La
nueva gobernabilidad
Por
Raúl Zibechi
ALAI, 23/06/06
Los gobiernos de Néstor
Kirchner y Luiz Inacio Lula da Silva transitan por el cuarto año de
sus mandatos. Un tiempo suficiente como para comenzar a evaluar los
caminos adoptados y, muy en particular, el sentido profundo de la
instalación de gobiernos progresistas en buena parte de los países
del continente. Pese a las diferentes coyunturas que los llevaron al
gobierno –una crisis societal profunda en Argentina, el desgaste del
equipo socialdemócrata en Brasil–, y los distintos discursos que
enarbolan, las similitudes de las orientaciones por las que optaron
los dos principales países sudamericanos son asombrosas.
Un reciente informe
del Instituto de Estudios y Formación de la CTA (central de
trabajadores) para Argentina, establece que entre 2001 y 2005 los
asalariados, informales y desocupados que reciben subsidios pasaron de
percibir el 25,4% del PBI a sólo el 22,3%. Incluyendo a los
jubilados, la tendencia se profundiza: el conjunto de los sectores
populares percibía, en 2001, el 32,5% del PBI, descendiendo en 2005 a
26,7%. Esas diferencias son mayores aún si se analiza la evolución
del consumo, ya que el consumo de los sectores más acomodados (que
representan sólo el 3,8% de la población económicamente activa) pasó
de representar el 54,2% al 56,2% en ese período.
El citado informe
concluye que luego del “brutal ajuste de ingresos producido en el
2002”, la recuperación de los años siguientes (los del gobierno de
Kirchner), no permite “volver a la situación existente en el año
2001”, pero tampoco supone “alteración en la composición
estructural del consumo”. En la medida que no se han registrado
cambios en los patrones de distribución ni de consumo, concluye que
“el patrón de desigualdad que construyera la experiencia neoliberal
no se ha alterado”.
En Brasil el panorama
es similar. El último Informe sobre la Riqueza en el Mundo, elaborado
por Merril Lynch y Capgemini, sostiene que el número de ricos en el
mundo creció, en 2005, un 6,5% (Estado de Sao Paulo, 21 de junio de
2006). En América Latina el porcentaje es superior, alcanzando un
9,7%. Pero Brasil fue uno de los mejores países del mundo para los
ricos: crecieron un 11,3%. En el mismo año los bancos brasileños
obtuvieron las mayores ganancias en su historia, alcanzando hasta el
60% respecto a 2004. En suma, la concentración de la riqueza es uno
de los signos de la “nueva gobernabilidad” sobre la que se
asientan los gobiernos progresistas.
En sintonía con las
estrategias del Banco Mundial, se abandonó la política de
redistribución de la riqueza y en su lugar se profundizan las
destinadas a “combatir“ la pobreza. En Argentina siguen siendo dos
millones de personas las que reciben diversos “planes” (subsidios)
a razón de 50 dólares por beneficiario. Los datos son alucinantes: a
comienzos de 2005 había 75.000 personas que recibían seguro de
desempleo (activos que perdieron su trabajo), pero en esa misma fecha
eran 2.010.000 los que percibían los planes Jefes y Jefas de Hogar y
Manos a la Obra. En suma, más del 95% de los desocupados son personas
que no tienen la menor relación con el mercado formal de trabajo y ya
no entran siquiera en la categoría tradicional de desocupados.
En Brasil el plan
Bolsa Familia atiende a casi 9 millones de familias pobres, o sea algo
más de 30 millones de personas en un país de unos 180 millones de
habitantes. Se estima que el programa llega al 77% de las familias
pobres con ingresos inferiores a 100 reales (unos 45 dólares), que
son en total 11 millones, y que el 49% de los beneficiados viven en el
Nordeste. En Argentina, los beneficiaron de los subsidios estatales
viven en su inmensa mayoría en el cordón de Buenos Aires, salpicado
por los esqueletos de cientos de fábricas cerradas.
Ya se trate del
Nordeste o del cinturón de Buenos Aires, la relación que establece
el Estado con los más pobres de la sociedad es la misma: se asegura
una clientela estable, no organizada ni conflictiva sino pasiva y
agradecida, a la vez que alimenta una camada de gestores –formales o
informales, tanto da– que actúan como intermediarios entre los
pobres atomizados y el Estado.
No por casualidad el
cinturón de Buenos Aires ha sido el que le ha asegurado la
gobernabilidad a la década neoliberal de Carlos Menem. Cuando la
desindustrialización vació los sindicatos y los neutralizó como
mecanismos de control social, los poderosos implementaron los
subsidios manejados por alcaldes y gobernadores y una amplia red de
caudillos (“punteros”) locales, que actúan de forma vertical y
apelando a la violencia, que son una de las claves de la cooptación y
división del movimiento social. Menem, y ahora Kirchner, son
electoralmente imbatibles en la periferia de la capital que concentra
al 40% del electorado. En cuanto a Brasil, es en el Nordeste –que
hasta ahora fue un enclave de caudillos de la derecha– donde el
gobierno Lula recibe su mayor nivel de aprobación: 55% frente al 29%
en el Sudeste, la región donde nació el Partido de los Trabajadores
y donde tuvo, hasta las elecciones de 2002, su mayor arraigo.
Concentración de
riqueza, arriba; control de los pobres no organizados a través de
subsidios, abajo. Las llamadas clases medias, o sea los obreros y los
empleados, pagan en buena medida los costos de los subsidios de los más
pobres y también el escandaloso aumento de la riqueza de los más
ricos. Este es uno de los ejes centrales de la nueva gobernabilidad,
pero no el único. El otro es la relegitimación de los estados
gracias a la apropiación de banderas históricas de las izquierdas y
los movimientos (derechos humanos, igualdad en abstracto, etc.) y
sobre todo un discurso –apenas un discurso– que no ataca los
problemas fundamentales pero que consigue dividir a los sectores
populares. El Estado que está emergiendo de la gobernabilidad
progresista parece más estable, legitimado y potente que el de la década
neoliberal. Pero puede, por eso, ser más temible para los de abajo.
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