Feb - 23 - 2017

HISTORIA DE LA REVOLUCION RUSA

Capitulo XI: La dualidad de poderes

El 23 de febrero (según el calendario juliano, vigente durante el zarismo; el 8 de marzo para el resto del mundo de acuerdo al calendario gregoriano), en concordancia con el Día Internacional de la Mujer estalla, sin el llamamiento previo de ninguna organización, la primera revolución que tendrá lugar ese año en Rusia. Las obreras de la industria textil se lanzan a las calles, y ese mismo día estalla una huelga de 90.000 trabajadores.

Este inmenso país, que intervenía en la Primera Guerra Mundial de la mano de Inglaterra y Francia, sentía todas las penurias y las muertes de la carnicería imperialista en que el zarismo las había embarcado.

A modo de homenaje, presentamos el capítulo XI de la “Historia de la Revolución Rusa” de León Trotsky, donde analiza la naturaleza inestable del “doble poder” surgido de este evento, su desarrollo y consecuencias.

 

¿Dónde radica la verdadera esencia de la dualidad de poderes? No podemos dejar de detenernos en esta cuestión, que hasta hoy no ha sido dilucidada en la literatura histórica, a pesar de tratarse de un fenómeno peculiar a toda crisis social y no propio y exclusivo de la revolución rusa de 1917, aunque en ésta se presente con rasgos más acentuados.

En toda sociedad existen clases antagónicas, y la clase privada de poder aspira inevitablemente a hacer variar en su favor, en mayor o menor grado, los derroteros del Estado. Sin embargo, esto no significa que en la sociedad coexistan necesariamente dos o más poderes. El carácter del régimen político se halla informado directamente por la actitud de las clases oprimidas frente a la clase dominante. El poder único, condición necesaria para la estabilidad de todo el régimen, subsiste mientras la clase dominante consigue imponer a toda la sociedad, como únicas posibles, sus formas económicas y políticas.

La coexistencia del poder de los junkers y de la burguesía -lo mismo bajo el régimen de los Hohenzollern que bajo la República- no implica dualidad de poderes, por fuertes que sean, a veces, los conflictos entre las dos clases que comparten el poder; su base social es común y sus desavenencias no amenazan con dar al traste con el aparato del Estado. El régimen de la dualidad de poderes sólo surge allí donde chocan de modo irreconocible las dos clases; sólo puede darse, por tanto, en épocas revolucionarias, y constituye, además, uno de sus rasgos fundamentales.

La mecánica política de la revolución consiste en el paso del poder de una a otra clase. La transformación violenta se efectúa generalmente en un lapso de tiempo muy corto. Pero no hay ninguna clase histórica que pase de la situación de subordinada a la de dominadora súbitamente, de la noche a la mañana, aunque esta noche sea la de la revolución. Es necesario que ya en la víspera ocupe una situación de extraordinaria independencia con respecto a la clase oficialmente dominante; más aún, es preciso que en ella se concentren las esperanzas de las clases y de las capas intermedias, descontentas con lo existente, pero incapaces de desempeñar un papel propio. La preparación histórica de la revolución conduce, en el período prerrevolucionario, a una situación en la cual la clase llamada a implantar el nuevo sistema social, si bien no es aún dueña del país, reúne de hecho en sus manos una parte considerable del poder del Estado, mientras que el aparato oficial de este último sigue aún en manos de sus antiguos detentadores. De aquí arranca la dualidad de poderes de toda revolución.

Pero no es éste su único aspecto. Si la nueva clase exaltada al poder por la revolución que no quiso es, en el fondo, una clase ya vieja, que ha llegado históricamente con retraso; si antes de tomar oficialmente el poder está ya gastada; si al empuñar el timón se encuentra con que su adversaria está ya suficientemente madura para el poder y alarga la mano para adueñarse del Estado, entonces la transformación política determina la sustitución del equilibrio inestable del poder dual por otro a veces más inconsistente. La misión de la revolución o de la contrarrevolución consiste precisamente en triunfar, en cada nueva etapa, sobre esta «anarquía» de la dualidad de poderes.

La dualidad de poderes no sólo presupone, sino que, en general, excluye la división del poder en dos segmentos y todo equilibrio formal de poderes. No es un hecho constitucional, sino revolucionario, que atestigua que la ruptura del equilibrio social ha roto ya la superestructura del Estado. La dualidad de poderes surge allí donde las clases adversas se apoyan ya en organizaciones estables substancialmente incompatibles entre sí y que a cada paso se eliminan mutuamente en la dirección del país. La parte del poder correspondiente a cada una de las dos clases combatientes responde a la proporción de fuerzas sociales y al curso de la lucha.

Por su esencia misma, este estado de cosas no puede ser estable. La sociedad reclama la concentración del poder, y aspira inexorablemente a esta concentración en la clase dominante o, en el caso que nos ocupa, en las dos clases que comparten el dominio político de la nación. La escisión del poder sólo puede conducir a la guerra civil. Sin embargo, antes de que las clases rivales se decidan a entablarla, sobre todo en el caso de que teman la intromisión de una tercera fuerza, pueden verse obligadas a soportar durante bastante tiempo y aun a sancionar, por decirlo así, el sistema de la dualidad de poderes. Con todo, este estado de cosas no puede durar. La guerra civil da a la dualidad de poderes la expresión más visible, la geográfica: cada poder se atrinchera y hace fuerte en su territorio y lucha por conquistar el de su adversario; a veces, la dualidad de poderes adopta la forma de invasión por turno de los dos poderes beligerantes, hasta que uno de ellos se consolida definitivamente.

La revolución inglesa del siglo XVII, precisamente porque fue una gran revolución que removió al país hasta su entraña, representa una sucesión evidente de regímenes de poder dual con tránsitos bruscos de uno a otro en forma de guerras civiles.

En un principio, el poder real, apoyado en las clases privilegiadas o en las capas superiores de las mismas, los aristócratas y los obispos, se halla en contraposición con la burguesía y los sectores de la nobleza territorial que le son afines. El gobierno de la burguesía es el parlamento presbiteriano, apoyado en la City de Londres. La lucha persistente de estos dos regímenes se resuelve en una franca guerra civil. Surgen dos centros gubernamentales, Londres y Oxford, cada cual con su ejército propio, y la dualidad de poderes asume formas geográficas, aunque, como sucede siempre en la guerra civil, las limitaciones territoriales son en extremo inconsistentes. Vence el parlamento. El rey cae prisionero y espera su suerte.

Parece que surgen las condiciones para establecer el poder unitario de la burguesía presbiteriana. Pero ya antes de que se quebrantado el poder real, el ejército parlamentario se convierte en una fuerza política autónoma, que concentra en sus filas a los independientes, pequeños burgueses piadosos y decididos, los artesanos, los agricultores. El ejército se inmiscuye autoritariamente en la vida pública, no como una fuerza armada, sencillamente, ni como una guardia pretoriana, sino como la representación política de una nueva clase que se levanta contra la burguesía acomodada y rica. Y fiel a esta misión, el ejército crea un nuevo órgano de Estado que se eleva por encima del mando militar: el consejo de diputados, soldados y oficiales (los «agitadores»). Se inicia así un nuevo período de dualidad de poderes; por un lado, el parlamento presbiteriano; por otro, el ejército independiente. La dualidad de poderes conduce a una pugna abierta. La burguesía se revela impotente para oponer su ejército al «ejército modelo» de Cromwell, es decir, a la plebe armada. El conflicto termina con el baldeo, barriendo el sable independiente el parlamento presbiteriano. Reducido el parlamento a la nada, se instaura la dictadura de Cromwell. Las capas inferiores del ejército, bajo la dirección de los «niveladores», ala de extrema izquierda de la revolución, intenta oponer el régimen del alto mando militar, de los grandes del ejército, su propio régimen plebeyo. Pero el nuevo poder dual no llega a desarrollarse: los «niveladores» la pequeña burguesía no tienen ni pueden tener aún una senda histórica propia. Cromwell vence rápidamente a sus adversarios. Y se establece un nuevo equilibrio político, no estable ni mucho menos, pero que durará una serie de años.

En la gran Revolución francesa, la Asamblea constituyente, cuya espina dorsal eran los elementos del «tercer estado», concentra en sus manos el poder, aunque sin despojar al rey de todas sus prerrogativas. El período de la Asamblea constituyente es un período característico de dualidad de poderes, que termina con la fuga del rey a Varennes y no se liquida formalmente hasta la instauración de la República.

La primera Constitución francesa (1791), basada en la ficción de la independencia completa entre los poderes legislativo y ejecutivo, ocultaba en realidad o se esforzaba en ocultar al pueblo, la dualidad de poderes reinantes: de un lado, la burguesía, atrincherada definitivamente en la Asamblea nacional, después de la toma de la Bastilla por el pueblo; de otro, la vieja monarquía, se apoyaba aún en la aristocracia, el clero, la burocracia y la milicia, sin hablar ya de la esperanza en la intervención extranjera. Este régimen contradictorio albergaba la simiente de su inevitable derrumbamiento. En este atolladero no había más salida que destruir la representación burguesa poniendo a contribución las fuerzas de la reacción europea o llevar a la guillotina al rey y a la monarquía. París y Coblenza tenían que medir sus fuerzas en este pleito.

Pero antes de que las cosas culminen en este dilema: o la guerra o la guillotina, entra en escena la Commune de París, que se apoya en las capas inferiores del «tercer estado» y que disputa, cada vez con mayor audacia, el poder a los representantes oficiales de la nación burguesa. Surge así una nueva dualidad de poderes, cuyas primeras manifestaciones observamos ya en 1790, cuando todavía la grande y la mediana burguesía se hallan instaladas a sus anchas en la administración del Estado y en los municipios. ¡Qué espectáculo más maravilloso -y al mismo tiempo más bajamente calumniado- el de los esfuerzos de los sectores plebeyos para alzarse del subsuelo y de las catacumbas sociales y entrar en la palestra, vedada para ellas, en que aquellos hombres de peluca y calzón corto decidían de los destinos de la nación! Parecía que los mismos cimientos, pisoteados por la burguesía ilustrada, se arrimaban y se movía, que surgían cabezas humanas de aquella masa informe, que se tendían hacia arriba manos encallecidas y se percibían voces roncas, pero valientes. Los barrios de París, bastardos de la revolución, se conquistaban su propia vida y eran reconocidos -¡qué remedio!- y transformados en secciones. Pero invariablemente rompían las barreras de la legalidad y recibían una avalancha de sangre fresca desde abajo, abriendo el paso en sus filas, contra la ley, a los pobres, a los privados de todo derecho, a los sans-culottes. Al mismo tiempo, los municipios rurales se convierten en manto del levantamiento campesino contra la legalidad burguesa protectora de la propiedad feudal. Y así, bajo los pies de la segunda nación, se levanta la tercera.

 

En un principio, las secciones de París mantenían una actitud de oposición frente a la Commune, que se hallaba aún en manos de la honorable burguesía. Pero con el gesto audaz del 10 de agosto de 1792, la secciones se apoderan de ella. En lo sucesivo, la Commune revolucionaria se levanta primero frente a la Asamblea legislativa y luego frente a la Convención; rezagadas ambas con respecto a la marcha y los fines de la revolución, registraban los acontecimientos, pero no los promovían, pues no disponían de la energía, la audacia y la unanimidad de aquella nueva clase que se había alzado del fondo de los suburbios de París y que hallaba su asidero en las aldeas más atrasadas. Y las secciones, del mismo modo que se apoderaron de la Commune, se adueñaron, mediante un nuevo alzamiento, de la Convención. Cada una de dichas etapas se caracteriza por un régimen de dualidad de poderes muy marcado, cuyas dos alas aspiraban a instaurar un poder único y fuerte, el ala derecha, defendiéndose el ala izquierda tomando la ofensiva. La necesidad de la dictadura, tan característica lo mismo de la revolución que de la contrarrevolución, se desprende de las contradicciones insoportables de la dualidad de poderes. El tránsito de una forma a otra se efectúa por medio de la guerra civil. Además, las grandes etapas de la revolución, es decir, el paso del poder a nuevas clases o sectores, no coinciden de un modo absoluto con los cielos de las instituciones representativas, las cuales siguen, como la sombra al cuerpo, a la dinámica de la revolución. Cierto es que, en fin de cuentas, la dictadura revolucionaria de los sans-culottes se funde con la dictadura de la Convención; pero ¿qué Convención? Una Convención de la cual han sido eliminados por el terror los girondinos, que todavía ayer dominaban en sus bancos; una Convención cercenada, adaptada al régimen de la nueva fuerza social. Así, por los peldaños de la dualidad de poderes, la Revolución francesa asciende en el transcurso de cuatro años hasta su culminación. Y desde el  Thermidor, la revolución empieza a descender otra vez por los peldaños de la dualidad de poderes. Y otra vez la guerra civil precede a cada descenso, del mismo modo que antes había acompañado cada nueva ascensión. La nueva sociedad busca de este modo un nuevo equilibrio de fuerzas.

La burguesía rusa, que luchaba con la burocracia rasputiniana a la par que colaboraba con ella, reforzó extraordinariamente durante la guerra sus posiciones políticas. Explotando la derrota del zarismo, fue reuniendo en sus manos, a través de las asociaciones de zemstvos, las Dumas municipales y los comités industriales de guerra, un gran poder; disponía por su cuenta de inmensos recursos del Estado y representaba de suyo, en esencia, un gobierno autónomo y paralelo al oficial. Durante la guerra, los ministros zaristas se lamentaban de que el príncipe Lvov aprovisionara al ejército, alimentara y curara a los soldados e incluso de que organizara barberías para la tropa. «Hay que acabar con esto, o poner todo el poder en sus manos», decía ya en 1915 el ministro Krivoschein. Mal podía éste suponer que, año y medio, después, Lvov obtendría «todo el poder » pero no de manos del zar precisamente, sino de manos de Kerenski, Cheidse y Sujánov. Mas al día siguiente de acontecer esto se instauraba un nuevo poder doble: paralelamente con el semigobierno liberal de ayer, hoy formalmente legitimado, surgía y se desarrollaba un gobierno de las masas obreras, representado por los soviets, no de un modo oficial, pero por ello mismo más efectivo. A partir de este momento, la revolución rusa empieza a convertirse en un acontecimiento histórico de importancia universal.

Veamos ahora en qué consiste la característica de la dualidad de poderes de la revolución de Febrero. En los acontecimientos de los siglos XVII y XVIII, la dualidad de poderes representa siempre una etapa natural en el curso de la lucha, impuesta a los combatientes por la correlación temporal de fuerzas, con la particularidad de que cada una de las dos partes aspira a suplantar la dualidad de poderes por el poder único concentrado en sus manos. En la revolución de 1917 vemos cómo la democracia oficial crea, consciente y deliberadamente, la dualidad de poderes, haciendo todos los esfuerzos imaginables para evitar que el poder caiga en sus manos. A primera vista, la dualidad de poderes se forma, no como fruto de la lucha de clases en torno al poder, sino como resultado de la cesión voluntaria que de dicho poder hace una clase a otra. La «democracia» rusa, que aspiraba a salir del atolladero de la dualidad de poderes, no creía encontrar la salida que buscaba más que apartándose del poder. Esto era precisamente lo que calificábamos de paradoja de la revolución de Febrero.

Acaso se pueda encontrar una cierta analogía con esto en la conducta seguida por la burguesía alemana en 1848 con respecto a la monarquía. Pero la analogía no es completa. Es cierto que la burguesía alemana aspiraba a toda costa a compartir el poder con la monarquía sobre la base de un pacto. Pero la burguesía no tenía la integridad del poder en sus manos y no lo cedía enteramente, ni mucho menos, a la monarquía. «La burguesía prusiana era nominalmente dueña del poder, y no dudaba ni un momento que las fuerzas del viejo Estado se pondrían incondicionalmente a su disposición y se convertirían en prosélitos abnegados del poder de aquélla.» (Marx y Engels.) La democracia rusa de 1917, que al estallar la revolución tenía todo el poder en sus manos, no aspiraba a compartirlo con la burguesía, sino sencillamente a cedérselo entero. Acaso esto signifique que en el primer cuarto del siglo XX la democracia oficial rusa había llegado a un grado de descomposición más acentuado que la burguesía liberal alemana de mediados del siglo XIX. Y este estado de cosas obedece a una ley lógica, pues representa el reverso de la progresión ascensional realizada en el curso de esas décadas por el proletariado, que venía a ocupar el puesto de los artesanos de Cromwell, y de los sans-culottes de Robespierre.

Si se examina la cuestión más a fondo se ve que el poder del gobierno provisional y del Comité ejecutivo tenía un carácter puramente reflejo. El candidato al nuevo poder no podía ser otro que el proletariado. Los colaboracionistas, que se apoyaban de un modo inseguro en los obreros y en los soldados, veíanse obligados a llevar una contabilidad por partida doble con los zares y los «profetas». El poder dual de los liberales y demócratas no hacía más que reflejar el poder dual, que aún no había salido a la superficie, de la burguesía y el proletariado. Cuando -al cabo de pocos meses- los bolcheviques eliminan a los colaboracionistas de los puestos directivos de los soviets, el poder dual sale a la superficie, lo cual indica que la revolución de Octubre se acerca. Hasta este momento, la revolución vivirá en el mundo de los reflejos políticos. Abriéndose paso a través de los razonamientos vacuos de la intelectualidad socialista, el poder dual, que era una etapa de la lucha de clases, se convierte en idea normativa. Gracias a esto precisamente se convirtió en el problema central de la discusión teórica. En este mundo nada se pierde ni sucede en balde. El carácter reflejo de la dualidad de poderes de la revolución de Febrero nos ha permitido comprender mejor las etapas de la historia en que dicho poder aparece como un episodio característico de la lucha entre dos regímenes. Así, la luz refleja y tenue de la luna nos permite deducir importantes enseñanzas acerca de la luz solar.

La característica fundamental semifantástica de la revolución rusa, que condujo en un principio a la paradoja de la dualidad de poderes y al poder dual efectivo que le impidió luego resolverse en provecho de la burguesía, consiste en la madurez inmensamente mayor del proletariado ruso si se le compara con las masas urbanas de las antiguas revoluciones. Pues la cuestión estaba planteada así: o la burguesía se apoderaba realmente del viejo aparato del Estado, poniéndolo al servicio de sus fines, en cuyo caso los soviets tendrían que retirarse por el foro, o éstos se convierten en la base del nuevo Estado, liquidando no sólo con el viejo aparato político, sino con el régimen de predominio de las clases a cuyo servicio se hallaba éste.

Los mencheviques y los socialrevolucionarios se inclinaban a la primera solución. Los bolcheviques, a la segunda. Las clases oprimidas, que, según las palabras de Marat, no habían tenido en el pasado conocimientos, tacto ni dirección para llevar hasta el fin la obra comenzada, aparecen en la revolución rusa del siglo XX equipadas con todo eso. Y triunfaron los bolcheviques.

Al año de triunfar los bolcheviques en Rusia, se repetía el mismo pleito en Alemania, con distinto balance de fuerzas. La socialdemocracia se inclinaba a la instauración del poder democrático de la burguesía y a la liquidación de los soviets. Y triunfaron los socialdemócratas. Hilferding y Kautsky en Alemania como Max Adler en Austria, proponían una «combinación» de la democracia con el sistema soviético, dando acogida a los soviets obreros en la Constitución. Esto hubiera significado convertir en parte integrante del régimen del Estado la guerra civil latente o declarada. Sin embargo, esta pretensión podía tener, en Alemania, su razón de ser, fundada acaso en la vieja tradición: en el año 48, los demócratas wurtemburgueses pedían una república presidida por un duque.

El fenómeno de la dualidad de poderes, no estudiado hasta ahora suficientemente, ¿se halla en contradicción con la teoría marxista del Estado, que se ve en el gobierno el Comité ejecutivo de la clase dominante? Es lo mismo que si preguntáramos: ¿es que la oscilación de los precios bajo la ley de la oferta y la demanda se halla en contradicción con la teoría marxista del valor? ¿Acaso la abnegación del macho que defiende a sus cachorros contradice la ley de la lucha por la existencia? No, en esos fenómenos no reside más que una combinación más compleja de las mismas leyes que parecen contradecir. Si el Estado es la organización del régimen de clase y la revolución la sustitución de la clase dominante, el tránsito del poder de manos de una clase a otra, es natural que haga brotar una situación contradictoria de Estado, encarnada, sobre todo, en la dualidad de poderes. La correlación de fuerzas de clase no es ninguna magnitud matemática susceptible de cálculo apriorístico. Cuando el equilibrio del viejo régimen se rompe, la nueva correlación de fuerzas sólo puede establecerse como resultado de la prueba recíproca a que éstas se ven sometidas en la lucha. La revolución no es otra cosa.

Podría pensarse que esta disgresión teórica nos ha apartado de los acontecimientos de 1917. En realidad, nos conduce al corazón de los mismos. En torno al problema de la dualidad de poderes fue, precisamente, donde se libró la lucha dramática de los partidos y de las clases. Sólo desde la atalaya teórica podríamos observar esta lucha y comprenderla.

 

 

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