Una nueva edición de Editorial Antídoto de los escritos de Trotsky sobre la revolución española
Como parte de un esfuerzo por recuperar y enriquecer la tradición teórico-política del marxismo revolucionario, Editorial Antídoto de Buenos Aires (*) ha iniciado el lanzamiento de una serie de libros de gran valor y actualidad política. En particular la nueva edición de los escritos de Trotsky sobre el proceso revolucionario de España resulta una de las más completas existentes en castellano. Además de cubrir un hueco (las demás ediciones anteriores estaban agotadas), esta novedad editorial es digna de mención por su contenido. En efecto, los escritos de Trotsky sobre una de las revoluciones más notables y ricas del siglo XX son una magnífica escuela de estrategia y política marxista. Transcribimos a continuación la Introducción a la nueva edición.
De entre el voluminoso conjunto de los escritos políticos de León Trotsky, suelen citarse sus artículos sobre el ascenso de Hitler y la instauración del régimen nazi como un modelo de lucidez analítica y clarividencia. Sin duda, lo acertado de los pronósticos políticos de Trotsky en Alemania no se deben a ningún don adivinatorio, sino al uso apropiado del arsenal teórico y metodológico del marxismo y al hecho de haber sacado las conclusiones pertinentes de haber protagonizado una experiencia histórica como la revolución rusa. Es precisamente de esta doble fuente de donde mana la en ocasiones asombrosa capacidad de Trotsky para prever el devenir de los acontecimientos a lo largo del proceso revolucionario español, incluso en las precarias condiciones de acceso a la información que le impusieron sus sucesivos exilios.
España conmueve a Europa
El desarrollo de las luchas políticas y sociales en España representó un soplo de aire fresco para el movimiento revolucionario de la clase trabajadora, que venía de derrota en derrota desde 1923: al fracaso de la revolución alemana en ese año le sucederían la consolidación del fascismo en Italia, la derrota de la huelga general inglesa en 1926, el aplastamiento de la clase obrera china en 1927 y el ahogo de la última resistencia contra Stalin y el régimen estalinista dentro de la URSS, por nombrar sólo los eventos más salientes. No obstante, se constituía como elemento decisivo de la situación europea una profunda inestabilidad social, expresada en lo político en la debilidad de los regímenes democrático-burgueses y el deterioro de su hegemonía ideológica entre las masas, que se veían atraídas por el comunismo y por el fascismo. Las convulsiones sociales y políticas de este período preparaban, como lo advirtiera Trotsky ya desde 1933, una nueva conflagración entre las potencias imperialistas.
En este contexto, y hacia el inicio del proceso revolucionario en España (1931), Trotsky dedicó una parte sustancial de su elaboración teórico-política a los acontecimientos de la península, que podían ser la llave para un cambio de tendencia a escala europea. La seriedad y profundidad de los análisis históricos y las caracterizaciones políticas del revolucionario ruso referidas a España pueden apreciarse en trabajos como «Las tareas de los comunistas en España» y, sobre todo, «La revolución española y las tareas de los comunistas» (textos numerados como 1 y 4, respectivamente, en la presente edición). A medida que la dinámica del proceso planteaba nuevos problemas (en particular con el comienzo de la Guerra Civil), Trotsky efectuó ajustes y actualizaciones, visibles en «La revolución española y los peligros que la amenazan» (texto 11), «¿Es posible la victoria?» (65) y el célebre «Lecciones de España: la última advertencia» (83).
La teoría de la revolución permanente en acción
Puede decirse que España fue la arena práctica europea del debate teórico entre Trotsky y el estalinismo acerca de la dinámica de la revolución social, conocida bajo el nombre de la dicotomía entre «revolución permanente» y «revolución por etapas». Arena europea, decimos, porque el primer banco de pruebas de este dilema estratégico había sido China, donde la alianza del PC con el movimiento nacionalista burgués del Kuomintang había terminado ahogando en sangre a la revolución y a la clase obrera chinas.
En verdad, el carácter social de la revolución y su dinámica habían estado en discusión ya en la III internacional de Lenin, en especial en sus III y IV Congresos (1921 y 1922). Se planteaba el problema de la combinación entre el programa histórico de la clase trabajadora –el socialismo– y las tareas democráticas y/o burguesas no resueltas por las burguesías de los países menos adelantados (la cuestión agraria, las nacionalidades, la Asamblea Constituyente y las libertades democráticas esenciales, entre otras).
En este terreno, como en otros, Trotsky se demostró como el hilo de continuidad y desarrollo de las grandes lecciones político-estratégicas de la revolución rusa: a) la necesidad de que la clase obrera adopte una política propia e independiente de todas las facciones capitalistas; b) de que, al mismo tiempo, se muestre capaz de levantar un programa que recogiera las reivindicaciones y aspiraciones del conjunto de las capas oprimidas y explotadas, comenzando por el campesinado; c) de que prepare el derrocamiento revolucionario de las instituciones y el Estado burgués a partir de poner en pie sus propias organizaciones de lucha de masas (que en Rusia fueron los soviets y en otras partes podían admitir otro nombre, pero similar contenido), y d) de que antes y durante el proceso revolucionario se forje una herramienta de representación y acción política de la clase trabajadora: un partido de clase, revolucionario y formado en el método y la tradición marxistas.
La degeneración definitiva del stalinismo
La preservación de esta herencia estratégica se volvía una tarea tanto más urgente cuanto que la década del 30 asistió, en la visión de Trotsky, a una metamorfosis cualitativa del estalinismo. Cabe recordar que incluso después de haber sido deportado y luego exiliado por la burocracia estalinista (1928-1929) y de los desastres sociales y políticos a que condujo la estalinización de la sociedad soviética y de la III Internacional, Trotsky seguía considerando al estalinismo como «centrista». Esto es, que oscilaba entre posiciones revolucionarias y reformistas, lo que explicaba la aspiración del revolucionario ruso y sus partidarios a unificarse con y ser reaceptados en el PCUS y en los partidos de la IC. Postura que se mantuvo hasta el ascenso al poder de Hitler (1933), que convenció a Trotsky de la necesidad de una nueva Internacional.
De hecho, esta política de ser una «fracción» del PC, no un partido separado, habría de ser uno de los puntos de fricción en la relación entre Trotsky y Andrés Nin, que luego desarrollaremos.
Sería precisamente en España donde el «nuevo carácter», abiertamente enemigo de la revolución, del estalinismo se haría más descarnado. El cinismo y la brutalidad de los Juicios de Moscú (1936-1938) contra la vieja guardia bolchevique generaron un justificado horror en las filas de los revolucionarios honestos de todas las tendencias. Pero la actuación del estalinismo en España, con agentes de la policía secreta soviética sobre el terreno abocados a la calumnia, la represión y el asesinato de los sectores que, a su manera, impulsaban la revolución y se oponían a la estrategia del PC (el POUM y el ala izquierda del anarquismo y del PS), no conocía antecedentes. Era la primera vez en la historia del movimiento obrero que una de sus alas hacía tan flagrantemente causa común con los partidos burgueses y las instituciones del Estado burgués para frenar a la revolución y a los revolucionarios.
Por supuesto, los fundamentos de tal política trascienden toda consideración personal o psicológica sobre Stalin y sus acólitos. La lógica social y política de la nueva burocracia soviética –cuyo carácter Trotsky desarrollara en La revolución traicionada (1935)– llevaba a la supeditación de toda política internacional (incluido el accionar de la IC y sus partidos) a los designios e intereses del PCUS, con lo que el internacionalismo marxista quedaba reducido a una caricatura. Trotsky aporta algunos elementos de explicación de la política exterior estalinista referidos a España en el breve pero jugoso artículo «Los misterios del imperialismo» (texto 92).
Parte esencial de la nueva estrategia estalinista –tras la desdichada experiencia ultraizquierdista del «tercer período» (1928-1934)– fue la política de impulsar «Frentes Populares», es decir, alianzas entre los principales partidos de la clase obrera y sectores «de izquierda» o «progresistas» (para usar una expresión corriente en el estalinismo latinoamericano) de la burguesía. El fracaso del gobierno Blum en Francia fue sólo el prólogo de la catástrofe que esta política supondría para el proceso revolucionario español.
La polémica con Andrés Nin y los anarquistas
En su lucha por una política marxista para España, Trotsky veía como absolutamente esencial la construcción de una fracción (luego organización partidaria) revolucionaria independiente. Es aquí donde entramos en el terreno de la polémica entre dos viejos camaradas y amigos, Trotsky y Andrés Nin, que se fue haciendo cada vez más agria a medida que las tareas que planteaba la lucha de clases en España se hacían más acuciantes. Las equívocas relaciones entre Nin y el Bloque Obrero y Campesino de Maurín, que terminarían en la fusión de ambas corrientes en 1935 en el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), fueron para Trotsky, desde el comienzo mismo de la revolución, objeto de preocupación y de crítica.
Si bien había entre Trotsky y Nin un trasfondo de coincidencias generales –la necesidad de soviets y el carácter de la revolución, por ejemplo– y de combate en común, las diferencias políticas pronto abarcaron aspectos fundamentales de la estrategia política a seguir durante la revolución: desde cuestiones programáticas (como el problema de las nacionalidades oprimidas) hasta la relación con el anarquismo, el estalinismo y el PS. En particular, resultaron ríspidas las discusiones sobre las tácticas de construcción partidaria (el carácter de la fracción de oposición al PC oficial, la relación con Maurín y el «entrismo» en el PS y su juventud).
No obstante, la cuestión que generó el mayor distanciamiento fue, naturalmente, la actitud del POUM hacia el Frente Popular. A Trotsky le resultaron imposibles de digerir la firma del programa electoral del Frente Popular –justificada con dudosos argumentos técnicos– y, sobre todo, el breve ingreso de Nin al gobierno catalán como consellier de Justicia. Esto último era particularmente grave por cuanto estaba en marcha por parte de la burguesía una ofensiva de «reinstitucionalización» y de liquidación del poder dual de hecho que representaba la actividad de las masas.
A pesar de que, como dijimos, las discrepancias tendieron siempre a agravarse, es apasionante seguir paso a paso los vaivenes de la relación entre Trotsky y Nin, tanto en la correspondencia directa como en otros intercambios epistolares de aquél. Sin duda, la ansiedad, casi desesperación, de Trotsky al ver cómo se agotaba el tiempo sin que ni la revolución ni la construcción de un partido revolucionario lograran afirmarse, fue el motivo de intentos de acercamiento como el que atestigua la «Carta a Jean Rous» (texto 55).
Sin duda, no cabe efectuar el menor reparo ni menoscabo a la memoria de Nin en tanto revolucionario honesto (y hasta heroico, como lo demuestran las circunstancias de su muerte). Pero aun aceptando que Trotsky pueda haber cargado en exceso las tintas en la forma de su crítica a Nin y el POUM –como la insistencia en el término «traición», que en ocasiones (texto 59) retiró–, no cabe sino reconocer que en los problemas sustanciales de estrategia revolucionaria la razón estaba del lado del fundador de la IV Internacional. La política del PC, del ala derecha del PS y de otras fuerzas como el PSUC era de freno directo a la revolución. Pero el «centrismo», categoría que Trotsky trasladaba ahora al POUM, a pesar de ser decisivamente diferente en cuanto a su honestidad y su moral revolucionaria, resultó políticamente fatal para la revolución y para el mismo POUM.
Las «defensas» más o menos oficiosas de la política del POUM –acerbamente criticadas por Trotsky– que emprendieran dirigentes como V. Serge, Vereecken, Sneevliet o M. Pivert tenían en el fondo bases más sentimentales que políticas y no han pasado, con justicia, la prueba del tiempo. Lo propio puede decirse de la justificación retrospectiva del ingreso al Frente Popular que hace Juan Andrade en su introducción a los escritos de Nin. El argumento allí esgrimido de que «las masas querían el frente único» es tan remanido como inaceptable: una organización «marxista» que se escuda en el estado de ánimo de las masas para respaldar sus decisiones abdica de hecho de su rol de vanguardia. Como recordaba Trotsky, un partido revolucionario no debe temer ir contra la corriente, incluso de las propias masas, si cuenta con una perspectiva clara y una dirección firme. En este sentido, el carácter heterogéneo y semifederativo del POUM (en el que Nin y sus partidarios eran sólo una corriente interna minoritaria) resultó un obstáculo adicional para que cumpliera el papel que la revolución reclamaba.
La otra corriente política importante protagonista del proceso español, el anarquismo, tampoco sale bien parada de la confrontación con la experiencia histórica. A despecho de la retórica «antidirigentes» (que encuentra eco hoy en un anarquismo reciclado presente en algunas corrientes «autonomistas», sobre todo europeas), la Federación Anarquista Ibérica y la CNT no sólo tenían dirigentes, sino que éstos estaban cruzados por fuertes divergencias. El anarquismo español estaba lejos de ser homogéneo. Su ala derecha, que se comprometió en la gestión directa del Estado burgués, es indefendible incluso desde el propio punto de vista anarquista. Trotsky dijo todo lo necesario respecto de este sector y del balance de su actuación en España en el artículo «La quinta rueda» (texto 85). En todo caso, lo que aquí nos interesa es la actuación y evolución de su ala izquierda, en particular de Buenaventura Durruti y sus partidarios. Y lo que vale la pena resaltar es cómo el sector más revolucionario y honesto del anarquismo –a su vez, el que más sufrió la persecución del Frente Popular y el estalinismo– empezó a sacar conclusiones de la experiencia de la lucha de clases en España. Proceso que, aun inacabado, condujo a esa fracción a un cierto acercamiento, en lo teórico, a las posiciones marxistas sobre el Estado, y en lo político, a los escasos trotskistas organizados presentes en la Guerra Civil. En ese sentido, y ante la prueba de fuego del enfrentamiento entre la revolución y la contrarrevolución, la teoría y programa anarquistas, basadas en la negación de la necesidad de dirigentes, partidos y un nuevo Estado erigido por y desde la clase trabajadora sobre las ruinas del Estado capitalista, fracasaron de la manera más innoble y estrepitosa.
Por otra parte, la visión altamente crítica de Trotsky sobre la política del POUM y los anarquistas (para no hablar del PC y el PS) no puede razonablemente ser confundida con la ofuscación sectaria o el doctrinarismo ultraizquierdista. Para constatar la abismal distancia existente entre tales expresiones políticas y el análisis de Trotsky no hay que más que revisar los artículos polémicos al respecto, especialmente la «Respuesta a preguntas relativas a la situación española» y «Los ultraizquierdistas en general y los incurables en particular» (textos 75 y 77). Lo propio cabe decir de los pasajes críticos del sectarismo en los artículos de más largo aliento, como el ya mencionado «Lecciones de España: la última advertencia» (83). En cuanto a las calumnias propaladas por los estalinistas y sus adláteres referidas a la ubicación de los trotskistas durante la Guerra Civil, las declaraciones de Trotsky ante la comisión de investigación de los juicios de Moscú (texto 64) son más que suficientes para disipar toda duda al respecto.
La colección de textos que presentamos incluye también artículos donde Trotsky hace su balance de la derrota de la revolución, de los cuales el más extenso y conocido es «Clase, partido y dirección» (102), escrito en el mismo mes de su asesinato y que éste dejó inconcluso.
Aprender de las derrotas para preparar las victorias
Si algo llama la atención a partir de una lectura atenta y pormenorizada del conjunto de los trabajos de Trotsky sobre España es la férrea coherencia de su evaluación de las fuerzas sociales y políticas actuantes en el proceso revolucionario y de la dinámica y los ritmos de éste. Como ya hemos dicho, resulta verdaderamente extraordinaria la visión estratégica de los problemas, que está en la base de la amarga lucidez con la que Trotsky se adelanta a los obstáculos y peligros que se interponían al avance de la revolución. Es imposible no percibir el tono de inquietud que traslucen las advertencias políticas presentes tanto en los folletos como en la correspondencia personal de Trotsky. Inquietud que, a medida que se desenvolvían los acontecimientos, se iba transformando en angustia y alarma ante el inmenso derroche de vidas humanas y de energías revolucionarias en lo que fue uno de los procesos de lucha de los oprimidos más grandiosos de la historia, y por eso mismo uno de los más trágicos.
Porque la de la revolución española fue una tragedia, en el sentido clásico de la palabra; así lo entendió Trotsky inmediatamente después de la entrada triunfal de Franco en Barcelona («La tragedia de España», texto 88). Tras la superficie de ese breve comunicado, parafraseando un comentario del propio Trotsky sobre el balance que hacía Marx de otra tragedia proletaria, la Comuna de París, se siente bullir la lava hirviente de impotencia e indignación.
La voz de Trotsky, casi solitaria, aislada y sofocada por el exilio, calumniada por enemigos poderosísimos, fue sin duda la más perspicaz y clarividente que se haya hecho oír durante el curso de la revolución española. Las lecciones que se desprenden de su amargo desenlace son de valor universal; esto es, trascienden su tiempo y su lugar y se integran al acervo teórico, político y estratégico marxista para todos los luchadores y revolucionarios de hoy. Esta edición busca contribuir a la difusión de enseñanzas que, aunque nacidas de la derrota, confiamos en que sabrán abrir el camino a nuevas victorias.
(*) Editorial Antídoto, Chile 1362, Código Postal 1098, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Tel: (5411) 4381 2718, Fax: (5411) 4381 2876, e-mail: masarg@arnet.com.ar
Por Marcelo Yunes, SoB n°40, mayo 2004