Mareros
y pandilleros
¿Nuevos insurgentes, criminales?
Por
José Luis Rocha [1]
Revista Envío Nº 239, Nicaragua, agosto 2006
¿Por
qué las feroces Mara 13 y Mara 18 no actúan en Nicaragua? ¿Por qué
las pandillas nicaragüenses -que son muchas y muy activas- son menos
violentas que las del resto de Centroamérica? El discurso sobre la
violencia juvenil está lleno de miedos, leyes y mitos. Tenemos que ir
más allá, tenemos que pensar más.
La Policía de la Humanidad, el Ejército
de los Estados Unidos, ya empezó a dirigir su ominoso periscopio
hacia las pandillas juveniles. El US Army War College publicó
en marzo de 2005 un número más de su serie especial “Insurgencia y
Contrainsurgencia en el siglo XXI” titulado Street gangs: the new
urban insurgency, un manual destinado a formar en el tema a los
miembros del Ejército estadounidense. Lo escribe Max G. Manwaring,
profesor de estrategia militar de la academia militar, coronel
retirado y ex-miembro del Comando Sur y de la agencia de espionaje
para la defensa. Como su título lo proclama, este documento presenta
a las pandillas juveniles como una metamorfosis de la insurgencia
urbana, ya que las pandillas tienen en común con las viejas formas de
insurgencia el objetivo de hacerse con el control del gobierno.
Su
naturaleza: política y criminal - Su amenaza: el colapso de los
estados
La naturaleza de las
pandillas -afirma textualmente Manwaring- es mitad política y mitad
criminal y esto se manifiesta en que generan inestabilidad e
inseguridad nacional y regional; exacerban los problemas de las
relaciones civiles-militares y policías-militares, reduciendo la
efectividad civil-militar en el control del territorio nacional; y
apoyan a organizaciones criminales e insurgentes, a los señores de la
guerra y a los barones de la droga erosionando la legitimidad y la
soberanía efectiva de los Estados-nación. Los delitos y la
inestabilidad son sólo síntomas de la amenaza y la amenaza final es
el colapso del Estado o la violenta imposición de una restructuración
radical socioeconómica y política del Estado y su gobernabilidad.
Las pandillas
centroamericanas son las primeras en recibir la atención de Manwaring,
quien asegura que los pandilleros de California empezaron a mudarse a
inicios de los 90 hacia las cinco repúblicas centroamericanas. El
primer ímpetu vino como resultado de la deportación de pandilleros
desde prisiones en Estados Unidos hacia sus países de origen. Esas
pandillas incluían a la famosa Mara Salvatrucha (MS-13), a la Mara 18
y a muchas otras pandillas salvadoreñas, como Mao Mao, Crazy
Harrisons Salvatrucho y Crazy Normans Salvatrucho. El coronel retirado
calcula en 39 mil los miembros activos de las pandillas en El
Salvador, a los que añade miles de individuos vinculados a ellas,
pero residentes en Estados Unidos y otros países de Centroamérica,
Suramérica, México, Canadá y Europa. Y asegura que desde sus
inicios hasta hoy, todas las pandillas centroamericanas han florecido
bajo la protección y los ingresos mercenarios provistos por grandes
redes criminales. La base de esta alianza es el comercio ilegal de
droga, pues por Centroamérica pasa alrededor del 75% de la cocaína
que ingresa a los Estados Unidos.
Manwaring tiene muchos
colegas en los aparatos coercitivos de los Estados centroamericanos
que coinciden con su interés. Los productores de orden establecen
alianzas, organizan seminarios y diseñan estrategias para sofocar la
amenaza pandilleril. ¿Ese documento es sólo otro rostro siniestro de
la política anti-inmigrantes?
Al exagerar la vinculación
de las pandillas con las redes del crimen organizado y asociar
exclusivamente su inicio a las deportaciones, criminaliza la migración,
sin hacer ni una mínima alusión a los problemas de adaptación que
viven los migrantes como consecuencia de las políticas y reacciones
xenófobas, el desmesurado afán de lucro de muchos empresarios o la
segregación residencial. Existen muchos razonamientos cuestionables,
muchas omisiones y otras tantas afirmaciones carentes de fundamento en
el documento de Manwaring. ¿Será útil refutar, corregir o completar
sus tesis? Es de mayor interés reflexionar sobre la violencia y delin¬cuencia
juveniles a partir de cierta información estadística y algunas teorías.
Un
estudio pionero y el debate actual: ¿son delincuentes o son un síntoma?
Cuando la doctora Deborah
Levenson, pionera muy madrugadora y visionaria considerando la
temprana fecha en que llevó a cabo su investigación -1987-, realizó
su estudio sobre jóvenes pandilleros en Centroamérica, las pandillas
centroamericanas estaban casi en pañales y no se podía predecir la
fuerza avasalladora que alcanzarían apenas cinco años después.
Levenson las describió como organizaciones voluntarias compuestas
por jóvenes nacidos y crecidos primordialmente en la ciudad, que
tienen un sentimiento positivo acerca de su participación en un grupo
que perciben como democrático. Sus miembros no son los más pobres de
los pobres ... Sus actividades de grupo son más importantes que las
de otro tipo para ellos. Las maras han crecido considerablemente
durante el último año sin involucrar más que a unos pocos adultos.
Las drogas son importantes para sus miembros pero no centrales y en un
sentido muy amplio se perciben a sí mismos como rebeldes. También
destacó que en estos grupos se da ayuda, camaradería, algunos
momentos agradables, identidad y un poco de dinero.
Posteriormente, dos
grandes consorcios mareros absorbieron a las múltiples pandillas que
existieron en los 80: la Mara 13 y la Mara 18, que ahora tienen
sucursales en Guatemala, Honduras, El Salvador, México y Estados
Unidos. El nivel de violencia ascendió y las medidas represivas
hicieron otro tanto y más. En el contexto actual, las coordenadas de
las discusiones sobre las pandillas y la violencia juvenil están
marcadas por los paladines de la seguridad ciudadana y por quienes en
otro extremo -como la comunicóloga mexicana Rossana Reguillo-
prefieren pensar a las pandillas como un síntoma, como una expresión
radicalizada del malestar contemporáneo, que encuentra, frente a la
carencia o insuficiencia de lenguajes para ser expresado, un vehículo
idóneo en ‘lo criminal’.
Presentamos algunas tesis
sobre las pandillas partiendo del hecho de que la criminalidad -como
dice el penalista italiano Alessandro Baratta-más que un dato
preexistente comprobado objetivamente por las instancias oficiales, es
una realidad social de la cual la acción de las instancias es un
elemento constitutivo.
Urge
un debate informado y crítico
Por razones de espacio no
analizaremos en detalle ni el discurso ni las acciones de las
instancias de control y rehabilitación, aun cuando deben ser
entendidas no como variables independientes, sino como elementos
constitutivos de una misma realidad social, como otras formas de
expresión de un mismo problema, como síntomas diversos pero no
ajenos o nítidamente disociables. La ONG que rehabilita, el sistema
judicial que indulta o penaliza, la policía -tanto cuando participa
en el comercio de la droga como cuando propina una paliza o aplica
programas no represivos-, los abanderados de un Código de la Niñez y
Adolescencia que encuentran más legitimación internacional que
consenso social nacional, son expresiones de distintas estrategias que
se condicionan mutuamente. Todos éstos, y muchos otros, son factores
que el análisis de la violencia y delincuencia juveniles debe tener
presente.
Un debate informado es
condición indispensable para la formulación y ejecución de políticas
públicas efectivas y nos sitúa -como sostiene Reguillo- en un
lugar mejor para entender a la mara, cuya complejidad no logra
calibrarse en el debate público, porque son sus rasgos espectaculares
los que quedan fijados en un discurso que se expande -más que la mara
misma- y cuyo efecto es el de obturar la reflexión crítica.
En Nicaragua nadie ha
comprado aún la franquicia de esos dos gigantescos consorcios
juveniles que son la Mara 13 y la Mara 18. Persisten los grupos
fragmentarios, las pequeñas pandillas no asociadas a mayores
conglomerados y menos permeables al influjo norteamericano. Las
pandillas nicaragüenses no han entrado aún a la onda de las maras y
son menos violentas que las del resto de Centroamérica. ¿Por qué?
Utilizaremos la comparación de Nicaragua con Guatemala, El Salvador y
Honduras en ese aspecto como un recurso metodológico para poner en
cuestión ciertas tesis y aportar sustento a otras, sin por ello
pretender que la situación de los jóvenes en Nicaragua es mejor que
en estos tres países. La comparación de ciertos indicadores puede
arrojar pistas sobre qué elementos están asociados a la violencia
juvenil y con qué factores no se puede establecer una correlación unívoca.
¿Más
violencia juvenil que nunca antes?
Desde inicios de la década
de los 80 la violencia, y en general la delincuencia juvenil, se
convirtieron en focos de atención de analistas sociales y diseñadores
de políticas públicas centroamericanas. Se tomó nota de que la tasa
de participación juvenil en la comisión de homicidios era
notoriamente elevada y navegaba en alarmante ascenso. En 1996, el 29%
de todos los homicidios reportados en América Latina fueron cometidos
por jóvenes cuyas edades oscilaban en¬tre los 10 y los 19 años y más
del 34% por jóvenes entre 20-29 años.
En Nicaragua -y de
acuerdo a las estadísticas policiales de enero-noviembre 2005- más
del 43% de los detenidos de sexo masculino acusados de asesinatos,
homicidios culposos y homicidios dolosos fueron jóvenes entre 18-25 años.
Si ampliamos el rango a los jóvenes de 15 a 25 años, la participación
se eleva hasta el 50.6%. Ese rango concentra al 73.32% de los
detenidos por robo con violencia y al 51.48% de todos los detenidos.
Esta actividad delictiva está muy por encima del peso demográfico de
estos jóvenes. El rango de edad entre 15-24 años representa el 20.5%
de la población total y al 37% de la población en edad de ser
detenida (de 15 años o más). La participación delictiva -medida en
número de detenidos- del rango de 15 a 25 años de edad está 14.48
puntos porcentuales por encima del peso demográfico del rango de 15 a
24 años en la población de 15 años o más. Y su participación en
los robos con violencia duplica su peso demográfico. Se confirma así
una desproporcionada participación de jóvenes en los delitos y, en
particular, en la violencia etiquetada como delito.
La violencia es un
componente muy visible del funcionamiento de la sociedad nicaragüense,
de las sociedades centroamericanas y de otras sociedades del mundo. La
violencia denominada “criminal” ha sido reconocida como uno de los
mayores problemas sociales de nuestro tiempo. Según el antropólogo
británico Dennis Rodgers, en todo el mundo las tasas de crímenes se
han incrementado en un 50% a lo largo de los últimos 25 años, con un
notable repunte en la década de los 90. Este fenómeno ha afectado a
todos los países subdesarrollados, pero ha sido particularmente
marcado en América Latina, donde las formas más visibles de
violencia ya no son activadas por conflictos ideológicos en relación
a la naturaleza del sistema político, como en el pasado, sino que
aparecen como delincuencia común y crimen más o menos organizado.
Otro rasgo que diferencia la violencia actual de sus predecesoras es
el hecho de que su uso ha dejado de ser patrimonio de los aparatos
coercitivos del Estado y los grupos de oposición organizada, dando
lugar a lo que Dirk Kruijt y Kees Koonings denominan la democratización
de la violencia, ahora disponible como opción para múltiples actores
en busca de todo tipo de metas.
En Nicaragua, y en otros
países centroamericanos, el cese de los conflictos bélicos de los años
80 provocó un desplazamiento: mientras la guerra concentró la
violencia en las zonas rurales y se mantuvo generalmente a distancia
de las ciudades, tras los acuerdos de paz, la guerra -bajo la
modalidad de la delincuencia- se trasladó a los centros urbanos.
La
violencia de hoy: sin ideología, más democrática y más urbana
Tres cambios imprimen carácter
a la violencia actual: desideologización de la violencia,
democratización de su ejercicio y urbanización de sus escenarios.
Una mirada a las estadísticas del delito en Nicaragua refuerza la
tesis de la “democratización”, que tal vez debería llamarse
“espontaneidad desideologizada de su ejercicio”. De acuerdo a las
estadísticas policiales, las cifras de lesiones muestran un constante
ascenso: desde las 1,875 de 1984, pasando por las 4,568 de 1990, hasta
superar las 10 mil en 1995. Una curva semejante describen las estadísticas
de asesinatos, homicidios, violaciones y asaltos. En 1981 hubo 1,862
robos con intimidación, reducidos a 64 en 1985. Todavía en 1989 -un
año antes del cambio de gobierno- hubo apenas 830 robos con
intimidación.
Pero posteriormente -según
afirma la Comisionada de la Policía Nacional de Nicaragua Aminta
Granera en un estudio publicado en 1997- en el robo con intimidación
se observa de manera más pronunciada el drástico aumento en la
ocurrencia a partir de 1990, año en el cual este delito se elevó
87%. En 1994 se reportaron 3,018 casos, que representan un incremento
del 28% en relación a 1992. El crecimiento no sólo se da en términos
absolutos. En los primeros cuatro años de la década de los 90, la
población creció a un ritmo del 3.3% anual, mientras la criminalidad
promedió -y así lo hizo la violencia criminal- un 18% anual,
creciendo 5.5 veces más que la población. Este abrupto incremento
pue¬de ser visto en parte, aunque no exclusivamente, como un fenómeno
típico de postguerra y de las transiciones de regímenes con aparatos
coercitivos contundentes a regímenes con aparatos de control más
reducidos y políticas más laxas.
La participación juvenil
en el ejercicio de la violencia criminal se ha convertido en foco de
atención de organismos multilaterales, gobiernos y académicos. La
CEPAL observa: Lo más sintomático y preocupante es que los
rostros de la violencia son casi siempre jóvenes, tanto en su carácter
de víctimas como en su calidad de victimarios. El estado de
alerta que reclama la CEPAL es encomiable, pero su justificación urge
una mayor elaboración. Una mirada más atenta al comportamiento de
los jóvenes en las últimas tres décadas revela que la violencia
juvenil ni es un hecho novedoso ni está en su momento pico.
¿Por
qué ponerles la etiqueta de “delincuentes” y “criminales”?
La participación juvenil
en la criminalidad -entre otros delitos, en la violencia calificada
como crimen- ha aumentado, pero no necesariamente su participación en
la violencia, que incluso ha disminuido en términos del porcentaje de
jóvenes implicados en actos violentos.
En Nicaragua, en los años
70, decenas de miles de jóvenes empuñaron las armas durante la
insurrección que derrocó a la dictadura de Somoza. No sólo
integraron la mayor parte del ejército guerrillero. Fueron claves en
la conducción de la lucha: muchachos y muchachas de 20 años
ostentaban el rango de comandantes. En la siguiente década, la edad
para prestar obligatoriamente el Servicio Militar Patriótico
instalado por el gobierno sandinista iba desde los 16 a los 25 años,
precisamente las edades que actualmente concentran al mayor número de
jóvenes integrados en las pandillas y a la mayor parte de detenidos
por comisión de delitos.
Pero mientras el servicio
militar reclutó a cientos de miles de jóvenes -a los que habría que
sumar los jóvenes que militaban en las filas de la contrarrevolución-,
es probable que los jóvenes integrados en las pandillas nicaragüenses
en los últimos diez años no hayan sobrepasado los 25 mil. Por
consiguiente, hablando con propiedad, el verdadero auge de la
violencia juvenil en Nicaragua hay que ubicarlo en los años 70 y 80,
aunque aquella era una violencia institucionalizada, con bases ideológicas
y con predilección por los escenarios rurales.
Lo que ha ocurrido es que
los jóvenes -especialmente los involucrados en pandillas- practican
hoy un tipo de violencia que, debido a su relativa espontaneidad
desideologizada y al hecho de discurrir fuera de canales jurídicamente
establecidos, es etiquetada como criminal. Lo novedoso no es tanto la
violencia juvenil cuanto sus escenarios, su carencia de ideología y
su calificación como delito por transitar fuera de los canales
institucionalizados y por estar asociada a los llamados delitos
comunes: riñas callejeras, robos, atracos, etc. El razonamiento que
encuentra en la actualidad una violencia juvenil superior -o cuando
menos, más amenazadora- es tributario de un discurso y una
estrategia. Un discurso que ve en la época de paz un retorno a la
normalidad, al imperio de la ley, donde existen normas precisas e
incuestionables sobre qué conductas pueden ser calificadas como
plausibles o como desviadas. Es un discurso que proclama la existencia
de lo que pretende producir: la consecución de los fines pasa por
ciertos canales, terminó la etapa de la pugna de todos contra todos,
la juridicidad de una conducta es su mejor pasaporte hacia la
continuidad.
Para este discurso, la
violencia, si está domesticada por una ideología y opera bajo
ciertas circunstancias, tiene cierto carácter legítimo del que
carece en época de paz. Ese discurso -con sus leyes y sus mitos-
obedece a una estrategia de sectores de clase media. La guerra ocurrió
en escenarios que no los afectaron y por ello subestiman sus
dimensiones y se rehúsan a descubrir la continuidad histórica. Por
eso articulan un discurso que presenta a los años 80 como una
ruptura. Esa década es “la noche oscura”, “la década
perdida”, un paréntesis entre una normalidad que, para seguir
funcionando, requiere de cierto marco legal reinstaurado.
Conviene poner en
evidencia el carácter criminalizado de las pandillas y su
etiquetamiento como una transgresión de las normas que constituyen la
normalidad reinstaurada. Por el lado de las pandillas juveniles, este
énfasis es obligatorio porque su violencia es objeto de atención en
tanto que transgresión. Retomando ese enfrentamiento entre las
actividades de las pandillas y su etiquetamiento por parte de los
organismos productores de orden, Rossana Reguillo propuso que la
pandilla fuera también vista como una representación del rostro más
extremo del agotamiento de un modelo legal. En la gama de las
reacciones pandilleriles a ese agotamiento, las peleas son una
transgresión más, y ya no la más vigorosa. Existen otros rostros de
ese agotamiento del modelo legal. ¿Será la droga el más siniestro?
¿Son
los pandilleros nicas los autores de tan incontables daños?
Un análisis superficial
y con poco fundamento asocia las mayores manifestaciones de violencia
y criminalidad con las pandillas. La misma Policía Nacional de
Nicaragua sostenía en 1999 que gran parte de la delincuencia juvenil
estaba asociada a la existencia de las pandillas y por eso procuraba
llevar registros concienzudos de su número, ubicación y actividades.
En 2002, la Policía Nacional de Managua “capturó” -así rezan
los documentos policiales- a 736 jóvenes, a los que identificó como
pandilleros. Esa cifra indicaría que ese año el 33% de los
pandilleros de Managua fueron aprehendidos por la policía. La Policía
estimaba ese año un total de 2,229 pandilleros en Managua, integrados
en 118 pandillas. Se trataría de una elevada afectación para tan
reducido grupo y sería indicio de que las pandillas fueron foco de
privilegiada atención policial. Pero esos 736 pandilleros apenas
representaron el 7% de los jóvenes detenidos entre 15-25 años en
Managua. El reducido peso de los pandilleros entre el total de los jóvenes
detenidos no se corresponde en modo alguno a la extrema peligrosidad
que se les atribuía.
En 2003 la Policía
reconoció que las pandillas cometieron apenas el 0.51% de los
delitos. ¿Acaso los pandilleros no eran un segmento delincuencial muy
activo? O bien las estadísticas están mal construidas o bien la
actividad de las pandillas es poco penalizada en relación al resto de
infracciones porque las denuncias son mínimas -por temor en el barrio
donde operan, por ejemplo- o porque los pandilleros son extremadamente
hábiles para evadir a los policías, o la policía aplica frecuentes
penalizaciones extrajudiciales, o la actividad de las pandillas se ha
desplazado hacia conductas menos penalizadas o identificadas como
propias de pandilleros, o se hace un ruido desproporcionado en relación
a la actividad de las pandillas. Seguramente, debe existir una
combinación de varias de estas posibilidades.
Dado que la Policía tenía
desde 1999 un operativo denominado Plan Pandillas y dada la terca
predilección por las pandillas en los documentos policiales sobre
violencia juvenil, no parece haber falta de celo policial en referir y
penalizar las actividades de las pandillas. El elevado peso de los jóvenes
entre el total de los detenidos muestra que son un segmento muy
apetecido para la criminalización secundaria, que opera cuando
agencias del sistema penal, como la policía, los jueces o la
magistratura, atribuyen la condición de criminal a individuos específicos.
¿Por qué los jóvenes pandilleros no se cuentan en alto número
entre esos detenidos? En primer lugar, porque la aparición en
Nicaragua del Código de la Niñez y Adolescencia multiplicó los
castigos extrajudiciales, especialmente para el principal delito que
cometen las pandillas: peleas de jóvenes contra jóvenes, donde a
menudo no hay quien ponga una denuncia que desencadene un proceso
legal. En segundo lugar, porque la actividad de los pandilleros se
concentra ahora más en el consumo de drogas y en hurtos y pequeños
atracos, realizados de manera individual y no en grupo. En tercer
lugar, porque los medios de comunicación han inflamado la percepción
pública sobre las pandillas, haciendo más ruido sobre sus hazañas y
sus “incontables muertes y daños” que las mismas pandillas, y
atribuyendo a los pandilleros delitos que tienen autores no
pandilleros.
Grupos
juveniles en riesgo o pandillas
¿Existe una subestimación
en las estadísticas policiales de Nicaragua del número de pandillas
y esto repercute sobre las estadísticas de las actividades
pandilleriles y del número de pandilleros detenidos?
La Policía Nacional de
Nicaragua diseñó una nueva clasificación de las pandillas que
aplica desde 2003. La primera categoría la constituyen los
denominados Grupos Juveniles en Alto Riesgo Social, integrados por jóvenes
que se relacionan espontáneamente a veces con fines menos lícitos;
ocasionalmente consumen licor, drogas, estupefacientes y sicotrópicos;
entre los que afloran algunos signos de violencia y rebeldía; y
eventualmente cometen infracciones leves calificadas como faltas
penales. La segunda categoría, identificada como peligrosa, aunque no
al nivel de sus homólogas centroamericanas, es la Pandilla Juvenil,
conformada por jóvenes que se identifican como grupo;manejan símbolos,
lenguajes y conductas de identidad; a veces no tienen vínculos
familiares; se organizan de forma local -la cuadra, la cancha, la
esquina y el barrio, que consideran “su territorio”-; cometen
delitos, faltas penales, lesiones y daños a la propiedad que provocan
un gran sentimiento de inseguridad; consumen alcohol y drogas
habitualmente; ejercen la violencia continua y muy afirmada en el
grupo; generan enfrentamientos con otros grupos o pandillas en
defensa de “su territorio” -para ello hacen uso de armas de fuego,
blancas, hechizas, y otras-; y constituyen un tipo penal calificado
como asociación para delinquir.
En cursiva señalamos los
términos que marcan el contraste que la Policía Nacional encuentra
en estos dos grupos: los Grupos Juveniles integrados por individuos
que se relacionan espontáneamente y que sólo ocasionalmente consumen
drogas aparecen como claramente diferenciables de las Pandillas
Juveniles, generadoras de inseguridad, fuente de violencia continua,
organizadas por territorios y entregadas al consumo de drogas. Únicamente
se concede la categoría de “pandilla” a los grupos que reúnen
estos rasgos, elaborados a partir de criterios definidos por el
conjunto de los aparatos policiales de la región centroamericana.
De acuerdo a esta
clasificación, los Grupos Juveniles y las Pandillas alcanzan en
Nicaragua los volúmenes que indi¬ca el cuadro de la página 45.
El
caso del distrito V de Managua: ¿desinformación, prudencia o algo más?
Managua siempre ha tenido
el mayor peso en la presencia de pandillas. En 1999 se dio la cifra de
110 pandillas en Managua. En 2001, la Policía Nacional registró 96
pandillas y 1,725 pandilleros en la capital. Un año después dio
cuenta de un incremento: 118 pandillas y 2,229 pandilleros. En enero
2003 contabilizó 117 pandillas y 2,139 pandilleros en Managua. Un mes
después, registró el mismo número de pan¬dillas, pero un
contingente de pandilleros superior: 2,171.
Estas cifras arrojan una
densidad de unos 18 pandilleros por grupo, volumen semejante al de las
pandillas (parches) colombianas en 1997. En noviembre 2005, las 34
pandillas y 706 integrantes de Managua representaban el 38% y 32% del
total nacional de pandillas y de jóvenes pandilleros, un peso muy
superior a la participación de la capital en la población total del
país, que se aproxima al 25%. El departamento con mayor presencia
pandilleril después de Managua es Estelí, con el 24% de las
pandillas y el 19% de los pandilleros. Aparte de las de Managua, sólo
las pandillas de Estelí han sido objeto de estudio. Tanto Managua
como Estelí son ciudades que destacan por su vertiginoso crecimiento
urbano.
En el distrito V de
Managua -donde concentré el trabajo de campo de esta investigación-
la Policía registró, en el tercer trimestre de 2005, la existencia
de apenas cinco grupos juveniles y pandillas con un total de 61
miembros. Se mencionaba sólo a Los Rampleros, Los Caucheros, Los 165,
Los Power Rangers y Los Plot. Pero un sondeo entre distintos
habitantes del barrio -especialmente entre los mismos pandilleros-
mostró coincidencia en que en los datos oficiales de la Policía
estaban ausentes Los Mata Perros, Los Churros, Los de la Adoquinada,
Los Billareros, Los Placeños, Los Aceiteros, Los Puenteros, Los
Raperos, Los del Pablo Úbeda, Los Come Muertos, Los Bloqueros, Los
Nanciteros, Los Cholos, Los Diablitos y Los Roba Patos -antes Los Búfalos,
que incluyen a Los Concheños- entre otras agrupaciones de vigorosa
actividad. También estaban ausentes Los Tamales del Urbina, sin duda
la más famosa y beligerante pandilla del distrito V. Es imposible
ignorar a algunos de estos grupos, como Los Puenteros, presentes de
forma habitual en los periódicos e identificados como los autores
de varios asesinatos.
Los
PIP: el extremo opuesto de los VIP
Las estadísticas
policiales muestran un sesgo hacia el caos. La pandilla de Los Cholos
aparece en su registro de pandillas circuladas y sus miembros figuran
entre los pandilleros detenidos, aunque está ausente del registro
general de las pandillas. En ese registro sólo aparecen pandillas del
Reparto Schick y no aparecen otros barrios de conocida actividad
pandilleril del distrito V. También hay una subestimación del número
de pandillas por barrios. Los habitantes del Grenada hablan de Los
Diablitos, Los Crazy y Los Colchoneros. Hay ausencias también
notables en otros distritos: Los Parrilleros y Los Tomateros son
algunos de los referentes pandilleriles de mayor recurrencia en
conversaciones con pandilleros del Reparto Schick y no aparecen en los
registros de la Policía.
¿Desinformación o
intento de dorar la píldora? La Policía Nacional puede estar
interesada en que sus reportes reduzcan a su mínima expresión el
volumen de pandillas como una forma de tranquilizar a la sociedad. Los
policías de la zona, encargados de pasar sus informes a la delegación
policial del distrito V, conocen al detalle todas las pandillas y a
cada uno de sus integrantes porque realizan visitas regulares a todos
los integrantes de pandillas como parte de su rutina. En los registros
policiales los pandilleros están catalogados como PIP: Personas de
Interés Policial, y sus expedientes deben ser habitualmente
actualizados por los Jefes de Sector. Obviamente, las PIP son el
extremo opuesto de las VIP...
Podría existir una
voluntad de la Policía Nacional de presentar una situación más pacífica
de la que en verdad existe, quizás porque sería un indicador de su
buen desempeño y porque esto empalma con la decisión gubernamental
de presentar a Nicaragua como el país más seguro de Centro¬américa,
libre hasta de “tomatierras” y, por tanto, atractivo para la
inversión extranjera. Pero esta subestimación también puede
obedecer, simultáneamente, a una estrategia desestigmatizadora.
¿Por
qué las violentas maras 13 y 18 no están en Nicaragua?
En 2006, el escritor
salvadoreño Juan José Dalton brindó esta cifra en el prestigioso
diario español “El País”: 100 mil jóvenes integraban las Maras
13 y 18, cantidad que comparaba con la fuerza militar y policial de
todo el istmo centroamericano. ¿Por qué no hay Maras 13 y 18 en
Nicaragua? ¿Y por qué en Nicaragua las pandillas no muestran la
misma ferocidad que las maras del resto de Centroamérica? Aun cuando
la presencia y actividad de las pandillas sean mayores de lo que
reflejan las estadísticas policiales, los pandilleros en Nicaragua
son menos numerosos y violentos que los de Guatemala, Honduras y El
Salvador, países donde operan esos dos grandes conglomerados
transnacio¬nales de pandillas que son las Maras 13 y 18.
Esas maras -también
presentes en Estados Unidos y México- no han extendido sus escenarios
de acción a las ciudades nicaragüenses, situación que no deja de
causar intriga dada su voluntad expansiva y su condición de fenómeno
casi regional. Aquellos que insisten en una correlación unívoca
entre violencia juvenil y niveles de pobreza, ¿cómo explican la
ausencia de maras y los menores índices de violencia de las pandillas
nicas? Como muestra el cuadro de esta página, y de acuerdo al
Panorama Social de América Latina que la CEPAL dio a conocer en 2005,
Nicaragua muestra niveles de pobreza y exclusión superiores a los países
con presencia de maras en áreas muy sensibles y determinantes.
En su estudio
“Juventud, población y desarrollo en América Latina y el
Caribe”, la CEPAL sostiene que resulta conveniente evitar ciertos
simplismos todavía vigentes en la interpretación del fenómeno de la
violencia y delincuencia juveniles. Uno de ellos es el que asocia mecánicamente
pobreza y delincuencia. Bajo este enfoque, la violencia es un derivado
lógico de la pobreza, pero la evidencia disponible muestra que
-contrariamente a lo que esa teoría indica- las mayores expresiones
de violencia no se concentran en las zonas más pobres del continente,
sino en aquellos contextos donde se combinan perversamente diversas
condiciones económicas, políticas y sociales. Así, la mera
pobreza y exclusión no pueden ser factores que determinan de forma
exclusiva la violencia y la delincuencia juveniles.
Otros
factores, otras explicaciones
En la búsqueda de
explicaciones, otra senda que algunos han explorado es la de las
relaciones con el gobierno, los valores democráticos y la confianza
entre la ciudadanía. El estudio sobre cultura política y democracia
coordinado por Mitchell A. Seligson, de la Universidad de Vanderbilt,
cuyo estudio del caso nicaragüense estuvo a cargo de Luis Serra y
Pedro López Ruiz, de la Universidad Centroamericana (UCA) de Managua,
tiene datos reveladores. Mostró que en Nicaragua apenas el 28% de las
personas encuestadas tiene valores que apoyan una democracia estable.
Sólo Guatemala, con un
21%, está por debajo de Nicaragua. Honduras llega al 30% y El
Salvador al 32%. La eficiencia del gobierno fue calificada de la
siguiente manera: 17.5 en Nicaragua, 27.3 en Honduras, 32 en Guatemala
y 35.6 en El Salvador. Nicaragua tiene la más baja satisfacción con
los servicios municipales. En la valoración del Estado de derecho, El
Salvador obtuvo un puntaje de 39.7, frente a 32 Nicaragua. La
confianza en las fuerzas armadas, que en Nicaragua sólo obtiene un
puntaje de 54.2, llega a los 60 en Honduras y a 68.6 en El Salvador.
Algo semejante ocurre con la confianza en la policía, el Congreso, la
Suprema Corte, la iglesia y los partidos políticos. La mayor
victimización por actos de corrupción en el istmo fue registrada en
Nicaragua. Finalmente, el estudio dirigió su atención hacia el
capital social. Al indagar por la confianza interpersonal, encontró
un índice de 56 en Nicaragua, seguido de un 57 en Guatemala y un 63
en Honduras y El Salvador. Conclusión: tampoco estos elementos son
determinantes en la menor violencia juvenil que existe en Nicaragua.
Otros factores asociados
o asociables a la violencia juvenil y a la existencia de las Maras 13
y 18 que merecen ser sometidos a examen son: las migraciones, el
crimen organizado, la disponibilidad de armas y los operativos
policiales. Todos ellos son variables con un impacto nada desdeñable
en la expansión -aunque no necesariamente en la aparición- de las
maras y en los índices de violencia juvenil. Es necesario
analizarlos.
Transculturación:
los “negros curros” de La Habana y los “cholos” de los 80
Las maras son un fenómeno
transnacional. Este rasgo, con su corolario de transculturalismo,
recuerda las referencias a los “negros curros” que en el primer
tercio del siglo XIX -en pleno auge de la esclavitud- se pavoneaban
libres por las calles de La Habana, ataviados de manera estrafalaria,
hablando una jerga propia y sembrando el pánico en un alarde de mala
vida, delincuencia, marginación y violencia. El etnólogo cubano
Fernando Ortiz acuñó el concepto de “transculturación” para
referirse a las diferentes fases del tránsito de una cultura a otra,
que implica una parcial desculturación -desarraigo de una cultura
precedente- y una neoculturación: la consiguiente creación de nuevos
fenómenos culturales.
Según Ortiz,
en todo
abrazo de culturas sucede lo que en la cópula genética de los
individuos: la criatura siempre tiene algo de ambos progenitores, pero
también siempre es distinta de cada uno de los dos. En conjunto, el
proceso es una “transculturación”, y ese vocablo comprende todas
las fases de su parábola.
La transculturación ha
dejado su huella en muchos de los rasgos de la cultura cubana, como la
santería, tan lejos -o tan cerca- de sus orígenes africanos como del
catolicismo español. La transculturación decimonónica produjo los
“negros curros”, ahora desaparecidos, pero entonces surgidos al
compás del vigoroso flujo migratorio entre España y Cuba. Los
“negros curros” tenían muchos rasgos andaluces: la jerga, la
valentía, lo pendencieros. Se distinguían por la forma de caminar,
el atuendo y su vida de crimen y valentonería, siempre armados de
cuchillo en mano: retadores, reverteros y fáciles a las cuchilladas. El
continuo tráfico de esclavos producía un trasiego cultural. Se
trasegaban estilos de vida e instituciones culturales que producían
identidad, a menudo identidades mixtas y conflictivas, y así brotó
el “negro curro”.
Actualmente existen
muchos vehículos facilitadores del trasiego cultural entre Estados
Unidos y Centroamérica: la música -rap, reggaeton, perreo-, que
reflejan una mezcla de motivos comunes de los jóvenes que habitan
distintas latitudes; los programas de televisión; la ropa -donde es
clave el papel de las pacas de importación de ropa “USAda”, que
permiten vestirse al estilo gringo y disfrazarse de “cholo” a bajo
precio-; los amigos y familiares que vienen y van o que permanecen allá,
pero se comunican con regularidad y son una especie de modelo de
persona exitosa -el primo, la tía, el hermano rico que se fue a
buscar fortuna-.
Con
remesas culturales y con jóvenes nómadas
Estas remesas culturales
mantienen la conexión entre el allá y el aquí: Estados Unidos y
Centroamérica. Y así surge una complejísima maraña de
supervivencias culturales y mixturas de todo tipo, marcadas por los
problemas de adaptación de allá y aquí, de ahora y otrora: los
pachuchos, los cholos, las pandillas de los 80. Las maras existían
desde los años 80, antes que las olas migratorias adquirieran las
dimensiones actuales, alarmantes para algunos, naturales para otros,
celebradas por muy pocos.
En 1987 Deborah Levenson
encontró que en la ciudad de Guatemala existía una multitud de
pandillas con nombres pintorescos: Tigresa, Ángeles Infernales,
Escorpión, Güevudos, Zope, Relax, Nice, Motley Crew, Apaches, Las
Pirañas. Un equipo de la Universidad Rafael Landívar descubrió que
doce años después todas esas pandillas habían sido absorbidas por
dos grandes corporaciones pandilleriles rivales: la Mara 13 y la Mara
18, correspondientes a dos calles y pandillas de Los Ángeles,
California. Aunque la influencia estadounidense ya era perceptible
desde 1988 en el uso de nombres en inglés, la globalización de las
pandillas sólo quedó institucionalmente consagrada años después
por su carácter transnacional y los vigorosos vínculos entre las del
Norte y las del Sur, hasta el punto de que existen emisarios de las
pandillas del Norte que visitan a sus filiales centroamericanas para
transmitirles reglas y dinero.
Estos jóvenes
trashumantes se sitúan en el cruce de la transculturación, donde se
dan cita las remesas culturales, las asimilaciones y sus tropiezos, y
la droga, entre otros ingredientes. Como observó el antropólogo
guatemalteco Ricardo Falla, con la migración abierta a los Estados
Unidos por efecto de las guerras refluyen ideas y agentes orga¬nizativos
-los deportados- de las maras. Y Rossana Reguillo remacha el
nomadismo de la mara: En su fase actual, la novedad que la mara
introduce es la de llevar el territorio a cuestas y su capacidad para
establecer vínculos de estabilidad relativa en las localidades donde
se instala.
Emigrantes
centroamericanos: trashumantes, residentes, deportados...
Las deportaciones desde
los Estados Unidos aparecen fuertemente asociadas a las maras. Un
reportaje de “Los Ángeles Times” describió en 2002 a las
pandillas de Tegucigalpa como nutridas a base de deportados: Cerca
de allí queda el barrio llamado El Infiernito, controlado por la
pandilla Mara Salvatrucha (MS). Algunos de estos pandilleros eran
residentes de Estados Unidos y vivieron en Los Ángeles hasta 1996,
cuando entró en vigor una ley federal que dispuso su deportación por
delitos graves. Ahora andan sueltos por México y Centroamérica. Aquí
en El Infiernito cargan chimbas, que son armas de fuego confeccionadas
con tubos de plomería, y beben ‘charamila’, hecha con alcohol metílico
diluido. Se suben a los autobuses para asaltar a los pasajeros. De
ser cierto este vínculo entre las maras y la migración a los Estados
Unidos y las deportaciones, estaríamos ante una de las razones de la
ausencia de maras en Nicaragua.
El destino de las
migraciones de nicaragüenses presenta una marcada diferencia con
respecto a la del resto de países centroamericanos. Es distinto en
dos sentidos. En primer lugar, la mayoría de los migrantes nicaragüenses
se dirigen a Costa Rica y no a Estados Unidos. Se calculan en
alrededor de medio millón los nicaragüenses que de manera temporal o
permanente residen en Costa Rica. Los nicaragüenses en Estados
Unidos, de acuerdo a una encuesta del U.S. Census Bureau, eran
248,725 en 2004, apenas el 8.57% de los centroamericanos en ese país.
En segundo lugar, los
nicaragüenses que han migrado a Estados Unidos se han instalado
principalmente en Miami y otras localidades del estado de Florida y sólo
un 12% en Los Ángeles, la ciudad de cuyas calles las maras tomaron
los nombres 13 y 18. Los nicaragüenses apenas son el 4% de los
centroamericanos que residen en Los Ángeles, mientras en Miami son el
47%. Casi el 31% de los salvadoreños que migraron a los Estados
Unidos reside en Los Ángeles y el 43% en California. Si bien en Los
Ángeles reside apenas casi el 14% de los hondureños, son 56,555, en
contraste con los 29,910 nicaragüenses.
Esta distribución
espacial debe ser complementada con las diferencias en los volúmenes
de deportados. El flujo y reflujo poblacional es un poderoso
condicionante. Los nicaragüenses han sido menos afectados por las
deportaciones desde Estados Unidos que sus vecinos centroamericanos.
Entre 1992-1996 hubo sólo 1,585 nicaragüenses deportados desde
Estados Unidos, según las estadísticas oficiales del Servicio de
Inmigración y Naturalización de ese país. Un promedio de 317 al año.
Los nicaragüenses detenidos para ser deportados entre 1998-2002
fueron 5,026, un promedio de 1,005 por año, cifra insignificante
comparada con los deportados de otros países centroamericanos. En
1998-2002 Estados Unidos deportó a 63,639 hondureños, 56,076
salvadoreños y 39,669 guatemaltecos.
Y esto no sólo ocurre
porque haya menos migración nicaragüense en Estados Unidos. La misma
situación se refleja en los volúmenes relativos. Los porcentajes de
nicaragüenses naturalizados sobre el número de sus conna¬cionales
deportados se mantienen muy por encima de los calculados para
Honduras, Guatemala y El Salvador.
Los nicaragüenses han
sido relativamente más beneficiados por las naturalizaciones que
afectados por las deportaciones. Entre 1998 y 2002, Estados Unidos
naturalizó a 4.5 nicaragüenses y concedió la residencia a 14 por
cada uno de los nicaragüenses que detuvo para ser deportados. En
cambio, apenas 1.5 salvadoreños y un guatemalteco fueron beneficiados
con la residencia por cada uno de sus connacionales deportados. En las
antípodas de Nicaragua, está Honduras, con 3 hondureños deportados
por cada naturalizado.
Los cubanos residentes en
Miami sintieron afinidad política con los nicaragüenses que
arribaron a esa ciudad en los años 80 y pusieron sus contactos entre
los políticos del Partido Republicano al servicio de los recién
llegados. Muchos de los recién llegados fueron acogidos como
refugiados políticos que huían del gobierno sandinista, considerado
un régimen comunista. Los trámites de naturalización y residencia
fueron inusitadamente ágiles para ellos. En la actualidad, muchos
nuevos migrantes pueden cosechar los efectos de aquella política
privilegiada no siendo objeto de persecución.
Después de comienzos tan
favorables y de años que también lo fueron, la tendencia del influjo
migraciones-pandillas nicaragüenses dependerá en gran medida de las
futuras políticas migratorias estadounidenses, de los cambios en los
patrones de distribución espacial de los migrantes al interior de los
Estados Unidos y del incremento de los nicaragüenses jóvenes que
actualmente están emigrando a San Miguel y a otros departamentos de
El Salvador, donde podrían recibir el influjo de las Maras 13 y 18.
También, y más, dependerá de los encuentros entre los muy numerosos
deportables de todas las nacionalidades centroamericanas que se reúnen
en el territorio mexicano, esa enorme guardarraya vertical, filtro
anti-migratorio al servicio de Estados Unidos y lugar de tantos
intercambios culturales.
Centroamérica:
gran disponibilidad de armas en manos civiles
En el temprano momento en
que Deborah Levenson realizó el primer estudio sobre pandillas en
Guatemala -un momento previo incluso al surgimiento de las Maras 13 y
18- presentó conclusiones que resultaron premonitorias: No hay
dudas de que su falta de orientación las deja expuestas a la
manipulación por parte de grupos políticos y no escaparían de ser
incorporadas o utilizadas por redes criminales de adultos, absorbidas
por el crimen. Si así fuera, irían más allá de un punto sin
retorno para volverse centralizadas, antidemocráticas, autoritarias,
más violentas. Diversos estudios coinciden en la evolución de
las maras hacia una violencia de grandes ligas.
Parece razonable la hipótesis
de que la violencia de las pandillas es proporcional a la
disponibilidad de armas. Gran parte de los homicidios y otros delitos
ocurren por la capacidad de disponer de armas de fuego. Según una
publicación del Survey de Armas Pequeñas y la Iniciativa Noruega
sobre Transferencia de Armas Pequeñas, en el 2000 existían 52,390
armas legales en Nicaragua, cifra solamente superior a las 43,241 de
Costa Rica y muy inferior a las 170 mil de El Salvador, las 147,581 de
Guatemala e incluso las 96,614 de Panamá, país caracterizado por su
relativa ausencia de conflictos bélicos.
Nicaragua tiene bajos índices
de homicidios en comparación con el resto de Centroamérica. En 1997
las estadísticas policiales y otras fuentes gubernamentales daban
cuenta de estas tasas de homicidio por cada 100 mil habitantes: 9.2 en
Nicaragua, 109.1 en El Salvador, 52.5 en Honduras y 30 en Guatemala.
El estudio de William Godnick, Robert Muggah y Camila Waszink,
“Balas perdidas: el impacto del mal uso de armas pequeñas en
Centroamérica” mostró que Nicaragua destaca por su bajo nivel de
violencia. Los 12.26 homicidios por cada 100 mil habitantes, aunque
muy superiores a los 5.94 de Costa Rica, lucen exiguos frente a los
43.4 de El Salvador, 36.11 de Honduras y 30.2 de Guatemala. Algunas áreas
de El Salvador y Guatemala tienen índices de homicidios cercanos a
100 por cada 100 mil habitantes.
Nicaragua:
gran abundancia de armas y mucha gente que sabe usarlas
Obviamente, en Nicaragua
se oculta tras estos promedios tan bajos una distribución de la
violencia que golpea a los barrios populares con mayor contundencia.
Viviendo durante un año (1996-97) en el barrio pobre de Managua que
disfraza bajo el seudónimo “Luis Fanor Hernández”, el antropólogo
británico Dennis Rodgers contabilizó 9 muertes violentas. Esta
cantidad es proporcionalmente equivalente a 360 muertes por cada 100
mil personas. De su experiencia, Rodgers infiere que el subregistro es
un serio problema en Nicaragua.
Si contabilizamos las
armas “hechizas” -tubos de chacos a los que se acondiciona un
percutor, con capacidad de disparar tiros de AK-47-, la disponibilidad
de armas en Nicaragua aumenta. De acuerdo a los cálculos que realicé
durante el trabajo de campo de esta investigación, en algunos barrios
de Managua hay al menos tres pistolas “hechizas” por cada veinte
casas. Por otro lado, Nicaragua podría fácilmente tener un bajo
registro legal de las armas y una alta distribución de ellas porque,
en su afán de noquear a la contrarrevolución, el gobierno sandinista
de los años 80 creó mecanismos de defensa armada con reclutamiento
masivo: Servicio Militar Patriótico (SMP), Batallones de Reserva,
Milicias Populares Sandinistas (MPS), Comités de Defensa Sandinista
(CDS), Batallones Estudiantiles de Producción (BEP), etc. Muchas de
las armas propiedad de estas instituciones quedaron en manos de sus
miembros.
Una idea del subregistro
de las armas en Nicaragua nos la proporciona la encuesta que la firma
Borge y Asociados realizó en 2001. Sólo el 6.2% de los dueños de
armas entrevistados dijeron haber registrado legalmente sus armas. En
algunas zonas del país, por lo menos la mitad de los encuestados
dijeron estar bien entrenados en el uso de armas de fuego. En 2002 el
Ministerio de Gobernación de Nicaragua calculaba un total de 140 mil
armas de fuego en manos de civiles, de las que sólo 69,157 estaban
legalizadas. Al menos hasta julio de 2001 se seguían encontrando
arsenales de armas escondidos en Managua.
Aún considerando todos
estos nada despreciables factores, la brecha entre Nicaragua y el
resto de Centroamérica es tan amplia, la migración de armas desde
Nicaragua hacia el resto de Centroamérica a inicios de los 90 fue tan
nutrida y el problema del subregistro está tan generalizado en la
región, que parece fuera de duda el hecho de que en Nicaragua hay
menos armas y homicidios que en los países con maras. Son rasgos que
merecen consideración como explicación de la notablemente menor
belicosidad de las pandillas nicaragüenses.
Otro elemento importante
es la vinculación o semejanza de las maras con el crimen organizado,
detectada en Guatemala, Honduras y El Salvador. El crimen en Nicaragua
ni está tan organizado ni ha desarrollado tantos vínculos con las
pandillas, excepto en el ámbito de los pequeños mercados de la
drogas, muy localizados en los barrios. A pesar de la presencia de
algunos capos en los barrios con alta presencia de pandillas, el tráfico
de grandes volúmenes de droga que realizan no involucra a los
pandilleros.
El
rostro más aterrador de las maras
Si se mantiene la validez
del principio según el cual la violencia engendra violencia, es
indudable que las acciones de la Policía, como entidad autorizada
para ejercer la violencia institucional y legítima, son una fuerza
condicionante de otras manifestaciones de la violencia.
¿Acaso el número de
civiles muertos a manos de los distintos aparatos policiales
centroamericanos no debería ser un indicador clave de la promoción
estatal de métodos violentos para resolver los conflictos? Esa
desconocida y difícilmente conocible tasa es básica para explicar
los niveles ascendentes de violencia y la percepción del Estado de
derecho.
En abril de 2006 tuvo
lugar en la capital salvadoreña, la segunda Convención Antipandillas,
en la que participaron 170 expertos de ocho países, incluyendo México
y Estados Unidos. En esa ocasión, el comisionado Omar García Funes,
de 40 años, ex-teniente del Ejército salvadoreño, graduado en Chile
como oficial carabinero y en la actualidad a cargo de las divisiones
especializadas de la Policía Nacional Civil, dijo a la prensa: Tienen
un punto común las Maras Salvatrucha y 18. Fueron fundadas por
salvadoreños y sus integrantes son en su mayoría salvadoreños que
cruzan las fronteras. Hoy siguen teniendo control del barrio porque
son territoriales. Tienen muchos recursos: antes pedían 25 centavos
de dólar a los automovilistas. En la actualidad cobran miles de dólares
en las extorsiones a restaurantes, tiendas y transportistas para
dejarlos operar. Ahora se movilizan en vehículos, tienen celulares,
radios, la mayoría producto de robos. Hay clicas especializadas en
sicariato. Sabemos de gente que los ha contratado para eliminar a
enemigos con los que han tenido rencillas. Además, usan la
inteligencia. Ellos incursionan o se infiltran en un lugar antes de
actuar. Es decir, hacen operaciones de reconocimiento. Hemos sabido
por nuestro propio director general de la Policía Nacional Civil,
Rodrigo Ávila, de infiltraciones en las propias unidades de la policía.
La voluntad de presentar
el rostro más aterrador de las maras es evidente. El comisionado
Funes concluyó: Las maras han mutado y son un fenómeno del crimen
organizado. Si la teoría del labelling approach -la
influencia del eti¬quetamiento- está en lo cierto, la actitud
oficialmente no cri¬minalizadora de la Policía Nacional nicaragüense
puede te¬ner el efecto de no estimular la carrera violenta y
criminal.
Si
la violencia engendra violencia, la policía también influye
La Policía Nacional de
Nicaragua aplica un enfoque hacia la violencia juvenil en general, y
especialmente hacia las pandillas juveniles, que muestra un marcado
contraste con las políticas que aplican sus homólogos
centroamericanos. Sus operativos dirigidos hacia las pandillas han
sido bautizados con nombres de efemérides -Plan Belén en Navidad o
Plan Playa en Semana Santa-, en contraste con los operativos
policiales de El Salvador, Guatemala y Honduras, que ostentan nombres
que revelan la voluntad de reprimir severamente a los pandilleros:
Leyes Anti-maras, Plan Escoba, Plan Cero Tolerancia, Plan Mano Dura y
Plan Súper Mano Dura.
Las estadísticas de la
Policía Nacional de Nicaragua y la distinción que hace la institución
entre pandillas y grupos juveniles también tienen un efecto
descriminalizador. ¿Podríamos decir que el subregistro y la
clasificación de las pandillas también se inscriben en esa
estrategia? En cierto modo las podemos interpretar como una aplicación
del teorema de W. I. Thomas: Si algunas situaciones son definidas
como reales, son reales en sus consecuencias. Este teorema se
aplicaría aquí de esta forma: “Si la Policía determina que hay
muy pocas pandillas y que la mayoría de ellas tiene un carácter
inofensivo, aunque esto no sea cierto, ese subregistro, clasificación
y determinaciones tendrán el efecto de no reforzar la carrera
criminal, y eso contribuirá a que las afirmaciones policiales
terminen por ser ciertas.”
El
caldo de cultivo de todo tipo de pandillas: legales e ilegales
Intuitivamente sabemos
que la existencia y manifestaciones de las pandillas juveniles, para
ser comprendidas en toda su significación, deben vincularse a la
precariedad laboral, al colapso del antiguo modelo de la seguridad
social y su transformación, al debilitamiento de muchas
instituciones, a la deslegitimación del aparato de justicia por su
puesta al servicio de intereses privados y a la transnacionalización
de las élites, todo lo cual cuaja en una crisis de la hegemonía de
los organismos que administran el orden social.
Todas estas
transformaciones han generado y diseminado mecanismos de inseguridad
ciudadana más contundentes y cotidianos que los anatematizados por el
sistema penal y los medios de comunicación. La existencia de partidos
políticos dominados por una red clientelista que controla el gobierno
y mantiene vínculos indisolubles con el sector privado, su manipulación
de las instituciones democráticas y la permanencia de las pandillas
de políticos nepotistas y corruptos como una forma legítima de
capital social en la economía política de Nicaragua y de Centroamérica
hacen de la corrupción un sistema duradero con múltiples lazos en la
política y la cultura.
El sistema de corrupción
institucionalizado hunde sus raíces en concepciones que deslegitiman
el aparato judicial y el poder normativo del Estado, diseminando una
amplia aceptación de la impunidad y de lo ilegal permisible. La erosión
de la legitimidad estatal -expresada por Reguillo como agotamiento de
un modelo legal- es un caldo de cultivo idóneo para todo tipo de
conductas trasgresoras, unas muy penalizadas, otras inmunes a la
criminalización debido al estatus de quienes las adoptan. Como
sostienen dos expertos en sistemas judiciales -el chileno Mauricio
Duce y el venezolano Rogelio Pérez Perdomo- se asume que las
personas procesadas por el sistema penal son peligrosas para la
sociedad, a menos que sus conexiones sociales demuestren lo contrario.
¿Qué
hacer?: políticas para la policía y la sociedad
Más allá o más acá de
la intuición, el análisis comparativo de los datos presentados
destaca la influencia de ciertos factores: las migraciones, la
disponibilidad de armas, el crimen organizado y los operativos y
discursos policiales. No se trata de que en Nicaragua los jóvenes,
por el hecho de ser aparentemente menos violentos y no participar en
las Maras 13 y 18 se encuentren en una situación mejor con respecto
al resto de países centroamericanos. No hemos pasado revista a muchos
indicadores de la situación de los jóvenes, como la tasa de
suicidios -la violencia ejercida contra sí mismos-, el consumo de
alcohol y drogas ilegales y la violencia sexual. Sin embargo, sobre la
base del contraste encontrado en algunos condicionantes de las
pandillas de Nicaragua y las maras de Guatemala, Honduras y El
Salvador, se pueden sugerir políticas. Teniendo también en cuenta,
por supuesto, que la pobreza -y, sobre todo, la desigualdad- y muchos
otros elementos juegan un papel en la violencia juvenil.
En primer lugar, el
control de las armas y la reducción de su posesión y uso deben ser
una prioridad de los aparatos policiales. Este buen propósito
tropieza con el hecho de que en Nicaragua -quizás también en otros
países de la región- hay estrechos vínculos entre la Policía
Nacional y las casas comercializadoras de armas y municiones. Así, la
venta de armas seguirá siendo un negocio muy lucrativo. Lo que puede
cambiar es la legislación con respecto a su posesión y uso y la
prohibición de nexos entre miembros o ex-miembros de la policía, el
ejército y el mercado de armas.
En segundo lugar, las
policías centroamericanas deben adoptar prácticas y discursos no
criminalizadores de los jóvenes y adolescentes, y apegarse más a lo
establecido en los Códigos de la Niñez y Adolescencia y en la
legislación de Naciones Unidas en la que se inspiran.
En tercer lugar, el vínculo
entre maras y pandillas no debe conducir a criminalizar a las
migraciones o a los deportados. En todo caso, habría que criminalizar
las deportaciones. Los problemas de adaptación están en la raíz del
problema, y requieren un tratamiento en los países de destino de los
migrantes. La lucha contra las deportaciones debe continuar, pero si
las deportaciones continúan, la reinserción de los deportados en sus
países de origen debe ser más benigna y objeto de una política
activa.
¿Sálvese
quien pueda pagar?
Hace falta más
investigación y voluntad política para reducir las desigualdades
sociales y para trabajar sobre todas estas áreas. Y hace falta, sobre
todo, salvar a la sociedad en su conjunto, y no con operaciones de
salvamento individuales manifiestas actualmente en la privatización
de la seguridad ciudadana de Nicaragua.
En 2005, Nicaragua disponía
de 8,360 policías. Ya desde el año 2000, 47 compañías de seguridad
privada operaban en el país y empleaban a 6,536 agentes. En 2005,
llegaron a ser 67 empresas de seguridad privada que cubren 4,153
objetivos con 9,329 guardas y 6,805 armas. Sólo en Managua, los 8,217
guardas de estas empresas se acercan al número nacional de policías.
A esos guardas se suman 5 mil vigilantes de calle que operan de forma
independiente.
Hace falta otro
tratamiento radical ante la delincuencia y la violencia, que no se
vaya por las ramas, que terminarán desgajándose. Hace falta una
estrategia integral. Si seguimos así vamos en camino a la atomización,
a la disolución de los lazos sociales, al “sálvese quien pueda…
pagar por su seguridad”.
[1].-
Investigador de Nitlapán-UCA (Universidad Centroamericana).
Miembro del Consejo editorial de Envío.
|