Socialismo o Barbarie
revista Nº 22

A propósito de una polémica

Eduardo Sartelli, el PTS y el objetivismo

Por Luis Mankio

“¿Qué me venís a hablar de socialismo, si eso se cayó a pedazos y según parece dejaba bastante que desear?” La frase pertenece a un obrero de la industria automotriz argentina y fue pronunciada durante una asamblea en la que participaban compañeros del gremio que se reivindicaban de izquierda. Creemos no forzar la realidad si decimos que podría repetirse casi en forma idéntica en cualquier otro lugar de América o Europa, y nos parece un excelente resumen de los problemas en discusión que trataremos aquí.

Nuestra intención es terciar en una polémica que se planteó entre Eduardo Sartelli –director de Razón y Revolución– y el PTS, desarrollada hasta la fecha en tres textos.1 Estamos plenamente convencidos que el intercambio de pareceres y la discusión franca es una característica fundacional del marxismo, y que se hace más perentoria aún en la actualidad. Bajo esa premisa, intentaremos poner sobre el tapete algunas caracterizaciones y problemas que consideramos vitales para el siglo XXI y que los compañeros no resuelven o directamente formulan –creemos– en forma incorrecta.

Por otra parte, coincidimos con lo dicho por los compañeros Castilla y Ros, del PTS, cuando saludan la publicación de obras como la de Trotsky y demás clásicos del socialismo revolucionario, tarea que la organización dirigida por Sartelli viene realizando. Al PTS también le cabe un reconocimiento por el mismo motivo –algo que aquél pasa olímpicamente por alto–, y, a riesgo de no parecer humildes, digamos también que nuestra corriente viene llevando a cabo un trabajo editorial importante en ese mismo sentido.2

LA EFICIENCIA, EL SUJETO Y EL PODER

Aclaramos que no abordaremos en este trabajo un eje importante de la polémica mencionada, como es el de la característica y las tareas de la revolución argentina, que como no puede ser de otra manera requiere de un estudio acabado de la estructura económico-social –entendida como una totalidad jerarquizada– de nuestro país en la actualidad.3 Tampoco desarrollaremos –aunque, tangencialmente, forme parte del eje a tratar– la especificidad de la realidad cubana actual y la posibilidad de que una “fracción de la burocracia” encabece o propicie un cambio estructural en sentido revolucionario, como sostiene Sartelli. Al respecto, remitimos al serio trabajo de Roberto Ramírez que se publica en esta misma edición.

El problema central al que nos abocaremos, y que por cierto engloba y subsume a los dos que mencionamos anteriormente, es el de la designación de revoluciones socialistas auténticas para procesos revolucionarios acaecidos durante el pasado siglo. De ésta se desprenden estrategias y posicionamientos respecto del mundo actual y de las tareas planteadas a los marxistas revolucionarios.

Pedimos disculpas por la profusión de citas, pero las creemos imprescindibles para comprender bien qué se está discutiendo y con qué fundamentos.

En el prólogo de marras, Sartelli señala: “Revolucionarios consecuentes los ha habido de a millones, afortunadamente.

No menos millonaria es la cifra de los valientes, obviamente, en la izquierda tanto como en la derecha. Lo que caracteriza a los bolcheviques es la eficiencia revolucionaria, una cualidad rara, sólo compartida por Mao y, probablemente, los vietnamitas y Fidel Castro. De hecho, la ‘vía rusa’ y la ‘china’ han sido, hasta ahora, las únicas estrategias exitosas para la toma del poder. Ése es el corazón del problema que todo revolucionario tiene por delante ¿cómo es posible la victoria? (...) Las revoluciones rusa y china nos muestran, entonces, el resultado de un trabajo bien hecho, al menos en relación con la construcción del poder revolucionario. También es cierto que la victoria no puede adjudicarse exclusivamente a la estrategia. En más de un sentido, Lenin, Trotsky y Mao han representado el papel de las personas correctas, en el lugar adecuado y en el momento justo” (ES 1, p.1. El resaltado es nuestro en todas las citas, salvo indicación en contrario).

Que la toma del poder constituye un plano fundamental de toda estrategia revolucionario es casi el abecé. No está de más recordarlo, máxime después del auge autonomista expresada por los Negri, Holloway y Marcos, que se jactan por haberla abandonado. Lo que falta en la visión de Sartelli es la respuesta a la pregunta de quién y cómo se adueña del poder, y para qué. Se deja ver que las revoluciones rusa y china habrían resuelto bien el problema. Y esto nos remite efectivamente al tema de la eficiencia en la captura del poder político.

Al poner todo el énfasis en dicho aspecto, éste se convierte en una cuestión técnico-militar, aunque una revolución es en primer lugar, como todos sabemos, un asunto siempre político-social. Y aquí político refiere a la más vasta acepción del término: la totalidad de las relaciones sociales. Lo que remite al sujeto social que lo llevará a cabo.

En verdad, podríamos ampliar la lista señalada en el prefacio –el propio autor lo hará– con la dirección sandinista, la que encarnó el ayatollah Komeini en el Irán de 1979, etc. Si de eficiencia se trata –en cuanto a destruir el Estado existente y a sus fuerzas armadas– todos los ejemplos citados aprobaron con creces la prueba de la historia. Incluso el propio Sartelli reconoce la existencia de valientes (otra vez, un valor “en sí”) en la propia derecha, a lo que agregamos que ésta tampoco estuvo exenta de eficiencia para alzarse con el gobierno, como fue el levantamiento de Franco en España, por nombrar un caso paradigmático.

Pero si el criterio de eficiencia, de éxito, fuese el rasero por el cual se debe medir a los revolucionarios socialistas, el propio Marx –cuyos consejos no fueron tenidos en cuenta por los comuneros de 1871–, Rosa Luxemburgo y su corriente espartaquista en la revolución alemana de 1918, el Gramsci consejista de comienzos de la década del 20 y, desde ya, el Trotsky que no podía torcer la línea del POUM en Barcelona estarían justamente invalidados por la historia.

Afirmación que caería por su propio peso.

Por caso, cuando Sartelli descalifica al PCR o al ERP porque éstos ponen como sujeto de la revolución en Argentina al campesinado, termina teniendo razón, pero por malas razones: invalida la premisa porque en nuestro país este sujeto social es inexistente y, por ende, la estrategia carecería de eficiencia alguna. No existe un cuestionamiento a ese actor social en tanto tal, no hay una afirmación en el sentido de que ese estrato social no puede por sí construir el socialismo –y China será un magnífico ejemplo de esto, como veremos– si no es bajo la dirección política de la clase obrera y sus organismos. Tales con- sideraciones ni se le cruzan a Sartelli. Para él, sólo basta con que la “persona” correcta esté en el lugar y el momento correcto.

Otra media verdad (es decir, mentira entera): es cierto que Trotsky decía que Octubre no se hubiera consumado sin el arribo de Lenin. Pero Trotsky no piensa en el Lenin “eficiente” estratega militar, sino en el Lenin que es intérprete y expresión de los intereses presentes e históricos del proletariado conduciendo tras de sí a los estratos campesinos. Su eficiencia como dirigente político se manifiesta en la comprensión de esa necesidad y en su tenacidad para llevarla a buen puerto. Al líder de la revolución rusa no le era para nada indiferente quién y cómo se hacía del poder.

Además, lo que a Sartelli no se le ocurre mencionar o plantearse siquiera –¿qué hubiera contestado en la asamblea obrera que citábamos al comienzo?– es el destino final y el resultado histórico de esas sociedades en donde fue expropiado el capitalismo. No nos adelantemos, porque será en su segundo texto donde pareciera asomar una respuesta más acabada.

LAS REVOLUCIONES SOCIALISTAS OBJETIVAS

Los compañeros del PTS, en su reseña, luego de plantear algunas críticas bastante correctas en relación a este tema de la eficiencia, deslizan una conceptualización que también nos permitiremos cuestionar. Afirman: “Tres aspectos constituyen el núcleo de la revolución permanente: en primer lugar, en los países de desarrollo rezagado, la consecución de los fines de la revolución democrático-burguesa pasa por la transformación de la clase obrera en clase dominante (...) Fidel Castro y Mao “cumplieron” la primera de estas leyes a pesar de su propia estrategia original. (PTS, pp. 214-215).

Más allá de las comillas que introducen los compañeros, se desprende del resto del párrafo –y los subsiguientes– que opinan que tanto la dirección maoísta como la castrista elevaron a la clase obrera como clase dominante en los estados que a la postre construyeron. Pero los hechos históricos irrefutables son que esta condición –que, como todo trotskista sabe, conforma un eje central de las tesis de la revolución permanente de 1928– se halló completamente ausente en los procesos revolucionarios tanto chino como cubano.

Y aquí llegamos a un nudo del debate en cuestión. Gran parte de la explicación de por qué organizaciones que pretendieron constituirse en un embrión de IV Internacional, como el mandelismo en todas sus vertientes, la actual LIT y los grupos que se dicen –con evidente “beneficio de inventario”– morenistas, fracasaron y se desbarrancaron teórica y políticamente tiene que ver con ese abandono de la centralidad de la clase obrera autodeterminada para que la vía revolucionaria se convierta en socialista. Creyendo haber superado la lógica formal, pero en verdad sin haber llegado a ella, sacaron la conclusión de que, a semejanza de procesos históricos anteriores, otro sujeto social podía realizar con eficiencia tareas que le correspondían a la clase tra- bajadora. Lamentablemente, el PTS tampoco está exento de esta visión, como estamos viendo.

Coincidimos en que “la experiencia del siglo XX ha dejado varias lecciones para el siglo XXI. Una de ellas es que no puede haber ‘época de la revolución socialista’ en virtud de la cual, en tanto esquema histórico-filosófico general, se pueda concluir que toda revolución en la que se expropia a la burguesía se transforme automáticamente en socialista. Otra es que una característica específica de la revolución socialista consiste en que la clase obrera no pueda realmente ser reemplazada por otras clases o sectores de clase a la hora de su revolución.

La revolución socialista es un tipo histórico de revolución donde la intervención consciente del hombre en la historia adquiere su dimensión más decisiva. De allí que las connotaciones anticapitalistas y socialistas no puedan ser consideradas como sinónimos. (Sáenz c, p. 155) La mayoría del movimiento trotskista no aceptó esto y sostuvo que la dinámica “objetiva” o el “imperio de las circunstancias” conduce al socialismo, o que otra clase o sector de clase, en ausencia del proletariado, realiza lo que éste no llevó a cabo. El “objetivismo” se había enraizado fuertemente en el marxismo revolucionario ya en vida de Trotsky; de hecho, será la fundamentación teórica para muchas capitulaciones a Stalin y su colectivización forzosa dentro de la Oposición de Izquierda. El “sustituismo social” tuvo en Isaac Deutscher su máximo exponente en las filas del trotskismo de posguerra, y se continuó en dirigentes como Pablo y Mandel, así como en el último Moreno.

Por el contrario, sostenemos –siendo sensibles a los avatares del siglo que pasó– que en la revolución socialista no puede haber sustituismo de clase alguno: si no está la clase obrera con sus organismos, partidos y conciencia, el proceso se invierte y las relaciones de producción resultantes se convierten en relaciones de explotación no orgánicas.

Claro está que nada esto significa que, en medio de esos procesos, no haya que defenderlo ante el seguro ataque que el imperialismo mundial lanzaría –y lanzó– contra ellos, pero esto no nos exime de bregar por una política que priorice la participación activa de ese sujeto social ausente, ya que esa ausencia indica las limitaciones que esos procesos tienen y, por consecuencia, su resultado posterior.

El problema es que Castilla y Ros hacen una gran concesión a la posición de Sartelli y el trotskismo de posguerra. Una revolución no obrera, acaudillada por el campesinado, “inconsciente”, llevó a cabo, según ellos, una tarea central de la revolución proletaria: instalar a la clase trabajadora como clase dominante del estado que acaba de surgir. O sea, fue una revolución socialista.

Cierto que más adelante reconocen que la falta de democracia obrera es una mengua que el Estado –el Estado en que la clase obrera es dominante, según se afirma– vive y padece: “El régimen de democracia soviética es un elemento indispensable para el desarrollo de la clase obrera luego de la revolución: para su desarrollo cultural, para la constante modificación de las relaciones sociales (familia, educa- ción, etc.) y para planificar la economía en función de las necesidades de las masas. Por ello, la lucha por un régimen de este tipo es parte del programa de los revolucionarios” (PTS p. 216).

Pero esto no es suficiente. En realidad la carencia de democracia soviética (organismos y partidos de la clase) desde el inicio mismo del proceso revolucionario, como en China o Cuba, o perdiéndose luego, como en Rusia, va transformando el propio carácter del Estado y de las relaciones sociales de producción en que éste se asienta. Sólo queda el aspecto jurídico, que indica que la propiedad colectiva es de “todo el pueblo trabajador”, pero éste no tiene arte ni parte en lo que allí se sanciona y resuelve (por ejemplo, quién se queda y cómo utiliza el plusvalor existente), aunque haya planificación. Preobrajensky, agudo como era, no escapó a este “normativismo jurídico”, y creyó que estatización y planificación –aun en ausencia de democracia obrera– alcanzaban para la transformación socialista. En este aspecto, el trotskismo de posguerra fue “más preobrajenskiano que trotskista”.

En verdad, el creador del Ejército Rojo analizó no sin tensiones esta problemática a lo largo de su última década de vida: “No se trata sólo de cuáles son las tareas, sino de cómo (los medios) y quién (el sujeto) que las lleva a cabo. Ésta fue la ubicación de Trotsky respecto de la industrialización acelerada y la colectivización forzosa del campo, ante la invasión de la URSS a Polonia y Finlandia (...) porque aun considerando esas medidas eventualmente como “progresivas”, dejaba sentado que al ser ejecutadas por la burocracia estalinista, no por la clase trabajadora ejerciendo la democracia obrera, la realización de esas tareas resultaba totalmente distorsionada (...) La raíz de estos problemas está en la teorización del “sustituismo” (...) Toda la experiencia de posguerra atestigua que cumplir estas tareas –de manera inconsecuente, por otra parte– en ningún caso significó que automáticamente la clase trabajadora se transformara en la clase social y/o políticamente dominante. Y que, por lo tanto, dar este paso de homologación de la connotación anticapitalista con la obrera y socialista es profundamente equivocado y embellece estos procesos, donde por definición la clase obrera, sus organismos y su conciencia estuvieron completamente ausentes (Sáenz a, p. 127) El marxista húngaro István Meszáros, que a diferencia de Trotsky (pero en esto, en igual condición que Sartelli y el PTS), sí pudo presenciar cómo terminaron los estados “socialistas” del siglo XX, supo sacar algunas conclusiones al respecto.

Reconociendo que la expropiación del capital es un presupuesto inevitable de todo proyecto socialista –lo que lo aleja de todo reformismo–, señala que si no se acompaña de la “democracia de los productores”, no habrá socialismo alguno: “El viraje trascendental en cuestión implica no solamente derrocar el dominio del capital en el orden existente... En otras palabras, significa hacer imposible la reaparición del mandato del capital sobre el trabajo instituyendo y consolidando la actividad autodeterminada de los productores asociados. Esto sólo se puede lograr mediante la devolución de las condiciones objetivas (es decir, los materiales y medios) de producción como propiedad genuina y sustancial a los productores mismos, en contraste con la vacía definición jurídica de propiedad colectiva experimentada históricamente, y que permanecía en realidad bajo el control de una autoridad estatal por separado (...) Y esto equivale a una socialización genuina del proceso de producción mucho más allá del problema inmediato de la propiedad en oposición a su remota administración jerárquica a través de la “estatización” y la “nacionalización” (...) En otras palabras, lo que está en juego es primordialmente político-social” (citado en Sáenz c, p.165) No habrá “socialismo del siglo XXI” alguno si el marxismo revolucionario no saca entonces todas las conclusiones de los procesos que terminaron con los llamados socialismos reales, y en el caso de Cuba – con la debida especificidad que la isla tiene–, la hicieron ingresar en una grave crisis. La recuperación de la vieja idea marxiana de que “estatización” no es sinónimo de socialización si no va acompañada de un efectivo y real control de los productores de la riqueza social se vuelve entonces perentoria.

Y para que ello suceda, éstos tienen que contar con organismos propios donde exista plena y efectiva democracia para decidir y resolver los problemas más importantes, como máxima expresión de democracia directa (aunque no por ello subsistan en la transición determinados mecanismos indirectos), tanto en el ámbito de la producción fabril como en el de la representación política.

El imprescindible desarrollo de las fuerzas productivas no se deberá hacer a expensas de los intereses (privilegiando su consumo, contra el trabajo stajanovista) de los propios trabajadores. Y todo ello con la perspectiva de que el proceso se halla subordinado y condicionado al desarrollo de la revolución mundial y a la derrota del imperialismo a escala planetaria.

¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE AUTENTICIDAD?

Una virtud de Sartelli es que escribe claro. Esto se potencia cuando confronta con un ocasional adversario político. En su respuesta, señala: “Mao y Fidel fueron auténticos revolucionarios, y la china y la cubana fueron auténticas revoluciones socialistas. Quien niega esta realidad histórica se deja llevar por un estrecho y mezquino criterio de partido. Creer que alguien escapa veinte años a las balas y recorre todo China arreando campesinos para una revolución a la que quiere traicionar es una estupidez (...) El problema del maoísmo no radica en si el campesinado era o no el sujeto eficiente de la revolución” (ES 2 Negritas nuestras).

Seremos, nomás, gente que se deja llevar por un “estrecho y mezquino criterio de partido” y que no se deja encandilar teóricamente por “veinte años de arrear campesinos” (¡vaya preocupación por la determinación!). Porque seguimos pensando que no hay “heroísmo” que justifique el craso error de igualar expropiación de la burguesía y revolución socialista. Sin acción autodeterminada de la clase trabajadora mediante sus organismos (como señalaban Lenin y Trotsky, sin caer en un “fetichismo” soviético, éstos pueden ser Comités de fábrica, Juntas u otras formas organizativas) y sus partidos no hay auténtica revolución socialista. Insistimos: partidos, en plural. Ésta fue otra enseñanza de los procesos del siglo XX, que el propio Trotsky tardó en ver; existen algunos textos en donde se pronuncia por el partido único como “mal necesario”. Será en el Programa de Transición donde no deje lugar a dudas: convivirán en los soviets todas las expresiones políticas que el proletariado y los sectores subalternos consideren como propios.

Sartelli no ve ningún “problema” en cuál sea el sujeto social de la transformación.

Un hallazgo que hoy conserva toda su vigencia fue la aseveración de Trotsky, en cuanto a que la teoría de la revolución permanente estaba parada sobre los sujetos. En un célebre intercambio epistolar con Preobrajensky a fines de los años 20 –precisamente sobre la revolución china–, Trotsky reafirma esta conceptualización en contra de aquél, que priorizaba la importancia de las tareas a realizar –¿la eficiencia? –, más allá de quién las efectara. El propio proceso “objetivo”, decía Preobrajensky, empujaba en esa dirección.4 La respuesta de Sartelli sobre el tema es la siguiente: “Como he escrito ya en otros lados, la Revolución China no tiene una dirección campesina, sino obrera, por su programa. Ya Jean Chesneaux señaló que la novedad de Mao no era el “alzamiento” campesino, de los que había habido muchos en China y que en general no llegaban a nada, sino la unidad del PC con la revuelta campesina. Decir eso es lo mismo que decir que la dirección política general correspondía al programa construido y realizado por la clase obrera” (ES 2).

No hay espacio para desarrollar el proceso revolucionario chino del siglo XX, que tiene sus momentos fundacionales en 1911, en 1927 y obviamente en 1949. Señalemos brevemente que Chen Du-Xiu, el verdadero fundador del PCCh y su primer secretario general, es destituido en agosto de 1927 y expul- sado dos años después acusado por la Komintern de Stalin, acusado de traidor y encarcelado hasta su muerte a fines de las década siguiente. La derrota del proletariado de las ciudades –hija de la línea Stalin-Bujarin– marcó la oclusión de la clase obrera china. Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que de Chen a Mao hay un quiebre de tradiciones, ya que ambos representaron tipos acabados de tendencias opuestas. Como supo decir otro dirigente del PCCh luego también excomulgado: “Luego de la derrota de la segunda revolución, el PCCh abandonó el movimiento obrero urbano, abandonó el proletariado y giró enteramente hacia el campo. Volcó toda su fuerza a la lucha de guerrillas en las aldeas y absorbió en el partido un enorme número de campesinos. Durante este prolongado período de vida en el campo, incluso asimiló la cosmovisión campesina en su ideología” (Informe de Peng al III Congreso de la IV Internacional, citado en Sáenz b, p. 118).

Irónicamente, Sartelli, en vez de basarse en un historiador de raigambre maoísta como Chesneaux, podría haberse apoyado –incluso mejor–en trotskistas como Deutscher y Mandel, que opinaban exactamente lo mismo: “Posiblemente el principal error de apreciación de Mandel (y de Sartelli LM) –basado en un análisis que no es superficial pero que se resiente de ser extremadamente “sociologista”– es la definición del carácter en última instancia socialista de la revolución como producto del supuesto carácter “proletario” del PCCh. Sin ir más lejos, un texto escrito en la misma época, y no por un autor marxista, es mucho más materialista y agudo: ‘Al separarse a sí mismo de su base proletaria urbana y atarse al campesinado, el PCCh dejó de ser un partido del proletariado, porque un partido político no puede tener una vida autónoma por sí mismo’.

A Mandel (y a Sartelli. LM) no se le podía escapar que en la década del 30 Trotsky había afirmado un criterio opuesto por el vértice sobre el que es útil volver: ‘¿En qué sentido puede el proletariado realizar la hegemonía estatal sobre el campesinado cuando el poder estatal no está en sus manos? Es absolutamente imposible comprender esto. El rol dirigente de grupos comunistas aislados en la guerra campesina no decide la cuestión del poder. Deciden las clases sociales, y no el partido’. Esto es, el carácter proletario de la revolución no podía ser resuelto por la vía del carácter supuestamente ‘obrero’ del PCCh: si no está la clase obrera, no es una revolución proletaria. Punto. Sobre el carácter social de una revolución, son las clases, no los partidos, los que deciden. Ésta es una exigencia del propio método materialista. Otra cosa es que el partido es absolutamente imprescindible como dirección de una clase viviente y actuante. Pero un partido socialmente ‘en el aire’ no puede decidir nada sobre la naturaleza de una revolución” (Sáenz b, pp. 144-5).

Esto no nos impide señalar que la revolución china, junto a la rusa, fueron las dos mayores revoluciones anticapitalistas del siglo XX. La primera además fue obrera y socialista hasta su degeneración –y todo aquél con una mínima formación marxista sabe de la complejidad de factores que confluyeron para que ello suceda–, mientras que la segunda no llegó jamás a dicho momento.

Veamos más en detalle su especificidad: “Respecto de la revolución china de 1949, sin duda el campesinado fue la principal base social, y en ese sentido, fue una revolución campesina. Incluso más: al llegarse a la expropiación generalizada de los capitalistas, sin que esto fuera parte de una auténtica revolución obrera y socialista, esta revolución expresó una acción histórica del campesinado mayor a la prevista. No fue una ‘revolución campesina socialista’. Pero sí es verdad que el campesinado fue más lejos en la senda anticapitalista de lo que estaba planteado por la experiencia histórica anterior (...) Sin embargo, esto no niega que se tratara en China de un campesinado encuadrado burocráticamente, dadas sus características estructurales y sociopolíticas. Y, que por tanto, hayan brillado por su ausencia los elementos de verdadera autodeterminación, lo que no necesariamente ha sido un rasgo de todo movimiento campesino contemporáneo” (Sáenz b, p. 126) Si bien el campesinado y su dirección fueron “más allá” de lo previsto por la teoría marxista (algo enteramente saludable: ya Lenin decía que con la creación de los soviets por las masas rusas en 1905, éstas habían ido “más allá” de lo que el Qué hacer creía), eso no significó la creación de un “auténtico” estado obrero en donde el proletariado, hegemonizando la alianza con aquél, se constituyera en clase dominante. Retomando un tópico ya visto, recordemos que esto adquiere una total centralidad a la hora del balance de lo acaecido en el siglo XX y de las tareas y estrategias políticas que se desprenden: “(En una sociedad poscapitalista transicional) Estado, régimen y economía dejan de ser –relativamente– ‘autónomos’. Se termina esa ‘externalidad’ mutua entre producción y Estado, estructura y superestructura (...) Se acabó el ‘automatismo’ con que el capital garantiza su reproducción y valorización.

Alguien debe no sólo planificar y comandar el funcionamiento de la producción y la economía en general, sino también tratar de que las masas obreras trabajen con una eficiencia y productividad del trabajo que logre progresivamente medirse con el capitalismo. Que esto lo intente hacer el ‘estado de los burócratas’ (por encima y sin control alguno ni derecho a decidir de los productores) o lo realice el ‘estado democrático de los obreros armados’ no es una mera diferencia de régimen político ubicada en las nubes de las superestructuras. Es decir, un régimen que podría ser sustituido por otro (como en el capitalismo), mientras por abajo, en la estructura de la sociedad, las relaciones de producción seguirían más o menos igual. Por el contrario, ambas opciones implican diferencias radicales en el tipo de estado” (R. Ramírez).5 Por último, una duda nos asalta al ver cómo define Sartelli la estrategia bolchevique y la revolución permanente: “La estrategia bolchevique, que no se reduce simplemente a la revolución permanente, se basó, además, en una sólida implantación en una clase obrera con capacidad dirigente efectiva, desde donde se organizó la política de alianzas con los diferentes sectores de la burguesía, en particular, con los diferentes estratos campesinos y ex campesinos” (ES 2).

El interrogante está, naturalmente, en la aseveración de que esa estrategia “organizó la política de alianzas con los diferentes sectores de la burguesía”.

Antes de escandalizar a nadie, aclaramos que ciertos compromisos y unidad de acción con fracciones de la burguesía no sólo que son perfectamente admisibles, sino obligatorios, como sabe todo aquél que haya leído atentamente a Lenin (y que haya hecho política concreta). Pero también sabemos que el dirigente ruso llevó una política intransigente contra toda corriente del movimiento obrero –y de su propio partido– que pensara en una alianza política con cualquier sector burgués (naturalmente que no se refería a ciertos estratos campesinos).

Aun cuando todavía pensaba que la revolución que se avecinaba era solamente burguesa, no dudaba que se haría contra la burguesía y por ende sin alianza alguna con ésta. Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución proletaria, trabajo de 1905, por nombrar uno entre tantos, confirma plenamente lo que decimos. Seguramente Sartelli acuerda con esto, pero tal como está expresada la formulación en su respuesta, deja abierta la posibilidad de la mala interpretación.

De todas maneras –algo que el compañero también conoce– la elaboración de la teoría de la revolución permanente en Trotsky no está exenta de tensiones y reformulaciones, mientras sus conceptualizaciones se iban afinando.

Aparice en 1905, pensada sólo para Rusia en el marco de la necesidad de la revolución mundial. A comienzos de la década del 20 se plantea (II y IV Congreso de la Tercera Internacional) quepara los países de Oriente –hubo prácticas concretas, como en la Turquía de Kemal– podría estar planteada una alianza con la burguesía dentro de una concepción etapista, de lo que resultó la política del Frente Único Antiimperialista. Será recién con los avatares de la revolución obrera china de 1927 (y del citado intercambio con Preobrajensky) que esa teoría recibe en Trotsky su formulación más acabada.

BREVE CONCLUSIÓN 

Los que estamos convencidos que la alternativa de la humanidad pasa hoy por la disyuntiva socialismo o barbarie –y no dudamos que coincidimos en esto con los compañeros con los cuales polemizamos–, creemos que levantar la bandera de un programa socialista en pleno siglo XXI requiere repensar y reformular nuestra estrategia a la luz de las experiencias que en su nombre se sucedieron a lo largo de la anterior centuria. Y sólo se levanta un programa para que se corporice en una organización política, con el objetivo de tender un puente entre las reivindicaciones inmediatas y los intereses históricos del proletariado.

En esto, naturalmente, también existe un acuerdo con los compañeros.

Sostenemos, asimismo, que la creación de ese “partido de la anarquía” como decía el Marx del 18 Brumario, ese Estado Mayor Revolucionario de la clase trabajadora –junto a sus propios organismos de autodeterminación–, no será producto de un solo partido o nomenclatura de las existentes. Desde el nuevo MAS nos vemos como una parte de este proceso y un segmento vivo de esa construcción. En ese marco, la discusión y el debate de ideas –que deben evitar toda diplomacia pero también “huir” de la chicana o autoproclamación descalificadora de otras corrientes revolucionarias– son perentorias. Este texto se propone aportar a ese objetivo.

Nos parece que es totalmente inseparable de la defensa de la perspectiva socialista por la que luchamos la pelea por un perfil de clase que aún resulta en muchos casos poco definido. La importancia del clasismo no obedece a fetiche dogmático alguno o a un sociologicismo abstracto –especie de objetivismo al revés–, sino a la necesidad de encarnar en un sujeto social el horizonte político de la revolución socialista. Los hechos de la historia reciente –que son testarudos– creemos que no desmienten sino que por el contrario corroboran a cada paso que la liberación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos, y no podrán ser sustituidos por líderes providenciales “eficientes”.


Principales textos citados:

Ramírez, Roberto: “Sobre los problemas de la transición socialista”, mimeo inédito.

Sáenz, Roberto a), “Crítica a la concepción de las revoluciones ‘socialistas objetivas’”, Socialismo o Barbarie 17/18, noviembre 2004 Sáenz, Roberto b), “China 1949: una revolución campesina anticapitalista”, Socialismo o Barbarie 19, diciembre 2005 Sáenz, Roberto c), “Notas sobre Las esquinas peligrosas de la historia, de Valerio Arcary”, Socialismo o Barbarie 21, noviembre 2007.

Notas:

1 Todo comienza con el prólogo que Sartelli escribe para la edición de Razón y Revolución de un clásico de Trotsky: “El mejor libro de historia jamás escrito. Trotsky, la Historia de la Revolución Rusa y la revolución argentina”. http://www.razónyrevolución.org/texto/elaromo/secciones/ aromo39revorusa1.pdf, marzo 2008. Dos compañeros del PTS realizan una crítica: Castilla, Eduardo y Ros, Jonatan: “Un mal prólogo para el mejor libro de historia” en Lucha de Clases 8, junio 2008. Finalmente, Sartelli sale al cruce en “Una respuesta al PTS. Estrategia revolucionaria y religión”, en El Aromo 43, julio 2008. Para comodidad del lector, indicaremos ES 1 cuando citemos el primer trabajo de Sartelli y ES 2 cuando hagamos referencia al segundo. Utilizaremos PTS para el texto restante.

2 Reediciones prologadas de obras de Trotsky, Rosa Luxemburgo, Marx y Reed; la publicación –una verdadera rareza bibliográfica, pero muy necesaria– de textos del italiano Antonio Labriola o de Christian Rakovsky, junto a trabajos sobre la etapa que vive América Latina , sumado a la futura aparición de una selección del Nuevo Leviatán de Pierre Naville, constituyen buenos ejemplos de ello.

3 Lo que no nos impide señalar que disentimos profundamente con la temeraria –y plena de soberbia– afirmación de Sartelli de que Milcíades Peña escribía “tonterías”. Siendo conscientes de que su producción fue fragmentada e incluso inacabada debido a su prematura muerte, pensamos que hay coordenadas de su pensamiento y análisis –y de polémica con exponentes del nacionalismo burgués– en relación con la caracterización de la Argentina y América Latina que, debiendo obviamente actualizarse, gozan sin embargo de total vigencia.

4 Los compañeros del PTS homologan en este punto –aunque, como vimos, su postura no es esencialmente diferente– a Sartelli con Nahuel Moreno. Éste fue totalmente honesto en que estaba “revisando” la teoría permanentista de Trotsky, a la que haría reposar en los “factores objetivos”.

Parte de la explicación para el desbarranque teórico político del viejo MAS, para no hablar del actual MST y otras corrientes menores, tiene su fundamento en esta concepción. No obstante, Moreno, en una de sus últimas expresiones, pareciera matizar su propia visión cuando dice: A esta altura de mi vida, estoy convencido de que nuestro ‘sectarismo’, en el sentido de permanecer junto al movimiento obrero, es enteramente correcto. No hay forma de engañar al proceso histórico y de clase. Si yo dirijo al movimiento campesino a la conquista del poder, no puedo construir una democracia obrera (...) Eso va contra las leyes descubiertas por el marxismo y confirmadas por la historia”. Y en un alerta que deberían tener muy presente los que se reivindican morenistas “ortodoxos”, afirmaba: “Debemos meternos en la cabeza que nuestra política va dirigida a convencer a la clase obrera de que debe autodeterminarse, ser democrática y tomar el poder a través de la revolución de las masas trabajadoras, dirigidas por ella. Caso contrario, no llegaremos a la sociedad que aspiramos. Entonces, como científicos que somos, tendremos que decir que fracasamos, porque la clase en la cual nos apoyamos se demostró históricamente incapaz de tomar en sus manos el destino de la humanidad, incapaz de autodeterminarse, movilizarse e imponer el gobierno de la democracia obrera”, Conversaciones con Nahuel Moreno, Buenos Aires, Antídoto, 1986, p. 46.

5 De más está decir que para el caso específico de Cuba, esta aseveración también es enteramente pertinente. En un informe del diario Página 12 (12-5-08), aparece –difusamente, si se quiere– en sectores de intelectuales y estudiantes de la isla esta constatación: “Cuba avanza por un camino sinuoso para reactivar su economía. Superado el crítico ‘período especial’ de los años 90, el presidente Raúl Castro comenzó a aplicar reformas para mejorar la productividad y las condiciones de vida de los cubanos dentro del llamado socialismo. Sin embargo, académicos de Cuba y Argentina alertan que los cambios emprendidos pueden restaurar la economía de mercado de no contar el gobierno de la isla con un plan claro y el protagonismo político del movimiento obrero.

‘Las acciones promovidas hasta ahora no rebasan todavía; al contrario, se corre el riesgo de que las reformas vayan hacia el capitalismo, cuando la solución está en el control obrero y la profundización de la democracia obrera’”.