Paradojas
de la resistencia
Por
Luis Hernández Navarro
La Jornada, 19/06/09
Casi dos meses y
medio después de formado, el movimiento contra el fraude electoral
mantiene una vitalidad y una capacidad de convocatoria notables. Los
fuertes golpes que ha sufrido, lejos de mermarlo parecen robustecerlo.
Y, pese a que perdió la batalla legal, ha ganado dos grandes
escaramuzas simbólicas en la disputa por el calendario patrio, nada
despreciables en el pleito por la legitimidad: 1º y 15 de septiembre.
A pesar de que los
medios de comunicación electrónicos le cerraron espacios ha
encontrado la forma de transmitir su mensaje. No obstante la defección
de algunos intelectuales que originalmente apoyaron a Andrés Manuel López
Obrador, ha mantenido viva la adhesión de una significativa parte de
la comunidad intelectual y académica. La impopularidad que el plantón
en Reforma le provocó entre sectores medios no mermó las simpatías
entre su base apoyo principal.
El movimiento cuenta
con una sorprendente legitimidad. Por lo pronto, más allá de su
desenlace final, ha ganado ya la batalla por la historia. En unos
cuantos años su versión de las elecciones de 2006 será "lo
realmente sucedido". De hecho, en muchos lugares, dentro y fuera
del país, se da por sentado que Felipe Calderón triunfó merced a un
gran fraude electoral.
No siempre ha sido así.
Por el contrario, las explicaciones críticas sobre conflictos como el
que vive México deben remar contracorriente durante un largo periodo
para triunfar. La visión de la sociedad mexicana que no participó en
las protestas de 1968, la lucha contra el fraude de 1988 y el
levantamiento zapatista de 1994 era mucho más crítica y desconfiada
en relación con la que la opinión pública tiene en la actualidad
del movimiento de resistencia civil.
Hoy casi nadie duda
que en 1968 el gobierno actuó represiva y autoritariamente, o que en
1988 Cuauhtémoc Cárdenas ganó las elecciones, o que el
levantamiento zapatista fue una sublevación indígena genuina. Pero
cuando estos hechos sucedieron, la percepción pública sobre ellos
era diferente. Se les veía con enorme desconfianza. Para que esta
visión se transformara en el relato sobre "lo que verdaderamente
pasó" transcurrieron varios años.
El movimiento ha
rebasado ya su carácter de protesta contra el fraude y parece
encaminarse a la conformación en una coalición antioligárquica y en
lucha por la transformación de las instituciones, pero no contra el
neoliberalismo. Tiene frente a sí el desafío del 1º de diciembre,
fecha en la que deberá de tomar posesión Felipe Calderón, pero
posee ya un horizonte de lucha más allá de este momento.
La convención
nacional democrática (CND) proporcionó al movimiento la visión y el
mandato para emprender la lucha por el cambio institucional. Permitió
también un momento de encuentro entre la movilización social y la
representación política institucional en el congreso de los partidos
que hoy integran el Frente Amplio Progresista. No está claro aún si
esta relación entre acción en las calles y representación
parlamentaria y gobiernos locales podrá mantenerse o, por el
contrario, como ha sucedido una y otra vez en el pasado, los
legisladores y mandatarios actuarán de acuerdo con sus propios
intereses. No se trata de una especulación. Recordemos lo sucedido
con la contrarreforma indígena, la ley Televisa y la ley Monsanto.
Pero esta contradicción
no es única. El movimiento plantea alcanzar su objetivo estratégico,
el cambio de régimen y la creación de una cuarta República, sin
convocar un nuevo constituyente y sin una nueva constitución. Es
decir, quiere un cambio sin ruptura. Sin embargo, la dinámica del
movimiento desde abajo es muy otra. Su vocación contra el
neoliberalismo y su radicalidad en la acción son evidentes. El viejo
pacto social ha sido roto por el fraude y su reconstitución requiere
mucho más que un mero cambio de régimen.
De la misma manera,
no es poca cosa que un movimiento reformador que proclama la necesidad
de una nueva política esté conducido por la vieja clase política de
izquierda, acostumbrada a los acuerdos cupulares y al gradualismo
inmovilizador. Tampoco que en una coalición que busca refundar la República
la presencia juvenil sea testimonial y escasa. Los centros de educación
superior, en lo general, y la UNAM, en lo particular, han sido un
factor clave en la lucha por la democracia en México, pero en esta
ocasión su presencia en las jornadas de lucha (y durante la campaña
electoral) ha sido limitada.
Asimismo resulta
paradójico que un movimiento que reivindica una democracia radical
tenga un liderazgo vertical y unipersonal. No es un hecho
insignificante que en una movilización de esta naturaleza el peso político
en la toma de decisiones de las organizaciones sociales sea tan pequeño;
conforme pase el tiempo la continuidad de la coalición dependerá en
parte de sus estructuras y recursos.
Hasta hoy la
autoridad de López Obrador y la gravedad de la situación política
han creado una situación en que estas contradicciones han pasado a
segundo plano, ante la necesidad de responder con rapidez al fraude y
la imposición. La emergencia ha hecho de estos asuntos una cuestión
aplazable. Coaliciones populares de orientación progresista en América
Latina tienen en su interior contradicciones parecidas a las que vive
la resistencia civil en México.
Pero no hay plazo que
no se cumpla. Tarde o temprano, si el movimiento quiere convertirse en
una fuerza transformadora de largo aliento, necesitará resolver las
paradojas de su origen. De no hacerlo, el formidable impulso que tomó
en su despegue podría agotarse, asfixiado por las prácticas y los
vicios políticos que hicieron del PRD la caricatura de lo que quiso
ser en su fundación.
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