Estrategias socialistas en América Latina
Por
Claudio Katz
Enviado por el autor, 15/01/07
Resumen:
Los caminos al socialismo vuelven a discutirse en la
izquierda latinoamericana. La correlación de fuerzas ha cambiado por
la acción popular, la crisis del neoliberalismo y la pérdida de
capacidad ofensiva del imperialismo norteamericano. Ya no es válido
oponer un período político revolucionario del pasado con otro
conservador de la actualidad. La debilidad social de la clase obrera
industrial no impide un avance anticapitalista, que depende de la
confluencia de los explotados con los oprimidos en una lucha común.
Lo esencial es el nivel de conciencia popular.
Se han forjado nuevas convicciones antiliberales y antiimperialistas,
pero falta un eslabón anticapitalista que podría nutrirse del debate
abierto en torno al socialismo del siglo XXI.
El marco constitucional que sustituyó a las dictaduras no
impide el desarrollo de la izquierda, pero debe evitarse la adaptación
institucional sin dar la espalda a la intervención electoral. Se
puede compatibilizar esta participación con la promoción del poder
popular.
Los movimientos y los partidos cumplen una función
complementaria, ya que la lucha social no es autosuficiente y la
organización partidaria es necesaria. Pero resulta indispensable
evitar la autoproclamación sectaria e inscribir la obtención de
mejoras inmediatas en un horizonte revolucionario. Este norte ordena
toda la estrategia socialista.
Después de varios años de silencio la discusión estratégica
resurge en la izquierda latinoamericana. Nuevamente se analizan
caracterizaciones y cursos de acción para avanzar hacia el objetivo
socialista. Esta reflexión incluye seis grandes temas: condiciones
materiales, relaciones de fuerza, sujetos sociales, conciencia
popular, marcos institucionales y organización de los oprimidos.
Madurez de las fuerzas productivas
El primer debate retoma una controversia clásica. ¿Han
madurado las fuerzas productivas en América Latina para iniciar una
transformación anticapitalista? ¿Son suficientes los recursos, las
tecnologías y las calificaciones existentes para inaugurar un proceso
socialista?
Los países de la región están menos preparados- pero más
urgidos que las naciones desarrolladas- para encarar este cambio.
Soportan desastres alimenticios, educativos y sanitarios más intensos
que las economías avanzadas, pero cuentan con premisas materiales más
endebles para resolver estos problemas. Esta contradicción es
consecuencia del carácter periférico de América Latina y de su
consiguiente atraso agrario, industrialización fragmentaria y
dependencia financiera.
En la izquierda existen dos respuestas tradicionales frente
a esta disyuntiva: promover una etapa de capitalismo progresista o
iniciar una transición socialista adaptada a las insuficiencias
regionales. En un texto reciente hemos expuesto varios argumentos a
favor de esta segunda opción.
Pero otro debate igualmente relevante gira en torno a la
oportunidad de este curso. Al cabo de un traumático período de
depresión productiva y desmoronamiento bancario, América Latina
transita por una fase de crecimiento, auge de las exportaciones y
recomposición del beneficio empresario. Se podría objetar que en
estas condiciones, no se avizora ningún colapso que justifique la
transformación anticapitalista.
Pero la opción socialista no es un programa keynesiano
para remontar las coyunturas recesivas. Es una plataforma para superar
la explotación y la desigualdad que caracterizan al capitalismo.
Busca desterrar la pobreza y el desempleo, erradicar los desastres
ambientales, poner fin a las pesadillas bélicas y terminar con los
cataclismos financieros que enriquecen a un minúsculo porcentaje de
millonarios a costa de millones de individuos.
Esta polarización se verifica en la actual coyuntura
latinoamericana. El aumento de las ganancias y el consumo de los
sectores acomodados contrastan con índices aterradores de miseria.
Estos infortunios que justifican la batalla por el socialismo se
tornan más visibles en los picos de un descalabro. Pero las
situaciones de colapso no constituyen el único momento apto para
erradicar el sistema. El giro anticapitalista es una opción abierta
para toda una época y puede iniciarse en distintas momentos del ciclo
económico. La experiencia del siglo XX confirma esta factibilidad.
Ninguna revolución socialista coincidió con el cenit de
una crisis financiera. En la mayoría de los casos irrumpió como
consecuencia de la guerra, la ocupación colonial o la opresión
dictatorial. En contextos de este tipo los bolcheviques tomaron el
poder, Mao se impuso en China, Tito venció en Yugoslavia, los
vietnamitas expulsaron a Estados Unidos y triunfó la revolución
cubana. Gran parte de estas victorias se consumaron en pleno boom de
posguerra, es decir durante una etapa de intenso crecimiento
capitalista. Ningún automatismo encadena, por lo tanto, el debut del
socialismo a un colapso productivo. Las penurias que genera el
capitalismo son suficientes para propugnar la reversión de este
sistema, en cualquier fase de sus fluctuaciones periódicas.
Solo los teóricos del catastrofismo observan un vínculo
indisociable entre socialismo y desmoronamiento bancario. Esta conexión
forma parte de su retrato habitual del capitalismo, como un régimen
que siempre opera al borde de un derrumbe terminal. A la espera de
este desplome identifican cualquier desajuste bancario con una depresión
global y confunden un simple reflujo bursátil con el crack general.
Estas exageraciones ignoran el funcionamiento básico del sistema que
se pretende erradicar y no permiten abordar ningún problema de la
transición socialista
Globalización y pequeños paises
Una objeción al inicio de procesos socialistas resalta los
impedimentos creados por la globalización. Plantea que la
internacionalización actual del capital torna impracticable un desafío
anticapitalista en América Latina.
¿Pero dónde radica exactamente el obstáculo? La
mundialización no constituye una barrera para el proyecto socialista
que tiene alcance universal. El desborde de las fronteras extiende los
desequilibrios del capitalismo y crea mayores basamentos objetivos
para superar este régimen.
Sólo quiénes conciben la construcción del socialismo
como una “competencia entre dos sistemas” pueden observar a la
mundialización como una gran adversidad. Esta visión es un resabio
de la teoría del “campo socialista” que pregonaban los
partidarios del modelo vigente en la ex URSS. Apostaban a doblegar al
enemigo por medio de sucesivos éxitos económicos y logros geopolíticos,
olvidando que no se puede vencer al capitalismo en su propio terreno
de concurrencia.
Especialmente las economías periféricas -o menos
industrializadas- nunca podrán triunfar en una concurrencia con
potencias imperialistas, que desde hace siglos controlan el mercado
mundial. El éxito socialista requiere una secuencia continuada de
procesos que socaven al capitalismo global. Edificar el socialismo en
un solo país (o un solo bloque) es una ilusión, que reiteradamente
condujo a subordinar las posibilidades de transformación
revolucionaria a una rivalidad diplomática entre dos bloques de
naciones.
La presentación de la globalización como una etapa que
bloquea la gestación de otros modelos es tributaria de la visión
neoliberal, que proclamó la inexistencia de alternativas al curso
derechista. Pero si se acepta esta premisa se debe desechar también
cualquier esquema de capitalismo regulado o keyenesiano. Es
incongruente afirmar que el totalitarismo de la globalización ha
sepultado al proyecto anticapitalista, pero tolera modalidades
intervencionistas de acumulación. Si se ha cerrado la primera opción,
tampoco quedan resquicios para los ensayos neo-desarrollistas.
Pero como en realidad la globalización no es el fin de la
historia, todas las alternativas permanecen abiertas. Solo comenzó
nuevo período de acumulación, sostenido en la recomposición de la
tasa de ganancia, que solventan los oprimidos de todos los países.
Este soporte regresivo actualiza la necesidad del socialismo, como única
respuesta popular a la nueva etapa. Solo esta salida permitiría
remediar los desajustes creados por la expansión global del capital
en el marco actual de especulación financiera y polarización
imperialista.
Muchos teóricos reconocen la viabilidad mundial de la opción
socialista, pero cuestionan su factibilidad en los pequeños países
latinoamericanos. Estiman que este inicio debería ser pospuesto -por
ejemplo en Bolivia- unos 30 o 50 años, para permitir la formación
previa de un “capitalismo andino-amazónico”.
¿Pero por qué 30 años y no 10 o 150? En el pasado, estas
temporalidades estaban asociadas con cálculos de surgimiento de las
burguesías nacionales encargadas de cumplimentar la etapa pre-socialista.
Pero en la actualidad, es evidente que los impedimentos para gestar un
esquema capitalista competitivo en países como Bolivia son por lo
menos tan grandes, como los obstáculos para iniciar transformaciones
socialistas. Basta imaginar las concesiones que demandarían las
grandes corporaciones extranjeras para participar en este proyecto y
los conflictos que generarían estos compromisos con las mayorías
populares.
La dificultad es aún mayor si se concibe al “capitalismo
andino-amazónico” como un modelo compatible con la reconstrucción
de las comunidades indígenas.
En cualquier esquema motorizado por la competencia mercantil perdurarían
los atropellos contra estas colectividades. El paso al socialismo en
países tan periféricos como Bolivia es complejo, pero posible y
conveniente. Requiere promover una transición con programas y
alianzas afines en otros países de América Latina.
¿Cuál es la correlación de fuerzas?
La preeminencia de relaciones de fuerza favorables a los
oprimidos es una condición del cambio socialista. La mayoría popular
no puede prevalecer sobre sus antagonistas si afronta un balance de
poder muy negativo. ¿Pero cómo se evalúa este parámetro?
La correlación de fuerzas está determinada en América
Latina por las posiciones conquistadas, amenazadas o perdidas por tres
sectores: las clases capitalistas locales, la masa de oprimidos y el
imperialismo norteamericano. Durante los 90 se consumó a escala
global una ofensiva global del capital sobre el trabajo que perdió
fuerza en los últimos años, pero legó un clima adverso para los
asalariados a escala internacional. En Latinoamérica se verifican sin
embargo varias peculiaridades.
Los capitalistas participaron activamente de la arremetida
neoliberal, pero terminaron padeciendo varias consecuencias
colaterales de ese proceso. Perdieron posiciones competitivas con la
apertura comercial y resignaron defensas frente a sus concurrentes
externos con la desnacionalización del aparato productivo. Las crisis
financieras vapulearon, además, al establishment y redujeron su
presencia política directa. Por eso la derecha ha quedado en minoría
y los gobiernos centroizquierdistas reemplazaron a muchos
conservadores en el manejo del estado (especialmente en el Cono Sur).
Las elites capitalistas ya no fijan impunemente la agenda de toda la
región. Han quedado afectadas por una crisis del neoliberalismo que
puede derivar en la declinación estructural de este proyecto.
La relación de fuerzas regional también ha sido
modificada por grandes sublevaciones populares, que en Sudamérica
precipitaron la caída de varios mandatarios. Los levantamientos en
Bolivia, Ecuador, Argentina o Venezuela han repercutido directamente
sobre el conjunto de las clases dominantes. Desafiaron la agresividad
patronal e impusieron en muchos países cierta contemporización con
las masas.
El impulso combativo es muy desigual. En ciertas naciones
es visible el protagonismo popular ((Bolivia, Venezuela, Argentina,
Ecuador), pero en otras prevalece un reflujo derivado de la decepción
(Brasil, Uruguay). Lo novedoso es el despertar de luchas gremiales y
estudiantiles en países que encabezaban el ranking neoliberal (Chile)
y en naciones agobiadas por atropellos sociales y hemorragias de
emigrantes (México). La correlación de fuerzas es muy variada en América
Latina, pero se afirma en toda la zona una tónica general de
iniciativas populares.
Al comienzo de los 90 el imperialismo norteamericano estaba
lanzado a la recolonización política de su patio trasero a través
del librecomercio y la instalación de bases militares. También este
panorama cambió. La versión original del ALCA fracasó por los
conflictos entre firmas globalizadas y corporaciones dependientes de
los mercados internos, por choques entre exportadores e industriales y
por el extendido rechazo popular. La contraofensiva de tratados
bilaterales que ha lanzado el Departamento de Estado no compensa este
retroceso.
El aislamiento internacional de Bush (desplome electoral
republicano, fracaso en Irak, pérdida de aliados en Europa) le ha
quitado espacio al unilateralismo e incentivó el resurgimiento de
bloques geopolíticos adversos a Estados Unidos (como los No
Alineados). Este repliegue norteamericano se refleja nítidamente en
la ausencia de respuestas militares al desafío de Venezuela.
La correlación de fuerzas ha registrado, por lo tanto,
varios cambios significativos en América Latina. Las clases
dominantes ya no cuentan con la brújula estratégica neoliberal, el
movimiento popular recuperó presencia callejera y el imperialismo
norteamericano perdió capacidad de intervención.
El nuevo período
Los cambios en la dominación por arriba, en la
beligerancia por abajo y en el comportamiento del gendarme externo
obligan a revisar un diagnóstico tradicional de varios teóricos de
la izquierda. Esta caracterización tendía a remarcar las
dificultades que enfrenta la batalla por el socialismo a partir de un
contraste entre dos etapas: el período favorable que inició la
revolución cubana (1959) y la fase desfavorable que inauguró la caída
de la URSS (1989-91). El primer ciclo -revolucionario y
antiimperialista- era confrontado con la segunda fase de regresión
conservadora.
¿Es válido este esquema en la actualidad?
El clima político que se respira en muchos países contraría
intuitivamente esta visión en los tres planos de la correlación de
fuerzas. En primer lugar, los capitalistas locales han perdido la
confianza agresiva que detentaban en la década pasada. A diferencia
de los años 70 ya no pueden recurrir al salvajismo dictatorial. Se
han quedado sin el instrumento golpista para sortear las crisis y
aplastar con asesinatos masivos la rebeldía popular. En varios países
persiste el terrorismo de estado (no solo Colombia, sino también en
forma selectiva actualmente en México), pero en general el
establishment debe aceptar un marco de restricciones institucionales
que ignoraba en el pasado. Esta limitación constituye una conquista
popular que opera a favor de los explotados en el balance de fuerzas.
En segundo término la intensidad de las luchas sociales
–mensuradas en su magnitud e impacto político inmediato- tiene
muchos puntos en común con las resistencias de los años 60 o 70. Las
sublevaciones registradas en Ecuador, Bolivia o Argentina y las gestas
estudiantiles o rebeliones comunales en toda la zona son comparables
con los grandes levantamientos de la generación pasada.
En tercer lugar son muy visibles las dificultades de
intervención que enfrenta el imperialismo. Mientras que en los años
80 Reagan libraba una guerra contrarrevolucionara abierta en Centroamérica,
Bush ha debido restringir sus operativos en la región.
El análisis de la correlación de fuerzas debe tomar en
cuenta estos tres procesos y evitar una mirada que solo preste atención
al contexto por arriba (relaciones entre potencias), omitiendo lo que
sucede por abajo (antagonismos sociales). Este problema afecta al
enfoque tradicional de las dos etapas, que divorcia en forma tajante
la historia regional en función del colapso de la URSS. Partiendo de
esta divisoria las posibilidades socialistas del primer período son
idealizadas y las potencialidades anticapitalistas del segundo quedan
minimizadas.
La existencia o desaparición de la URSS constituye un
elemento del análisis que no define la correlación de fuerzas.
Conviene recordar que una burocracia hostil al socialismo comandaba a
este régimen, mucho antes de su reconversión en clase capitalista.
Libraba un choque con Estados Unidos en el ajedrez internacional y
solo contemporizaba con los movimientos antiimperialistas en función
de sus intereses geopolíticos. Por eso no era un motor del proyecto
anticapitalista. Las diferencias con los años 70 existen y son
significativas, pero no se ubican en la correlación de fuerzas.
Diversidad de sujetos
Los actores de una transformación socialista son las víctimas
de la dominación capitalista, pero los sujetos específicos de este
proceso en América Latina son muy diversos. En algunas regiones las
comunidades indígenas han ocupado un lugar dirigente en las
rebeliones (Ecuador, Bolivia, México) y en otras zonas los campesinos
lideraron la resistencia (Brasil, Perú, Paraguay). En ciertos países
los protagonistas han sido asalariados urbanos (Argentina, Uruguay) o
precarizados (Caribe, Centroamérica). También es llamativo el nuevo
rol de las comunidades indígenas y el papel menos gravitante de los
sindicatos fabriles. Esta multiplicidad de sectores refleja la
estructura social diferenciada y las peculiaridades políticas de cada
país.
Pero esta diversidad también confirma la variedad de
participantes de una transformación socialista. Como el desarrollo
del capitalismo expande la explotación del trabajo asalariado y las
formas colaterales de opresión, los actores potenciales de un proceso
socialista son todos los explotados y oprimidos. Les cabe este rol no
solo a los asalariados que generan directamente el beneficio patronal,
sino a todas las víctimas de la desigualdad capitalista. Lo esencial
es la convergencia de estos sectores en una batalla común en torno a
focos muy cambiantes de rebeldía. La victoria depende de esta acción
contra un enemigo que domina dividiendo al campo popular.
En esta lucha ciertos segmentos de los asalariados tienden
a jugar un rol más gravitante por el lugar que ocupan en ramas
vitales de la economía (minería, fábricas, bancos). Los
capitalistas lucran con las privaciones de todos los desposeídos,
pero sus ganancias dependen específicamente del esfuerzo laboral
directo de los explotados.
Esta centralidad se verifica en la actual la coyuntura de
reactivación económica que tiende a recrear la significación de los
asalariados. En Argentina las organizaciones sindicales recuperan
preeminencia callejera, en comparación al papel cumplido por los
desempleados y la clase media durante la crisis del 2001. En Chile las
huelgas de los mineros ganan protagonismo, en México se afianza el
rol de ciertos sindicatos y en Venezuela persiste la gravitación
exhibida por los petroleros durante su batalla contra el golpismo.
¿Sujeto ausente?
Algunos teóricos estiman que actualmente “no existe un
sujeto para encarar el socialismo” en América Latina.
Pero no definen con claridad cuál es el conglomerado ausente. La
respuesta implícita es la debilidad de la clase obrera regional, que
representa una fracción reducida de la población como consecuencia
del subdesarrollo capitalista. Esta visión plantea posponer la
concreción del socialismo hasta que surja un proletariado más
numeroso y extendido.
Pero el desarrollo del capitalismo contemporáneo es sinónimo
de alta productividad, cambio tecnológico y consiguiente ampliación
de la precarización o el desempleo. Esta evolución pone en tela de
juicio la tradicional asociación entre acumulación creciente y
engrosamiento masivo de la clase obrera industrial. Si la desocupación
y la informalidad imposibilitan por ahora la batalla por el
socialismo, también lo impedirán en el futuro. Es evidente que ambos
flagelos continuarán reforzando el ejército de los desempleados y la
segmentación de los asalariados.
Conviene además tener presente, que nunca existió un
proletariado enteramente uniforme y homogéneo y que la actual expansión
de la informalidad es un motivo adicional para propiciar el
socialismo. Los actores necesarios para iniciar esta transformación
están ampliamente presentes en América Latina.
Es cierto que la clase obrera no ofrece el perfil ideal
para este cambio, pero tampoco la burguesía detenta el formato
perfecto para un desenvolvimiento capitalista. Por eso los
neo-desarrollistas discuten intensamente cuál es el grado de
existencia de este sector patronal nacional y cualquiera sea su
conclusión nunca desechan el capitalismo. En cambio las limitaciones
cuantitativas de la clase obrera constituyen para algunos teóricos de
la izquierda, una razón para postular la dilación del socialismo.
Esta diferencia de actitud es aleccionadora. Mientras que
las clases dominantes exhiben enorme flexibilidad para afrontar
adversidades con distintos remedios (por ejemplo, una intervención más
activa del estado), la respuesta de algunos socialistas es timorata.
Solo ven obstáculos para el proyecto popular cuándo sus oponentes
ensayan un modelo tras otro de capitalismo.
Con miradas idealizadas de la clase obrera industrial -como
único artífice del socialismo- siempre habrá dificultades para
concebir un planteo anticapitalista en la periferia. Pero si se
abandona esa estrecha concepción, no existe ninguna razón para
cuestionar en términos de carencias clasistas la viabilidad de este
proyecto.
La socialización de las tradiciones de lucha es más
importante para un proceso anticapitalista que la jerarquía de los
sujetos participantes. Si las experiencias de resistencia son
compartidas, la potencialidad de un cambio revolucionario se
acrecienta. Un ejemplo de este intercambio fue la conversión de los
ex obreros de Argentina en militantes de un gran movimiento de
desocupados. Otro caso fue la transformación de los ex mineros de
Bolivia en organizadores de los trabajadores informales.
El cambio de status (explotados a oprimidos y viceversa) no
introduce transformaciones significativas, si persiste el nivel de
beligerancia y se reciclan las trayectorias de la acción popular.
Este segundo aspecto es más relevante para el proyecto socialista que
las mutaciones en la configuración social. Por eso el análisis
sociológico no debe reemplazar la caracterización política de un
proceso revolucionario.
El cuestionamiento del socialismo por ausencia de sujetos
ha sido formulado con argumentos muy variados. En algunas naciones
pequeñas como Bolivia, esta objeción remarca que el proletariado es
demográficamente escaso, ha sufrido severas derrotas desde la
privatización de la minería y su peso decreció frente a la
agricultura familiar.
Pero todas las revoluciones anticapitalistas del siglo XX
se consumaron en naciones atrasadas con segmentos obreros
minoritarios. Las derrotas que sufrieron los mineros del Altiplano han
quedado ampliamente contrabalanceadas por la sucesión de rebeliones
populares y las comunidades agrarias son aliadas potenciales y no
adversarios del cambio socialista.
El problema del sujeto ausente tiende a generar debates estériles.
Encontrar caminos para garantizar la unidad de los oprimidos y
explotados es mucho más importante que dirimir cuál de ellos tendría
mayor protagonismo en un salto al socialismo.
Problemas de la conciencia popular
La erradicación del capitalismo es un proyecto enteramente
dependiente del nivel de conciencia de los oprimidos. Sólo estas
convicciones pueden encaminar un proceso de lucha hacia el socialismo.
La visión primitiva de esta transformación como un
devenir inevitable de la historia ha perdido consenso intelectual y
atracción política. No existe ningún patrón de evolución histórica
de este tipo. El socialismo constituirá una creación voluntaria de
las grandes mayorías o no surgirá nunca. Lo ocurrido bajo el
“socialismo real” ilustra cuán nefasto es sustituir la decisión
popular por el paternalismo de los funcionarios.
Pero la conciencia de los oprimidos es una esfera sujeta a
fuertes mutaciones. Dos fuerzas opuestas influyen en su desarrollo:
los aprendizajes que asimilan los explotados en su resistencia contra
el capital y el desánimo que genera el agobio laboral, la angustia
por la supervivencia y la alienación cotidiana.
La inclinación de los asalariados a cuestionar o aceptar
el orden vigente deriva del cambiante resultado de este conflicto. En
ciertas circunstancias predomina la visión crítica y en otros
momentos prevalece la resignación. Estas actitudes dependen de muchos
factores y se reflejan en percepciones generacionales muy distintas
del capitalismo. El grueso de la juventud contemporánea se crió, por
ejemplo, sin las expectativas de mejora laboral o educativa que
prevalecieron en la posguerra y observando a la exclusión, el
desempleo o la desigualdad como patrones normales de funcionamiento
del sistema. Esta mirada del orden vigente no impidió a la nueva
generación latinoamericana retomar la belicosidad de sus antecesores.
La imagen predominante del capitalismo influye sobre la
conciencia socialista, pero no determina su consistencia. En este
terreno lo esencial son las conclusiones extraídas de la lucha de
clases y el impacto creado por grandes revoluciones en otros países.
Estos hitos determinan la vigencia de ciertos “grados medios de
conciencia socialista”, que se traducen en niveles de mayor
entusiasmo o decepción hacia el proyecto anticapitalista. Las
victorias logradas en Rusia, China, Yugoslavia, Vietnam o Cuba
favorecieron por ejemplo una percepción socialista positiva, que no
fue disipada por las numerosas derrotas que también se registraron en
esos períodos.
La actual generación latinoamericana no creció como sus
padres en un contexto signado por triunfos revolucionarios. Esta
ausencia de un referente anticapitalista exitoso -próximo a sus
vivencias inmediatas- explica su mayor distanciamiento espontáneo
hacia el proyecto socialista.
Las grandes diferencias entre el período actual y la etapa
de 1960-80 se ubican más en este plano de conciencia política, que
en el terreno de las relaciones de fuerza o en el cambio de los
sujetos populares. No es la intensidad de los conflictos sociales, la
disposición de lucha de los oprimidos o la capacidad de control de
los opresores lo que ha cambiado sustancialmente, sino la visibilidad
y confianza en un modelo socialista.
Rupturas y continuidades
El derrumbe de la URSS provocó una crisis de credibilidad
internacional en el proyecto socialista que ha condicionado la acción
de la izquierda. América Latina no fue la excepción a este efecto,
pero algunos teóricos exageran su incidencia y tienden a suponer que
la perspectiva socialista quedó clausurada por un largo período. En
esta visión se apoya la distinción categórica entre un período
revolucionario (hasta 1989) y otro conservador (desde esa fecha en
adelante).
Esta separación olvida que la izquierda latinoamericana
había tomado distancia del modelo soviético antes del colapso del
“campo socialista”. El desánimo de los años 90 obedeció más a
la herencia dejada por las dictaduras, al fracaso del Sandinismo o el
bloqueo sufrido por la insurgencia centroamericana. En este plano
ejerció además un importante contrapeso la subsistencia de la
revolución cubana.
En cualquier caso es evidente que el clima de decepción ha
quedado sustituido por un impulso a reconstruir el programa
emancipatorio. Este empuje se verifica en la actitud pro-socialista de
varios movimientos populares. El gran interrogante a develar en la
actualidad es el grado de asimilación de este proyecto por parte de
las nuevas generaciones que encabezaron las rebeliones de la última década.
El avance de la conciencia antiliberal entre estos sectores
se comprueba en su contundente rechazo a las privatizaciones y
desregulaciones (muy superior al observado en otras regiones, como
Europa Oriental). También se verifica el renacimiento de una
conciencia antiimperialista, sin los componentes regresivos en el
plano étnico o religioso que prevalecen en el mundo árabe. En América
Latina se ha creado un marco propicio para renovar del pensamiento de
izquierda porque no se registraron las fracturas con esta tradición
que se observan en varios países de Europa Occidental.
Pero el nexo anticapitalista es el gran eslabón faltante
en la región y esta carencia ha frenado hasta ahora la radicalización
de la conciencia popular. En este terreno el debate abierto en torno
al socialismo del siglo XXI puede cumplir un papel decisivo.
El marco constitucional
La izquierda latinoamericana enfrenta un problema estratégico
relativamente novedoso: la generalización de regímenes
constitucionales. Por primera vez en la historia de la región, las
clases dominantes gestionan sus gobiernos a través de instituciones
no dictatoriales, en casi todos los países y al cabo de un período
significativo. Ni siquiera los colapsos económicos, los
desmoronamientos políticos o las insurrecciones populares modificaron
este patrón de administración.
El retorno de los militares es una carta mayoritariamente
desechada por las elites del hemisferio. En las situaciones más críticas
los presidentes son reemplazados por otros mandatarios con algún
interregno cívico-militar, pero esta sustitución no deriva en la
reinstalación de dictaduras para lidiar con la disgregación por
arriba o la rebelión por abajo.
En su gran mayoría los regimenes actuales son plutocracias
al servicio de los capitalistas completamente alejadas de la
democracia real. Las instituciones de estos sistemas han servido para
consumar atropellos sociales que muchas dictaduras ni siquiera se
atrevieron a insinuar. Estas agresiones le quitaron legitimidad al
sistema, pero no condujeron a un rechazo popular al régimen
constitucional semejante al padecido por las viejas tiranías.
Este cambio en la norma de dominación capitalista tiene
efectos contradictorios sobre la acción de la izquierda
latinoamericana. Por un lado, amplía las posibilidades de acción en
un contexto de libertades públicas. Por otra parte impone un marco
signado la confianza de los capitalistas en las instituciones de su
sistema.
Un régimen que recorta y al mismo tiempo consolida el
poder de los opresores representa un gran desafío para la izquierda,
especialmente cuando esta estructura es mayoritariamente percibida
como el mecanismo natural de funcionamiento de cualquier sociedad
moderna.
Esta última creencia es fomentada por la derecha –que ha
captado la conveniencia de desenvolver su acción dentro del contexto
constitucional- y por la centro-izquierda, que preserva el status quo
con simulaciones progresistas. Ambas vertientes fogonean falsas
polarizaciones electorales para enmascarar la simple alternancia de
figuras en el manejo del poder.
El ejemplo actual de esta complementariedad es la
“izquierda moderna y civilizada” que llegó al gobierno con Lula,
Tabaré o Bachelet para perpetuar la supremacía de los capitalistas.
Pero otras situaciones son más problemáticas, porque se quebró la
continuidad institucional con el fraude (México) o la dimisión
presidencial (Bolivia, Ecuador, Argentina).
En ciertos desenlaces estas convulsiones concluyeron con la
reconstrucción del orden burgués (Kirchner), pero en otros países
las crisis desembocaron en el imprevisto acceso al gobierno de
presidentes nacionalistas o reformistas, que son rechazados por el
establishment. Es el caso de Chávez, Morales y probablemente Correa.
Este resultado ha sido consecuencia del carácter no institucional que
inicialmente asumieron las crisis y las sublevaciones en estas
naciones.
En estos procesos el terreno electoral se ha perfilado como
un área de lucha contra la reacción y un punto de apoyo para encarar
transformaciones radicales. Esta conclusión es vital para la
izquierda. No hay que olvidar que por ejemplo en Venezuela, desde 1998
todos los comicios profundizaron la legitimidad del proceso
bolivariano y transfirieron a las urnas la derrota propinada a la
derecha en las calles. En la esfera electoral se complementaron las
victorias de la movilización.
Respuestas de la izquierda
El cuadro constitucional altera significativamente el
contexto de actividad de la izquierda que durante décadas confrontó
con tiranías militares. La batalla dentro del sistema actual no es
sencilla porque el institucionalismo renueva la dominación burguesa
con múltiples disfraces.
Esta plasticidad desconcertó inicialmente a una generación
de militantes preparada para luchar contra un enemigo dictatorial muy
brutal, pero poco sinuoso. Algunos activistas quedaron desmoralizados
por estas dificultades y terminaron aceptando las acusaciones de la
derecha. Comenzaron a flagelarse por su anterior “subestimación de
la democracia”, olvidando que las libertades públicas han sido un
logro de la resistencia popular (y no de la partidocracia burguesa cómplice
del autoritarismo).
El marco constitucional indujo a otros militantes a
proclamar el fin de la “utopía revolucionaria” y el inicio de una
nueva era de avance paulatino hacia un futuro post-capitalista.
Retomaron el esquema gradualista y propusieron iniciar el camino hacia
el socialismo a través de un consenso inicial con los opresores.
Convocaron a gestar por esta vía la hegemonía dirigente de los
trabajadores.
Pero la vasta experiencia social-demócrata ha probado la
falta de realismo de esta opción. Las clases dominantes no renuncian
al poder. Solo cooptan socios para recrear los pilares de una opresión,
que se asienta en la propiedad privada de los grandes bancos y
empresas. Jamás permitirán que este control sea corroído por el
peso político o cultural de sus antagonistas.
Por esta razón cualquier política que posponga
indefinidamente el propósito anticapitalista termina afianzando la
opresión. El socialismo requiere preparar y consumar rupturas
anticapitalistas. Si se olvida este principio la estrategia de la
izquierda carece de brújula.
Pero la confrontación con el constitucionalismo también
generó en los últimos años efectos positivos. Permitió por ejemplo
debatir en la izquierda la forma que adoptaría una democracia genuina
bajo el socialismo. Esta reflexión introdujo un cambio significativo
en la forma de concebir la perspectiva anticapitalista. En los años
70 la democracia era un tema omitido o apenas planteado por los críticos
de la burocracia soviética. En la actualidad casi nadie soslaya este
problema. El socialismo ha dejado de imaginarse como una prolongación
de la tiranía que regía en la URSS y comienza actualmente a
percibirse como un régimen de creciente participación, representación
y control popular.
Pero este futuro también depende de las respuestas
inmediatas al constitucionalismo. En la izquierda predominan dos
posturas: un enfoque propone ganar espacios dentro de la estructura
institucional y otro promueve organismos paralelos de poder popular.
El primer camino plantea avanzar en escalera desde el
terreno local al ámbito provincial para alcanzar posteriormente los
gobiernos nacionales. Reivindica las experiencias de administración
comunal que desde principios de los 90 ensayaron el PT brasileño y el
Frente Amplio de Uruguay. Reconoce las amargas concesiones otorgadas
al establishment durante estas gestiones (compromisos de negocios y
postergación de las mejoras sociales), pero interpreta que el balance
final es positivo.
Pero es innegable que este “socialismo municipal”
condujo a viejos luchadores a convertirse en hombres de confianza del
capital. Debutaron en las Intendencias con pruebas de hostilidad hacia
el movimiento social y terminaron gobernando para las clases
dominantes. Primero moderaron los programas, luego convocaron a la
responsabilidad y finalmente cambiaron de bando social.
El presupuesto participativo no contrarrestó esta involución.
Discutir como se distribuye un gasto local acotado por las
restricciones de la política neoliberal conduce a comprometer a la
ciudadanía con el auto-ajuste. La democracia participativa solo
despierta la conciencia radical de la población cuando resiste y
denuncia la tiranía del capital. Al renegar de este propósito se
transforma en un instrumento de preservación del orden vigente.
Existe una
estrategia opuesta al camino institucionalista que alienta la
movilización social y rechaza la participación electoral. Denuncia
la corrupción del PT o la pasividad del Frente Amplio y propicia el
surgimiento de opciones directas de poder popular. También cuestiona
las trampas electorales que condujeron en los países andinos a
encauzar la resistencia hacia los canales del sistema.
Esta visión omite la gravitación de la arena electoral y
minimiza las consecuencias negativas de abandonar este campo. La
ciudadanía, el sufragio, los derechos electorales no son sólo
instrumentos de manipulación burguesa. También son conquistas
populares logradas contra las dictaduras que en ciertas condiciones
permiten confrontar con la derecha. Si las elecciones fueran puras
trampas, no habrían podido cumplir el papel progresivo que han jugado
por ejemplo en Venezuela.
Es vital denunciar el carácter restringido que tienen los
derechos ciudadanos bajo un sistema social regulado por el beneficio.
Pero los avances democráticos deben ser profundizados y no
desvalorizados. Constituyen el basamento de un futuro régimen de
igualdad social que otorgará contenido sustancial a los mecanismos
formales de la democracia.
La intervención en el marco constitucional permite una
ejercitación de prácticas políticas necesaria para la futura
democracia socialista. Rechazar la intervención electoral es tan
pernicioso en el plano táctico (aislamiento), como en el terreno
estratégico (preparación de este porvenir socialista).
Frente al falso dilema de aceptar o ignorar las reglas del
constitucionalismo hay un tercer camino viable: combinar la acción
directa con la participación electoral. Por esta vía se
compatibilizarían los tiempos de surgimiento del poder popular -que
requiere todo proceso revolucionario- con la maduración de la
conciencia socialista, que en cierta medida se procesa a través de la
arena constitucional.
¿Sólo movimientos?
La conciencia popular se traduce en organización. El
agrupamiento de los oprimidos es indispensable para crear los
instrumentos de una transformación anticapitalista, ya que sin
organismos propios los explotados no pueden gestar otra sociedad.
Los movimientos y los partidos constituyen dos modalidades
de organización popular contemporánea. Ambas opciones cumplen un
papel esencial para el desarrollo de las convicciones socialistas.
Afianzan la confianza en la auto-organización y procesan normas de
funcionamiento colectivo del futuro poder popular.
Los movimientos sostienen la lucha social inmediata y los
partidos alimentan una actividad política más elaborada. Ambas
instancias son necesarias para facilitar la acción directa y la
participación electoral. Pero esta complementariedad es
frecuentemente cuestionada por los impulsores excluyentes del
movimiento o del partido. Algunos teóricos del movimentismo -que
adscriben a vertientes autonomistas- estiman que la organización
partidaria es obsoleta, inútil y perniciosa.
Pero sus objeciones solo invalidan la acción de ciertos
partidos y no la función general de estas estructuras. Ningún
proyecto emancipatorio puede desenvolverse exclusivamente en el
terreno social, ni puede prescindir de las plataformas específicas,
los enlaces entre reivindicaciones y las estrategias de poder que
aportan los agrupamientos partidarias. Estos aglutinamientos
contribuyen a superar las limitaciones de una rebelión espontánea.
El partido facilita la maduración de una conciencia anticapitalista
que no emerge abruptamente de la acción reivindicativa y requiere de
cierto procesamiento, para transformar la batalla por mejoras
inmediatas en una lucha por objetivos socialistas.
Los críticos de los partidos se apoyan en el clima
favorable a los movimientos que imperó en los Foros Sociales
Mundiales de los últimos años. Sin embargo desde Seatlle (1999)
hasta Caracas-Bamako (2006) ha corrido mucha agua bajo el puente. La
confianza en la auto-suficiencia de los movimientos ha decaído,
especialmente en el escenario latinoamericano actual signado por
derrotas electorales de la derecha. El “momento utópico”
fundacional de los Foros ha decrecido, despejando el terreno para
debatir estrategias que incluyen a los partidos. Este cambio obedece
también al giro de varios teóricos movimentistas, que continúan
cuestionando con lenguaje contestatario a las organizaciones de
izquierda, pero ahora para defender a Lula o a Kirchner.
El rechazo a los partidos persiste también entre los
autores que postulan “cambiar el mundo sin tomar el poder”.
Disienten con las organizaciones políticas que defienden la necesidad
de conquistar las riendas del estado, pero sin aclaran nunca como
emergería una sociedad post-capitalista carente de formas estatales.
Este tipo de institución es la referencia de todas las demandas
sociales y su transformación es la condición de cualquier transición
anticapitalista. Ni siquiera los cambios democráticos más
elementales que actualmente se avizoran en América Latina pueden
concebirse sin el estado. Se requiere este instrumento para
implementar reformas sociales, asambleas constituyentes y
nacionalizaciones de los recursos básicos. Quiénes ignoran esta
necesidad han quedado desconcertados frente al nuevo escenario vigente
en Venezuela o Bolivia.
¿Sólo un partido?
La descalificación de los partidos es tan inadecuada como
el vicio de superioridad que exhiben algunas organizaciones de
izquierda. Mantienen la concepción vanguardista, actúan con férreo
verticalismo y se gratifican con la auto-proclamación. Este culto
conduce a prácticas sectarias y a una búsqueda de hegemonía forzada
en los movimientos sociales.
Esta forma de acción política se alimenta de una tradición
caudillista de pequeño grupo. En algunos países este comportamiento
también expresa los resabios de una cultura organizativa construida
durante décadas de acción clandestina. Pero en el marco actual de
libertades públicas salta a la vista el carácter desubicado de estas
conductas. Quiénes mantienen estas prácticas pueden prosperar, pero
nunca liderarán una transformación socialista.
El verticalismo refleja la incapacidad para amoldar las
formas organizativas al cuadro político contemporáneo. Es tributario
de un deslumbramiento con el modelo bolchevique, que es visualizado
como la llave maestra del éxito. Se atribuye a este esquema un falso
grado de universalidad, olvidando el peculiar contexto autocrático
que justificó la organización leninista a principio del siglo XX.
Los artífices de esta organización nunca tuvieron la pretensión de
patentar un esquema único de agrupamiento socialista.
La experiencia latinoamericana ha corroborado esta carencia
de validez general. Las grandes gestas populares fueron implementadas
con formas de organización muy diversas. Esta multiplicidad obedece a
la vigencia de ritmos de maduración socialista muy desiguales en cada
país. Las modalidades de organización deben adecuarse a estas
diferencias para confrontar, además, con los retos creados por la
dominación ideológica contemporánea de la burguesía.
El verticalismo sectario nunca logra explicar el abismo que
separa su proyecto (tomar el poder) de su realidad (minoritaria).
Abunda en descripciones de la crisis y en virulentas críticas a sus
concurrentes de izquierda, pero solo expone pocos comentarios de sus
propios problemas. Nunca se entiende cuáles son los obstáculos que
impiden su transformación en la organización masiva y dirigente que
tanto anuncia.
Este problema es irresoluble con razonamientos que ignoren
la variedad de componentes que contiene cualquier estrategia
socialista. Quiénes reducen esta política a una relación univoca
entre el sujeto revolucionario (la clase obrera) y el partido de
vanguardia, no pueden captar las mediaciones que separan a ambos
planos. Suponen que el partido es el único transmisor del
esclarecimiento socialista e ignoran todas las manifestaciones
informales de conciencia radical (popular, socialista,
antiimperialista) que no encuadran en su esquema de auto-desarrollo.
Por eso solo ven inconvenientes pasajeros de la propaganda partidaria
dónde existen obstáculos más serios para el desarrollo de un
planteo de la izquierda.
La distancia kilométrica que separa a las masas de este
tipo de organizaciones no obedece a causas coyunturales. Por eso se
recrea a lo largo del tiempo y no se reduce cualitativamente en las
grandes crisis. Expresa obstáculos derivados de la combinación específica
que asumen en cada período los seis condicionantes de la estrategia
socialista.
Algunos partidos auto-proclamatorios se forjaron navegando
contra la corriente y mantuvieron en soledad la bandera del
socialismo. Habituados a la adversidad sostuvieron sin vacilaciones el
proyecto anticapitalista. Pero esta voluntad solo alcanza para repetir
consignas y no para participar efectivamente en una transformación
socialista.
Reforma y revolución
Las condiciones materiales, la correlación de fuerzas, los
sujetos sociales, la conciencia popular, el marco político y la
organización popular conforman el hexágono de temas que rodea a la
estrategia de la izquierda. Los programas postulados para enlazar acción,
convicciones y propuestas en un sentido socialista dependen de estos
seis fundamentos.
Pero pocas veces la madurez de estos componentes coincide
para permitir un salto anticapitalista. A veces la plenitud de las
condiciones materiales no converge con la correlación de fuerzas, con
el protagonismo de los sujetos sociales o con la aptitud del contexto
político. Más infrecuente aún es el empalme de estos elementos con
el nivel de organización, conciencia y liderazgo popular requeridos
para un giro socialista. La estrategia de la izquierda es una búsqueda
de caminos para superar estas discordancias.
La mayor dificultad radica en los nexos que enlazan a estos
pilares. Los rumbos a seguir son muy variados, ya que la universalidad
del programa socialista no es sinónimo de uniformidad. La experiencia
del siglo XX ha ilustrado cómo los cimientos de este proceso se
conjugan en forma muy diferenciada en cada país. También se ha
verificado que la temporalidad de un debut socialista difiere
significativamente entre desenlaces insurrecciónales acelerados
(Rusia) y prolongadas confrontaciones de doble poder (China, Vietnam).
Frente a los dilemas creados por el desacople de
componentes del cambio socialista existe un planteo reformista que
propone articular paulatinamente todos los elementos en juego, a través
de una progresión de mejoras sociales. Plantea este curso para
reforzar las posiciones de los trabajadores, afianzar su gravitación
política y fortalecer su presencia organizativa.
Pero las reformas que son factibles bajo el capitalismo no
se acumulan, ni son irreversibles. Tarde o temprano su consolidación
(o profundización) choca con la regla del beneficio y sobrevienen
atropellos patronales que provocan mayores conflictos. En estas
circunstancias, solo una respuesta popular anticapitalista drástica y
consecuente permite avanzar hacia el socialismo.
Las reformas son válidas como un eslabón de esta lucha y
es equivocado divorciarlas de un proyecto estratégico. Quiénes
convocan a “resolver primero los problemas inmediatos” para
“discutir posteriormente el socialismo”, olvidan que este futuro
sería innecesario si el capitalismo pudiera satisfacer
estructuralmente las necesidades perentorias.
Existe una segunda respuesta de tipo revolucionario para
superar la desconexión entre condiciones objetivas y subjetivas. Este
planteo propone acciones para articular los picos de la crisis del
capitalismo con la disposición de lucha de las masas y las
convicciones socialistas. Pero la experiencia del siglo XX y las
crisis sudamericanas de los últimos años indican que este empalme no
es tan sencillo, ni siquiera en las coyunturas más convulsivas. No
basta que la crisis de hegemonía o autoridad de las clases dominantes
converja con la revuelta de las clases oprimidas.
La maduración socialista requiere un proceso previo de
preparación, que no se improvisa en el expeditivo sendero hacia el
poder. Esta gestación incluye logros sociales y conquistas democráticas
que pueden obtenerse a través de reformas. Este último término no
es una mala palabra, ni se ubica en las antípodas de la revolución.
Es un instrumento útil para gestar el salto revolucionario, cuándo
permite tender puentes que aproximen a los oprimidos a la meta
socialista.
Las reformas son conquistas necesarias para preparar un
giro anticapitalista y la revolución es el paso indispensable para
asegurar el alcance efectivo de estos logros. En muchas circunstancias
se requieren reformas para desbloquear la insoslayable dinámica
revolucionaria.
Registrar esta complementariedad es importante para superar
la esquemática separación entre períodos conservadores
(exclusivamente propicios para mejoras mínimas) y etapas convulsivas
(que solo permiten respuestas revolucionarias). La estrategia
socialista exige amalgamar iniciativas de reforma con un explícito
horizonte revolucionario. Este norte es vital para la estrategia
socialista porque la revolución es la guía que orienta los
compromisos, las alianzas y las mediaciones legítimas o inaceptables
para alcanzar el socialismo.
Optimismo y razón
Las estrategias se inspiran en experiencias pasadas y en
reflexiones coyunturales abiertas a las nuevas circunstancias y
vivencias. Son rumbos concebidos a partir de hipótesis inéditas y no
simples cálculos de modelos a repetir. Se procesan a través de
discusiones que utilizan nociones importadas del arte militar (táctica,
guerra de posición o movimiento, ofensiva, contraofensiva), pero que
asumen en la izquierda un contenido muy específico: descubrir
senderos para subvertir el orden capitalista. La meta es erradicar la
explotación y no arrebatar el poder a un grupo poderoso para transferírselo
a su rival.
Esta dimensión liberadora del proyecto socialista está
complemente ausente en las corrientes burguesas y su instrumentación
exige adoptar una actitud de resistencia a la desigualdad y rechazo a
la injusticia. Esta postura es indispensable para transformar la
indignación en proyectos viables. Pero la elaboración pendiente
también requiere afrontar los problemas más espinosos. Si no hay
disposición para abordar las dificultades de la izquierda, los
caminos al socialismo permanecerán invariablemente bloqueados.
La actual coyuntura latinoamericana invita a clarificar
todos los temas mediante controversias francas, abiertas y
respetuosas. Es el momento de asumir logros y balancear limitaciones
con una actitud de crítica y entusiasmo. El optimismo razonado
siempre fue un gran motor de la lucha socialista.
7-12-06
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Notas:
Una versión reducida de este texto aparecerá en la revista española
Viento Sur.
Economista,
profesor de la UBA (Universidad de Buenos Aires), investigador del Conicet, miembro del EDI
(Economistas de Izquierda).
Katz Claudio. “Socialismo o Neo-desarrollismo”.www.lahaine.org,
1-12-06. www.rebelion.org, 1-12-06
El
1% de la población controla actualmente el 40% de las riquezas
del planeta. Aizpeolea Horacio. “Como se reparte la torta”. La
Nación, 15-9-06.
Un ejemplo extremo de esta concepción -que asume el catastrofismo
como una cualidad- presenta: Rieznik Pablo. “En defensa del
catastrofismo”. En defensa del marxismo n 34, Buenos Aires,
19-10-06. Hemos polemizado reiteradamente con los fundamentos teóricos
de esta concepción, en los artículos citados en la bibliografía.
Harnecker describe cómo este debate surgió en la izquierda a
principio de los años 90. Harnecker Marta. La izquierda en el
umbral del siglo XXI. Editorial Siglo Veintiuno, Madrid, 2000,
(segunda parte).
García
Linera Alvaro. “Somos partidarios de un modelo socialista con un
capitalismo boliviano”. Clarín, 23-12-05.García Linera Alvaro. “El capitalismo andino-amazónico”.
Enfoques Críticos, n 2 abril– mayo 2006.
García Linera Alvaro. “El evismo: lo nacional-popular en acción”.
OSAL n 19, enero-abril 2006. García Linera, Alvaro. “Tres temas
de reflexión”. Argenpress, 4-11-06.
Esta tesis fue considerada y posteriormente matizada por:
Harnecker Marta. La izquierda después de Seatlle. Editorial Siglo
Veintiuno, Madrid, 2002. Harnecker. La izquierda en el umbral.(cap
1 y 2).
Dieterich
Heinz. Hugo Chávez y el socialismo del siglo XXI, Editorial Por
los caminos de América, Caracas, 2005, (cap 6).
García
Linera Alvaro. “No estamos pensando en socialismo sino en
revolución democratizadora”. Página 12, 10-4-06. García
Linera Alvaro. “La gente quiere autonomía pero conducida por el
MAS”. Página 12, 5-7-06.
No existen las quiebras de identidad histórica de los asalariados
con la izquierda que se notan en el viejo continente. Consultar: Vercammen
Francois. “Europe: la gauche radicale est de
retour”. Critique Communiste, n 167, automne 2002.
Ambas estrategias son analizadas por Harnecker La izquierda en el
umbral (Tercera parte cap 6) y Petras James, Veltmeyer Henry.
Movimientos sociales y poder estatal, Lumen, México, 2005 (cap
6).
En otro texto citamos a varios exponentes de esa visión. Katz
Claudio. “Crítica del autonomismo”. Memoria, CEMOS, n 197,
julio 2005, n 198, agosto 2005, México.
Es el caso de Negri Toni y Cocco Giuseppe. “América Latina está
viviendo un momento de ruptura”, Página 12, 14-8-06. Negri Toni,
“La derrota de EEUU es una derrota política”. Página 12,
1-11-05. Cocco Giusseppe. “Los nuevos gobiernos no se entienden
sin los movimientos sociales”, Página 12, 20-30-06.
Es el caso de: Holloway John. “Kirchner como resultado de los
movimientos del 2001”, Página 12, 30-10-06.
El catastrofismo es un soporte teórico de esta concepción. Ver
Rieznik, "En defensa..."
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