¿Crecimiento
«empobrecedor» en América Latina?
Por
Jürgen Schuldt La Insignia, junio de 2006
A partir de la 'década
perdida' y, sobre todo, desde los años noventa del siglo pasado, los
gobiernos latinoamericanos en general y el peruano en particular creen
haber encontrado la fórmula mágica para remontar su condición de
subdesarrrollo.
Para lo que nos han
llevado de regreso al estilo de 'crecimiento hacia afuera' que
caracterizó nuestras economías desde la Colonia hasta muy entrado el
siglo XX, básicamente como consecuencia de la aplicación del
doloroso recetario del Consenso de Washington, jalonado por la demanda
global y sustentado en ventajas comparativas estáticas.
Lo que se ha ido
materializando en una aparentemente avanzada modalidad de acumulación
de exportaciones tradicionales modernizadas y 'no tradicionales'
sencillas, en cuyo marco se han incrementado y diversificado nuestras
exportaciones, gracias a la atracción masiva de inversión extranjera
directa.
En esa creencia,
aparentemente sabia, nuestros gobernantes están incurriendo en una clásica
'falacia de composición', ya que abrigan la ilusión de que todos los
países subdesarrollados que se vienen globalizando pueden crecer
paralelamente en forma sólida, estable y sostenida basándose en el
aumento de ese tipo de demandas por parte de los demás países,
especialmente de los más desarrollados.
Lo que ciertamente
era válido para los primeros que se acoplaron a la 'nueva' división
internacional del trabajo, como fuera el caso de los 'tigres asiáticos'.
Pero, en la medida en
que prácticamente todos los países periféricos han adoptado el
mismo camino, ese proceder está conduciendo amenazadoramente al
conocido 'crecimiento empobrecedor', al que hacía referencia Jagdish
Baghwati en un célebre artículo de 1958.
En efecto, debido a
la dinámica propia de la tan preciada 'globalización', más y más
economías y empresas transnacionales radicadas en la periferia del
sistema mundial producen tipos similares de exportaciones, con lo que
la competencia se torna cada vez más aguerrida, para beneficio de los
consumidores.
Pero, a nuestro
entender, ésta es apenas una victoria pírrica para quienes hoy
pueden comprar esas mercancías cada día más baratas y para los países
que han logrado balanzas comerciales positivas.
Porque en ese proceso
la oferta está creciendo más aceleradamente que la demanda, en que
además ésta se irá desplazando cada vez más hacia las economías más
competitivas ubicadas en las regiones orientales, tanto de Europa como
de Asia, ahogando la producción 'no tradicional' de nuestro
subcontinente.
Lo que ciertamente no
llegan a entender nuestros economistas ortodoxos, puesto que siguen
creyendo descaminadamente en la Ley de Say, de acuerdo a la cual toda
oferta crea su propia demanda, con lo que ambas siempre estarían en
equilibrio.
En la práctica, sin
embargo, a la larga esa sobreoferta a escala global, no sólo
deteriora los precios de lo que exportamos, sino que desemboca en una
sobrecapacidad productiva, que será más evidente cuando la demanda
global se reduzca agudamente, lo que sucederá -más temprano que
tarde- en cuanto EEUU ajuste con seriedad sus enormes desequilibrios
fiscal y externo.
En
esta carrera infernal entre las empresas que producen bienes similares
es evidente que su principal preocupación consiste en aumentar
desesperadamente su 'competitividad internacional', lo que
desafortunadamente sucede en forma espuria y, por tanto, perjudicial
para nuestro propio desarrollo interno.
Las 'medidas' más
comunes que se adoptan a ese respecto son conocidas: reprimir los
salarios reales (en el mejor de los casos) y los sindicatos (en el
peor de los sentidos), contratar a quienes cobran menores
remuneraciones (mayoritariamente mujeres y jóvenes, incluso niños),
alargar e intensificar la jornada de trabajo, flexibilizar el mercado
laboral, ignorar el pago de horas-extra, recortar beneficios sociales,
gratificaciones, vacaciones y demás 'sobrecostos' laborales;
sobreexplotar los recursos naturales
no renovables y desconocer los costos conexos del deterioro
medioambiental; recortar al mínimo las funciones del Estado, en vez
de reformarlo; devaluar del tipo de cambio más allá de la paridad,
abaratando exageradamente nuestros productos en el extranjero; y
asegurar que la política tributaria se base principalmente en
impuestos indirectos, más que en los que se cobran sobre los
ingresos, la propiedad y las ganancias.
Lo que no es otra
cosa que -técnicamente hablando- una suicida 'competencia de fondo de
pozo' entre las economías globalizadas y pasivamente TLC-adictas.
Pero
los efectos perversos adicionales de tal estrategia extrema a nivel
internacional son aún mayores que los que derivan de la sobreoferta
generalizada y la consecuente deflación global que nos amenaza,
especialmente porque el proceso viene generando un conflicto
aparentemente invisible entre los trabajadores de los sectores
manufactureros de los países subdesarrollados con los de los
desarrollados, lo que tenderá a reforzar las medidas proteccionistas
de estos últimos, que ya han ido in crescendo durante el último
lustro por la presión ejercida eficazmente por los lobbies
correspondientes.
Peores aún son sus
conocidos efectos perversos a escala nacional: porque esta modalidad
de acumulación exportadora 'fácil' de mercancías nos hace
extremamente dependientes de los ciclos económicos de las economías
centrales; porque las fuerzas endógenas que desencadena dejan de lado
la expansión paralela del mercado interno que podría darse a través
de cadenas productivas y transferencias de excedentes; porque la
producción generalmente es de enclave o de ensamble y porque nos
estamos especializando en bienes de baja tecnología y de rendimientos
decrecientes a escala, sin preocuparnos por la adaptación e innovación
tecnológica y, mucho menos, por el desarrollo científico propio.
Lo que, en la práctica,
conduce a mayores niveles de subempleo, informalidad y deterioro de la
de por sí desigual distribución del ingreso y la riqueza, con lo que
crecen variedades patológicas de exportaciones no tradicionales,
tanto aquellas derivadas de la coca y la amapola, como las de 'cholos
baratos' y de cerebros costosísimos.
De esta manera el
'modelo' genera una serie de círculos viciosos que nos eternizan en
equilibrios malsanos o 'trampas de la pobreza'.
Por
supuesto que, a pesar del panorama exageradamente pesimista trazado
aquí, porque tampoco estamos hablando de un 'medio milenio perdido',
no hay motivo para la desesperación, porque las soluciones están a
la mano para cambiar responsablemente el rumbo de la mayoría de países
latinoamericanos.
Apenas falta la
voluntad política para adoptarlas desde hoy, aun sabiendo que sólo
habrán de fructificar en una o dos generaciones.
En cambio, sería
lamentable que, una vez más, sólo se realicen ciertos cambios para
que nada cambie, como diría el viejo Lampedusa.
.Universidad
del Pacífico (Perú).
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