Violencia
y desastre social
La
Jornada, 05/08/09
En días
recientes, Nigeria se ha visto azotada por una oleada de
violencia a raíz de los enfrentamientos entre las fuerzas públicas
de esa nación y la milicia islámica Boko Haram, que busca
la imposición de la sharia (ley islámica) en todo el país,
y a la que se atribuyen ataques en contra de estaciones de
la policía, edificios del gobierno y objetivos civiles en
distintos puntos del territorio nigeriano. De acuerdo con
fuentes médicas y humanitarias internacionales, estos
hechos han dejado como saldo unos 780 muertos y alrededor de
10 mil desplazados.
El
pasado miércoles, elementos del ejército nigeriano
bombardearon la casa del líder islamista Mohammed Yusuf y,
horas más tarde, dieron a conocer su muerte a manos de
elementos militares, en una acción que, a decir del
organismo humanitario internacional Human Rights Watch, fue
ilegal y extremadamente preocupante. A raíz del abatimiento
del dirigente de los llamados talibanes negros, la policía
nigeriana ha declarado la victoria sobre la secta Boko Haram
al señalar que el grupo ya no tendrá inspiración para
proseguir con los ataques, pero, como han advertido
distintos analistas, es de suponer que este acontecimiento
no bastará para contener la violencia, y que antes bien la
acentuará.
Sin
soslayar el carácter deplorable de los métodos con que se
conduce el grupo fundamentalista mencionado, es obligado señalar
su avance y crecimiento está estrechamente relacionado con
el descontento generalizado que suscita la corrupción y la
incapacidad del gobierno encabezado por Umani Yar’Adua
para hacer frente a los problemas que padece la nación más
poblada de África, la octava exportadora de crudo del mundo
y la quinta proveedora de hidrocarburos para el mercado
estadunidense, y cuya población, sin embargo, enfrenta los
estragos de la miseria y de una profunda desigualdad social:
al día de hoy, 70 por ciento de los nigerianos sobrevive
por debajo del umbral de la pobreza, y la esperanza de vida
en esa nación apenas ronda los 50 años, a pesar de la
riqueza derivada de la explotación y la exportación de
crudo.
Por
añadidura, y como muestran las condiciones en que se
produjo el asesinato de Mohammed Yusuf –mientras permanecía
bajo arresto policial y sin que haya mediado proceso
judicial alguno–, la población nigeriana enfrenta sistemáticamente
los estragos del abuso del poder, el uso excesivo de la
fuerza, la represión institucionalizada y, en general, la
vulneración sistemática de sus garantías individuales.
Se
asiste, pues –de nueva cuenta–, al surgimiento del
fundamentalismo islámico en un país mayoritariamente
musulmán, y no precisamente como consecuencia de
diferencias culturales irreconciliables con Occidente, sino
de la corrupción, la degradación moral e institucional y
las lacerantes desigualdades sociales que suelen acompañar
los procesos de modernización emprendidos por regímenes
aliados de las potencias occidentales: algo similar ocurrió
en su momento en Irán, donde la corrupción del régimen
autocrático del sha fungió como detonador importante de la
revolución islámica de hace tres décadas; o bien
Marruecos, donde la turbiedad y abuso del poder con que se
conduce la monarquía teocrática que gobierna ese país han
incentivado el avance de expresiones políticas integristas,
como el Partido de la Justicia y el Desarrollo.
Adicionalmente,
las inercias hostiles hacia Occidente han sido alimentadas
durante décadas por una sostenida política de injerencias
y agresiones militares injustificables por parte de las
potencias occidentales, encabezadas por Washington, como las
que actualmente tienen lugar en Afganistán e Irak.
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