“Fumigo,
luego existo”
Por
Álvaro Sierra
Revista Cambio, 18/12/06
Bogotá.– La decisión
del Gobierno colombiano de reanudar la fumigación aérea en la franja
fronteriza de 10 kilómetros donde, a pedido de Ecuador, se dejó de
asperjar glifosato un año atrás, encierra tres graves problemas: se
fundamenta en una alternativa falaz, servirá menos para erradicar la
coca que para echar al traste las relaciones con un vecino clave, y
revela cuán necesitado está este Gobierno de una política exterior
algo más sutil que los consejos de la DEA.
El razonamiento
oficial es cartesiano: cogito, suspendimos la fumigación y la
frontera se llenó de 10.000 hectáreas de coca, con plantas de dos
metros de altura; ergo, hay que volver a fumigar. Aún
concediendo que semejante bosque crezca en un año, el problema no está
en la coca sino en que el Gobierno colombiano no controla la zona
fronteriza. Ergo, la solución no es regar glifosato sino controlar el
territorio.
En esa medida, la
decisión de fumigar es una confesión de impotencia. Ecuador tiene
varios miles de soldados estacionados en su lado de la frontera y allí
casi no hay coca. Por el lado colombiano, no hay bases fijas por temor
a ataques como los de Iscuandé (Nariño, el 1° de febrero de 2005) y
Teteyé (Putumayo, el 25 de junio siguiente). Pese al Plan Patriota y
la seguridad democrática, en esas zonas viven –y siembran–,
orondas, las FARC. Y, como la soberanía es tan fugaz como el paso de
las lanchas Piraña de la Armada por los ríos San Miguel y Mira,
Bogotá se ha ingeniado una manera verdaderamente curiosa de
ejercerla: en avioneta.
Sobre esa idea
fallida está montada una segunda: que fumigar sirve contra el narcotráfico,
cuando, en realidad, no solo está probado que no, sino que, en esa
zona, tiene el ingrediente de ser una franca provocación contra el
vecino. En el mejor de los casos, el Gobierno simplemente debería ir
pensando cuál va a ser el próximo lugar al que se desplazarán
sembrados, raspachines y laboratorios, porque fumigar no los acaba
sino que, simplemente, los cambia de sitio. Y debe ir preparándose
para el lío internacional que su miopía erradicadora va a armar con
Ecuador, en donde la fumigación sí que es un problema de seguridad y
orgullo nacionales (y donde 500.000 colombianos pueden ser objeto de
toda clase de represalias, como lo insinuó el canciller Francisco
Carrión).
Lo que se está
haciendo con Ecuador no es un acto de gobierno; es un irrespeto. Y un
error.
Colombia debe
entender que es el único país del mundo que permite fumigar su
territorio (a Estados Unidos, el único otro partidario de la idea,
jamás se le ocurriría aplicarla en su suelo), y que salpicar el
vecindario de glifosato puede resultar moral y políticamente costoso.
A nuestros furibundos
fumigadores hay que preguntarles: ¿están dispuestos a llegar a la
ruptura de las relaciones con Ecuador por cuenta de la fumigación?
Porque ofrecer semejante regalo al nuevo presidente, Rafael Correa, un
mes antes de su posesión y a unos días de su visita a Colombia, es,
además de un irrespeto, la garantía de que, si tenía dudas de
aliarse con Chávez, ahora no le quede ni una.
El ABC de la
diplomacia indica que las relaciones con los vecinos son vitales.
Ecuador ha sido históricamente una nación muy cercana. Que, por
cuenta de la obsesión por un método fracasado de erradicación de
cultivos ilícitos, el Gobierno colombiano parezca dispuesto a tirarse
las relaciones mutuas, es lo verdaderamente grave de esta historia: la
política exterior no se puede subordinar a una flotilla de avionetas.
Es como si en las
altas esferas del poder en Colombia el entusiasmo por la aspersión aérea
se hubiera desarrollado al punto de reformar el célebre aforismo de
Descartes. 'Fumigo, luego existo': a eso equivale reducir la política
exterior con Ecuador a un chorro de glifosato.
A todas estas: ¿los
gringos, tan calladitos, no tendrán nada que ver en el asunto?
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