Estampa
peruana
Perú,
país de propietarios
Por
Vicente Romano
Rebelión, 11/12/07
El fascismo
español quiso liquidar las clases sociales mediante un
decreto del general Franco por el que se declaraba que en
España solo había productores. Se desterró así, manu
militare, el término obrero del lenguaje de los medios de
comunicación y de los libros.
El
opusdeista y depresivo presidente Alan García proclama en
tono solemne que quiere convertir el Perú en un “país de
propietarios”. Y este adalid del libre mercado y del TLC
con Usamérica, esto es del intercambio desigual con las
grandes compañías yanquis, lleva camino de hacerlo
realidad. Más del 70% del trabaja de Perú es informal, o
sea no regulado, autónomo, como se suele decir en términos
eufemísticos.
La ausencia
de Estado, de asistencia social, de servicios públicos, de
jornada laboral, de vacaciones, etc., lleva al pueblo
peruano a desarrollar una asombrosa inventiva de
supervivencia. La “sociedad libre de mercado” genera los
oficios y autoempleos más inverosímiles. He aquí unos
ejemplos.
Ante la
desidia estatal y municipal para reparar las carreteras y
calles surgen surge el tapabaches. Se trata de un muchacho
que armado de una carretilla llena de tierra o escombros y
una pala monta su negocio junto al socavón correspondiente.
Lo tapa para que los vehículos no sufran y los conductores
le agradecen el servicio depositando en su mano una moneda.
El datero
es otro hombre joven, bien vestido, que se sitúa al borde
de las aceras y en determinados trayectos de las calles por
donde discurre el alocado tráfico de viajeros, los
“colectivos”. Sus herramientas de trabajo son una
libreta de apuntes y un lápiz. Su trabajo consiste en
apuntar hora y minuto del paso de los distintos vehículos y
comunicárselo al conductor correspondiente. Así sabe la
hora precisa en que pasó el último y, en consecuencia,
acelerar o reducir la marcha para mantener el ritmo. Dicen
que las propinas que recibe le procuran un sueldo que muchos
quisieran para sí.
El guachimán,
castellanización del watchman (vigilante) anglosajón, es
un hombre joven que establece su empresa privada en una
sección de calle de los barrios de clase media y alta. Sus
medios de producción los integran un uniforme con visos de
policía o militar que se agencia en Gamarra, el gran almacén
de ropa barata, una gorra, unos galones o estrellas que se
reparte a discreción por chaqueta y pantalón. Se compra
una cabina del material más barato posible para protegerse
del sol o del frío, tan pequeña que, por lo general, ni
siquiera puede sentarse. Desde la abertura que hace de
ventanilla vigila las aceras, coches y puertas de las 8-10
casas de su “jurisdicción” y avisa a sus propietarios
de cualquier incidente. Cada fin de semana pasa a cobrar la
“voluntad” a los respectivos vecinos.
La
infinidad de vendedores que pueblan calles y aceras de Lima
encarna a la perfección esa sociedad de propietarios.
Peruanos y peruanas de cualquier edad y mestizaje étnico
ofrecen toda clase de productos y servicios: chicles,
caramelos, pastelillos y bocaditos fabricados por ellos
mismos, refrescos, niños haciendo piruetas en los escasos
semáforos, y un largo etcétera. La obsesión por el
negocio personal se manifiesta incluso en el recinto de la
Universidad Mayor de San Marcos. Los espacios exteriores e
interiores están ocupados por innumerables tenderetes y
puestecillos donde se merca de todo. Principalmente de
comida, libros de segunda mano y fotocopias de todos los
textos que uno pueda imaginarse. Algunos muchachos,
probablemente estudiantes, cocinan en diminutos hornillos el
tradicional anticucho, un sabroso pincho elaborado con el
corazón de las reses. Las vísceras que otrora despreciaran
los esclavistas y patronos sirven ahora para sufragar
estudios de los pobres.
El
transporte público, esto es, los medios privados utilizados
para el desplazamiento del público, reflejan a la perfección
la lucha por la supervivencia, la competitividad por el
cliente y el beneficio, eso que los economistas del libre
mercado llaman competencia. En Lima, esta ley feroz de la
selva, en este caso de asfalto, la ejemplifican los
“colectivos”, en particular los “micros” o
“combis” y los taxis. Los microbuses que se dedican al
transporte urbano de pasajeros son unas furgonetas pequeñas
con unas filas de asientos y una puerta de acceso lateral.
Enganchado a ella va una especie de cazaviajeros, un joven
que grita el trayecto a las personas que esperan en las
aceras. A veces ocurre que engancha a algún indeciso que
tiene otro destino. La agresividad por captar o raptar
clientes no tiene límites.
Como no
existen tarifas oficiales ni taxímetros, el importe de una
carrera en taxi hay que regatearlo con el conductor antes de
entrar en el taxi. De ahí que la ventanilla delantera vaya
siempre abierta, haga frío o calor, llueva o haga viento,
con la consiguiente incomodidad para el viajero. Existen
taxis de todos los colores, tamaños y marcas: de 2, 4 y 5
puertas, blancos, amarillos, azules, rojos, marrones, con
pintas, con distintivo y sin él, nuevos, viejos y viejísimos,
de 4 o de tres ruedas. Estos últimos en los barrios periféricos
pobres. Los hay con una pegatina que el conductor saca de la
guantera y la coloca en el parabrisas cuando cree que puede
captar un cliente entre los paseantes de las aceras. Están,
por fin, los colectivos que van recogiendo la clientela que
va en un trayecto determinado.
Con motivo
del gran terremoto del 15 de agosto pasado, y ante la falta
de Estado, de regulación, aumentó considerablemente la
demanda de transporte a las zonas afectadas. Así que, de
conformidad con la sacrosanta ley de la oferta y la demanda,
los precios de los taxis, autobuses y hasta pelajes de las
carreteras se duplicaron y triplicaron. Precisamente para
los más necesitados, para los pobres que querían ir a
comprobar si los suyos estaban vivos y los podían socorrer.
Para que luego digan que el libre mercado no soluciona las
necesidades humanas.
La
ingeniosidad de la supervivencia ha llevado incluso a una
especie de democratización de la banca. Los cambistas
constituyen otra de las manifestaciones de este país de
propietarios. Vestidos con sus cazadoras de aspecto militar
en las que refulgen los símbolos y palabras del dólar y
del euro, se colocan en las esquinas, aceras, puertas de los
restaurantes y centros por donde pueden pasar turistas. Con
una calculadora en una mano y un fajo de billetes en la otra
abordan a los transeúntes ofreciendo sus servicios de “¡Cambio,
cambio!”. Así se pasan horas y horas, por lo general en
grupos de dos o tres, y a la vista cercana de la policía
para mayor seguridad. Viven de ofrecer un par de céntimos más
que los bancos. Pero este cambio también hay que
regatearlo. Y uno no tiene por menos que extrañarse de que
no los asalten y les arranquen los billetes de la mano.
La
seguridad la garantiza una diversidad inabarcable de policías
estatales, municipales, distritales y, sobre todo, privados.
Con sus uniformes multicolores inundan las calles céntricas,
las esquinas y puertas de bancos, colegios y tiendas.
Predomina el verde olivo y los distintivos similares a los
de la policía oficial. Es más, dado el bajo nivel de sus
sueldos, muchos de los policías oficiales l complementan
con servicios a la propiedad privada, sin dejar por eso sus
uniformes ni armas en casa. Sí hay que guardar la libertad
de mercado.
Pero esta
proliferación de propietarios, de autoempleados, no puede
ocultar las infinitas formas de mendicidad presentes por
doquier. Las más llamativas, las de los indígenas, o mejor
dicho las indígenas, pues son ellas las que desde las
comunidades andinas bajan a las ciudades. Non piden
directamente ni alargan su mano a los transeúntes. Ofrecen
su maravillosa artesanía, con el consiguiente regateo.
Vestidas con sus vistosas ropas tradicionales, algunas de
ellas se dejan fotografiar con una cría de llama o un
corderito en brazos a cambio de unas monedas. Este tipo de
propietario florece en Cuzco, a causa del turismo. En una de
sus plazas he podido ver al trabajador más joven que se
pueda imaginar: un bebé de unos 8 meses.
La madre,
vestida con la ropa tradicional de las indígenas andinas,
se posiciona en una plaza de Cuzco por donde pasen turistas
para dejarse hacer una foto típica por un pequeño óbolo.
En sus brazos sujeta, arropado, un corderito de impecable
blancura. A la espalda, el bebé trabajador, arrebozadito en
la lliclla, la manta andina de colores. Fuera de ella asoma
su cabecita, coronada por el multicolor gorrito indígena, y
su manita derecha. Al entrar el transeúnte en su campo
visual agita llama con su manita. Una vez en su cercanía,
vuelve la mano para que deposite una moneda en la palma,
sonríe agradecido y se la da a la madre. O sea, que este
bebé sabe ya hacer algo, un trabajito, para contribuir a la
economía doméstica.
Invasiones.
Quienes se toman en serio la apropiación son los prófugos
de la sierra, los pobres de las comunidades andinas que
huyen de la explotación y de la violencia política. Los
sin nada bajan a la costa a privatizar lo de todos. Se trata
de los invasores. Llegan en grupos organizados, dirigidos
por un señor que cobra por participar en estas comitivas de
apropiación. Eligen una determinada porción de desierto y
clavan una bandera peruana en la arena. Equipados con cinco
esteras de totora o cañizo, de 2,5 por 2,5 metros, ocupan
los arenales y dunas, carentes del menor rastro de vegetación,
de las periferias de las ciudades costeras. Con estas cinco
esteras, una para cada pared y otra para el techo, levantan
su choza de 6,25 meteros cuadrados. En los primeros meses
apenas se distinguen se distinguen de la arena por su color
amarillento. Desde la carretera parecen plantaciones más o
menos caprichosas de Asentamientos Humanos, pueblos jóvenes,
barriadas, que se prolongan a lo largo de 70 kilómetros al
sur de Lima, a ambos lados de la carretera panamericana. Los
más previsores dejan ya, desde un principio, espacios para
las futuras calles.
Guiados por
la idea de que lo público es del populicus, del pueblo,
invaden terrenos del Estado o que están en litigio. Mas,
sabedores también, por experiencia propia, de que las
fuerzas del Estado no están para defender sus intereses,
sino para proteger los de unos pocos, planifican de antemano
las periódicas luchas con la policía o el ejército. Para
mayor seguridad se hacen acompañar de su abogado.
Una vez
instalados eligen un comité encargado de organizar y
dirigir las actividades. Luego clavan un gran poste con dos
altavoces al lado de una de las chabolas en la que se
instala el equipo de audio. A través de ellos se anuncian
los acontecimientos que interesan a la incipiente comunidad:
cuándo viene la poli, el cambio de guardia, día del
mercadillo, etc.
Inmediatamente
brota el primer “restaurante”, el que improvisa una señora
avispada. Se construye un fogón con unas piedras y la poca
leña que puede recoger de los vertederos más o menos
lejanos. Su único plato, el popular ceviche elaborado con
los pescados atrapados en el mar cercano. Al carecer de
refrigeración, los altavoces empiezan por pregonar el
precio. 1,50 soles la ración (unos 35 céntimos de euro).
Al poco rato se reduce a 1 sol, y un poco más tarde a 0,80
soles. El sol amenaza con echar a perder la mercancía y hay
que venderla lo antes posible.
Una vez
instalada y reconocida la primera invasión, llega la
segunda ola. Los nuevos invasores quieren hacer lo mismo,
aunque ya tienen que establecer sus viviendas en peores
sitios. Hay que acordarlos con los primeros.
Por término
medio, estos poblados improvisados, tardan de 15 a 20 años
en conseguir que las autoridades municipales y las compañías
les lleven el agua y la electricidad. El alcantarillado
puede durar más todavía.
Pero la
lucha de estos asentamientos humanos no cesa. Hay que pelear
con los tribunales de justicia, con las autoridades habidas
y por haber. Al estar ubicados en zonas de riesgo, es
necesario que se les socorra en necesidades tan perentorias
como construir muros de contención que mitiguen los
derrumbes ocasionados por los frecuentes desprendimientos y
terremotos, y calles y escaleras de materia noble, esto es,
sólida (ladrillo, piedra, cemento), que faciliten la
movilidad y el acceso. Hay que obtener los documentos
acreditativos de la propiedad del predio, una pelea jurídica
con los dueños o el Estado que dura años y años. Y muchas
cosas más. En la actualidad están organizados en una
Federación de Organizaciones Vecinales de Lima y Callao.
Algunos de estos asentamientos, como el de Villa El
Salvador, con sus 460.000 habitantes, ha adquirido renombre
internacional por su capacidad de lucha y autoorganización.
Ha sido objeto de curiosidad científica para sociólogos y
políticos. El mismo Papa Juan Pablo II se dignó visitarlo.
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