Los mitos del librecomercio
Por Claudio Katz
La generalizada aceptación
del librecomercio es un evidente legado del neoliberalismo. Los
intercambios sin aranceles favorecen a los capitalistas de las economías
más avanzadas en desmedro de los países subdesarrollados. No existen
ventajas mutuas en la especialización complementaria, ni tampoco
satisfacción de necesidades recíprocas. Cómo las empresas
metropolitanas cuenta con mayor nivel de productividad,
industrialización y desenvolvimiento tecnológico, obtienen en el
mercado mundial beneficios extraordinarios a costa de sus frágiles
competidores de la periferia.
Estas ganancias no provienen de la localización, los atributos del suelo
o las peculiaridades de cada población. Son el efecto comercial de
las brechas de productividad que predominan en el capitalismo
contemporáneo. El librecomercio renueva la vieja fractura
internacional entre países exportadores de insumos básicos y economías
productoras de bienes elaborados.
Las consecuencias de esta diferenciación están a la vista. El 94 % de
las ventas y el 92,5% de las compras mundiales son manejadas desde
centros ubicados en el 25% de los países y los 10 principales
exportadores controlan el 56% de ese comercio. Al cabo de una década
de fuertes rebajas aduaneras los beneficios de este modelo para los países
dependientes son inhallables. Por eso los entusiastas del
librecomercio están particularmente desconcertados no logran explicar
los descalabros que provocó la apertura en América Latina.
Algunos analistas argumentan que la “apertura fue insuficiente”. Pero
en ese caso los resultados deberían ser incompletos y no desastrosos.
Es evidente que el retroceso de América Latina en el comercio global
no obedeció a la carencia, sino al exceso de neoliberalismo. Esta
regresión deriva del lugar subordinado que ocupa la región en el
proceso de mundialización. Esta vez Latinoamérica no se perfila como
el bastión colonial apetecido por imperios rivales, sino como un
campo de múltiples negocios sustentados en el sufrimiento popular.
Las corporaciones
norteamericanas
La liberalización comercial es un objetivo central de las corporaciones
estadounidenses. La apertura les permite abaratar sus procesos de
fabricación en maquilas y factorías, racionalizar el uso de los
mismos servicios en varios países y obtener grandes beneficios con
privatizaciones o préstamos a la periferia. Al distribuir filiales en
distintas zonas, lucran con las ventajas de cada región. Pero el
curso librecambista persigue además dos metas estratégicas: achatar
los salarios estadounidenses y debilitar a los competidores carentes
de peso global.
La presión sobre los salarios se ejerce a través de la importación de
bienes fabricados en la periferia. El abismo de costos salta a la
vista cuándo un mismo producto se puede fabricar en México o
Centroamérica. Pero aunque este desplazamiento de la inversión es
solo factible en algunas ramas, todos los capitalistas chantajean a
los trabajadores con la misma amenaza: aceptar recortes salariales o
arriesgarse a perder el empleo, si la planta se traslada al exterior.
El librecambio es un arma de las empresas globalizadas contra sus pares
que solo operan en el mercado norteamericano y que se protegen con
aranceles de esta concurrencia. La continuidad de varias industrias
(acero), servicios (electricidad, camioneros) y proveedores agrícolas
(carne, leche, azúcar) depende de estas barreras.
Tradicionalmente los gobiernos equilibran los intereses de ambos
sectores. Bush impulsa el ALCA a favor de los globalistas, pero
dispuso numerosas medidas de arancelamiento reclamadas por los
proteccionistas (acero, aviones, agro). Pero el curso ascendente de la
mundialización tiende a inclinar la balanza a favor de los
internacionalizados. Este mismo arbitraje se avizora en la dupla Kerry-Edwards,
que reúne a un hombre de las transnacionales con un defensor de los
amenazados industriales locales.
El curso librecambista está sujeto también a las necesidades
coyunturales de la economía norteamericana. Actualmente es utilizado
para contrarrestar con exportaciones el déficit comercial y asegurar
el ingreso de los capitales externos que financian el bache fiscal.
Las transnacionales europeas
Siguiendo el ejemplo estadounidenses las transnacionales europeas
promueven la reducción de aranceles para debilitar a la clase obrera.
Pero en este caso confrontan con los trabajadores más organizados y
sindicalizados del planeta. La apertura es un instrumento patronal
para atropellar las grandes conquistas del empleo, la seguridad social
y las normas laborales.
En esta región el librecambio acelera la constitución de una clase
capitalista continental. Este sector emerge sobre los restos de las
empresas que solo operan a escala nacional o local. Esta reorganización
afecta duramente a la pequeña producción agrícola, atropellada por
la apertura y el recorte de los subsidios estatales.
El librecambio apuntala en esta región el surgimiento de un gran rival
monetario e industrial de Estados Unidos, pero también asiste a las
empresas ya asociadas con capitalistas extraeuropeos. Por eso la
liberalización predomina sobre la tendencia a conformar un clásico
bloque proteccionista contra el competidor transaltántico. El perfil
de la Unión no está sin embargo completamente definido y por el
momento solo se verifica la intención de ampliar esta asociación en
el viejo continente, absorbiendo todos los recursos financieros
posibles del resto del mundo.
En esta estrategia América Latina constituiría una fuente adicional de
negocios si se suscribieran los acuerdos de librecomercio en discusión
desde hace dos años. Pero esta negociación no es prioritaria, porque
el “patio trasero del Viejo Continente se ubica en Europa Oriental y
hacia allí se orientan las principales inversiones de las grandes
corporaciones.
Este cuadro geopolítico explica porqué los capitales europeos penetran
en Latinoamérica sin desafiar la hegemonía estadounidense y sin
pretender expandir la “multipolaridad” hacia la región. Por eso
no tiene gran fundamento la expectativa de apoyarse en los convenios
con Europa para ampliar la autonomía política de la zona.
Ciertos analistas igualmente resaltan el carácter más benigno del
capital europeo y le atribuyen un comportamiento más respetuoso hacia
los derechos de la periferia. Pero esta percepción ha quedado
refutada por múltiples experiencias.
Las privatizaciones españolas de 1995-2000 por ejemplo derivaron en
un saqueo de recursos naturales y en el desmembramiento de los
servicios públicos.
La prioridad asignada al saldo comercial favorable también se asemeja a
los capitalistas europeos con sus rivales norteamericanos, como lo
prueba el nítido superávit de intercambios con Latinoamérica desde
1993. Pero el apetito por ventajas sin contrapartida ha desembocado en
el fracaso de varios intentos de alcanzar un acuerdo de libre comercio
entre la UE y el Mercosur. Los negociadores del Viejo Continente
exigen todo y no resignan nada. Especialmente pretenden la apertura
total de la industria y los servicios brasileños, sin conceder
reducciones significativa de aranceles para las exportaciones agrícolas
de Sudamérica.
Las clases dominantes de Latinoamérica
¿Por qué los países latinoamericanos aceptan convenios librecambistas
tan adversos? Quiénes formulan esta pregunta se olvidan de carácter
inconsulto de estos acuerdos. En los contados casos de cierto
plebiscito el rechazo popular fue contundente. Y como esta resistencia
es ampliamente conocida por los gobiernos de la región, todas las
negociaciones se desenvuelven en secreto, sin respetar normas
constitucionales, ni controles parlamentarios.
La oleada neoliberal ha resucitado la vieja filiación librecambista de
las clases dominantes y la tradición oligárquica que condujo al
bloqueo del desarrollo industrial autónomo de Latinoamérica. Esta
resurgimiento se apoya en los beneficios que muchos grupos
capitalistas han obtenido de la regresión sufrida por los sectores
muy dependientes del mercado interno.
Las fracciones transnacionalizadas de la burguesía latinoamericana
promueven el libre comercio para arañar alguna migaja del mercado
estadounidense o europeo. Con tal de lograr este acceso son capaces de
aceptar la inundación metropolitana de importaciones y el manejo foráneo
de los servicios públicos.
Este tipo de concesiones condujo en México a la expansión de las
maquilas fronterizas, mientras se desmantelaba la industria nacional y
se desnacionalizaban los bancos. También en Chile los exportadores de
la frutas, madera y minerales toleran a cambio de sus ventas, la
devastadora competencia externa que sufren los pequeños industriales
y comerciantes.
En Centroamérica las clases dominantes tienen muy poco para ofrecer en
el exterior y por eso nutren de fuerza de trabajo barata y soldados a
Estados Unidos, a cambio de las remesas que envían los trabajadores
emigrados.
Además, negocian por separado tratados de libre comercio (TLCs) que
presuponen la eliminación de cualquier estructura arancelaria común.
Incluso un país de mediano desarrollo como es Argentina negocia
vergonzosamente cuotas de abastecimiento de los consumidores del Norte
que podrían terminar perjudicando al conjunto de la clase dominante.
Con tal de ingresar productos en las metrópolis se acepta la
continuidad (o la reducción muy paulatina) de subsidios al agro
norteamericano y europeo que descolocan al comercio exterior del país.
Pero quedar bajo el paraguas del librecomercio imperialista se ha
tornado un mal menor para una burguesía tan desplazada de los
intercambios mundiales.
Modalidades y
efectos
El Alca es el principal símbolo del librecambio en Latinoamérica, pero
constituye tan solo uno de los senderos de la desregulación
comercial. El tratado fue originalmente concebido como un plan
generalizado de reducción arancelaria que debía finalizar en el año
2005, pero actualmente evoluciona hacia una variante de compromisos más
difusos (“Alca light”). El reciente fracaso de las negociaciones
entre todos los gobiernos –en Cancún a fines del 2003- confirma
este estancamiento.
En cambio las tratativas en la OMC avanzan con menos obstáculos. Allí
los acuerdos entre Europa y Estados Unidos determinan la agenda de
tratativas que sigue la periferia. Actualmente las dos potencias
presionan sobre Latinoamericana por una rápida desregulación de los
servicios que permita el cobro de todas las patentes (especialmente
informáticas y medicinales). El cronograma de reducción de los
subsidios agrícolas que se acordó recientemente anticipa, además,
una fuerte ofensiva del agrobussines para imponer la adaptación de la
producción alimenticia mundial a sus necesidades.
El librecomercio se expande también a través de los convenios
bilaterales, que Estados Unidos y Europa suscriben con distintos países
para impedir cualquier resistencia unificada a su dominación. El
gobierno de Bush ha firmado este tipo de acuerdos con diversas
naciones (Singapur, Australia y Marruecos) y en América Latina
privilegió a México y Chile. Ahora está embarcado en suscribir
convenios separados con cada país de Centroamérica y presiona a
Colombia, Perú y Ecuador para que adopten este mismo curso. También
la Unión Europea impulsa acuerdos bilaterales con algunas naciones (México)
o regiones (Mercosur) e invariablemente exige garantías estatales a
los inversores y alta participación en las privatizaciones.
Los demoledores efectos sociales de esta desregulación comercial son
evidentes en la tragedia de pobreza, desempleo y miseria salarial que
padece América Latina. Aquí la apertura no solo reduce los ingresos
populares (como en Europa o Estados Unidos), sino que además amenaza
la supervivencia de grandes sectores de la población. La vida no vale
literalmente nada en el infierno de trabajo infantil que predomina en
la región (17 millones de niños explotados en Bolivia, Perú y
Brasil).
La liberalización desagota la superproducción agrícola norteamericana,
pero pulveriza los sistemas de cultivo tradicional. Si el Nafta
destruyó 1,7 millones de empleos en el campo mexicano, el tratado que
suscribirán los países centroamericanos (Cafta) despedazará las
formas de labranza en países corroídos por la desnutrición (uno de
cada cuatro habitantes). Dos corporaciones (Cargill y Archer Daniels)
ya preparan una avalancha de arroz y maíz a precios subsidiados y por
eso incentivan tratados sin restricciones alimenticias en la zona.
Siguiendo este camino Haití abandonó sus viejos cultivos y
actualmente depende de las caridad internacional.
Los convenios en curso también autorizan la ampliación de las patentes
a plantas y animales de uso tradicional (en Ecuador, Perú) y
promueven el floreciente negocio de la privatización del agua. A
medida que la destrucción de cuencas naturales anula la vieja
gratuidad de este insumo, el control de las reservas latinoamericanas
tiende a reportar extraordinarias ganancias, especialmente a las
corporaciones europeas que manejan el servicio de agua en varios países
(Argentina, México y Chile).
La función del endeudamiento
La sujeción comercial de América Latina se sostiene en el endeudamiento
externo de la zona, porque estos pasivos constituyen el instrumento de
presión del FMI para imponer políticas librecambistas. Al mismo
tiempo que genera una hemorragia constante de fondos hacia el
exterior, la deuda refuerza la apertura y las privatizaciones. Por eso
la deuda y el Alca constituyen dos caras de una misma dominación
imperialista.
Pero el propio pago de la hipoteca tiende a provocar el dislocamiento
periódico de la integración comercial. Por ejemplo, la agonía del
Mercosur obedece en gran medida al ahogo financiero que padecen Brasil
y Argentina como consecuencia de su cumplimiento con los acreedores.
Para “preservar la confianza de los mercados”, Lula ha impuesto un
nivel de superávit fiscal y ortodoxia monetaria ortodoxa que encarece
las tasas de interés, frena el crecimiento y pospone indefinidamente
las reformas sociales.
Por su parte, Kirchner confronta verbalmente con el FMI pero dispone
enormes transferencias de divisas a favor de este organismo, mientras
instrumenta un drástico ajuste fiscal para solventar con pobreza,
desempleo y bajos salarios la salida del default.
El estancamiento del Mercosur deriva de esta subordinación financiera
que le impide a Brasil y Argentina coordinar sus políticas
cambiarias, forjar un área monetaria, eliminar las asimetrías de los
subsidios y asegurar un arancel común. Mientras cada país negocie
solitariamente con el FMI y diagrame su política económica en función
de estas tratativas persistirán los superávit disímiles, los
cronogramas impositivos peculiares y las tasas de interés o paridades
cambiarias especificas que bloquean el avance del Mercosur.
Este deterioro potencia la influencia de los sectores capitalistas
reacios a continuar con esta asociación. Ningún grupo dominante
cuestiona las ventajas de hacer negocios en Brasil y Argentina. Pero
la prioridad del Mercosur en relación a otros convenios (Alca o
bilaterales) es cuestionada por ciertas elites de ambos países.
Los exportadores argentinos con ventas en Europa y Estados Unidos son
permeables a la presión de ambas potencias para diluir el Mercosur o
utilizarlo contra los industriales brasileños, que todavía
constituyen un rival de importancia para las corporaciones
metropolitanas.
El Mercosur tampoco es atractivo para los industriales argentinos
afectados por la competencia de los vecinos paulistas y para grupos
agroexportadores de Brasil, que prefieren desenvolver sus propios
acuerdos comerciales internacionales sin cargar con el chaleco de
restricciones que impone la asociación con Argentina, Paraguay y
Uruguay.
Otra crisis del mercosur
Los recientes sacudones que ha sufrido la asociación argentino-brasileña
son ilustrativos de los desequilibrios que arrastra esta relación.
Nuevamente un ciclo de reactivación económica en Argentina ha
incentivado una avalancha de importaciones desde Brasil que provocó
la airada reacción de los empresarios locales. Este sector exige
restaurar las barreras aduaneras para proteger la fabricación
nacional de indumentaria, calzado, heladeras, lavarropas y
televisiones.
Como aceptar estas restricciones destruiría el proceso de integración y
eludirlas conduciría a un importante quebranto industrial, Kirchner
optó por una salida intermedia. Ha propuesto negociar un esquema de
cuotas, salvaguardas y distribución de inversiones que permita
distender simultáneamente las quejas de los capitalistas locales y de
sus rivales brasileños. Acompañó este improvisado arbitraje con
alegatos que ponderan, por un lado, “la vigencia de la integración”
y por otra parte convocan a “defender la industria nacional”.
Pero cualquiera sea el arreglo de esta controversia la superación de las
asimetrías entre ambos países es muy improbable. La competitividad
de la industria argentina es baja en comparación a la brasileña,
porque opera con una escala de producción y niveles de eficiencia muy
inferiores y además quedó muy afectada por la apertura de los 90.
La nítida preferencia de la inversión extranjera automotriz por Brasil
(10 plantas nuevas inauguradas desde 1998 contra ninguna en su vecino)
es otro síntoma de esta brecha. El 59% del mercado argentino ya está
ocupado por autos brasileños mientras que la contraparte de su
asociado apenas alcanza al 2,5%.
En el Mercosur actual, Argentina se perfila como proveedor de materias
primas y Brasil como productor de bienes más elaborados. Esta división
del trabajo es un efecto del librecambismo que rige al interior de
esta asociación. Los capitales circulan con decrecientes
restricciones y buscan las ventajas que ofrece el mercado más
significativo. Por la misma razón que Estados Unidos lucra con el
subdesarrollo latinoamericano, Brasil sale airoso frente a la
Argentina en la pequeña escala del Mercosur.
La brecha entre ambas economías quedó establecida desde el momento que
el progreso del Mercosur comenzó a medirse por el grado de reducción
arancelaria. Este típico parámetro neoliberal ya no se explicita,
pero subsiste bajo la gestión de Kirchner y Lavagna. Las grandes
empresas –con plantas en ambos lados de la frontera- continúan
obteniendo beneficios a costa de sus competidores más frágiles, que
principalmente se ubican en el costado argentino.
Este desnivel no se corrige con exhortaciones (“lograr una integración
más equitativa”), ni ensayando una competencia suicida entre ambos
países. Rivalizar por subsidios a las empresas (zona franca de Manaos
versus Tierra del Fuego), por auxilios crediticios (BNES de Brasil
versus bancos oficiales de Argentina) o por bajos salarios (quién
flexibiliza más la legislación laboral) conduce a una mutua
destrucción, que solo favorecería a los grupos concentrados. Más
contraproducente sería extender esta concurrencia al plano financiero
(quién obtiene mayor superávit fiscal y recorta gastos sociales) o
contractual (quién ofrece mayores prebendas a los inversores
extranjeros).
El Mercosur languidece bajo el disfraz de su publicitada expansión. Cuánto
mayor es el número de países proclaman su probable adhesión al
acuerdo, mayor es el vaciamiento de la asociación. En realidad nadie
sabe en qué términos se aproximan Chile, Bolivia, México o la
Comunidad Andina. Si su eventual incorporación es un acto puramente
formal, un nuevo sello se añadirá al vasto inventario de
instituciones latinoamericanas irrelevantes. Si por el contrario, los
acuerdos incluyen alguna adaptación efectiva de los aranceles a los
patrones de México o Chile, el ensanchamiento del Mercosur constituiría
más bien una plataforma para conformar alguna variante del ALCA.
Tres batallas conjuntas
Para avanzar hacia la integración real hay que sustituir las metas
capitalistas por una agenda de reivindicaciones populares. Este giro
introduciría un sentido provechoso a la vieja aspiración de
ensamblar los destinos de Latinoamérica. En oposición al desempleo,
la pobreza y la explotación –que potencian las tratativas en curso-
habría que gestar una integración basada en la solidaridad, la
cooperación y la satisfacción de las necesidades sociales.
Pero este rumbo exigiría distinguir los intereses divergentes que
separan a los opresores de los oprimidos. Los trabajadores argentinos
no ganan nada, tomando partido a favor de los empresarios exportadores
o los industriales proteccionistas que se disputan mercados y
subsidios oficiales. Y tampoco el pueblo brasileño mejorará su nivel
de vida acompañando las exigencias de sus capitalistas.
Lo que corresponde es tejer vínculos de solidaridad entre los
trabajadores, campesinos y desempleados de toda la región para
promover un programa que resuma las demandas sociales comunes.
Este es un camino opuesto al adoptado por los gobierno de la región.
Lula y Kirchner han cambiado el lenguaje, pero no la política de
integración favorable a las clases dominantes. Las medidas económicas
heterodoxas que aplican ambos gobiernos no revierten el actual
horizonte de miseria y regresión social.
Un proyecto de integración popular presentaría modalidades singulares
para cada país, pero supondría plantear tres batallas conjuntas: el
rechazo del Alca, la deuda y la militarización. La conexión entre la
dependencia financiera y comercial es evidente y muchos pueblos
perciben que es más urgente luchar contra el FMI que denunciar la
apertura. Por eso cualquier cuestionamiento del Alca divorciado de la
resistencia al pago de la deuda carece de poder de convocatoria.
La resistencia contra la militarización es igualmente prioritaria,
porque las corporaciones imperialistas solo pueden cobrar la hipoteca
e inundar de productos la región, bajo el manto intimidatorio de
bases norteamericanas y despliegues de marines. Es difícil
pronosticar si el fracaso del ensayo colonial en Irak conducirá a
Estados Unidos a la cautela o la virulencia en América Latina. Pero
en cualquier variante la primera potencia buscará consolidar el
control de su “patio trasero”. La competencia de militarismo que
han entablado por Bush y Kerry confirma que en este terreno no dirimen
grandes diferencias. El candidato opositor ya declaró su enemistad
hacia Venezuela y su propósito de apoyar las provocaciones contra
Cuba que alienta el lobby anticastrista de Miami.
Pero en lo inmediato el Departamento de Estado busca alentar la
participación de los gobiernos latinoamericanos en sus operativos.
Estas acciones incluyen ejercicios conjuntos de tropas y la colaboración
de gendarmes en las regiones que Estados Unidos necesita algún
auxilio. La presencia de tropas sudamericanas en Haití es el ejemplo
más reciente de esta política.
Pero lo esencial son los vientos de emancipación que nuevamente soplan
por América Latina bajo el impacto de grandes rebeliones populares.
Las condiciones para una campaña contra la deuda, el Alca y la
militarización son muy propicias. Solo falta poner manos a la obra.
10/10/04
Notas:
Economista,
profesor de la UBA, investigador del Conicet. Miembro del EDI
(Economistas de Izquierda). Su página Web es: www.netforsys.com/claudiokatz
[2]Dos
ejemplos de este estupor son: De Soto Hernando. “Es malo que el capitalismo siga fracasando” (La
Nación, 21-1-04) y Porter Michael. “La receta de Porter para la
competitividad de América latina” (La Nación, 10-6-04).
Un
ejemplo de la cautela europea en América Latina se verificó
durante la última cumbre de mandatarios celebrada en Guadalajara
a mediados del 2004. Los representantes del Viejo Continente se
esforzaron tanto por evitar a cualquier cuestionamiento de Estados
Unidos, que la delegación cubana caracterizó este comportamiento
como propio de “corderos subordinados a Washington”.
[4]Este
enfoque plantean: Lucita
Eduardo. “Estancamiento del Alca, avance de la Unión Europa”.
Mendez Dense. “La estrategia regional de la UE hacia América
Latina”. Reunión de Autoconvocatoria contra el ALCA, Buenos
Aires, abril 2004.
Esta
dependencia es tan grande que ya 28% de la población de El
Salvador, el 24% de Guatemala y el 16% de Honduras recibe estas
transferencias.
[6]Este
tipo de negociaciones ha propiciado: Redrado Martín. “La Unión Europea es nuestro socio estratégico”. Clarín, 27-4-04.
[7]
-Ricker Tom. “La
recolonización del istmo”. Correspondencia de Prensa 21-8-04:
[8]
Clarke Tony, Barlow Maude. “La furia del oro azul”. Correspondencia de Prensa 27-7-04
Estos
pagos de intereses duplican los gastos sociales y han impedido
subir los salarios, reducir el desempleo o poner en marcha el
“programa de hambre cero”. Para hacer buena letra con los
banqueros se han puesto en marcha varios proyectos de agresión
contra los trabajadores como la reforma previsional.
Un reflejo diplomático de estas desaveniencias es la negativa
argentina a favorecer el ingreso de Brasil como miembro no
permanente del Consejo de Seguridad de la ONU.
El
colmo de esta identificación fue la manifestación que hace dos
meses realizaron algunos sindicalistas metalúrgicos de Sao Paulo
frente al consulado argentino para exigir represalias contra
cualquier traba aduanera a las exportaciones brasileñas.
Los economistas heterodoxos más críticos suelen ver en el vecino
el ejemplo a seguir. Los brasileños ponderan la “osadía de
Kirchner frente al FMI”, mientras que los argentinos elogian la
“estrategia comercial e industrial autónoma” de Lula.
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