Comentario de Socialismo o Barbarie
Disimulada por el estruendo de los
bombardeos de la OTAN en Libia, se acaba de producir simultáneamente
otra intervención imperialista–colonial en África.
Encabezada por tropas del Petit–Napoleon Sarkozy y
bendecida por los sacrosantos “organismos de la comunidad
internacional”, invadieron la ex colonia francesa de Côte
d’Ivoire (Costa de Marfil) para terciar en la disputa por
la presidencia entre Laurent Gbagbo (que gobernaba desde el
2000) y su rival Allassane Ouattara. Las elecciones
presidenciales de fines de 2010 dieron resultados
controvertidos, y de la pelea en las urnas se pasó a la de
las armas.
Pero lo que aquí queremos subrayar, es
lo que venimos denunciando en relación a Libia. Los
colonialistas de la Unión Europea y su big brother, el
imperialismo yanqui, con pretextos “humanitarios”, se
arrogan el “derecho
a intervenir y quitar, poner o mantener al gobierno que
deseen...
Las conferencias de las potencias imperialistas decidirán
cuál gobierno es ‘legítimo’ y cuál es ‘ilegítimo’...”
(Declaración de Socialismo Barbarie sobre Libia,
31/03/11).
En
medio de la rebelión de los pueblos de Medio Oriente y de
las “ondas” que se están transmitiendo también en África,
es imperioso combatir sin concesiones este
“principio” de “intervención humanitaria”, que los
bandidos imperialistas de EEUU y la UE quieren poner en el
centro del “derecho internacional”.
Occidente hace que Costa Marfil sea
segura para el cacao
Soldados de chocolate
Por Kalundi Serumaga (*)
CounterPunch,
12/04/11
ElCorreo.eu.org,
14/04/11
La
mejor indicación de la profundidad de la crisis en la Costa
de Marfil (Côte d’Ivoire) se encuentra en su propio
nombre.
Por conocida que sea ahora como
probable principal proveedor global a la industria del
cacao, comenzó su vida como un sitio en el que se
encontraba marfil.
Era, claro está, inmediatamente al
lado de una costa en la que se encontró oro y en el área
costera en general donde también se obtenían esclavos. Sólo
mercancías. Nunca gente.
Actualmente hay optimismo de que el país
vuelva a ser la fuerza motriz de la región.
Sin embargo, las realidades de la
historia del país indican que el ingreso de Allassane
Ouattara a la Casa de Gobierno no será más una cura que la
presidencia de Laurent Gbagbo.
Aunque es ciertamente verdad que cerca
de un 54% del electorado votó por Ouattara, significa que
casi la mitad –el 46% que votó por Gbagbo– votó en
contra.
Hablar locuazmente a ciudadanos
empobrecidos sobre ganadores y perdedores en esas
circunstancias puede por ello llegar a ser contraproducente,
especialmente cuando sienten que el resultado pone en
peligro su sustento.
La actual crisis parece conllevar la
antigua resonancia histórica: Que los bienes económicos de
la región siempre han tenido más importancia para el mundo
que la gente que vive realmente en ella.
Esto podría ayudar a explicar por qué,
a pesar de que la gente está políticamente dividida casi a
medias, las potencias occidentales están repentinamente
determinadas a velar de que un resultado electoral africano,
por marginal que sea, sea implementado integralmente no
importa cuánto poderío militar deba ser movilizado.
Todo esto en defensa ni siquiera de una
economía, sino de una materia prima de la que dependen
algunos desafortunados votantes africanos.
Este resultado oculta, sin embargo, un
malestar mucho más profundo que podría llevar a que el país
se dirija hacia décadas de inestabilidad si no se encaran
honestamente las preguntas más fundamentales sobre sus orígenes.
La economía del cacao marfileño creció
mucho más que la capacidad de la población original para
trabajarlo, y con ello comenzaron décadas de creciente
dependencia de mano de obra de migrantes informales de los
países vecinos. Es donde comienza la historia real de la
crisis.
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Explotación de cacao en condiciones infrahumanas: lo que no
se ve al quitar la envoltura
de un delicioso chocolate |
La base de apoyo norteña del hombre
declarado vencedor en las aciagas elecciones de noviembre
incluye a descendientes de generaciones de migrantes que
llegaron al país para satisfacer las necesidades de mano de
obra de la industria del cacao.
Como ahora incluyen a casi la mitad de
la población, su estatus en el país ha sido sometido al
escrutinio legal y a giros en U políticos que van desde ser
considerados inmigrantes ilegales a ser declarados nuevos
ciudadanos naturalizados.
Esta vacilación reveló un problema más
profundo de “ansiedad de estatus” entre los pueblos
originales que se consideraron primero marfileños al
comienzo del proyecto colonial, y que ahora han sido casi
superados en número por los trabajadores extranjeros, y a
quienes Gbagbo, en su desesperación, pretendió
crecientemente representar.
Los dos ejércitos que se enfrentaron
en el país de los colmillos de elefante realizaban una
marcha gemela hacia la muerte de esas dos narrativas
contradictorias y en última instancia estériles de la
ciudadanía africana contemporánea.
La cultura autocrática creada por la
necesidad francesa del hombre fuerte post colonial,
Houphouet Boigny, significó que habría pocos mecanismos
para moderar políticamente y calmar este problema.
La Unión Africana, por su parte, se
ajustó a su objetivo de mantener todos los antiguos
Estados–plantaciones europeos como eran cuando partieron
los europeos, y por lo tanto su posición es familiar.
Les ayudó que parecían estar al lado
respetable de la historia, e insistieron en que el asediado
Gbagbo aceptara la voz de los votantes, y se apartara.
Ciertamente Gbagbo no tenía ningún
derecho a insistir en que él es presidente sobre gente que
–por su propia admisión– ni siquiera él sabe por quién
votó, sea por él o por su oponente.
Además, si de verdad fuera el campeón
de los indígenas del sur de la Costa de Marfil –como
ahora pretende– probablemente tampoco tendría derecho a
aspirar a ser el presidente de la maquinaria colonial que
busca la erosión progresiva de semejantes identidades pre–coloniales
para facilitar mucho más el saqueo colonial y post
colonial.
Las oficinas presidenciales africanas
ofrecen todos los instrumentos equivocados con los cuales
tratar de comprender –y ni hablar de solucionar– las
inmensas complicaciones históricas causadas por la aventura
imperial árabe y europea en África.
Los candidatos a presidente
corresponden por lo tanto cada vez más a la descripción de
“dos calvos que se pelean por un peine”.
Al demostrar su falta de previsión
estratégica por no reorientar su política hacia algo que
no derivaba toda su legitimidad del Estado mismo que consumía
a los nativos que pretende representar, el propio Gbagbo fue
totalmente batido.
Se quedó sin reputación entre los
importantes centros de toma de decisiones políticas, diplomáticas
y financieras internacionales.
El verdadero desafío político no era
tanto decidir quién venció en el conflicto sino cómo
resolver qué pasará con los perdedores.
La propia guerra de Ouattara nació de
las pérdidas de los norteños en las anteriores
confrontaciones.
Al centro de esto se encuentra la gran
pregunta que no puede ser mencionada de la política
africana: ¿Deben aceptar los africanos las artificialidades
en las que viven, por el bien de preservar las economías de
propiedad extranjera subyacentes, o deben buscar un camino
para reafirmar sus verdaderas identidades?
Si vale lo segundo ¿qué pasa con el
moderno migrante africano? ¿Y asegurará un mejor nivel de
vida para todos?
Por lo tanto, a los africanos se les
niega primero todo derecho a pertenecer, y luego se les
ofrece que lo obtengan sólo a costas de la privación de
los derechos de otros.
Se suponía que elecciones regulares
resolverían este dilema. Pero Costa de Marfil no es el único
país africano con cuestiones insolutas de ciudadanía e
identidad y por ello el derecho a la participación cívica
castra esa aspiración.
En Uganda, el presidente Museveni fue
obligado a conceder oficialmente precisamente este punto
debido a la presión popular cuando los indígenas de
Bunyoro rico en petróleo, exigieron que trabajadores
migrantes de otras partes del mismo país fueran excluidos
de puestos electivos en la región.
La máxima tragedia para Costa de
Marfil no es que Gbagbo haya sido echado por la fuerza de
las armas, sino que algún otro lo haya reemplazado por los
mismos medios.
Y todavía no conocemos el verdadero
registro electoral.
(*) Kalundi Serumaga es
activista político y cultural que vive en Kampala, capital
de Uganda.
El
pequeño Nicolás y la gran África
Por
Marc Euler Ble Ogou (*)
GinGinBali, 16/01/11
Hay una corriente de pensamiento sobre
África que dice que ya hemos tenido tiempo para
organizarnos y desarrollarnos, que no se puede culpar a
Occidente de nuestra situación y que los africanos somos
los responsables de ella. Incluso hay africanos que
comparten esas opiniones, tanto entre los ciudadanos
“corrientes” como entre intelectuales o dirigentes.
En Occidente, Nicolás Sarkozy ha sido
probablemente el defensor más ruidoso de esta opinión. Ya
nos lo dijo en Dakar, en el famoso discurso en la
Universidad Cheikh Anta Diop de 2007: los africanos todavía
no formamos parte de la Historia, como los franceses, y
Francia pretende tener con nosotros una relación
desacomplejada, empezando de cero, ya que no se siente
responsable de lo que nos pasa.
Sobre el papel, todo parece justo.
Después de todo, la esclavitud se abolió hace siglos y
Costa de Marfil, por ejemplo, obtuvo su independencia en
1960. En teoría, deberíamos haber avanzado mucho y
Occidente nos recuerda que si no lo hemos hecho se debe, en
gran parte, a gobernantes corruptos que no han trabajado por
su pueblo.
Sin embargo, quien sostiene esas
opiniones se olvida de explicar que muchos de esos
gobernantes llegaron al poder gracias a Occidente y sus
multinacionales y allí se mantuvieron hasta que dejaron de
ser útiles a las ex metrópolis (véase el caso de Bokassa
en la República Centroafricana).
También los occidentales
desacomplejados que no se sienten responsables del
“fracaso” de África olvidan que cuando tuvimos
dirigentes dignos, que podían trabajar realmente por el
continente, Occidente se ocupó de mandar a sus mercenarios
para quitarlos de en medio o de corromper a otros africanos
para hacerlo por ellos (véanse los casos de Nkrumah,
Sankara o Lumumba).
Una vez puntualizado todo esto, no me
parece mal la idea de quitarnos complejos y empezar de cero.
Sin complejos y por una relación más
saneada con África, empezaría por exigirle a Sarkozy que
retirara las tropas de la BIMA de Costa de Marfil (llevan
medio siglo en mi país, tras la teórica independencia),
que anule la deuda externa africana y que desmantele el
sistema del franco CFA.
Lo primero es porque no reconoce
nuestra soberanía, desestabiliza el país y, además, es
innecesario. Ya hay gente como el presidente burkinés,
Blaise Compaoré, que se dedica a apoyar rebeliones en países
que no siguen el juego a Francia para convertirse en
mediador después de los procesos de paz; o como Abdoulaye
Wade (Senegal) y Goodluck Jonathan (Nigeria), deseosos de
lanzar expediciones militares a sus vecinos en nombre de
Occidente. Las tropas francesas no pintan nada en mi país
ni en mi continente. Son una amenaza perpetua que golpea de
vez en cuando a las poblaciones, directa o indirectamente,
como sucedió en el 2004 en Abiyán.
Pido la desaparición del franco CFA
porque no hay otro régimen igual en otro sitio del mundo
que no sea África, porque perpetúa la subordinación
colonial, porque nos lastra y endeuda. No hay razón para
que Francia disponga de un 50 por ciento de nuestras divisas
en su Tesoro Público para utilizarlas a su antojo y sin
control ni para que nos preste dinero a intereses de
usurero. Nicolás, te recuerdo que ya te beneficias del
dinero de líderes africanos como los Bongo (Gabón) para
sus campañas electorales y de los negocios de tus
multinacionales (Total, etc.), escandalosamente productivos,
en nuestro continente. No seas tan codicioso.
El franco CFA es un instrumento de
control político: no hay razón para que el Banco Central
de Estados del África Occidental (BCEAO) se meta en los
asuntos internos de un país hasta un punto jamás visto
antes y congele las cuentas de Costa de Marfil para que no
pueda pagar a sus funcionarios. En caso de matar el franco
CFA por fin, te pediría, Nicolás, que no nos hicieras la
misma jugarreta que a Sekou Touré, en Guinea Conakry,
cuando quiso salirse del sistema y Francia inyectó dinero
falso en el país para que la independencia económica
guineana fracasara.
Finalmente y respecto a la deuda, creo
que nos lo hemos ganado a pulso. Te recuerdo la sangría de
la esclavitud, los trabajos forzados de las colonias, el que
utilizaran a africanos en sus guerras sin dar nada a cambio
cuando no fueron el desprecio y la muerte aplazada como con
los tiralleurs de Thiaroye, los negocios de todas las
multinacionales occidentales que convirtieron África en su
coto privado y que todavía tienen acceso casi directo y
casi incondicional a nuestros recursos, los dictadores que
hemos sufrido gracias a ustedes, las guerras que nos han
regalado desde Biafra hasta la rebelión en Costa de Marfil,
la “ayuda” que nos han dado mayoritariamente
condicionada a sus propios intereses, el genocidio de
Ruanda, los planes de ajuste estructural y las
privatizaciones que han contribuido a fragilizar aun más
nuestros estados, los experimentos de farmacéuticas como
Pfizer, la degradación ambiental en el delta del Níger y
otras áreas de África gracias a la explotación salvaje de
nuestro petróleo y nuestras minas, los desechos que nos
llegan del “primer mundo” (consultar reportaje sobre
Ghana como cementerio tecnológico en este mismo medio), el
doble rasero del proteccionismo comercial y el dumping de
los productos occidentales en nuestros mercados locales para
hundirlos, la fuga de cerebros, las políticas migratorias
que provocan tantos muertos y represión de unos africanos
contra otros, etc.
Sinceramente, Nicolás, creo que
Occidente ha recibido varias veces el valor de nuestras
“deudas” en carne, sangre y recursos africanos.
Con la eliminación de la deuda, la
retirada de tus tropas y el final del franco CFA quizás África
entienda que puede, a lo mejor, empezar a confiar en Francia
y en Occidente y plantearse una nueva relación con ustedes.
Si empezamos esta relación sin
complejos y desde cero, el continente te agradecería también
que dejaras de ejercer de Rambo con tacones en África (véase
el caso de Chad, “rescatando” a secuestradores de niños
africanos) y sobre todo, de explicarnos lo que es la
democracia y qué son los derechos humanos. Costa de Marfil,
en concreto, te pediría que no volvieras meter a un
candidato que te guste como presidente de un país africano
(tu amigo Alassane Dramane Ouattara) con tu embajador llevándolo
de mano ante tus medios de comunicación y con la ONU como cómplice.
También te agradecería que no llamaras a un presidente de
gobierno elegido por los africanos (Laurent Gbagbo) para
darle un ultimátum como si fuera un camarero del Eliseo.
No te lo tomes a mal, Nicolás, pero
repites los gestos de Bush, que pensaba que su idea de
libertad se podía imponer en un sitio por las armas. Tú
pareces creer que eres el único que sabe lo que mejor
conviene a África y déjame decirte, sin complejos, que
espero que tu actitud abra los ojos definitivamente a los
africanos que se creyeron tu discurso de Dakar y que Costa
de Marfil pueda poner un principio a una era en que no
encontrarás Compaoré, Bongo, Wade o Gnassingbé (Togo) que
te sirva de marioneta para ayudarte a controlar a los
africanos.
Gracias por tu atención desacomplejada,
Nicolás Sarkozy.
(*) Marc Euler Ble Ogou,
ivoirien (marfileño), es presidente de ACAMARFIL y
vicepresidente de la Federación de Asociaciones Africanas
en Canarias.
¿Hasta cuándo?
Por Marc Euler Ble Ogou (*)
GuinGuinBali, 14/04/11
Los franceses dicen amar África en
general y especialmente a Costa de Marfil y claman un amor
tan grande que me pregunto si ese amor puede ser verdadero y
desinteresado o si es otra cosa: simplemente puro interés,
deseos de vivir mejor a nuestra costa, que disfrazan de cariño.
Dicen que su intervención en Costa de
Marfil está legitimada por la ONU y que se hizo por nuestro
bien, justifican los días y noches de bombardeo y el
calvario actual para eliminar al peor dictador de África y
del mundo. Niegan la injerencia, se enorgullecen de su papel
en Costa de Marfil y no creen haberse extralimitado del
mandato de la ONU para quitar a un presidente, pasando sobre
cientos de civiles asesinados. Esos civiles a los que en
teoría protegían y que hoy huyen del nuevo gobierno por
las fronteras, se esconden en el bosque por ser de la etnia
equivocada o son masacrados, ejecutados a sangre fría,
perseguidos, humillados, encarcelados. Esos civiles que se
pusieron como pretexto y que, una vez eliminado Gbagbo,
vuelven a ser irrelevantes, invisibles.
Me gustaría creer a los franceses,
pero no llego a creerme sus argumentos como el buen africano
dócil y agradecido que debería ser.
Por ejemplo, no puedo dejar de
preguntarme en qué momento se convirtió Gbagbo en ese
dictador terrible.
¿Cuando catorce partidos pudieron
presentarse a las elecciones y cedió ministerios y el cargo
de primer ministro a los rebeldes por la paz? ¿Durante los
cuatro meses entre las elecciones y su detención, en los
que –al contrario que Ouattara– no persiguió a los del
RDR, ni bombardeó el Hotel du Golf ? ¿Fue cuando intentó
ir por lo legal en los tribunales franceses y ante la Unión
Europea para recuperar sus embajadas y denunciar los
bloqueos que asfixiaban a su pueblo? ¿Lo descubrió Soro el
día después de las elecciones, a pesar de haber tenido
ocasión de trabajar con él desde 2007?
A todo esto, también me resulta
curiosa la aversión de Francia por los dictadores.
Apoyaba hasta hace tres días a Ben Alí,
a Mubarak, al Gadafi al que ahora intentan borrar también
del mapa. También acaba de firmar contratos de ayuda
militar con Gabón (heredado por Ali Bongo de su padre,
después de cuarenta años en el poder), Togo (también
heredado por otro hijísimo, Faure Gnassingbé), Burkina
(con Compaoré asesinando a Sankara en el 87 para quedarse
en el poder desde entonces) o Chad (donde la oposición
desaparece cada día).
Estos son los demócratas de Francia en
África. Gente que a los ojos de organizaciones de los
derechos humanos, los periodistas de investigación y sus
propios pueblos son dictadores, pero que para Francia son
casi santos.
Para mí, esta supuesta hipocresía
francesa no lo es tanto: cuando "le negre"
(esclavo) no acepta las órdenes del amo francés, se
transforma en dictador, en aquel al que hay que eliminar. Y
ese amor tan grande, que es libre y fuerte con Bongo o
Compaoré o Wade, se vuelve un odio irracional, se vuelve
lluvia de bombas sobre el palacio presidencial de Gbagbo.
En vista de este amor homicida, de este
odio apasionado de los franceses por mi país, mi pregunta
es hasta cuándo. Hasta cuándo, por culpa de este amor, los
pueblos franceses crecerán más lindos y brillantes
mientras que Costa de Marfil se vuelve cada día más sombría,
más dolida, más pobre.
También me pregunto cuánta deuda
asumirá Costa de Marfil para pagar todo el amoroso esfuerzo
militar y de todo tipo que Francia ha hecho para poner a
Ouattara en el poder, toda la destrucción de colegios y
hospitales, la desaparición de un ejército, la muerte de
tanta gente.
Finalmente, quisiera decirle a Ouattara
que me rindo ante él, ante su llegada al poder, que le
felicito. Pero Gbagbo ya dijo que cuando una persona te hace
rey, le debes algo a esa persona, pero cuando el pueblo te
hace rey, debes algo al pueblo. El amor de Francia es
fuerte, peligroso, y exige mucho a cambio, más que el amor
del pueblo marfileño. Ouattara debe mirar a Gadafi, a otros
a los que Francia amó, y decirnos si ese amor es compatible
con un futuro próspero, pacífico y feliz para Costa de
Marfil.
(*) Marc Euler Ble Ogou, ivoirien
(marfileño), es presidente de ACAMARFIL y vicepresidente de
la Federación de Asociaciones Africanas en Canarias.
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