América Latina

Estrategias socialistas en América Latina [1]

Por Claudio Katz [2]
Enviado por el autor, 15/01/07

Resumen: Los caminos al socialismo vuelven a discutirse en la izquierda latinoamericana. La correlación de fuerzas ha cambiado por la acción popular, la crisis del neoliberalismo y la pérdida de capacidad ofensiva del imperialismo norteamericano. Ya no es válido oponer un período político revolucionario del pasado con otro conservador de la actualidad. La debilidad social de la clase obrera industrial no impide un avance anticapitalista, que depende de la confluencia de los explotados con los oprimidos en una lucha común.

Lo esencial es el nivel de conciencia popular. Se han forjado nuevas convicciones antiliberales y antiimperialistas, pero falta un eslabón anticapitalista que podría nutrirse del debate abierto en torno al socialismo del siglo XXI.

El marco constitucional que sustituyó a las dictaduras no impide el desarrollo de la izquierda, pero debe evitarse la adaptación institucional sin dar la espalda a la intervención electoral. Se puede compatibilizar esta participación con la promoción del poder popular.

Los movimientos y los partidos cumplen una función complementaria, ya que la lucha social no es autosuficiente y la organización partidaria es necesaria. Pero resulta indispensable evitar la autoproclamación sectaria e inscribir la obtención de mejoras inmediatas en un horizonte revolucionario. Este norte ordena toda la estrategia socialista.

Después de varios años de silencio la discusión estratégica resurge en la izquierda latinoamericana. Nuevamente se analizan caracterizaciones y cursos de acción para avanzar hacia el objetivo socialista. Esta reflexión incluye seis grandes temas: condiciones materiales, relaciones de fuerza, sujetos sociales, conciencia popular, marcos institucionales y organización de los oprimidos.

Madurez de las fuerzas productivas

El primer debate retoma una controversia clásica. ¿Han madurado las fuerzas productivas en América Latina para iniciar una transformación anticapitalista? ¿Son suficientes los recursos, las tecnologías y las calificaciones existentes para inaugurar un proceso socialista?

Los países de la región están menos preparados- pero más urgidos que las naciones desarrolladas- para encarar este cambio. Soportan desastres alimenticios, educativos y sanitarios más intensos que las economías avanzadas, pero cuentan con premisas materiales más endebles para resolver estos problemas. Esta contradicción es consecuencia del carácter periférico de América Latina y de su consiguiente atraso agrario, industrialización fragmentaria y dependencia financiera.

En la izquierda existen dos respuestas tradicionales frente a esta disyuntiva: promover una etapa de capitalismo progresista o iniciar una transición socialista adaptada a las insuficiencias regionales. En un texto reciente hemos expuesto varios argumentos a favor de esta segunda opción[3].

Pero otro debate igualmente relevante gira en torno a la oportunidad de este curso. Al cabo de un traumático período de depresión productiva y desmoronamiento bancario, América Latina transita por una fase de crecimiento, auge de las exportaciones y recomposición del beneficio empresario. Se podría objetar que en estas condiciones, no se avizora ningún colapso que justifique la transformación anticapitalista.

Pero la opción socialista no es un programa keynesiano para remontar las coyunturas recesivas. Es una plataforma para superar la explotación y la desigualdad que caracterizan al capitalismo. Busca desterrar la pobreza y el desempleo, erradicar los desastres ambientales, poner fin a las pesadillas bélicas y terminar con los cataclismos financieros que enriquecen a un minúsculo porcentaje de millonarios a costa de millones de individuos[4].

Esta polarización se verifica en la actual coyuntura latinoamericana. El aumento de las ganancias y el consumo de los sectores acomodados contrastan con índices aterradores de miseria. Estos infortunios que justifican la batalla por el socialismo se tornan más visibles en los picos de un descalabro. Pero las situaciones de colapso no constituyen el único momento apto para erradicar el sistema. El giro anticapitalista es una opción abierta para toda una época y puede iniciarse en distintas momentos del ciclo económico. La experiencia del siglo XX confirma esta factibilidad.

Ninguna revolución socialista coincidió con el cenit de una crisis financiera. En la mayoría de los casos irrumpió como consecuencia de la guerra, la ocupación colonial o la opresión dictatorial. En contextos de este tipo los bolcheviques tomaron el poder, Mao se impuso en China, Tito venció en Yugoslavia, los vietnamitas expulsaron a Estados Unidos y triunfó la revolución cubana. Gran parte de estas victorias se consumaron en pleno boom de posguerra, es decir durante una etapa de intenso crecimiento capitalista. Ningún automatismo encadena, por lo tanto, el debut del socialismo a un colapso productivo. Las penurias que genera el capitalismo son suficientes para propugnar la reversión de este sistema, en cualquier fase de sus fluctuaciones periódicas.

Solo los teóricos del catastrofismo observan un vínculo indisociable entre socialismo y desmoronamiento bancario. Esta conexión forma parte de su retrato habitual del capitalismo, como un régimen que siempre opera al borde de un derrumbe terminal. A la espera de este desplome identifican cualquier desajuste bancario con una depresión global y confunden un simple reflujo bursátil con el crack general. Estas exageraciones ignoran el funcionamiento básico del sistema que se pretende erradicar y no permiten abordar ningún problema de la transición socialista[5]

Globalización y pequeños paises

Una objeción al inicio de procesos socialistas resalta los impedimentos creados por la globalización. Plantea que la internacionalización actual del capital torna impracticable un desafío anticapitalista en América Latina[6].

¿Pero dónde radica exactamente el obstáculo? La mundialización no constituye una barrera para el proyecto socialista que tiene alcance universal. El desborde de las fronteras extiende los desequilibrios del capitalismo y crea mayores basamentos objetivos para superar este régimen.

Sólo quiénes conciben la construcción del socialismo como una “competencia entre dos sistemas” pueden observar a la mundialización como una gran adversidad. Esta visión es un resabio de la teoría del “campo socialista” que pregonaban los partidarios del modelo vigente en la ex URSS. Apostaban a doblegar al enemigo por medio de sucesivos éxitos económicos y logros geopolíticos, olvidando que no se puede vencer al capitalismo en su propio terreno de concurrencia.

Especialmente las economías periféricas -o menos industrializadas- nunca podrán triunfar en una concurrencia con potencias imperialistas, que desde hace siglos controlan el mercado mundial. El éxito socialista requiere una secuencia continuada de procesos que socaven al capitalismo global. Edificar el socialismo en un solo país (o un solo bloque) es una ilusión, que reiteradamente condujo a subordinar las posibilidades de transformación revolucionaria a una rivalidad diplomática entre dos bloques de naciones.

La presentación de la globalización como una etapa que bloquea la gestación de otros modelos es tributaria de la visión neoliberal, que proclamó la inexistencia de alternativas al curso derechista. Pero si se acepta esta premisa se debe desechar también cualquier esquema de capitalismo regulado o keyenesiano. Es incongruente afirmar que el totalitarismo de la globalización ha sepultado al proyecto anticapitalista, pero tolera modalidades intervencionistas de acumulación. Si se ha cerrado la primera opción, tampoco quedan resquicios para los ensayos neo-desarrollistas.

Pero como en realidad la globalización no es el fin de la historia, todas las alternativas permanecen abiertas. Solo comenzó nuevo período de acumulación, sostenido en la recomposición de la tasa de ganancia, que solventan los oprimidos de todos los países. Este soporte regresivo actualiza la necesidad del socialismo, como única respuesta popular a la nueva etapa. Solo esta salida permitiría remediar los desajustes creados por la expansión global del capital en el marco actual de especulación financiera y polarización imperialista.

Muchos teóricos reconocen la viabilidad mundial de la opción socialista, pero cuestionan su factibilidad en los pequeños países latinoamericanos. Estiman que este inicio debería ser pospuesto -por ejemplo en Bolivia- unos 30 o 50 años, para permitir la formación previa de un “capitalismo andino-amazónico”[7]. ¿Pero por qué 30 años y no 10 o 150? En el pasado, estas temporalidades estaban asociadas con cálculos de surgimiento de las burguesías nacionales encargadas de cumplimentar la etapa pre-socialista. Pero en la actualidad, es evidente que los impedimentos para gestar un esquema capitalista competitivo en países como Bolivia son por lo menos tan grandes, como los obstáculos para iniciar transformaciones socialistas. Basta imaginar las concesiones que demandarían las grandes corporaciones extranjeras para participar en este proyecto y los conflictos que generarían estos compromisos con las mayorías populares.

La dificultad es aún mayor si se concibe al “capitalismo andino-amazónico” como un modelo compatible con la reconstrucción de las comunidades indígenas[8]. En cualquier esquema motorizado por la competencia mercantil perdurarían los atropellos contra estas colectividades. El paso al socialismo en países tan periféricos como Bolivia es complejo, pero posible y conveniente. Requiere promover una transición con programas y alianzas afines en otros países de América Latina.

¿Cuál es la correlación de fuerzas?

La preeminencia de relaciones de fuerza favorables a los oprimidos es una condición del cambio socialista. La mayoría popular no puede prevalecer sobre sus antagonistas si afronta un balance de poder muy negativo. ¿Pero cómo se evalúa este parámetro?

La correlación de fuerzas está determinada en América Latina por las posiciones conquistadas, amenazadas o perdidas por tres sectores: las clases capitalistas locales, la masa de oprimidos y el imperialismo norteamericano. Durante los 90 se consumó a escala global una ofensiva global del capital sobre el trabajo que perdió fuerza en los últimos años, pero legó un clima adverso para los asalariados a escala internacional. En Latinoamérica se verifican sin embargo varias peculiaridades.

Los capitalistas participaron activamente de la arremetida neoliberal, pero terminaron padeciendo varias consecuencias colaterales de ese proceso. Perdieron posiciones competitivas con la apertura comercial y resignaron defensas frente a sus concurrentes externos con la desnacionalización del aparato productivo. Las crisis financieras vapulearon, además, al establishment y redujeron su presencia política directa. Por eso la derecha ha quedado en minoría y los gobiernos centroizquierdistas reemplazaron a muchos conservadores en el manejo del estado (especialmente en el Cono Sur). Las elites capitalistas ya no fijan impunemente la agenda de toda la región. Han quedado afectadas por una crisis del neoliberalismo que puede derivar en la declinación estructural de este proyecto.

La relación de fuerzas regional también ha sido modificada por grandes sublevaciones populares, que en Sudamérica precipitaron la caída de varios mandatarios. Los levantamientos en Bolivia, Ecuador, Argentina o Venezuela han repercutido directamente sobre el conjunto de las clases dominantes. Desafiaron la agresividad patronal e impusieron en muchos países cierta contemporización con las masas.

El impulso combativo es muy desigual. En ciertas naciones es visible el protagonismo popular ((Bolivia, Venezuela, Argentina, Ecuador), pero en otras prevalece un reflujo derivado de la decepción (Brasil, Uruguay). Lo novedoso es el despertar de luchas gremiales y estudiantiles en países que encabezaban el ranking neoliberal (Chile) y en naciones agobiadas por atropellos sociales y hemorragias de emigrantes (México). La correlación de fuerzas es muy variada en América Latina, pero se afirma en toda la zona una tónica general de iniciativas populares.

Al comienzo de los 90 el imperialismo norteamericano estaba lanzado a la recolonización política de su patio trasero a través del librecomercio y la instalación de bases militares. También este panorama cambió. La versión original del ALCA fracasó por los conflictos entre firmas globalizadas y corporaciones dependientes de los mercados internos, por choques entre exportadores e industriales y por el extendido rechazo popular. La contraofensiva de tratados bilaterales que ha lanzado el Departamento de Estado no compensa este retroceso.

El aislamiento internacional de Bush (desplome electoral republicano, fracaso en Irak, pérdida de aliados en Europa) le ha quitado espacio al unilateralismo e incentivó el resurgimiento de bloques geopolíticos adversos a Estados Unidos (como los No Alineados). Este repliegue norteamericano se refleja nítidamente en la ausencia de respuestas militares al desafío de Venezuela.

La correlación de fuerzas ha registrado, por lo tanto, varios cambios significativos en América Latina. Las clases dominantes ya no cuentan con la brújula estratégica neoliberal, el movimiento popular recuperó presencia callejera y el imperialismo norteamericano perdió capacidad de intervención.

El nuevo período

Los cambios en la dominación por arriba, en la beligerancia por abajo y en el comportamiento del gendarme externo obligan a revisar un diagnóstico tradicional de varios teóricos de la izquierda. Esta caracterización tendía a remarcar las dificultades que enfrenta la batalla por el socialismo a partir de un contraste entre dos etapas: el período favorable que inició la revolución cubana (1959) y la fase desfavorable que inauguró la caída de la URSS (1989-91). El primer ciclo -revolucionario y antiimperialista- era confrontado con la segunda fase de regresión conservadora [9]. ¿Es válido este esquema en la actualidad?

El clima político que se respira en muchos países contraría intuitivamente esta visión en los tres planos de la correlación de fuerzas. En primer lugar, los capitalistas locales han perdido la confianza agresiva que detentaban en la década pasada. A diferencia de los años 70 ya no pueden recurrir al salvajismo dictatorial. Se han quedado sin el instrumento golpista para sortear las crisis y aplastar con asesinatos masivos la rebeldía popular. En varios países persiste el terrorismo de estado (no solo Colombia, sino también en forma selectiva actualmente en México), pero en general el establishment debe aceptar un marco de restricciones institucionales que ignoraba en el pasado. Esta limitación constituye una conquista popular que opera a favor de los explotados en el balance de fuerzas.

En segundo término la intensidad de las luchas sociales –mensuradas en su magnitud e impacto político inmediato- tiene muchos puntos en común con las resistencias de los años 60 o 70. Las sublevaciones registradas en Ecuador, Bolivia o Argentina y las gestas estudiantiles o rebeliones comunales en toda la zona son comparables con los grandes levantamientos de la generación pasada.

En tercer lugar son muy visibles las dificultades de intervención que enfrenta el imperialismo. Mientras que en los años 80 Reagan libraba una guerra contrarrevolucionara abierta en Centroamérica, Bush ha debido restringir sus operativos en la región.

El análisis de la correlación de fuerzas debe tomar en cuenta estos tres procesos y evitar una mirada que solo preste atención al contexto por arriba (relaciones entre potencias), omitiendo lo que sucede por abajo (antagonismos sociales). Este problema afecta al enfoque tradicional de las dos etapas, que divorcia en forma tajante la historia regional en función del colapso de la URSS. Partiendo de esta divisoria las posibilidades socialistas del primer período son idealizadas y las potencialidades anticapitalistas del segundo quedan minimizadas.

La existencia o desaparición de la URSS constituye un elemento del análisis que no define la correlación de fuerzas. Conviene recordar que una burocracia hostil al socialismo comandaba a este régimen, mucho antes de su reconversión en clase capitalista. Libraba un choque con Estados Unidos en el ajedrez internacional y solo contemporizaba con los movimientos antiimperialistas en función de sus intereses geopolíticos. Por eso no era un motor del proyecto anticapitalista. Las diferencias con los años 70 existen y son significativas, pero no se ubican en la correlación de fuerzas.

Diversidad de sujetos

Los actores de una transformación socialista son las víctimas de la dominación capitalista, pero los sujetos específicos de este proceso en América Latina son muy diversos. En algunas regiones las comunidades indígenas han ocupado un lugar dirigente en las rebeliones (Ecuador, Bolivia, México) y en otras zonas los campesinos lideraron la resistencia (Brasil, Perú, Paraguay). En ciertos países los protagonistas han sido asalariados urbanos (Argentina, Uruguay) o precarizados (Caribe, Centroamérica). También es llamativo el nuevo rol de las comunidades indígenas y el papel menos gravitante de los sindicatos fabriles. Esta multiplicidad de sectores refleja la estructura social diferenciada y las peculiaridades políticas de cada país.

Pero esta diversidad también confirma la variedad de participantes de una transformación socialista. Como el desarrollo del capitalismo expande la explotación del trabajo asalariado y las formas colaterales de opresión, los actores potenciales de un proceso socialista son todos los explotados y oprimidos. Les cabe este rol no solo a los asalariados que generan directamente el beneficio patronal, sino a todas las víctimas de la desigualdad capitalista. Lo esencial es la convergencia de estos sectores en una batalla común en torno a focos muy cambiantes de rebeldía. La victoria depende de esta acción contra un enemigo que domina dividiendo al campo popular.

En esta lucha ciertos segmentos de los asalariados tienden a jugar un rol más gravitante por el lugar que ocupan en ramas vitales de la economía (minería, fábricas, bancos). Los capitalistas lucran con las privaciones de todos los desposeídos, pero sus ganancias dependen específicamente del esfuerzo laboral directo de los explotados.

Esta centralidad se verifica en la actual la coyuntura de reactivación económica que tiende a recrear la significación de los asalariados. En Argentina las organizaciones sindicales recuperan preeminencia callejera, en comparación al papel cumplido por los desempleados y la clase media durante la crisis del 2001. En Chile las huelgas de los mineros ganan protagonismo, en México se afianza el rol de ciertos sindicatos y en Venezuela persiste la gravitación exhibida por los petroleros durante su batalla contra el golpismo.

¿Sujeto ausente?

Algunos teóricos estiman que actualmente “no existe un sujeto para encarar el socialismo” en América Latina [10]. Pero no definen con claridad cuál es el conglomerado ausente. La respuesta implícita es la debilidad de la clase obrera regional, que representa una fracción reducida de la población como consecuencia del subdesarrollo capitalista. Esta visión plantea posponer la concreción del socialismo hasta que surja un proletariado más numeroso y extendido.

Pero el desarrollo del capitalismo contemporáneo es sinónimo de alta productividad, cambio tecnológico y consiguiente ampliación de la precarización o el desempleo. Esta evolución pone en tela de juicio la tradicional asociación entre acumulación creciente y engrosamiento masivo de la clase obrera industrial. Si la desocupación y la informalidad imposibilitan por ahora la batalla por el socialismo, también lo impedirán en el futuro. Es evidente que ambos flagelos continuarán reforzando el ejército de los desempleados y la segmentación de los asalariados.

Conviene además tener presente, que nunca existió un proletariado enteramente uniforme y homogéneo y que la actual expansión de la informalidad es un motivo adicional para propiciar el socialismo. Los actores necesarios para iniciar esta transformación están ampliamente presentes en América Latina.

Es cierto que la clase obrera no ofrece el perfil ideal para este cambio, pero tampoco la burguesía detenta el formato perfecto para un desenvolvimiento capitalista. Por eso los neo-desarrollistas discuten intensamente cuál es el grado de existencia de este sector patronal nacional y cualquiera sea su conclusión nunca desechan el capitalismo. En cambio las limitaciones cuantitativas de la clase obrera constituyen para algunos teóricos de la izquierda, una razón para postular la dilación del socialismo.

Esta diferencia de actitud es aleccionadora. Mientras que las clases dominantes exhiben enorme flexibilidad para afrontar adversidades con distintos remedios (por ejemplo, una intervención más activa del estado), la respuesta de algunos socialistas es timorata. Solo ven obstáculos para el proyecto popular cuándo sus oponentes ensayan un modelo tras otro de capitalismo.

Con miradas idealizadas de la clase obrera industrial -como único artífice del socialismo- siempre habrá dificultades para concebir un planteo anticapitalista en la periferia. Pero si se abandona esa estrecha concepción, no existe ninguna razón para cuestionar en términos de carencias clasistas la viabilidad de este proyecto.

La socialización de las tradiciones de lucha es más importante para un proceso anticapitalista que la jerarquía de los sujetos participantes. Si las experiencias de resistencia son compartidas, la potencialidad de un cambio revolucionario se acrecienta. Un ejemplo de este intercambio fue la conversión de los ex obreros de Argentina en militantes de un gran movimiento de desocupados. Otro caso fue la transformación de los ex mineros de Bolivia en organizadores de los trabajadores informales.

El cambio de status (explotados a oprimidos y viceversa) no introduce transformaciones significativas, si persiste el nivel de beligerancia y se reciclan las trayectorias de la acción popular. Este segundo aspecto es más relevante para el proyecto socialista que las mutaciones en la configuración social. Por eso el análisis sociológico no debe reemplazar la caracterización política de un proceso revolucionario.

El cuestionamiento del socialismo por ausencia de sujetos ha sido formulado con argumentos muy variados. En algunas naciones pequeñas como Bolivia, esta objeción remarca que el proletariado es demográficamente escaso, ha sufrido severas derrotas desde la privatización de la minería y su peso decreció frente a la agricultura familiar[11].

Pero todas las revoluciones anticapitalistas del siglo XX se consumaron en naciones atrasadas con segmentos obreros minoritarios. Las derrotas que sufrieron los mineros del Altiplano han quedado ampliamente contrabalanceadas por la sucesión de rebeliones populares y las comunidades agrarias son aliadas potenciales y no adversarios del cambio socialista.

El problema del sujeto ausente tiende a generar debates estériles. Encontrar caminos para garantizar la unidad de los oprimidos y explotados es mucho más importante que dirimir cuál de ellos tendría mayor protagonismo en un salto al socialismo.

Problemas de la conciencia popular

La erradicación del capitalismo es un proyecto enteramente dependiente del nivel de conciencia de los oprimidos. Sólo estas convicciones pueden encaminar un proceso de lucha hacia el socialismo.

La visión primitiva de esta transformación como un devenir inevitable de la historia ha perdido consenso intelectual y atracción política. No existe ningún patrón de evolución histórica de este tipo. El socialismo constituirá una creación voluntaria de las grandes mayorías o no surgirá nunca. Lo ocurrido bajo el “socialismo real” ilustra cuán nefasto es sustituir la decisión popular por el paternalismo de los funcionarios.

Pero la conciencia de los oprimidos es una esfera sujeta a fuertes mutaciones. Dos fuerzas opuestas influyen en su desarrollo: los aprendizajes que asimilan los explotados en su resistencia contra el capital y el desánimo que genera el agobio laboral, la angustia por la supervivencia y la alienación cotidiana.

La inclinación de los asalariados a cuestionar o aceptar el orden vigente deriva del cambiante resultado de este conflicto. En ciertas circunstancias predomina la visión crítica y en otros momentos prevalece la resignación. Estas actitudes dependen de muchos factores y se reflejan en percepciones generacionales muy distintas del capitalismo. El grueso de la juventud contemporánea se crió, por ejemplo, sin las expectativas de mejora laboral o educativa que prevalecieron en la posguerra y observando a la exclusión, el desempleo o la desigualdad como patrones normales de funcionamiento del sistema. Esta mirada del orden vigente no impidió a la nueva generación latinoamericana retomar la belicosidad de sus antecesores.

La imagen predominante del capitalismo influye sobre la conciencia socialista, pero no determina su consistencia. En este terreno lo esencial son las conclusiones extraídas de la lucha de clases y el impacto creado por grandes revoluciones en otros países. Estos hitos determinan la vigencia de ciertos “grados medios de conciencia socialista”, que se traducen en niveles de mayor entusiasmo o decepción hacia el proyecto anticapitalista. Las victorias logradas en Rusia, China, Yugoslavia, Vietnam o Cuba favorecieron por ejemplo una percepción socialista positiva, que no fue disipada por las numerosas derrotas que también se registraron en esos períodos.

La actual generación latinoamericana no creció como sus padres en un contexto signado por triunfos revolucionarios. Esta ausencia de un referente anticapitalista exitoso -próximo a sus vivencias inmediatas- explica su mayor distanciamiento espontáneo hacia el proyecto socialista.

Las grandes diferencias entre el período actual y la etapa de 1960-80 se ubican más en este plano de conciencia política, que en el terreno de las relaciones de fuerza o en el cambio de los sujetos populares. No es la intensidad de los conflictos sociales, la disposición de lucha de los oprimidos o la capacidad de control de los opresores lo que ha cambiado sustancialmente, sino la visibilidad y confianza en un modelo socialista.

Rupturas y continuidades

El derrumbe de la URSS provocó una crisis de credibilidad internacional en el proyecto socialista que ha condicionado la acción de la izquierda. América Latina no fue la excepción a este efecto, pero algunos teóricos exageran su incidencia y tienden a suponer que la perspectiva socialista quedó clausurada por un largo período. En esta visión se apoya la distinción categórica entre un período revolucionario (hasta 1989) y otro conservador (desde esa fecha en adelante).

Esta separación olvida que la izquierda latinoamericana había tomado distancia del modelo soviético antes del colapso del “campo socialista”. El desánimo de los años 90 obedeció más a la herencia dejada por las dictaduras, al fracaso del Sandinismo o el bloqueo sufrido por la insurgencia centroamericana. En este plano ejerció además un importante contrapeso la subsistencia de la revolución cubana.

En cualquier caso es evidente que el clima de decepción ha quedado sustituido por un impulso a reconstruir el programa emancipatorio. Este empuje se verifica en la actitud pro-socialista de varios movimientos populares. El gran interrogante a develar en la actualidad es el grado de asimilación de este proyecto por parte de las nuevas generaciones que encabezaron las rebeliones de la última década.

El avance de la conciencia antiliberal entre estos sectores se comprueba en su contundente rechazo a las privatizaciones y desregulaciones (muy superior al observado en otras regiones, como Europa Oriental). También se verifica el renacimiento de una conciencia antiimperialista, sin los componentes regresivos en el plano étnico o religioso que prevalecen en el mundo árabe. En América Latina se ha creado un marco propicio para renovar del pensamiento de izquierda porque no se registraron las fracturas con esta tradición que se observan en varios países de Europa Occidental. [12]

Pero el nexo anticapitalista es el gran eslabón faltante en la región y esta carencia ha frenado hasta ahora la radicalización de la conciencia popular. En este terreno el debate abierto en torno al socialismo del siglo XXI puede cumplir un papel decisivo.

El marco constitucional

La izquierda latinoamericana enfrenta un problema estratégico relativamente novedoso: la generalización de regímenes constitucionales. Por primera vez en la historia de la región, las clases dominantes gestionan sus gobiernos a través de instituciones no dictatoriales, en casi todos los países y al cabo de un período significativo. Ni siquiera los colapsos económicos, los desmoronamientos políticos o las insurrecciones populares modificaron este patrón de administración.

El retorno de los militares es una carta mayoritariamente desechada por las elites del hemisferio. En las situaciones más críticas los presidentes son reemplazados por otros mandatarios con algún interregno cívico-militar, pero esta sustitución no deriva en la reinstalación de dictaduras para lidiar con la disgregación por arriba o la rebelión por abajo.

En su gran mayoría los regimenes actuales son plutocracias al servicio de los capitalistas completamente alejadas de la democracia real. Las instituciones de estos sistemas han servido para consumar atropellos sociales que muchas dictaduras ni siquiera se atrevieron a insinuar. Estas agresiones le quitaron legitimidad al sistema, pero no condujeron a un rechazo popular al régimen constitucional semejante al padecido por las viejas tiranías.

Este cambio en la norma de dominación capitalista tiene efectos contradictorios sobre la acción de la izquierda latinoamericana. Por un lado, amplía las posibilidades de acción en un contexto de libertades públicas. Por otra parte impone un marco signado la confianza de los capitalistas en las instituciones de su sistema.

Un régimen que recorta y al mismo tiempo consolida el poder de los opresores representa un gran desafío para la izquierda, especialmente cuando esta estructura es mayoritariamente percibida como el mecanismo natural de funcionamiento de cualquier sociedad moderna.

Esta última creencia es fomentada por la derecha –que ha captado la conveniencia de desenvolver su acción dentro del contexto constitucional- y por la centro-izquierda, que preserva el status quo con simulaciones progresistas. Ambas vertientes fogonean falsas polarizaciones electorales para enmascarar la simple alternancia de figuras en el manejo del poder.

El ejemplo actual de esta complementariedad es la “izquierda moderna y civilizada” que llegó al gobierno con Lula, Tabaré o Bachelet para perpetuar la supremacía de los capitalistas. Pero otras situaciones son más problemáticas, porque se quebró la continuidad institucional con el fraude (México) o la dimisión presidencial (Bolivia, Ecuador, Argentina).

En ciertos desenlaces estas convulsiones concluyeron con la reconstrucción del orden burgués (Kirchner), pero en otros países las crisis desembocaron en el imprevisto acceso al gobierno de presidentes nacionalistas o reformistas, que son rechazados por el establishment. Es el caso de Chávez, Morales y probablemente Correa. Este resultado ha sido consecuencia del carácter no institucional que inicialmente asumieron las crisis y las sublevaciones en estas naciones.

En estos procesos el terreno electoral se ha perfilado como un área de lucha contra la reacción y un punto de apoyo para encarar transformaciones radicales. Esta conclusión es vital para la izquierda. No hay que olvidar que por ejemplo en Venezuela, desde 1998 todos los comicios profundizaron la legitimidad del proceso bolivariano y transfirieron a las urnas la derrota propinada a la derecha en las calles. En la esfera electoral se complementaron las victorias de la movilización.

Respuestas de la izquierda

El cuadro constitucional altera significativamente el contexto de actividad de la izquierda que durante décadas confrontó con tiranías militares. La batalla dentro del sistema actual no es sencilla porque el institucionalismo renueva la dominación burguesa con múltiples disfraces.

Esta plasticidad desconcertó inicialmente a una generación de militantes preparada para luchar contra un enemigo dictatorial muy brutal, pero poco sinuoso. Algunos activistas quedaron desmoralizados por estas dificultades y terminaron aceptando las acusaciones de la derecha. Comenzaron a flagelarse por su anterior “subestimación de la democracia”, olvidando que las libertades públicas han sido un logro de la resistencia popular (y no de la partidocracia burguesa cómplice del autoritarismo).

El marco constitucional indujo a otros militantes a proclamar el fin de la “utopía revolucionaria” y el inicio de una nueva era de avance paulatino hacia un futuro post-capitalista. Retomaron el esquema gradualista y propusieron iniciar el camino hacia el socialismo a través de un consenso inicial con los opresores. Convocaron a gestar por esta vía la hegemonía dirigente de los trabajadores.

Pero la vasta experiencia social-demócrata ha probado la falta de realismo de esta opción. Las clases dominantes no renuncian al poder. Solo cooptan socios para recrear los pilares de una opresión, que se asienta en la propiedad privada de los grandes bancos y empresas. Jamás permitirán que este control sea corroído por el peso político o cultural de sus antagonistas.

Por esta razón cualquier política que posponga indefinidamente el propósito anticapitalista termina afianzando la opresión. El socialismo requiere preparar y consumar rupturas anticapitalistas. Si se olvida este principio la estrategia de la izquierda carece de brújula.

Pero la confrontación con el constitucionalismo también generó en los últimos años efectos positivos. Permitió por ejemplo debatir en la izquierda la forma que adoptaría una democracia genuina bajo el socialismo. Esta reflexión introdujo un cambio significativo en la forma de concebir la perspectiva anticapitalista. En los años 70 la democracia era un tema omitido o apenas planteado por los críticos de la burocracia soviética. En la actualidad casi nadie soslaya este problema. El socialismo ha dejado de imaginarse como una prolongación de la tiranía que regía en la URSS y comienza actualmente a percibirse como un régimen de creciente participación, representación y control popular.

Pero este futuro también depende de las respuestas inmediatas al constitucionalismo. En la izquierda predominan dos posturas: un enfoque propone ganar espacios dentro de la estructura institucional y otro promueve organismos paralelos de poder popular[13].

El primer camino plantea avanzar en escalera desde el terreno local al ámbito provincial para alcanzar posteriormente los gobiernos nacionales. Reivindica las experiencias de administración comunal que desde principios de los 90 ensayaron el PT brasileño y el Frente Amplio de Uruguay. Reconoce las amargas concesiones otorgadas al establishment durante estas gestiones (compromisos de negocios y postergación de las mejoras sociales), pero interpreta que el balance final es positivo.

Pero es innegable que este “socialismo municipal” condujo a viejos luchadores a convertirse en hombres de confianza del capital. Debutaron en las Intendencias con pruebas de hostilidad hacia el movimiento social y terminaron gobernando para las clases dominantes. Primero moderaron los programas, luego convocaron a la responsabilidad y finalmente cambiaron de bando social.

El presupuesto participativo no contrarrestó esta involución. Discutir como se distribuye un gasto local acotado por las restricciones de la política neoliberal conduce a comprometer a la ciudadanía con el auto-ajuste. La democracia participativa solo despierta la conciencia radical de la población cuando resiste y denuncia la tiranía del capital. Al renegar de este propósito se transforma en un instrumento de preservación del orden vigente.

 Existe una estrategia opuesta al camino institucionalista que alienta la movilización social y rechaza la participación electoral. Denuncia la corrupción del PT o la pasividad del Frente Amplio y propicia el surgimiento de opciones directas de poder popular. También cuestiona las trampas electorales que condujeron en los países andinos a encauzar la resistencia hacia los canales del sistema.

Esta visión omite la gravitación de la arena electoral y minimiza las consecuencias negativas de abandonar este campo. La ciudadanía, el sufragio, los derechos electorales no son sólo instrumentos de manipulación burguesa. También son conquistas populares logradas contra las dictaduras que en ciertas condiciones permiten confrontar con la derecha. Si las elecciones fueran puras trampas, no habrían podido cumplir el papel progresivo que han jugado por ejemplo en Venezuela.

Es vital denunciar el carácter restringido que tienen los derechos ciudadanos bajo un sistema social regulado por el beneficio. Pero los avances democráticos deben ser profundizados y no desvalorizados. Constituyen el basamento de un futuro régimen de igualdad social que otorgará contenido sustancial a los mecanismos formales de la democracia.

La intervención en el marco constitucional permite una ejercitación de prácticas políticas necesaria para la futura democracia socialista. Rechazar la intervención electoral es tan pernicioso en el plano táctico (aislamiento), como en el terreno estratégico (preparación de este porvenir socialista).

Frente al falso dilema de aceptar o ignorar las reglas del constitucionalismo hay un tercer camino viable: combinar la acción directa con la participación electoral. Por esta vía se compatibilizarían los tiempos de surgimiento del poder popular -que requiere todo proceso revolucionario- con la maduración de la conciencia socialista, que en cierta medida se procesa a través de la arena constitucional.

¿Sólo movimientos?

La conciencia popular se traduce en organización. El agrupamiento de los oprimidos es indispensable para crear los instrumentos de una transformación anticapitalista, ya que sin organismos propios los explotados no pueden gestar otra sociedad.

Los movimientos y los partidos constituyen dos modalidades de organización popular contemporánea. Ambas opciones cumplen un papel esencial para el desarrollo de las convicciones socialistas. Afianzan la confianza en la auto-organización y procesan normas de funcionamiento colectivo del futuro poder popular.

Los movimientos sostienen la lucha social inmediata y los partidos alimentan una actividad política más elaborada. Ambas instancias son necesarias para facilitar la acción directa y la participación electoral. Pero esta complementariedad es frecuentemente cuestionada por los impulsores excluyentes del movimiento o del partido. Algunos teóricos del movimentismo -que adscriben a vertientes autonomistas- estiman que la organización partidaria es obsoleta, inútil y perniciosa[14].

Pero sus objeciones solo invalidan la acción de ciertos partidos y no la función general de estas estructuras. Ningún proyecto emancipatorio puede desenvolverse exclusivamente en el terreno social, ni puede prescindir de las plataformas específicas, los enlaces entre reivindicaciones y las estrategias de poder que aportan los agrupamientos partidarias. Estos aglutinamientos contribuyen a superar las limitaciones de una rebelión espontánea. El partido facilita la maduración de una conciencia anticapitalista que no emerge abruptamente de la acción reivindicativa y requiere de cierto procesamiento, para transformar la batalla por mejoras inmediatas en una lucha por objetivos socialistas.

Los críticos de los partidos se apoyan en el clima favorable a los movimientos que imperó en los Foros Sociales Mundiales de los últimos años. Sin embargo desde Seatlle (1999) hasta Caracas-Bamako (2006) ha corrido mucha agua bajo el puente. La confianza en la auto-suficiencia de los movimientos ha decaído, especialmente en el escenario latinoamericano actual signado por derrotas electorales de la derecha. El “momento utópico” fundacional de los Foros ha decrecido, despejando el terreno para debatir estrategias que incluyen a los partidos. Este cambio obedece también al giro de varios teóricos movimentistas, que continúan cuestionando con lenguaje contestatario a las organizaciones de izquierda, pero ahora para defender a Lula o a Kirchner[15].

El rechazo a los partidos persiste también entre los autores que postulan “cambiar el mundo sin tomar el poder”. Disienten con las organizaciones políticas que defienden la necesidad de conquistar las riendas del estado, pero sin aclaran nunca como emergería una sociedad post-capitalista carente de formas estatales. Este tipo de institución es la referencia de todas las demandas sociales y su transformación es la condición de cualquier transición anticapitalista. Ni siquiera los cambios democráticos más elementales que actualmente se avizoran en América Latina pueden concebirse sin el estado. Se requiere este instrumento para implementar reformas sociales, asambleas constituyentes y nacionalizaciones de los recursos básicos. Quiénes ignoran esta necesidad han quedado desconcertados frente al nuevo escenario vigente en Venezuela o Bolivia[16].

¿Sólo un partido?

La descalificación de los partidos es tan inadecuada como el vicio de superioridad que exhiben algunas organizaciones de izquierda. Mantienen la concepción vanguardista, actúan con férreo verticalismo y se gratifican con la auto-proclamación. Este culto conduce a prácticas sectarias y a una búsqueda de hegemonía forzada en los movimientos sociales[17].

Esta forma de acción política se alimenta de una tradición caudillista de pequeño grupo. En algunos países este comportamiento también expresa los resabios de una cultura organizativa construida durante décadas de acción clandestina. Pero en el marco actual de libertades públicas salta a la vista el carácter desubicado de estas conductas. Quiénes mantienen estas prácticas pueden prosperar, pero nunca liderarán una transformación socialista.

El verticalismo refleja la incapacidad para amoldar las formas organizativas al cuadro político contemporáneo. Es tributario de un deslumbramiento con el modelo bolchevique, que es visualizado como la llave maestra del éxito. Se atribuye a este esquema un falso grado de universalidad, olvidando el peculiar contexto autocrático que justificó la organización leninista a principio del siglo XX. Los artífices de esta organización nunca tuvieron la pretensión de patentar un esquema único de agrupamiento socialista.

La experiencia latinoamericana ha corroborado esta carencia de validez general. Las grandes gestas populares fueron implementadas con formas de organización muy diversas. Esta multiplicidad obedece a la vigencia de ritmos de maduración socialista muy desiguales en cada país. Las modalidades de organización deben adecuarse a estas diferencias para confrontar, además, con los retos creados por la dominación ideológica contemporánea de la burguesía.

El verticalismo sectario nunca logra explicar el abismo que separa su proyecto (tomar el poder) de su realidad (minoritaria). Abunda en descripciones de la crisis y en virulentas críticas a sus concurrentes de izquierda, pero solo expone pocos comentarios de sus propios problemas. Nunca se entiende cuáles son los obstáculos que impiden su transformación en la organización masiva y dirigente que tanto anuncia.

Este problema es irresoluble con razonamientos que ignoren la variedad de componentes que contiene cualquier estrategia socialista. Quiénes reducen esta política a una relación univoca entre el sujeto revolucionario (la clase obrera) y el partido de vanguardia, no pueden captar las mediaciones que separan a ambos planos. Suponen que el partido es el único transmisor del esclarecimiento socialista e ignoran todas las manifestaciones informales de conciencia radical (popular, socialista, antiimperialista) que no encuadran en su esquema de auto-desarrollo. Por eso solo ven inconvenientes pasajeros de la propaganda partidaria dónde existen obstáculos más serios para el desarrollo de un planteo de la izquierda.

La distancia kilométrica que separa a las masas de este tipo de organizaciones no obedece a causas coyunturales. Por eso se recrea a lo largo del tiempo y no se reduce cualitativamente en las grandes crisis. Expresa obstáculos derivados de la combinación específica que asumen en cada período los seis condicionantes de la estrategia socialista.

Algunos partidos auto-proclamatorios se forjaron navegando contra la corriente y mantuvieron en soledad la bandera del socialismo. Habituados a la adversidad sostuvieron sin vacilaciones el proyecto anticapitalista. Pero esta voluntad solo alcanza para repetir consignas y no para participar efectivamente en una transformación socialista.

Reforma y revolución

Las condiciones materiales, la correlación de fuerzas, los sujetos sociales, la conciencia popular, el marco político y la organización popular conforman el hexágono de temas que rodea a la estrategia de la izquierda. Los programas postulados para enlazar acción, convicciones y propuestas en un sentido socialista dependen de estos seis fundamentos.

Pero pocas veces la madurez de estos componentes coincide para permitir un salto anticapitalista. A veces la plenitud de las condiciones materiales no converge con la correlación de fuerzas, con el protagonismo de los sujetos sociales o con la aptitud del contexto político. Más infrecuente aún es el empalme de estos elementos con el nivel de organización, conciencia y liderazgo popular requeridos para un giro socialista. La estrategia de la izquierda es una búsqueda de caminos para superar estas discordancias.

La mayor dificultad radica en los nexos que enlazan a estos pilares. Los rumbos a seguir son muy variados, ya que la universalidad del programa socialista no es sinónimo de uniformidad. La experiencia del siglo XX ha ilustrado cómo los cimientos de este proceso se conjugan en forma muy diferenciada en cada país. También se ha verificado que la temporalidad de un debut socialista difiere significativamente entre desenlaces insurrecciónales acelerados (Rusia) y prolongadas confrontaciones de doble poder (China, Vietnam).

Frente a los dilemas creados por el desacople de componentes del cambio socialista existe un planteo reformista que propone articular paulatinamente todos los elementos en juego, a través de una progresión de mejoras sociales. Plantea este curso para reforzar las posiciones de los trabajadores, afianzar su gravitación política y fortalecer su presencia organizativa.

Pero las reformas que son factibles bajo el capitalismo no se acumulan, ni son irreversibles. Tarde o temprano su consolidación (o profundización) choca con la regla del beneficio y sobrevienen atropellos patronales que provocan mayores conflictos. En estas circunstancias, solo una respuesta popular anticapitalista drástica y consecuente permite avanzar hacia el socialismo.

Las reformas son válidas como un eslabón de esta lucha y es equivocado divorciarlas de un proyecto estratégico. Quiénes convocan a “resolver primero los problemas inmediatos” para “discutir posteriormente el socialismo”, olvidan que este futuro sería innecesario si el capitalismo pudiera satisfacer estructuralmente las necesidades perentorias.

Existe una segunda respuesta de tipo revolucionario para superar la desconexión entre condiciones objetivas y subjetivas. Este planteo propone acciones para articular los picos de la crisis del capitalismo con la disposición de lucha de las masas y las convicciones socialistas. Pero la experiencia del siglo XX y las crisis sudamericanas de los últimos años indican que este empalme no es tan sencillo, ni siquiera en las coyunturas más convulsivas. No basta que la crisis de hegemonía o autoridad de las clases dominantes converja con la revuelta de las clases oprimidas.

La maduración socialista requiere un proceso previo de preparación, que no se improvisa en el expeditivo sendero hacia el poder. Esta gestación incluye logros sociales y conquistas democráticas que pueden obtenerse a través de reformas. Este último término no es una mala palabra, ni se ubica en las antípodas de la revolución. Es un instrumento útil para gestar el salto revolucionario, cuándo permite tender puentes que aproximen a los oprimidos a la meta socialista.

Las reformas son conquistas necesarias para preparar un giro anticapitalista y la revolución es el paso indispensable para asegurar el alcance efectivo de estos logros. En muchas circunstancias se requieren reformas para desbloquear la insoslayable dinámica revolucionaria.

Registrar esta complementariedad es importante para superar la esquemática separación entre períodos conservadores (exclusivamente propicios para mejoras mínimas) y etapas convulsivas (que solo permiten respuestas revolucionarias). La estrategia socialista exige amalgamar iniciativas de reforma con un explícito horizonte revolucionario. Este norte es vital para la estrategia socialista porque la revolución es la guía que orienta los compromisos, las alianzas y las mediaciones legítimas o inaceptables para alcanzar el socialismo.

Optimismo y razón

Las estrategias se inspiran en experiencias pasadas y en reflexiones coyunturales abiertas a las nuevas circunstancias y vivencias. Son rumbos concebidos a partir de hipótesis inéditas y no simples cálculos de modelos a repetir. Se procesan a través de discusiones que utilizan nociones importadas del arte militar (táctica, guerra de posición o movimiento, ofensiva, contraofensiva), pero que asumen en la izquierda un contenido muy específico: descubrir senderos para subvertir el orden capitalista. La meta es erradicar la explotación y no arrebatar el poder a un grupo poderoso para transferírselo a su rival.

Esta dimensión liberadora del proyecto socialista está complemente ausente en las corrientes burguesas y su instrumentación exige adoptar una actitud de resistencia a la desigualdad y rechazo a la injusticia. Esta postura es indispensable para transformar la indignación en proyectos viables. Pero la elaboración pendiente también requiere afrontar los problemas más espinosos. Si no hay disposición para abordar las dificultades de la izquierda, los caminos al socialismo permanecerán invariablemente bloqueados.

La actual coyuntura latinoamericana invita a clarificar todos los temas mediante controversias francas, abiertas y respetuosas. Es el momento de asumir logros y balancear limitaciones con una actitud de crítica y entusiasmo. El optimismo razonado siempre fue un gran motor de la lucha socialista.

7-12-06

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Notas:

[1] Una versión reducida de este texto aparecerá en la revista española Viento Sur.

[2]Economista, profesor de la UBA (Universidad de Buenos Aires), investigador del Conicet, miembro del EDI (Economistas de Izquierda).

[3] Katz Claudio. “Socialismo o Neo-desarrollismo”.www.lahaine.org, 1-12-06. www.rebelion.org, 1-12-06

[4]El 1% de la población controla actualmente el 40% de las riquezas del planeta. Aizpeolea Horacio. “Como se reparte la torta”. La Nación, 15-9-06.

[5] Un ejemplo extremo de esta concepción -que asume el catastrofismo como una cualidad- presenta: Rieznik Pablo. “En defensa del catastrofismo”. En defensa del marxismo n 34, Buenos Aires, 19-10-06. Hemos polemizado reiteradamente con los fundamentos teóricos de esta concepción, en los artículos citados en la bibliografía.

[6] Harnecker describe cómo este debate surgió en la izquierda a principio de los años 90. Harnecker Marta. La izquierda en el umbral del siglo XXI. Editorial Siglo Veintiuno, Madrid, 2000, (segunda parte).

[7]García Linera Alvaro. “Somos partidarios de un modelo socialista con un capitalismo boliviano”. Clarín, 23-12-05.García Linera Alvaro. “El capitalismo andino-amazónico”. Enfoques Críticos, n 2 abril– mayo 2006.

[8] García Linera Alvaro. “El evismo: lo nacional-popular en acción”. OSAL n 19, enero-abril 2006. García Linera, Alvaro. “Tres temas de reflexión”. Argenpress, 4-11-06.

[9] Esta tesis fue considerada y posteriormente matizada por: Harnecker Marta. La izquierda después de Seatlle. Editorial Siglo Veintiuno, Madrid, 2002. Harnecker. La izquierda en el umbral.(cap 1 y 2).

[10] Dieterich Heinz. Hugo Chávez y el socialismo del siglo XXI, Editorial Por los caminos de América, Caracas, 2005, (cap 6).

[11]García Linera Alvaro. “No estamos pensando en socialismo sino en revolución democratizadora”. Página 12, 10-4-06. García Linera Alvaro. “La gente quiere autonomía pero conducida por el MAS”. Página 12, 5-7-06.

[12] No existen las quiebras de identidad histórica de los asalariados con la izquierda que se notan en el viejo continente. Consultar: Vercammen Francois. “Europe: la gauche radicale est de retour”. Critique Communiste, n 167, automne 2002.

[13] Ambas estrategias son analizadas por Harnecker La izquierda en el umbral (Tercera parte cap 6) y Petras James, Veltmeyer Henry. Movimientos sociales y poder estatal, Lumen, México, 2005 (cap 6).

[14] En otro texto citamos a varios exponentes de esa visión. Katz Claudio. “Crítica del autonomismo”. Memoria, CEMOS, n 197, julio 2005, n 198, agosto 2005, México.

[15] Es el caso de Negri Toni y Cocco Giuseppe. “América Latina está viviendo un momento de ruptura”, Página 12, 14-8-06. Negri Toni, “La derrota de EEUU es una derrota política”. Página 12, 1-11-05. Cocco Giusseppe. “Los nuevos gobiernos no se entienden sin los movimientos sociales”, Página 12, 20-30-06.

[16] Es el caso de: Holloway John. “Kirchner como resultado de los movimientos del 2001”, Página 12, 30-10-06.

[17] El catastrofismo es un soporte teórico de esta concepción. Ver Rieznik, "En defensa..."