Feminicidio
en Guatemala
Facetas
visibles y oscurecidas
Por
Diana García (*)
Revista Envío, Nicaragua, 15/02/06
¿Por
qué matan a las mujeres? ¿Por qué a las más jóvenes y a las de
las clases populares? Desde Guatemala, nos sobran preguntas y aún nos
faltan respuestas. Y hoy, cuando estamos aprendiendo de sus muertes,
¿qué sabemos de sus vidas?
Aunque hay un debate en marcha y un conjunto de definiciones todavía
en construcción, "feminicidio" es el vocablo de uso más
común en la sociedad guatemalteca para dar nombre a los asesinatos de
mujeres. Hace ya cinco años que cada mañana vemos rostros, nombres,
historias. Llega la noche, y no terminamos de llenar el silencio. Y
seguimos sin conocer los rostros y los nombres de los responsables. Más
de mil mujeres han sido violentadas y asesinadas en los últimos cinco
años en Guatemala. Y en respuesta, los medios de comunicación y las
autoridades nos ofrecen versiones para el consumo, insumos inútiles
para explicar el sinsentido de lo que ocurre.
Hipótesis,
argumentos, razones...
De
acuerdo con la revista Gobernanza, la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos (CIDH) ha situado a Guatemala a la cabeza de los
países con un mayor número de homicidios de mujeres en América
Latina. Teniendo ya ese récord, ¿hemos avanzado en nuestra
comprensión de lo que está sucediendo? ¿Y en qué medida las
estadísticas, los modos de operar que se describen y las hipótesis
que se manejan están dando cuenta de lo que acontece? "El
fenómeno" –en singular– se describe muchas veces como una
"epidemia" que caracteriza a "estas sociedades en
descomposición" o socioculturalmente machistas, que han dejado
de tolerar que las mujeres "salgan a la calle". Se nos dice
que estas muertes "no son más" que la máxima expresión
del uso, costumbre y normalización de la práctica cotidiana de la
violencia contra las mujeres. Que el empobrecimiento agudizado en las
últimas dos décadas por la aplicación de políticas neoliberales se
desahoga en violencia por la frustración acumulada en los sujetos
más vulnerables. Que la apropiación del cuerpo de las mujeres forma
parte de las lógicas de territorialización de las pandillas o del
crimen organizado. O que la postguerra, junto a las prácticas
represivas que la acompañan, marcaría las herencias que por mucho
tiempo aún acarrearemos. ¿Cuál de todos estos argumentos es
realmente así?
Sabemos
–como muchos análisis lo reflejan– que el contexto que ha
posibilitado el incremento de estos crímenes se ha fundamentado en la
irresponsabilidad del Estado y del sistema de justicia, al no
investigarlos ni sancionarlos. El Instituto de Estudios Comparados en
Ciencias Penales de Guatemala (ICCPG) nos recuerda que la acción
selectiva y criminalizante del poder punitivo del Estado no puede ni
debiera considerarse como la institución encargada del combate y
erradicación de la violencia.
A
la par, la corrupción, la impunidad y las redes delictivas
incrustadas en las fuerzas de seguridad del Estado han sido también
ampliamente señaladas por diversos sectores. Y las instancias
sociales más cercanas al quehacer del sistema de justicia han
denunciado y propuesto un sinnúmero de alternativas ante la crisis
del sistema de justicia penal, asociada tanto a la crisis de la Policía
Nacional como al colapso del sistema carcelario.
El
movimiento de mujeres también ha evidenciado en innumerables
ocasiones la serie de trabas y vacíos que la legislación actual
interpone aún para la persecución penal de los hechos de violencia
contra las mujeres, legitimando así las prerrogativas del poder
masculino en la sociedad guatemalteca. Se ha demostrado cómo las que
podrían simplemente considerarse como "malas prácticas del
sistema de justicia" son más bien formas de victimización
secundaria y de "disciplinamiento" de lo femenino.
Los
principales aportes de las mujeres organizadas, además de demandar la
visibilización de la problemática y respuestas coherentes del
Estado, son los esfuerzos que desde hace más de tres décadas
realizan para desvelar los contenidos ideológicos con los que el
patriarcado institucionaliza, legitima, justifica y naturaliza los
actos de violencia contra las mujeres.
Habiendo
contribuido que la sociedad tome conciencia de que los sistemas de
registro e información oficial no llegan a reflejar las dimensiones
ni la magnitud de estos crímenes, la mayoría de los medios de
comunicación continúan haciendo un uso poco responsable de la
información. La saturación de determinados mensajes, y el manejo que
muchas veces dan a los datos, no sólo han elevado la percepción de
inseguridad y vulnerabilidad entre las mujeres, sino que han
alimentado el grado de generalización, confusión y simplificación
sobre una realidad social muy compleja.
Nuestras
carencias se nutren también de esfuerzos investigativos y analíticos
de carácter multidisciplinario y multisectorial que nos permiten
identificar con más claridad tanto a los diferentes actores, como los
distintos niveles de responsabilidad con los que cada uno de ellos y
nosotros participamos.
Una
clave: la niñez y la adolescencia
Enfrentamos
la necesidad de desenmascarar las facetas históricas, políticas,
sociales y culturales –también las económicas– que a nivel
local, regional y global puedan estar operando. Llegar a conocer los
rostros y los nombres de los responsables demanda nuestra capacidad de
construir perspectivas que no se excluyan entre sí. Pero atrevernos a
interpretar este sufrimiento social que ahora compartimos –no sólo
para sobrevivirlo sino para erradicarlo– no pasará sólo por la
realización de esfuerzos concentrados y coordinadamente sistemáticos
a todo nivel. Un desafío así requerirá que las mujeres estemos
dispuestas a sumergirnos en las etapas en las que se han entrañado
nuestros miedos y se nos han encarnado los silencios.
La
niñez, la adolescencia y la juventud de las mujeres tienen mucho que
ver con los roles de género con que nos construimos, que después nos
negamos a seguir aceptando por habernos sido tan arbitrariamente
asignados desde pequeñas.
Pero,
¿qué tiene que ver la niñez y la adolescencia con el feminicidio?
Desde el año 2000 las cifras de muertes violentas de mujeres no han
dejado de crecer en Guatemala. El pico máximo se puso de manifiesto
en 2004 con la muerte de 527 mujeres. El Instituto Nacional de
Estadística (INE) da cuenta que en 2000–2004 el total de mujeres
asesinadas fue de 1.501. Al incluir los primeros cinco meses del 2005,
el Grupo Guatemalteco de Mujeres (GGM) reporta que las víctimas suman
ya los 1.882 casos.
Establecer
los móviles que estuvieron detrás es complicado, ya que al menos el
40% de los casos han sido archivados y no llegaron a ser objeto de
investigación. Y así, los indicadores siguen siendo descriptivos. De
acuerdo con el INE, en 2002 el 27.6% de las víctimas registradas
fueron niñas y adolescentes menores de 18 años y el 42.6% tenía
menos de 29 años de edad. Un año más tarde, el 23.2% de las muertes
correspondieron a mujeres menores de 18 años y el 33.7% a mujeres de
menos de 30. De acuerdo a la Procuraduría de Derechos Humanos, en
2003 el 56.9% de las muertas con violencia fueron niñas, adolescentes
y jóvenes menores de 30 años.
De
acuerdo con el informe de 2004 Situación de la niñez en Guatemala,
de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado (ODHAG), las fuentes
hemerográficas registraron 108 muertes violentas de mujeres menores
en 2002 y llegaron a 256 en 2004. La Policía Nacional Civil (PNC)
reportó un total de 1.400 asesinatos de menores en sólo tres años a
nivel nacional. El Organismo Judicial dio cuenta de 862 homicidios de
menores en dos años sólo en el departamento de Guatemala.
Cada
vez más expectativas y cada vez menos oportunidades
Está
claro que los registros de las distintas fuentes se intersectan y que
la realidad que estamos experimentando es tan dura como compleja.
¿Quizá, de formas menos visibles, también la niñez y la juventud
estarán siendo abatidas por la irresponsabilidad del Estado y una
alta "tolerancia" social ante niveles tan indiscriminados de
violencia? ¿Podrían estas muertes violentas de menores entrar en lo
que podemos definir como feminicidio? ¿Existen relaciones de poder
entre los géneros o intra–género que las podrían estar
"justificando"? ¿Contamos con las evidencias suficientes
para descartar esa posibilidad?
El
patriarcado, como una forma de ejercer el poder y de someter simbólica,
física y materialmente a las mujeres para garantizar su reproducción,
no podría restringir su dominio sólo a esa "otra" biológicamente
diferente y generacionalmente semejante. Para poder seguir existiendo
el poder patriarcal busca incansablemente controlar y gobernar las
energías, los tiempos, los espacios, los significados y las maneras
permitidas del ser de las mujeres. También el de las niñas y el de
las adolescentes y también el de los hombres de las nuevas
generaciones.
Aún
no contamos con suficientes investigaciones sobre el feminicidio en
Guatemala, pero los distintos informes hasta ahora trabajados
coinciden en que la mayoría de víctimas son mujeres jóvenes, que
provienen de las clases populares, cada vez más empobrecidas. De los
barrios, colonias y asentamientos de una ciudad, en la que mientras
las expectativas y los espacios imaginarios tienden cada vez más, a
expandirse, los espacios de vida y de seguridad se han restringido
hasta llegar en muchos casos a desaparecer, como señala la
historiadora Deborah Levenson.
Diferentes
trabajos muestran que sin que la problemática haya dejado de afectar
a las áreas rurales, su expresión más aguda se pone de manifiesto
en las zonas urbanas, mal denominadas "rojas"; y que la
versión más fácil de asumir, simple y hasta funcional a múltiples
intereses, es la que pasa por atribuirle una mayor carga de
responsabilidad a una juventud sistémicamente
"restringida", que nace fuertemente condicionada y a la que
se le ha ido "criminalizando" cada vez más –como acción,
no únicamente como reacción ni representación– a través de maras
y pandillas.
Quizá
la juventud tenga tanto que ver con nosotras, como nos atrevamos a
pensar, corriendo el riesgo que posibilite el encuentro de lo común y
lo diferente de nuestras identidades. Tanto como queramos unificar
criterios y evitar la fragmentación de nuestros esfuerzos. Tanto como
nos decidamos a tomar distancia de la estigmatización, criminalización
y represión con que se está marcando a las nuevas generaciones.
¿Un
problema sólo de las mujeres?
¿Es
el feminicidio un asunto sólo de las mujeres? Es increíble, pero a
veces así lo pareciera. Lo parece cuando las instituciones consideran
la violencia sexual ejercida contra las mujeres como un exceso
normalizado del delito de homicidio. Cuando su cuerpo es cosificado
por el sistema de justicia al permanecer la alternativa de la
indemnización económica a las sobrevivientes de delitos sexuales
como una medida sustitutiva de la persecución penal. Cuando esta
indemnización se equipara con la reparación propia de otros delitos
"menores". Cuando los delitos de violencia sexual no son
considerados por el Código Penal como de interés público y continúan
siendo entendidos como propios de la esfera privada o no llegan a ser
social ni jurídicamente definidos como una fuente de amenaza de la
convivencia ni de la seguridad ciudadana.
El
feminicidio pareciera ser un problema de las mujeres cuando el Poder
Legislativo continúa impunemente sin dar respuesta a las demandas de
las organizaciones feministas por tipificar el delito de la violencia
intrafamiliar y el acoso sexual, o cuando las postergadas reformas al
Código Penal –que incluyen la desaparición de figuras jurídicas
como el rapto propio o impropio– continúan legitimando desde el
Estado la violación de los derechos humanos de las mujeres. Esta
posición sistemática del Estado para mantener la
"permisividad" en el carácter de la justicia asociada a la
violencia física y sexual encuentran suficiente apoyo en la
racionalidad económica y política vinculada al auge de la
mercantilización de los cuerpos de las mujeres, niñas, niños y
adolescentes, y en el cada vez más acelerado incremento de las
ganancias de la industria pornográfica y el turismo sexual Norte–Sur.
Los
liderazgos masculinos del movimiento social no las acompañan
Pareciera
también el feminicidio un problema que sólo incumbe a las mujeres
cuando siguen siendo las expresiones de mujeres organizadas, como la
Red de la No–Violencia contra las Mujeres, la Unión Nacional de
Mujeres Guatemaltecas, Tierra Viva o el Sector de Mujeres, entre
muchas otras, las que después de tantos años continúan realizando
esfuerzos para construir convergencias con el movimiento de la niñez
y la juventud y no terminan de verse ni sentirse acompañadas por
otras expresiones del movimiento social en su conjunto.
La
falta de apropiación de las demandas de las mujeres por el movimiento
sindical, campesino, indígena o de derechos humanos no sólo refleja
cómo los liderazgos masculinos que caracterizan a estos grupos aún
no han avanzado en su nivel de conciencia mucho más allá de lo que
la gestión desarrollista de recursos vinculada a la denominada
"perspectiva de género" exige, sino que han pasado por alto
que la transformación de la sociedad guatemalteca no será posible
sin dar pasos contundentes para resquebrajar los múltiples y polifacéticos
nodos que fundamentan las jerarquías del orden patriarcal.
Cuando
el feminicidio es entendido como un problema de las mujeres se
alimentan los argumentos que son utilizados para minimizar y
deslegitimar sus luchas.
El
mismo crimen, diversas realidades
¿De
cuál feminicidio hablamos? Con unos veinte años desde que el término
generocidio fuera acuñado por Anne Warren, en Guatemala es reciente
una socialización más amplia de la discusión relacionada con la
pertinencia o no del término femicidio o feminicidio.
Resulta
necesario recuperar el significado del "generocidio" y
considerar la importancia que ha tenido evitar la neutralidad de género.
¿Exterminio de personas a partir de su sexo? ¿Muerte por razones de
género? ¿Asesinato por odio a las mujeres hecho por hombres? ¿Homicidio
de mujeres como una forma extrema de la violencia contra las mujeres?
Ha
sido preciso explicitar la diversidad de realidades en las que estos
crímenes pueden darse para incluir categorías como las del "feminicidio
íntimo" y "no íntimo" desarrolladas a partir del tipo
de relación entre la víctima y el victimario; las de "feminicidio
accidental" o "por conexión" –asociada a la defensa
de alguien más–, haciendo alusión a la pluralidad de
circunstancias bajo las que las muertes pueden darse. O las de un
feminicidio en el que la violencia sexual puede o no estar presente,
como un indicador asociado al tipo de relaciones de poder que
intervienen. Todas estas caracterizaciones han sido avances
fundamentales, abriendo el camino para una serie de consideraciones
aún por desarrollar.
Sin
lugar a dudas la diferenciación entre genocidio y la realización de
actos genocidas establecida dentro del marco jurídico internacional
puede aportamos elementos importantes. La concepción de un
feminicidio que no se restrinja a la eliminación física de las
mujeres; el reconocimiento de la existencia de una diversidad de
preferencias sexuales que tensan el poder del patriarcado y no se
limitan a la dicotomía biológica de los sexos en su papel de
víctima ni de victimario; el significado de las formas explícitas de
la misoginia, en tanto que manifestaciones inconscientes de una
subjetividad colectiva que inferioriza a las mujeres pueden ser
igualmente contundentes. Y como Martín–Baró señala, es necesario
considerar también el carácter terminal, pero también instrumental
que el ejercicio de la violencia puede llegar a tener de acuerdo a las
circunstancia del contexto que lo hace posible.
Cifras
europeas, latinoamericanas, centroamericanas
En
el año 2003, el Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia
publicó datos del año 2000 sobre la incidencia del
"femicidio" en Europa. El informe mostró cómo países como
Alemania, Rumania, el Reino Unido, Polonia, España e Italia encabezan
la lista con el mayor número de homicidios contra mujeres, con
cantidades que van de las 437 a las 186 víctimas anuales. La
prevalencia de asesinatos por cada millón de mujeres reposiciona en
la lista a países como Estonia, Rumania, Suiza, Finlandia e Islandia,
que oscilan entre las 47 y las 14 muertes violentas. Así, el
feminicidio o femicidio no es ajeno al mundo y ha sido constatado en
diversas sociedades.
Desde
una perspectiva latinoamericana analizada por la CIDH, la revista
Gobernanza da cuenta que, tras Guatemala, con una tasa de 69.98 crímenes
por cada 100 mil habitantes, continuaba Colombia con 65, Venezuela con
33, Brasil con 25 y México con 12.5.
Junto
a las altas tasas de prevalencia, es importante notar que no se cuenta
con suficiente información para plantear un aumento en el número de
muertes violentas sin descartar el papel que juegan las variaciones
debidas a la calidad de los registros, que en períodos tan cortos de
tiempo tampoco son un factor suficiente para justificar las brechas
que, por ejemplo en España, se están observando. A nivel
centroamericano, mientras en el año 2000 se reportaron en Honduras 21
casos, en el 2002 el número había aumentado a 70. En Guatemala, las
cifras han crecido de acuerdo al INE en un 112% entre 2000 y 2004.
¿Coinciden
nuestras realidades?
Teniendo
en común una serie de desafíos a enfrentar, pareciera también
necesario preguntarnos: ¿En qué medida nuestras realidades son
coincidentes? ¿Hasta qué punto la razón patriarcal que se comparte
encuentra los mismos canales para expresar su dominio y manifestarse?
¿Cuáles son esas facetas visibles y visibilizadas, también ocultas
y oscurecidas, del feminicidio en Guatemala?
Retomando
de nuevo el caso de España, las fuentes suelen reportar como
femicidios los asesinatos ocurridos en "el ámbito de pareja
(actual o anterior)". Allá, la casi totalidad de las víctimas
estaban comprendidas entre los 21 y los 40 años de edad.
De
acuerdo con un estudio realizado por Ana Carcedo y Monserrat Sagot,
abarcando la década de los 90 en Costa Rica, murieron un promedio de
31 mujeres por año y el 61% de los casos se dio en el seno de las
relaciones de pareja. En El Salvador, de las 134 mujeres asesinadas en
2000–2001 según CEMUJER –citado por Isis Internacional– el
98.3% murieron en el marco de las relaciones de pareja. Un estudio
realizado por PROFAMILIA en la República Dominicana muestra la misma
tendencia: la mayor proporción de víctimas murió en el marco de las
relaciones de poder establecidas con sus parejas o ex–parejas, y
resultó asesinada, sobre todo, con arma blanca y sin señales de
tortura. Los agresores tenían en su mayoría antecedentes judiciales
previos, estaban en buena medida desempleados y cometieron suicidio
luego de matar a sus víctimas.
Guatemala:
ineficacia, impunidad y muchas preguntas pendientes
En
el caso de Guatemala, la falta de responsabilidad estatal para asumir
la investigación y la persecución penal de los responsables no nos
permite llegar todavía a conclusiones. De acuerdo con Claudia Paz,
del ICCPG, de los 527 casos registrados por la PNC en el 2004, únicamente
dos fueron llevados a debate por el Ministerio Público, lo que pone
en evidencia el alto grado de inefectividad del sistema de justicia y
la impunidad prevaleciente. Existen también serios problemas para
definir una tipología coherente, capaz de dar verdadera cuenta a
nivel institucional de los móviles de los homicidios. La alta
incompatibilidad entre las instituciones que existen, construidas por
diferentes instancias del Estado, sólo suma dificultades para llegar
a comprender mejor esta problemática.
Un
ejemplo claro se encuentra en la referencia del informe Homicidios de
mujeres 2003–2004 del Servicio de Investigación Criminal de la PNC
para la ciudad capital. En él se indica que, de acuerdo al análisis
de los casos de los que tuvo conocimiento, "un 21% corresponde a
homicidios cuyo origen proviene de los problemas entre maras y otro
21% a problemas personales, un 17% corresponde a homicidios por
problemas pasionales, 10% cuyo móvil es el robo, un 9% se deriva de
problemas del narcotráfico, un 5% por violación, un 4% se debe a
balas perdidas, el restante 13% comprende a suicidios, robo de
vehículos, violencia intrafamiliar y móvil ignorado". En una
investigación especial sobre la muerte violenta de mujeres realizada
en 2003, la Procuraduría de Derechos Humanos clasificó los casos
como: muertes por delincuencia, por mara, con características
extrajudiciales o de "limpieza social", con características
sicópatas, con características maníacas –en las que hubo abuso
y/o violación sexual– y muerte por negligencia o accidente.
En
otros países de la región, ¿cómo se llegó a establecer la
caracterización y los móviles del feminicidio? Resulta innegable que
en Guatemala precisar los términos y las categorías, y sobre todo
los marcos de interpretación necesarios para comprender requerirá de
un esfuerzo decidido para asumir desde nuestras particularidades históricas,
económicas y sociopolíticas la compleja manera en que estos delitos
contra la vida están ocurriendo.
¿Opera
igual el patriarcado en el caso de las muertes violentas de mujeres en
el contexto de relaciones de pareja, que en el de la territorialidad
asumida por las pandillas? ¿Se expresará de la misma manera en el
control del espacio que el narcotráfico y el crimen organizado
necesitan mantener para garantizar sus ganancias, que en la mal
llamada "limpieza social"? ¿Trabaja bajo las mismas lógicas
cuando se crean las condiciones para desmovilizar y paralizar
cualquier posibilidad de protesta social, que cuando se refleja de
manera sistémica en las reacciones socioculturales de la vida
cotidiana? ¿Se alimenta de los mismos esquemas y mecanismos cuando
expresa la frustración de una fuerza laboral masculina
progresivamente marginalizada, que cuando revela el aprendizaje social
del ejercicio de la violencia por parte de las nuevas generaciones? ¿Cómo
y quiénes operan con una lógica patriarcal cuando la violencia política
busca invisibilizarse o cuando se ponen al descubierto las prácticas
de sujetos entrenados durante años para el exterminio?
¿Las
maras o el crimen organizado?
"Antes
en los barrios se escuchaba de la muerte de mujeres por sus maridos o
por la violencia delincuencial, pero no de la manera en que se habla
ahora". Desde el sentir, pensar y acompañar a jóvenes y
adolescentes de los barrios y colonias, y como protagonista de múltiples
intentos de cambio desde hace muchos años, José hace así una de las
lecturas más frecuentes de un problema que "desde que recuerda
estuvo ahí". Sólo un momento después nos hace ver que "de
eso no hablaban los periódicos".
¿Qué
ha cambiado? ¿Por qué hoy son más estas muertes? ¿Por qué ellas?
¿Por qué con tanta saña? Éstas, entre otras, son algunas de las
preguntas que nos deja sin responder uno de los informes más valiosos
realizados hasta la fecha con relación al feminicidio en Guatemala.
En el trabajo, realizado por Myra Muralles y Violeta Lacayo en el 2005
para la bancada parlamentaria de la Unidad Revolucionaria Nacional
Guatemalteca (URNG), se analiza una diversidad de actores, intereses,
lógicas y posiciones desde los que se puede estar dando la muerte
violenta de mujeres.
El
informe da cuenta de cómo mientras la Policía Nacional enfatiza la
responsabilidad de las maras y pandillas juveniles, tal y como se
puede constatar en la prensa escrita, el Procurador Sergio Morales
considera más bien la hipótesis de que los asesinatos respondan a
"una cuidadosa planificación" propia más de las
estructuras y modos de accionar del narcotráfico y el crimen
organizado que de las maras juveniles. Esto coincidiría con los análisis
realizados para otros contextos con relación a la violencia, en los
que se destaca el papel que juegan el crimen organizado, el narcotráfico
y el tráfico de armas en el control de cada vez más parcelas del
territorio urbano y en el aumento de las acciones violentas.
Desde
la PDH se enfatiza la importancia de llegar a desarticular los cuerpos
ilegales y aparatos clandestinos de seguridad que se han incrustado
también en el Estado. Es aquí donde comienza a marcarse una de las
fronteras entre las responsabilidades materiales e intelectuales de
los delitos, ya que mientras puede reconocerse –a partir de la
descripción de los hechos– que las maras participan en la
ejecución de una serie de asesinatos, no siempre responden éstos a
sus lógicas internas, llegando a funcionar muchas veces de manera
articulada, pero también instrumental con relación a otros actores e
intereses.
La
seguridad nacional y la privatización de la seguridad
De
acuerdo a la Red de la No–Violencia contra las Mujeres, la violencia
de las pandillas está asociada a la pertenencia de algún miembro de
la familia a sus estructuras a través de diferentes lógicas: de la
venganza, del ajuste de cuentas o del establecimiento de nuevos grados
de poder entre los distintos grupos. También puede deberse esta
violencia a las relaciones de pareja o de ex–pareja que las y los
jóvenes establecen. Otras fuentes han reportado la muerte de mujeres
por haber sido testigas de determinados delitos y aún no haber
aprendido a callar para poder sobrevivir.
Pero
cada uno de estos mecanismos no son exclusivos de las maras. Ni
siquiera la famosa "territorialización" de los espacios. Y
también hay que considerar en el análisis del aumento acelerado de
la violencia el hecho, no poco trascendente, que desde mediados de los
años 90 las maras "locales" fueran progresivamente
desplazadas por las "maras transnacionales", como lo ha
registrado Gabriela Escobar.
Mientras
que la presencia de maras data de varias décadas atrás, el
Ministerio de Gobernación ha llegado a calificarlas recientemente
como un problema de "seguridad nacional". Esto, junto a su
expansión regional, al énfasis que el gobierno norteamericano ha
puesto sobre su "control", y a la realización de una serie
de eventos –como la reciente Conferencia de las Fuerzas Armadas
Centroamericanas en la que los desastres, el mantenimiento de la paz y
el terrorismo sientan las supuestas bases para la conformación de una
fuerza militar para el istmo– van justificando socialmente las
medidas de militarización de la región.
Pero
las tesis sobre la desestabilización del "Estado de
derecho", la creación de un clima de inseguridad y hasta de
terror en la ciudadanía, pasa también por múltiples intereses. Uno
de ellos –la privatización de la seguridad– ha sido visibilizado
por la misión de la ONU en Guatemala (MINUGUA) y por la URNG. Las
empresas de seguridad privada, con mayor cantidad de equipo y
armamento, un número más elevado de agentes y una mayor capacidad
para controlar la información en diversas zonas del país que la PNC,
generan una gran cantidad de ganancias a sus propietarios, los que en
buena medida son ex–militares, ex–policías o empresarios de
origen israelí. Aunque en buena parte de los casos operan de manera
ilegal, estas empresas llegaron a triplicarse en número entre 1996 y
el año 2001.
El
miedo, la inseguridad y el amarillismo
De
esta industria del miedo, la inseguridad y el amarillismo han
participado también los medios de comunicación. Sin duda, las cifras
del feminicidio han aumentado en el país y también el grado de la
violencia ejercida. Distintos informes registran que en un 20–25% de
los casos hubo señales de tortura, mutilación, estrangulamiento u
otras formas de violencia extrema. El informe de la URNG señala que
en un 28% de los casos se dio la violencia sexual.
En
medio de la diversidad de intereses y de actores, la prensa nacional e
internacional suele muchas veces recurrir a las versiones más
descriptivas, generalizándolas de manera cotidiana. Esta generación
del miedo y del temor a través de distintas fuentes, va condicionando
una conducta de inhibición y de desmovilización de las acciones
comunitarias, va restringiendo cada vez más los espacios de encuentro
de lo colectivo. En sintonía con esto, Muralles y Lacayo destacan la
posibilidad de que ante el empobrecimiento y falta de perspectivas
socioeconómicas para las clases populares, sin que los organismos de
seguridad se desgasten, "el sistema fomenta y permite mecanismos
de autoeliminación de la población a la cual considera desechable y
potencial gestora de reacciones o movimientos sociales de
protesta".
Desde
una lectura de los costos y de la magnitud de la violencia, uno de los
centros de investigación guatemaltecos de corte neoliberal bajo el
auspicio del Banco Mundial constataba en 2002 que la pobreza era una
condición insuficiente para explicar la generación de la violencia.
Y apuntaba a esta pista: "Más que observarse que individuos
pobres ataquen a otros que cuentan con un mayor nivel socioeconómico,
lo que puede observarse son jóvenes de escasos recursos matándose
entre sí".
¿Dónde
están los que mataron?
Otra
aproximación nos la da nuestra realidad nacional. Para una sociedad
como laguatemalteca, la postguerra no es solamente un discurso ni los
actores que a distintos niveles perpetraron las acciones genocidas más
sangrientas en contra de la población han desaparecido. Se han
transformado, han adquirido nuevos intereses y ocupado otras
posiciones. Y la falta de justicia penal que desde el Estado se deja
impunemente de aplicar va configurando en el imaginario social la idea
de que "lo que fue es posible", delineando pausadamente
nuevas rutas para su reproducción. ¿Dónde están, qué hacen y en
qué trabajan tantos hombres entrenados para ejercer la violencia
extrema? Una reciente tesis sobre enfrentamientos y violencia
juveniles en la ciudad de Guatemala ha comenzado ya a dar cuenta de dónde
han estado y de cómo han aprendido sus hijos...
La
PDH también ha denunciado ante el Ministerio Público la participación
de 23 agentes de la PNC como sospechosos de participar en los crímenes
contra mujeres. La intensa violencia sexual ejercida en las Comisarías
de la PNC contra las mujeres detenidas, y las prácticas de tortura
realizadas por el Servicio de Investigación Criminal denunciadas
recientemente en un estudio sin publicar del ICCPG, muestran cómo las
fuerzas de seguridad del Estado no han logrado aún reconvertirse y
son también responsables que necesitan ser investigados y
enjuiciados.
Entre
tanto, la violencia delincuencial ni la violencia conyugal han sido ni
son "noticia". De ahí, que a pesar de que tanto la PNC como
la PDH les atribuyen un peso significativo, sus lógicas son menos
visibilizadas, se normalizan, y ocupan menores esfuerzos de análisis,
cuando muchas veces requieren de procesos más prolongados y
elaborados para llegar a comprender las múltiples dimensiones de su
significado, más allá de la expresión visceral de un odio misógino.
En las intervenciones comunitarias, la constatación de este tipo de
crímenes y su denuncia representan un riesgo elevado.
¿Está
la "hombría" en crisis?
Desde
este tipo de lecturas, Manuela Camus sugiere revisar las
contradicciones generadas por los cambios en la configuración de la
familia y en la representación simbólica de sus miembros frente a
las presiones que el modelo de sociedad existente y el discurso que se
propone producen sobre los sujetos. Plantea revisar los recursos con
los que mujeres y hombres cuentan para enfrentar las transformaciones
del modelo de mujer, madre, esposa y servidora y hombre trabajador y
servido en los contextos de precariedad económica y violencia social
que actualmente prevalecen.
También
plantea explorar la manera en que la frustración masculina y "la
hombría" podrían estarse viviendo ante la generación de
ingresos autónomos por parte de las mujeres, a la vez que se refuerza
su sobreexplotación.
¿Cómo
la violencia podría estar garantizando el control de la mano de obra
gratuita en los espacios domésticos y productivos? ¿Cómo la
violencia garantizaría los beneficios producidos por el trabajo
asalariado o informal de las mujeres? Son también preguntas que
necesitamos respondernos. En 2004 ya Clara Jusidman señalaba cómo la
expulsión de las mujeres pobres hacia un mercado laboral que les
ofrece mayores grados de libertad, pero agudiza su tensión y
sufrimiento, se ve acompañada de la falta de co–responsabilidad en
las tareas del hogar por parte de los hombres. Esto tiene
consecuencias intergeneracionales que deben ser analizadas para mejor
comprender el auge de la violencia.
Si
no hacemos algo...
El
incalculable valor de sus ausencias, duelos y vidas no realizadas
merecen todos nuestros esfuerzos de análisis y de acción.
Identificar a los responsables es sin duda uno de los más certeros
esfuerzos. Y hoy cuando estamos aprendiendo tanto de sus muertes. ¿qué
sabemos de sus vidas?
Esta
pregunta me acompañó durante un trabajo de investigación de dos
meses, acercándome a cómo las jóvenes y los jóvenes de áreas
urbanas marginalizadas, víctimas potenciales y cotidianas,
experimentan y viven la cristalización de tantas formas de violencia.
Sentí un unísono que terminará ensordeciéndonos si no hacemos
algo.
Los
resultados de cerca de diez entrevistas y nueve grupos focales sobre
la vida cotidiana de jóvenes y adolescentes, sus voces y deseos de
expresar, pero también de callar, son parte de un segundo momento de
esta reflexión. Continuaremos.
(*)
Diana García es antropóloga y psicóloga social, activista del
Movimiento de Mujeres del Campo, Guatemala.
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