de barbarie semejantes. Hemos escrito respecto del asesinato industrializado en los campos de concentración.
Tampoco debemos perder de vista que mediante “medios convencionales” como el bombardeo Aliado sobre la ciudad de Dresde, Alemania, 13 y 15 de febrero de 1945, se asesinó cientos de miles de personas en objetivos que no comportaban interés militar alguno[5].
De todas maneras, las bombas atómicas configuran hasta hoy el sumun de los medios de destrucción masivos, de las fuerzas destructivas a las que es posible llegar bajo el capitalismo aplicadas de manera concreta a una de las más grandes conflagraciones del siglo pasado.
En un siglo veinte marcado por las experiencias de la revolución y la contrarrevolución, Hiroshima y Nagasaki fueron otros tantos ejemplos de hasta donde llegó la contrarrevolución imperialista, la barbarie capitalista, las fuerzas destructivas de la misma o, lo que es lo mismo, la reversión con efectos destructores de los desarrollos tecnológicos bajo la camisa de fuerza de las relaciones de producción explotadoras.
La capacidad tecnológica de generar barbarie “instantáneamente” por así decirlo, es lo específico que aportaron en materia de fuerzas destructivas las bombas atómicas arrojadas en ambas ciudades japonesas: “Una columna de humo asciende rápidamente. Su centro muestra un terrible color rojo. Todo es pura turbulencia. Es una masa burbujeante gris violácea, con un núcleo rojo. Los incendios se extienden por todas partes como llamas que surgiesen de un enorme lecho de brasas. Comienzo a contar los incendios. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… catorce, quince… es imposible. Son demasiados para poder contarlos. Aquí llega la forma de hongo de la que nos habló el capitán Parsons. Viene hacia aquí. Es como una masa de melaza burbujeante. El hongo se extiende. Puede que tenga mil quinientos o quizás tres mil metros de anchura y unos ochocientos de altura. Crece más y más. Está casi a nuestro nivel y sigue ascendiendo. Es muy negro, pero muestra cierto tinte violáceo muy extraño. La base del hongo se parece a una densa niebla atravesada con un lanzallamas. La ciudad debe estar debajo de todo eso. Las llamas y el humo se están hinchando y se arremolinan alrededor de las estribaciones. Las colinas están desapareciendo bajo el humo” (Bob Caron, artillero de cola, fotógrafo del Enola Gay, avión que tiro la bomba atómica apodada Little Boy sobre Hiroshima el 6/08/45).
Si en los casos de Auschwitz y demás campos de la muerte lo que se puso sobre la mesa fue el asesinato en masa industrializado, deshumanizado aunque de todos modo visible, durante una secuencia de tiempo de dos a tres años (el apogeo del genocidio nazi ocurrió entre 1942 y 1944), en el caso de las bombas atómicas el “distanciamiento” respecto de los acontecimientos fue incomparablemente mayor: la ciudad (¡más bien la nada que quedó de ella!) sí estaba debajo de todo eso que veía el fotógrafo del Enola Gay…
Este fue el trauma que pintó Günther Anders en su intercambio epistolar con Claude Eatherly piloto del avión de reconocimiento que dio el okey para el bombardeo a Hiroshima, que entró posteriormente en una gravísima crisis moral y psicológica a partir de que se enteró de lo que había hecho.
Fue a partir de la experiencia de las bombas atómicas y su poder destructivo que Anders desarrolló una reflexión aguda a pesar de sus unilateralidades (un abordaje demasiado escéptico sobre el curso de la humanidad): “La monstruosidad del acontecimiento sobrepasaba todas las capacidades de la imaginación y de la conceptualización (…) Una nueva era se abría, cuyo fin sólo podía ser la autoaniquilación de la humanidad” (Jean-Pierre Dupuy, “Günther Anders, el filósofo de la era atómica”).
Y luego se agrega: “(…) desde ese momento ya no podemos dudar que el destino de la humanidad es la autodestrucción, que está como inscrita en el porvenir, el único imperativo válido es el que nos compromete no a cambiar el destino –tarea imposible-, sino a retrasar su plazo. La continuación de la aventura humana será siempre y en lo sucesivo, ese combate en el que cualquier victoria sólo será la prolongación del aplazamiento o del ‘plazo’ (die Frist), y en el que la primera derrota será la definitiva” (“Günther Anders, el filósofo de la era atómica”, Jean-Pierre Dupuy, traducción de Javier Sicilia). Está claro el escepticismo radical del enfoque aunque no carezca de agudeza[6].
En todo caso, la escala del asesinato, el utilizar los últimos desarrollos tecnológicos para matar cantidades impensables de personas, cegar toda una cantera de la vida de semejante manera, el que la humanidad llegara, efectivamente, al umbral en que puede autodestruirse, todo esto no hizo más que colocar de manera inminente el pronostico de socialismo o barbarie.
El motor de la historia
La experiencia de Hiroshima y Nagasaki, así como la de Auschwitz y en otro nivel los campos de trabajo forzados del estalinismo[7], nos reenvían a la problemática de las fuerzas destructivas bajo el capitalismo.
Lo específico de esta circunstancia es cómo los medios de la modernidad industrializada, nuclear, cibernética, atómica se ponen al servicio de brutales relaciones de opresión y explotación, de un “domesticamiento” de la humanidad explotada y oprimida (reducción de los seres humanos a animales), un evento de destrucción masiva, una circunstancia de asesinato sin igual.
Por lo demás, sin ninguna justificación que no sea afirmar la supremacía del imperialismo yanqui en todo el orbe: “Los japoneses comenzaron la guerra desde el aire en Pearl Harbor. Ahora le hemos devuelto el golpe multiplicado. Con esta bomba hemos añadido un nuevo y revolucionario incremento en destrucción a fin de aumentar el creciente poder de nuestras fuerzas armados” (Harry S. Truman, presidente de los EE.UU., 6 de agosto de 1945 en discurso a la Nación).
Ya hemos tratado en otras notas el problema de la elevación de la técnica por encima de la humanidad en vez de estar colocada al servicio de ella (ángulo del reaccionario filósofo alemán Martín Heidegger). Aquí queremos detenernos, específicamente, en el concepto de fuerzas destructivas. Ocurre que las fuerzas productivas pueden funcionar en dos sentidos: ser otras tantas palancas para el desarrollo humano, como puestas en las manos del sistema de opresión y explotación, transformarse en barbarie industrializada, tal el caso de tantos eventos en el siglo pasado.
Varios autores han escrito sobre esta barbarie moderna: el último grito de la tecnología puesta al servicio de fines regresivos. Pero tampoco se trata que, en sí misma, la tecnología sea “mala”: que haya alcanzado tal grado de «independencia» que irresponsabilice a los seres humanos. Esto no es asi: las fuerzas productivas no son un factor autónomo: no funcionan bajo ningun automatismo histórico; tienen que ver con el fundamento material de la existencia humana, pero el motor de la historia es la lucha de clases. Y a depender del desarrollo y desenlace de dicha lucha, las fuerzas productiva serán ora fuerzas productivas y ora fuerzas destructivas: “(…) la fuerza propulsora de la historia, incluso la de la religión, la filosofía, y toda teoría, no es la crítica, sino la revolución” (La Ideología Alemana).
Bajo la camisa de fuerzas de las relaciones capitalistas, agotado este régimen sus potencialidades de desarrollo (dicho en términos históricos), puestas al servicio de la preservación a como de del actual régimen social, las fuerzas productivas se transforman en destructivas (en realidad, el capitalismo produce un parejo desarrollo de fuerzas productivas y destructivas). Pero esto ocurre, precisamente, porque no son un factor autónomo de la historia: son, sí, su sustrato material, pero su “aplicación” depende del régimen social al cual sirvan. Lo que no significa, tampoco, que sean “neutras”: uno u otro desarrollo productivo, uno u otro desarrollo tecnológico, uno u otro carácter de la actividad, dependerá también de los fines al servicio de los cuales dicho desarrollo sea puesto.
Sin embargo, también es verdad que las fuerzas productivas guardan cierta independencia: que en tanto fuerzas productivas tienen el carácter universal de ser potencialidades del desarrollo de la humanidad como un todo. Es obvio, por ejemplo, que la energía atómica no tiene un “carácter de clase”: podría ser una conquista de la humanidad como un todo; cómo se la utilice depende del régimen social bajo el cual sirva[8].
Una cosa es la utilización de la energía nuclear para fines pacíficos y otra muy distinta es que sea utilizada para fines de destrucción masiva; es siempre un peligro que esté en manos de los capitalistas (y/o la burocracia estalinista, ver el dramático caso de Chernovyl). Pero podría ser una tremenda potencialidad en el socialismo (claro que resolviendo qué hacer con los desechos nucleares).
La Rosa de Hiroshima
El hombre y la naturaleza son los dos manantiales de la riqueza; combinados en cada etapa del desarrollo (teniendo en cuenta los medios de producción), dan el nivel de las fuerzas productivas.
Pero ocurre que dichos manantiales y medios pueden ser puestos al servicio de fines emancipatorios, de la autonomización del hombre de la naturaleza, sacudirse las cadenas de la explotación y la opresión, pasar del reino de la necesidad al de la libertad, o para lo contrario: de ahí Auschwitz, Hiroshima, Nagasaki, etcétera; de ahí el significado contrarrevolucionario de ambas guerras mundiales con sus “tempestades de acero” (como llamara agudamente a las batallas de la Primera Guerra Mundial Ernest Jünger[9]).
Y es interesante subrayar lo que dice Eatherly acerca del efecto desmoralizador que significa semejante destrucción, semejante fuerza destructiva: reduce la confianza de la humanidad en sí misma, en sus posibilidades de progreso, en su capacidad de sobreponerse a la adversidad, de acabar con las injusticias: “Para la mayoría, mi rebelión contra la guerra es una forma de locura. Pero no hubiese podido encontrar otra manera de explicar a los hombres que una guerra atómica no sólo trae consigo destrucción física, sino que también desmoraliza al ser humano” (Claude Eatherly, en El piloto de Hiroshima, ídem, pp. 127).
De ahí que el siglo pasado haya sido una palmaria demostración del pronóstico alternativo para el curso de la humanidad que había dado Rosa Luxemburgo: socialismo o barbarie. Dependiendo de quién asuma el mando será el destino de la humanidad: si sigue en manos de los capitalistas, tarde o temprano se multiplicarán las manifestaciones de barbarie, los desastres que de manera corregida y aumentada genera a cada paso: ver actualmente el problema del calentamiento global que ha dado lugar a una nueva era geológica: el antropoceno[10].
Por el contrario, puestas al servicio de liquidar las relaciones de explotación y opresión, apuntando a un desarrollo armónico de las fuerzas productivas, emancipado simultáneamente del productivismo estalinista (que no le importaba los costes humanos y naturales del desarrollo), buscando un revolucionamiento completo del conjunto de las relaciones sociales, podríamos aproximarnos al socialismo.
A modo de advertencia frente a la barbarie capitalista –y en homenaje a las víctimas de los ataques nucleares- cerramos esta nota con el hermoso poema de Vinicius de Moraes, La Rosa de Hiroshima:
Piensen en la criaturas
Mudas telepáticas
Piensen en las niñas
Ciegas inexactas
Piensen en las mujeres
Rotas alteradas
Piensen en las heridas
Como rosas cálidas
Pero ¡oh! no se olviden
De la rosa de la rosa
De la rosa de Hiroshima
La rosa hereditaria
La rosa radioactiva
Estúpida e inválida
La rosa con cirrosis
La anti-rosa atómica
Sin color sin perfume
Sin rosa sin nada.
[1] Michel Lowy recuerda bien como el imperialismo tiene a buen cuidado recordar los casos de Auschwitz (y los campos de trabajo forzado del estalinismo), pero soslaya las masacres atómicas de Hiroshima y Nagasaki.
[2] La feroz resistencia japonesa en la isla de Iwo Yima y otros casos conforme el ejército norteamericano se iba acercando a la isla de Japón, sirvió de justificación para Truman.
[3] En ambos casos las alertas de posible bombardeo fueron desechadas por las autoridades de las ciudades.
[4] Esto es agudo; Primo Levy señalaba algo similar respecto de la barbarie de los campos de concentración nazis: la dificultad de explicarlas como acciones humanas.
[5] El comandante inglés a cargo de la operación apodado “Bombardeo Harris”, fue una figura controversial: obró a sabiendas de la insignificancia militar del objetivo.
[6] Sobre la crítica a la unilateralidad del enfoque de Anders ver nuestra nota “La condición humana después de Auschwitz”.
[7] Hay que dejar anotado que con toda su brutalidad la tasa de retorno de los detenidos en estos campos fue cualitativamente más alta a la de los campos de exterminio nazi: de ahí la diferencia entre campos de exterminio y campos de concentración o de trabajos forzosos.
[8] Es interesante dejar anotado el conocido dicho de Lenin de que el socialismo eran “los soviets más la electrificación” del país; una formulación expresamente reduccionista que sirve a los efectos del ejemplo que estamos dando.
[9] Jünger buscaba “naturalizar” así el evento de la guerra. Pero su alegoría era aguda cuando daba cuenta de la suerte de “tormenta metalizada” que era el frente de batalla.
[10] Se trata de una nueva era donde la humanidad tiene ya la capacidad de modificar globalmente el clima: no sólo la capacidad, ya la está modificando en mucho sentido con el efecto que señalaba Engels: ¡cuando la sociedad le da un “golpe” a la naturaleza, esta te lo devuelve de manera redoblada! Ver a este respecto los problemas que está generando el calentamiento global.
Por José Luís Rojo, SoB 395, 1/9/16