Narco
y maquila: nuestra grandeza
Por
Sergio Zermeño
La
Jornada, México, 26/05/05
El
saldo de la semana pasada fue de 29 asesinatos ligados al narcotráfico
en el norte de nuestro país (a los que hay que sumar siete este lunes
y 11 este martes), entre ajustes de cuentas, enfrentamientos,
levantones y detenciones; al lado de eso hay que contabilizar, sólo
en Ciudad Juárez, 19 asesinatos contra mujeres en lo que va del año
(tres de los cuales son de niñas menores de 10 años), cifras que
antes de la mitad del año ya rebasan los 18 feminicidios de 2005
(agreguemos de paso que mientras esto sucedía, cerca de ahí, en el
desierto de Arizona, 235 migrantes habrían muerto de sed desde la
primavera de 2004).
En
otras sociedades y en otras épocas se diría que los bajos fondos y
la oscura periferia se encuentran descontrolados y que la sociedad de
los de adentro y su gobierno, si quiere seguir en el poder, tendrían
que imponer políticas correctivas. Pero hoy en día, en nuestros países,
el asunto se plantea de otra manera: la maquila en México derrama, en
salarios paupérrimos, 20 mil millones de dólares, y por las redes
del narco atraviesan, según cálculos de los especialistas, entre 20
mil y 30 mil millones de dólares. Se trata, pues, de los dos
renglones más "exitosos" de nuestro enganche globalizador y
se trata, por tanto, de los rasgos que mejor nos pintan; los otros
renglones son las remesas de los migrantes (20 mil millones, que no
son más que lo mismo: venta de mano de obra sin calificación alguna,
sólo que del otro lado de la frontera), y el petróleo (una suma
parecida a esta última en sus años de extracción salvaje). Luego
vienen los renglones por debajo de los 10 mil millones de dólares,
como el turismo y las exportaciones de hortalizas, frutas y productos
marinos (venta de clima, mar y sol controlada por las multinacionales,
que los mexicanos fuimos incapaces de administrar), y otros renglones
en extinción vueltos al mercado interno.
Es,
entonces, la centralidad de los excluidos y de los ilegales lo que nos
marca, es "la centralidad de los marginales", como la
calificó el sociólogo peruano Matos Mar sin imaginar las dimensiones
que eso cobraría unas décadas después en México. Pero a juzgar por
los índices delincuenciales a que el primer párrafo nos remite, no
es un asunto de cuentas nacionales lo que ha de constituirse en el
centro de nuestras preocupaciones, sino justamente la violencia y la
degradación que esos números conllevan. Los especialistas en estadísticas
criminales argumentan que otras sociedades son mucho más violentas,
por ejemplo algunas ciudades de Estados Unidos. Sin querer decir que
la violencia en esos espacios no se asocie a un extremo de la maldad,
lo que a los mexicanos nos comienza a preocupar no es la cantidad de
gente que muere de un balazo (por ser ella el blanco o como "daño
colateral"), sino la cantidad de gente para quien el balazo que
siega su vida (o el acto final de muerte) es un alivio después de un
proceso horrendo de tortura. Y es que, en efecto, resulta que cada vez
con mayor frecuencia las víctimas están siendo objeto de las peores
vejaciones, tanto entre las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez como
en la narcoviolencia, lo que nos habla de degradación moral y de
enfermedad social en grado extremo.
Limitándonos
al terreno de los feminicidios, el ombudsman declara con cierta
desesperación que "no se investiga, no se previene, no se hace
nada". El problema es que si en espacios urbanos (aquí sí
marginales) como los de los alrededores de París, los jóvenes árabes
agreden y violan a las mujeres por usar minifalda, y de esa manera las
expulsan del espacio público, que consideran como su dominio de
masculinidad, en nuestro medio podemos preguntarnos cuál sería la
fuerza de las instituciones del orden y de la cohesión social en un
panorama como el de Ciudad Juárez, por ejemplo, donde 80 por ciento
de sus habitantes vive en la exclusión, en la degradación, en la
desescolaridad y entre "familias" rotas.
Pero
en ese panorama las mujeres no pueden ser arrinconadas en sus casas y
en la vida privada, porque constituyen 70 por ciento de la mano de
obra maquiladora. El machismo se siente entonces ultrajado, y su
agresividad va más allá de las violaciones, hasta instalarse como
una "moda" en las torturas y la muerte. A esto se agrega la
ineficacia gubernamental, porque, como dice la procuradora de aquella
entidad, "yo no inventé esta realidad" (el equivalente de
"y yo por qué"). Prevenir el feminicidio en una sociedad de
la maquila y el narcotráfico es una obligación de las autoridades,
pero no perdamos de vista, al mismo tiempo, que los renglones más
exitosos de nuestra macroeconomía están resultando los productores más
eficaces de la destrucción y la muerte.
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