Apertura
total del agro al TLC estadounidense...
o
de cómo se sigue matando al campo en México
Por
Adán Salgado Andrade
Enviado
por el autor, 13/12/07
El
ilegítimo gobierno panista que administra, más que
gobernar, a México, ha decidido continuar con los
originales términos del Tratado de Libre Comercio (TLC),
suscrito con EU y Canadá hace más de 10 años, entre los
cuales se contempla la total e indiscriminada apertura de
los productos agrícolas estadounidenses, los que ya, de por
sí, han invadido el mercado nacional, con frutas, legumbres
y cereales de todo tipo y en distintas presentaciones (sí,
tanto en forma natural, como ya procesados). No sólo eso,
sino que varios de ellos son genéticamente modificados, sin
que a la fecha se conozcan con exactitud los daños a la
salud que esa situación provocará en poco o en mucho
tiempo (por lo pronto, se han reportado ciertas alergias y
problemas intestinales en personas sensibles). Así pues,
por un lado, se ha generado una desigual competencia agrícola
(no se puede competir con campesinos estadounidenses que en
promedio reciben un subsidio anual de 25000 dólares, con
los mexicanos, que, en promedio reciben 700 dólares, en
promedio, sí, pero no todos son ayudados por el gobierno, sobre
todo aquéllos quienes, por tierras de labranza, poseen
yermos terrenos semidesérticos) y, por otro, se permite la
entrada sin restricciones de productos de dudosa calidad,
además, como mencioné, de que son genéticamente
modificados. Por ejemplo, una buena parte del maíz que se
importa ya de EU es el producido por Monsanto, el llamado terminator,
el que, supuestamente, da un mayor rendimiento por hectárea
sembrada, pero esa empresa no dice que se requiere de una
mayor cantidad de agua y fertilizantes. Pero además a ese
maíz se le ha apodado así debido a que, por protección
de la patente – como si a la naturaleza el hombre, en
su absurda soberbia, la pudiera inventar – creada
por tal empresa, ésta le agregó a la modificación genética
un herbicida, para evitar que las semillas sembradas
germinen y crezca una nueva mazorca de ellas, así que
adivinar qué daños al organismo de animales y humanos que
consumen tal maíz ya esté ocasionando tal modificación,
junto con el herbicida.
Y
si ya los problemas mencionados son por sí mismos graves,
el tiro de gracia lo constituye el grave hecho de que para
el 2008 absolutamente todos los productos agrícolas
estadounidenses serán liberados, es decir, se
permitirá su libre entrada sin restricciones, ni impuestos
de ningún tipo. Eso incluye, por desgracia, al maíz y
al frijol, productos originarios de México, que son los más
sembrados por nuestros campesinos. El precio de garantía
que actualmente se ofrece para el maíz, digamos, de unos
3500 pesos en promedio, no alcanza a compensar en la mayoría
de los casos los costos de producción, sobre todo de los
campesinos más pobres, quienes tienen siempre que vender un
“animalito” o algo para que puedan sembrar. La famosa
ayuda de Procampo es de 450 pesos por hectárea, lo que no
alcanza ni para el alquiler del tractor para arar (eso puede
cobrar por día un tractor y no alcanza a terminar una hectárea
en una jornada, sobre todo cuando la tierra está muy seca y
apretada). Por esa razón muchos campesinos prefieren no
sembrar ya y alquilan sus tierras o las dan a “medias”,
es decir, que permiten la siembra de algo en ellas y se
quedan con la mitad de lo cosechado. La pasada crisis
maicera, que elevó el precio del kilogramo de tortilla a
los $8.50 pesos que en promedio cuesta actualmente, se debió
en buena parte a esa desincentivación entre los campesinos,
quienes no ven ya al campo ya no se diga como negocio, sino
ni siquiera como una manera legítima de obtener un
ingreso que les permita vivir adecuadamente.
Por
tanto, el hecho de que se vaya a permitir la entrada
indiscriminada de maíz y frijol estadounidenses, los cuales
costarán, claro, mucho menos que los producidos en México,
agravará aún más los graves problemas de falta de
producción agrícola, déficit de alimentos (año con año
aumentan nuestras importaciones alimentarias, sobre todo de
los EU, incrementándose así la riesgosa dependencia que
implica el comer de lo que ese país produce, el cual, por
meras razones de dominación política, puede condicionar la
venta de alimentos a cambio de que México lo apoye,
supongamos, en el bloqueo contra Cuba) y empeorará las de
por sí malas condiciones de vida de la mayoría de los
campesinos mexicanos, muchos de los cuales, a falta de
oportunidades, elegirán la opción de emigrar hacia los
Estados Unidos (véase, pues, cómo la imposición
estadounidense de un tratado comercial tan desequilibrado
está ocasionando también el exilio masivo de mexicanos a
su territorio, problema del que tanto se quejan los
congresistas de ese país). Y cínicamente varios de
nuestros políticos han afirmado que si resulta más
barato importar maíz a que producirlo, pues
bienvenido todo el maíz importado, declaración que
evidencia la total falta de visión y profunda ignorancia de
los declarantes, pues, como ya señalé, un país no
puede considerarse desarrollado ni soberano si antes no es
autosuficiente en sus necesidades alimentarias. Pero,
claro, aquí se le da más importancia a ensamblar autos o
dvd’s que a producir alimentos.
Para
constatar cuan grave es la situación del campo en México,
basta con visitar alguna localidad agrícola y se verá que
no es exageración los problemas que ya se están padeciendo
desde hace años, como consecuencia del descuido en que se
ha mantenido esa actividad, una de las consideradas primarias.
Con
mi acompañante, decidimos acudir a Tenancingo, un municipio
del estado de México, famoso, entre otras cosas, porque
hace años era un centro floricultor muy importante, además
de que se siembran otros productos, como legumbres (chayote,
calabaza, jitomate, lechuga, rábanos...), frutas (manzanas,
peras, naranjas, limones...), leguminosas (frijol, maíz,
salvado, soya, habas...), pero que ahora ya padece
fuertemente los problemas que analizamos arriba.
Para
llegar a ese sitio se debe de tomar la carretera hacia
Toluca y de allí dirigirse hacia Ixtapan de la Sal. Los últimos
treinta minutos de camino lo constituyen cerradas curvas que
pueden marear a quien no esté acostumbrado a esos sinuosos
recorridos. Desde la carretera son visibles las capas plásticas
de los invernaderos de plantas florales.
Un
letrero, casi a la entrada del pueblo, indica “59500
habitantes”, aunque ha de tener más de diez años de
estar allí, así que quizá sean muchos más.
Después
del último tramo de carretera, éste, una pronunciada
bajada, aparece una glorieta, a un lado de la cual se
encuentran, casi juntas, dos agencias de autos, en donde
caros vehículos esperan a prósperos compradores. Luego, un
amplio bulevar, con un camellón de frondosos árboles,
recibe al viajero. Es una muestra del aparente progreso y
riqueza de la región.
Fundado
hacia 1650, Tenancingo se caracterizó por ser,
principalmente, productor de flores, llegando a proveer, en
sus buenos tiempos, hasta el ochenta por ciento de las
consumidas en el país... claro, antes de que se realizara
la importación masiva de flores de Colombia o de Europa. Y,
por supuesto, antes de la entrada en vigor del llamado
“capítulo agropecuario” del TLC, después del cual se
agravaron aún más los problemas que ya estaban padeciendo
los floricultores tenancinguenses, debido a que hace unos
seis años empezaron a entrar al país aquéllas flores
importadas.
Descendemos
del autobús “Tres Estrellas del Centro”, que abordamos
dos horas y media antes, desde la ciudad de México. Luego,
caminamos por la avenida de “Los Insurgentes”, cuya
densidad comercial, o sea, el número de comercios
existentes por calles, debe ser altísima, pues prácticamente
está llena de todo tipo de establecimientos mercantiles
desde tortillerías, pasando por ferreterías, plomerías,
tiendas de pinturas, farmacias, panaderías,
supermercados... hasta locales de Internet, todo un cuadro
comercial, indicativo de la necesidad de sus propietarios de
establecerse en un giro diferente, competitivo, además
de que sea demandado. De todos modos, esos intentos se
pierden pues podemos contar, por ejemplo, hasta cinco
farmacias en el transcurso de dos cuadras o tres ferreterías
en una sola, y así.
“Pues
es que aquí es lo único que se puede hacer”, nos dice
don Carlos, el encargado de una tienda de pinturas. “Pero
últimamente no nos va tan bien, porque, aquí, todos
dependemos de los floreros, y si a ellos les va bien, a
nosotros, también, pero de seis años para acá, a ellos
les ha ido remal, joven”, comenta, esperanzado de que las
cosas mejoren.
No
parece que la situación mejorará pronto. Don Chucho Martínez,
dueño de una ferretería, nos dice: “Fíjese, ahora con
eso de que se van a llevar el mercado de las flores para la
Marquesa, la verdad, quién sabe cómo nos vaya a ir”. Así
es, existe el proyecto de trasladar la venta de las flores
del otrora próspero mercado de Tenancingo a la Marquesa,
algo bastante apoyado por el actual gobernador, el señor
Enrique Peña Nieto. De ser así, Tenancingo perdería el
lugar tan estratégico que ocupa como surtidor de flores. Sólo
hay que ver los cientos de camionetas, haciendo fila, que
llegan a cargar gladiolas, claveles, rosas, nube... sobre
todo en las fechas festivas, como el 10 de mayo, las
“clausuras escolares” de agosto, el 2 de noviembre...
Aunque
algunos floricultores tienen la esperanza de que el mercado
no desaparezca. “Pos es que, como aquí vienen muchos de
Morelos a surtirse, pos no creo que se lo lleven todo
pa’allá”, interviene un floricultor que está comprando
alambre de púas. Ciertamente el traslado sólo seguiría
contribuyendo a la concentración de la producción y la
economía hacia los grandes centros urbanos, como lo es la
ciudad de México, muy cercana a la Marquesa. Equivocadas
estrategias de desarrollo, pienso, porque, entonces, se
siguen relegando las zonas rurales y, con ello, la
posibilidad de ampliar los horizontes laborales fuera de las
megaciudades.
“Es
que ya no quieren que Tenancingo sea tan importante”,
continúa don Chucho platicándonos. “Fíjese que ya hasta
la Coca se fue a Tenango”. Así es, la embotelladora de
esa transnacional refresquera, decidió trasladarse a otro
poblado, Tenango, ubicado a media hora de Tenancingo. La razón
es que, dice don Jesús, la compañía no pagaba la renta
del local donde laboraba. No creo que haya sido por bajas
ventas, como se tratan de justificar, sino que es,
generalmente, la arbitraria forma de actuar de muchos de
esos consorcios transnacionales, quienes se aprovechan de
las grandes facilidades que se les dan en poblaciones pequeñas
con tal de que creen fuentes de trabajo.
Trescientos
obreros dejaron de laborar. “¡Imagínese, adónde van a
ir a trabajar esas gentes!”. Sí, por lo que se ve, hay
muy poco trabajo en Tenancingo, la “zona urbana” del
lugar, por decirlo así. Ese mismo problema se suscitaría
de trasladarse el mercado de la flor, el cual da trabajo a
unas 500 personas.
“También
la estación de policía se la van a llevar a Villa
Guerrero”, agrega don Jesús. “Dicen que es una
venganza, de cuando Alfredo del Mazo era gobernador”. Según
esta versión, en aquel entonces, un hijo de del Mazo, quien
andaba conduciendo en estado de ebriedad, chocó en su vehículo.
Se cuidó de decir quién era, así que los policías que lo
detuvieron, le dieron trato común, como cualquier
infractor. Cumplió la sentencia y pagó los cargos. Sin
embargo, por ese accidente, el joven del Mazo se acarreó
otros problemas de riñas, hasta que, se cuenta, lo mataron,
justamente en Tenancingo. Resulta un tanto increíble la
versión. Pero, de ser así, sería evidencia de la
impunidad con que actúan los grupos políticos en este país.
Más bien, pienso, es el resultado de tantos acuerdos
binacionales, trinacionales, internacionales,
fondomonetaristas... tomados por nuestros gobernadores, sin
consultar nunca al pueblo.
“Uy,
pero váyase al campo... allá está peor que aquí”,
advierte don Chucho. Al “campo”, le llaman a los barrios
y poblados que, propiamente, viven de cultivar las tierras.
Le
agradecemos la entrevista y nos aventuramos a ir allá.
Comemos algo. Después, tomamos un taxi colectivo, el cual
indica en un letrero pegado al parabrisas, como destino,
“Tepoxtepec”. El pasaje “mínimo” es de ¡cinco
pesos!, por un recorrido que no lleva más de 15 minutos, de
unos seis kilómetros. Vaya si es caro el pasaje, tomando en
cuenta que la zona es considerada, salarialmente, como baja,
así que el salario mínimo es inferior al de la ciudad de México
en unos tres pesos, pero en ésta, el pasaje mínimo es,
actualmente, de $2.50 pesos, en recorridos de cinco kilómetros
y, de cuando mucho, cuatro pesos, en recorridos mayores a
doce kilómetros.
Por
el camino, pasamos frente a una extensa propiedad, bardeada
con muros blancos de unos tres metros y medio de altura,
rematados con ribete tipo “pecho de paloma”. Preguntamos
al conductor de quién es. “Se llama Los alcatraces. Pos
dicen que era de López Portillo, pero que, luego, se la
vendió a Chespirito, el del Chavo del Ocho”. Así es,
después averiguamos que el controvertido ex-presidente,
quien estuvo dispuesto a defender “el peso como perro”,
hace años compró, casi regalados, varios terrenos
ejidales, con la promesa de llevar grandes proyectos de
desarrollo al lugar. Pero nunca fue así, y quienes le
vendieron, sólo perdieron sus tierras a cambio de unos
cuantos pesos, quedando peor que antes. “Han de ser como
unas cincuenta hectáreas”, dice el chofer, quien cuenta
que hace tiempo trabajó allí, de peón. “Pero pos eso
nos sacamos, por majes”, dice, con tono de resignado
conformismo, “por andar creyéndonos todo lo que nos
prometen”.
Llegamos
al final del pavimento. “Hasta aquí llego”. Por más
que insistimos de que nos lleve más allá, como nos indicó
don Chucho, el taxista se rehúsa, diciendo que el camino
está muy feo, por las lluvias, y “se m’enloda el
carro”.
Resignados,
tomamos nuestros maletines y seguimos a pie, buscando la
casa del señor Juan García, campesino, amigo de don
Chucho.
Caminamos
más de dos kilómetros por una terracería, llena de
charcos lodosos. A veces no se pueden evitar, ni
“bordeando” el camino. Ni modo, no nos queda más que
enlodarnos, como los pocos caminantes con quienes nos
cruzamos y que nos miran con recelo y desconfianza, algunos
contestando nuestros saludos y otros, no. De un lado del
camino, se ven algunos verdes campos, de riego, en los
cuales se siembra flor. Del otro lado, bordea el cerro,
“pelón”, ya sin árboles, pues estando tan caro el gas,
mucha gente sigue cortando leña para su cocina, además de
la costumbre de sembrar hasta en los cerros. No sólo está
deforestado, sino erosionado, quedando en varios puntos la
roca viva.
Por
fin, hallamos una casa. Está hecha de tabiques grises,
“pelones”, y techada con láminas de asbesto. Es una de
las mejores, comparadas con otras dos que se ven más allá,
construidas todavía de adobe. Preguntamos por el señor
Juan García. “Allá abajito vive”, nos indica una mujer
de unos sesenta años, quien se esmera en lavar un montón
de ropa con dos cubetas de agua que tiene al lado del
lavadero. Agradecemos la información y nos dirigimos
“abajito”...
El
“abajito”, todavía nos llevó como un kilómetro.
Llegamos, “gracias a Dios”, al hogar de don Juan, un
hombre como de cincuenta y cinco años, mediana estatura,
delgado, cojo de una pierna, producto de un accidente. “Es
que cuando trabajaba en el rancho de López Portillo, me caí
y se me quebró la pierna, pero en el hospital no me la
atendieron bien”, nos cuenta, más tarde, ya en confianza,
habiéndose eliminado la hostilidad inicial, pues le dijimos
que íbamos de parte de don Chucho. Entendemos por qué la
renuencia del campesino a platicar con extraños.
Probablemente sea su condición histórica de constante
marginación y de que la clase gobernante sólo se sirva del
hombre del campo, cuando a sus intereses políticos así
convenga.
“Sí, muy buen amigo don Chucho... seguido me
anda emprestando dinero, cuando no tenemos ni pa’
comer”. Y eso, por lo que nos cuenta, es frecuente.
Trabaja en la flor, dice, pero por su pierna, pocos floreros
le dan trabajo, porque es muy “lento”, pretextan. Padre
de cinco hijos, “dos muchachos y tres mujercitas”, don
Juan se las ve duras para sobrevivir. Por fortuna, dos hijas
ya se “le casaron”, pero otra “nomás fracasó”,
dice, y vive en su casa, junto con su hijo de meses. Doña
Ángela, la esposa de don Juan, nos ofrece un vaso de
“Coca”. Curioso, me parece, que a pesar de las penurias
económicas, consuman refresco. Consecuencia de la imposición
de transnacionales hábitos alimenticios, considero.
Don
Juan cuenta que su hijo mayor, de 26 años, anda en Estados
Unidos, de ilegal. “Ya con ésta, son tres las veces que
se ha ido m’hijo, pero siempre llega igual de jodido...
casi todo se lo gasta allá con viejas”. Dice que con el
poco dinero que se ha traído, habían comprado un par de
bueyes y una yunta, para trabajarla arando los campos y
sacar más dinero. Pero uno de los animales se enfermó y se
murió. Su hijo, mejor vendió todo y otra vez se quedaron
sin nada con qué ayudarse. “Yo le digo que ya ni había
d’irse... pa’ qué. Mejor que le busque aquí”. Y es
que cada “ida” a los Estados Unidos, le sale al
muchacho, de su pasaje a la frontera y el pago del
“pollero”, en unos $18,000 pesos, los cuales ha
conseguido prestados cada vez y que, por sus irregulares y
cortas estancias, ni siquiera ha recuperado. “¡Uh,
‘horita debe como veinte mil pesos de la última vez que
se fue!”, dice don Juan. Por lo menos, su hijo ha logrado
regresar.
En Tenancingo hay una funeraria que ofrece sus
servicios de “traslado de cadáveres desde los Estados
Unidos”, refiriéndose, por supuesto, a aquellos paisanos
que mueren por allá, es decir, son algo muy común los
decesos. Sin embargo, a pesar de esos inconvenientes, para
muchos, como el hijo de don Juan, irse “pal’otro lado”
es la única alternativa en un medio en donde hay poco
trabajo – mal remunerado, además – en las labores agrícolas,
las únicas que muchos, dada su baja preparación, están en
posibilidades de desempeñar.
¿Y
en qué puede trabajar aquí?, preguntamos. “Pos con los
floreros”, responde, con cierta inseguridad. Pero reconoce
que últimamente tampoco hay mucho trabajo cultivando las
flores. “Pos si no, le digo que mejor se vaya pa’ México,
a trabajar de albañil”. De todos modos, cada que se va a
EU, les “encarga” a su mujer, una muchacha de 18 años,
y a sus dos hijos, de tres y un año. Ella ya está
“esperando” otra vez. “Nomás nos va pior”, suspira
don Juan, resignado. Dice que los floreros pagan cien pesos
por día, trabajando desde las ocho de la mañana, hasta las
cinco de la tarde, pero “sin comida”.
Los trabajadores
deben pagarse sus alimentos o llevar “lonche”. Quien
quiera trabajar, sólo debe esperar las camionetas que a
diario recorren el campo en busca de peones. Preguntamos si
no posee tierras propias. Tiene como media hectárea, dice,
pero desde hace tres años ya no la siembra, porque no tiene
dinero, ni marranos, ni caballos qué vender, para poder
hacerlo. “Pero, pos luego, es pior, porque sale uno
perdiendo en la sembrada”. Así es, de alguna forma, el
campesino subsidia al sector alimenticio. Por ejemplo,
sembrar el equivalente a una tonelada de maíz, al campesino
pobre, como don Juan, le sale entre cinco y seis mil pesos.
Y lo más que le ofrecen los maseros es $3500 pesos, o sea,
habría una pérdida de $1500 a $2500 pesos que el hombre
del campo debe de absorber. Por eso, dice don Juan, cada que
siembran, se hacen más pobres. Mejor, entonces, tratan de
hacer algo con su maíz. Cuando lo sembraban, Doña Ángela
vendía “gorditas” y tortillas los domingos, que ella
hacía, pues “así se le sacaba más al maicito”. Pero,
aparte de que ya no tiene dinero para sembrar, lo que agravó
la situación es que hace cuatro años, mediante un supuesto
“programa gubernamental”, a todos los campesinos de por
allí, les fueron a ofrecer un maíz que, aseguraron quienes
lo promovieron, les iba a rendir mucho más que el criollo.
Supuestos ingenieros e ingenieras agrónomos hicieron la
labor. Resultó que les vendieron maíz transgénico, de la
transnacional Monsanto (y eso que está prohibido aún
sembrar ese tipo de maíz aquí), como podemos ver de uno de
los costales que don Juan guarda desde entonces, para que no
“me hagan maje otra vez”. Les aseguraron que les iba a
rendir el triple del maíz criollo que acostumbraban
cultivar.
Por supuesto que no fue así, pues el maíz transgénico,
para que realmente rinda, requiere de demasiados agroquímicos,
mucho más agua y técnicas agroindustriales que sólo los
granjeros ricos de Estados Unidos, por ejemplo, son capaces
de realizar – sobre todo, como ya dije, gracias al
subsidio de aproximadamente $25000 dólares que recibe cada
uno al año –, no los pobres campesinos mexicanos, muchos
de los cuales solamente tienen tierras de temporal. Les
“subsidiaron” los costales de 40 kilogramos, que, según,
costaban 600 pesos y se los dieron en 170 pesos, más
barato, incluso, que el maíz criollo, que costaba 400
pesos. Todos “se alocaron”, dice don Juan, y le entraron
a sembrar maíz transgénico, evidentemente, sin saber que
eso era lo que iban a cultivar.
El desastroso resultado para
sus mermadas economías es que dicho maíz no rindió lo
prometido. En algunos casos, la cosecha fue menor que con el
criollo y, para mayor desgracia, cuando al año siguiente
quisieron sembrar las semillas que, como siempre hacen,
guardaron, éstas apenas si llegaron a crecer diez centímetros
y, después, “extrañamente”, se murieron. Claro, porque
tampoco les dijeron que esas eran las ya mencionadas
semillas terminator, a las que Monsanto, como dije,
agrega un herbicida que, al momento de germinar y crecer aquéllas,
las mata. Por eso don Juan ya no pudo sembrar, como muchos,
porque ni maíz propio tuvo para hacerlo, y eso de estar
comprándolo, pues hubiera salido mucho más caro, porque,
eso sí, a ellos, les compran barato, pero les venden caro.
¿Y no se quejaron o protestaron? Don Juan se encoge de
hombros: “Pos no, pa’ qué, si ya nos habían fregado”
¿Bueno, y Procampo?, le preguntamos. “¡Uy... esos
nomás nos dan como 450 pesos por hectárea. Con eso, ni
pa’ la arada!”, replica, algo molesto. Hace un año
alquiló su media hectárea a los floreros, pero nomás se
la “echaron a perder”, porque emplean agroquímicos,
como herbicidas o insecticidas muy tóxicos, que contaminan
y degradan el humus cultivable. Don Juan ha tratado de
remediar el daño, dejando crecer hierba silvestre que corta
y deja podrir, para ver si sus tierras “se componen”.
Como él, muchos campesinos, incapaces ya de sembrar sus
tierras, las alquilan a los floreros, quienes las dañan con
tantas sustancias empleadas para lograr saludables flores.
Además, esos agroquímicos se van al subsuelo, contaminando
los mantos acuíferos, de donde se surte de agua potable
todo el municipio de Tenancingo, incluidos los poblados
aledaños. Habrá que ver las consecuencias futuras a la
salud de los habitantes del lugar en unos años. Don Juan
nos invita a comer, pero agradecemos su gesto, pretextando
que ya lo hicimos, en vista de que dos bocas más resultarían
onerosas para las muchas que ya, de por sí, don Juan debe
mantener. Nos da el nombre de otro de sus vecinos, Pedro,
para que sigamos platicando con él sobre los problemas que
a diario se enfrentan en el empobrecido campo.
Pedro
vive unos 300 metros más adelante. Su vivienda consta de
dos “habitaciones”, confeccionadas de delgadas paredes
de adobe, tejas de cartón y “ventanas” hechas de lo que
ellos llaman “papel boing”, que viene siendo el material
sobrante de las empresas que hacen los envases de leche
“ultrapasteurizada” u otros de tetrapack, como puede
leerse de las “ventanas” de la casa de Pedro,
publicitando leche “Lala”.
Le
decimos que nos recomienda don Juan y, muy animoso, nos
invita a pasar. De unos 28 años, parece que está algo
tomado. De ahí su aparente efusividad al recibirnos y
platicar con nosotros. Lucha, su esposa, lo excusa. “Nomás
que lo van a disculpar, es que tomó”.
Algo
que no nos sorprende, pues el índice de alcoholismo entre
los jóvenes del estado, según cifras oficiales, es del 65
%. De hecho, por el camino, pasamos frente a una
“tienda” en donde, aparte de escasas viandas, como sopas
instantáneas y jabón, se venden cervezas. Varios hombres,
muchos jóvenes entre 16 y 25 años, bastante alcoholizados,
se nos quedaron viendo, con la mirada perdida, ofreciéndonos
“un trago”.
Pedro
nos platica que lleva sin trabajar toda la semana. “¡Nomás
me la he pasado chupando!”, dice, aparentemente sin ningún
remordimiento. Pedro y Lucha tienen ocho hijos, la mayor una
niña de once años, Leticia, y el menor, otra niña, que no
cumple aún el año. Ya no pudieron tener más porque,
cuenta Lucha, en el último parto, los doctores del hospital
municipal de Tenancingo, le ligaron las trompas, “a la
fuerza”, pues le dijeron que ya tenía muchos hijos. Dice
que Juan se enojó mucho, ¡porque él sí quería seguir
teniendo “más chamacos”! ¿Y ella?, preguntamos. “Pos
yo sí lloré, la mera verda’, porque pos cómo está eso
de que ya yo no pueda tener hijos, si es pa’ lo que una
está”, declara, media triste.
Es decir, tener hijos es,
para casi todas las mujeres del campo, su máxima meta, al
parecer, y, en muchos casos, alcanzable, aunque no sepan,
exactamente, cómo los van a mantener o a educar, como es el
caso de Lucha. Sólo dos de sus hijos van a la escuela, que
en realidad es un internado, en donde los alimentan, les dan
uniforme y $180 pesos mensuales para “gastos
familiares”, gracias a los cuales logra sobrevivir toda la
familia cuando Pedro está sin trabajar, lo cual, según
Lucha, es casi siempre. “Pos éste siempre está
borracho”. El piso de su vivienda es de tierra. Sus hijos
se acercan, curiosos de ver a dos extraños.
Se ve que
llevan días sin bañarse, lo cual se nota por sus caras,
costrosas de mugre pegada, sus manos resecas por el polvo
aferrado a la piel marrón, por lo percudida. Leticia, la más
grande, no mide arriba de un metro veinte centímetros y así,
los otros siete, no tienen la estatura promedio de un niño
de su edad en condiciones de nutrición normales. Su única
diversión es jugar entre ellos, en medio de la tierra y el
poco pasto que rodea su casa. Hace poco, a Pedro le
regalaron una televisión de blanco y negro, que en esa
parte sintonizaba únicamente el canal dos. La veían a
diario, durante más de ocho horas, hasta que un día
“tronó” y como Pedro no ha tenido para arreglarla, pues
a sus hijos no les quedó más remedio que volver a sus
antiguos juegos. Les preguntamos qué es lo que más les
gustaba de la televisión. “Los anuncios de comida”,
dice Leticia, ansiosa, con cara de hambre. Ya nos imaginamos
el daño psicológico tan tremendo provocado por la
publicidad de, digamos, “ricas hamburguesas”, en esos niños
que, cuando bien les va, comen frijoles y tortillas y,
cuando no, se la pasan a pura agua.
Para
colmo, Pedro se cayó hace poco de su bicicleta y se rompió
una costilla. Fue al Hospital General de Tenancingo, en
donde, cuenta, después de tenerlo dos horas sentado, quejándose,
lo revisaron, pero no pudieron sacarle una radiografía
porque el aparato de rayos X no servía. Nada más lo
“palparon” y luego lo vendaron. Ni el dolor le quitaron,
porque, sorprendentemente, el hospital ¡no tenía ni una
sola jeringa desechable disponible para inyectarle un
calmante! Le recetaron medicina, la cual, por supuesto, los
pacientes deben de comprar, si tienen dinero, en farmacias
cuyos precios son bastante más altos que en la ciudad de México.
Pedro, por supuesto, no tuvo. Sólo pudo comprarse unas
aspirinas, para medio calmarse. Y aún así, con tan mala
atención, nos platicaba más tarde el director del
hospital, quien pidió no ser identificado, que dentro de
poco, a la gente la van a obligar a sacar una tarjeta de
control, sin la cual, no serán atendidos en el hospital,
pues, supuestamente, con eso se va a garantizar que la
institución dé atención sólo a los más “pobres”,
que son quienes tendrán derecho a dicha tarjeta. Nos
parece, más bien, otro pretexto para, lo menos posible,
proporcionar un servicio ya, de por sí, malo. O, de acuerdo
a la moda privatizadora, para que hasta los servicios de
salud estén en manos de particulares.
Lo
peor, se queja Pedro, es que lo están “friegue y
friegue” con lo de las cuotas para la fiesta del pueblo,
“si ni pa’ tragar tenemos, señor”.
Así
es, la fiesta del pueblo, un factor de control histórico,
heredado de la tremenda influencia católica durante la
colonia. Ella es el leif motiv, la razón de ser de
los pobladores y, como tal, todos, absolutamente todos,
vivan o no en el lugar, deben de cooperar, tanto económicamente,
como en las faenas requeridas para “limpiar” la iglesia
del pueblo. Pedro dice que el año pasado ellos fueron a
cortar cuatro grandes árboles que “afeaban la
parroquia”, además de pintar, colocar bancas nuevas,
remozar... todo, a cargo de las cuotas obligatorias que los
pobladores deben sufragar, tengan o no dinero.
Y pobre del
que no dé, porque es denunciado públicamente, equiparando
“su mal proceder”, casi, casi, con un enemigo de la
patria, bueno, del pueblo, considerado como la patria. Cada
año se forma un comité encargado de las llamadas
“festividades religiosas del pueblo”. Las personas
nombradas, muchas en contra de su voluntad, deben de cumplir
cabalmente con sus obligaciones, consistentes en establecer
las cuotas, con las que se sufragarán los gastos, reunir el
dinero, organizar las compras de flores, de comida,
organizar el baile – esto, algo muy importante, pues, para
muchos, es la única distracción posible que tienen durante
el año –, pagarle a los conjuntos musicales contratados,
cobrar las entradas... por eso, casi todos se rehúsan a ser
“mayordomos”, o sea, las personas que se echan a cuestas
esas impuestas responsabilidades. Como dijimos, pobre del
que no cumpla, porque los del pueblo, aparte de condenarlo
casi como hereje, no lo tomarán en cuenta en los casos de,
por ejemplo, dotación de servicios o las mejoras que llega
a haber en el lugar.
Bueno, eso si las hay, porque pareciera
que lo único realmente importante es que el pueblo tenga su
fiesta, nada más. Otras cosas, como contar con agua
potable, con drenaje, la regularización de los títulos de
propiedad, la formación de cooperativas, la recolección de
basura... nada puede sobrepasar en importancia a la fiesta
del “Santo Patrono”. Incluso, las cabeceras municipales
prestan mucho apoyo para las celebraciones, pero no para
otras cosas. Así que si hay mejoras, pues qué bueno. Las
que llegan a haber, algunas veces, corren por cuenta del
municipio, y eso cuando son campañas preelectorales, para
que el presidente municipal en turno se congracie a la gente
y se vuelva a elegir al candidato de su partido. Pero fuera
de eso, existe una notable apatía entre los habitantes de
un poblado para organizarse entre ellos y buscar sus propias
formas de mejorar su situación.
De todos modos, aún cuando
el barrio en donde viva el comité organizador de las
fiestas se le prometa algo a cambio de sus esfuerzos durante
las festividades, al final, ya cuando éstas concluyen, los
delegados del lugar se olvidan de sus promesas. “Pos a
nosotros, cuando nos tocó ser mayordomos, nos prometieron
el agua pa’ nuestro barrio”, comenta Pedro, “pero ya
cuando terminamos, nomás se hicieron patos, y es la hora
que no nos han metido el agua pa’acá”. Eso fue hace
tres años. El delegado que les prometió darles agua, ya ni
está, y el nuevo se excusa con que eso no le tocó a él y
que no puede responsabilizarse. Pedro, como todas las
familias que están en esa parte, debe de ir hasta una toma
de agua, distante unos 300 metros, para conseguir el agua, y
eso cuando ésta sale de la llave.
Pero,
fuera de esos problemas, el día de la celebración debe
efectuarse “como Dios manda”. Así, los cohetes, los castillos
– que van desde los 50 hasta los 100 mil pesos, según estén
de elaborados – hacen su aparición, provocando la alegría
de chicos y grandes, quienes, con una especie de alegrada
tristeza, reflejada en sus rostros, los contemplan, que ya
cuando se acaben, siempre queda la esperanza de que el próximo
año “otra vez habrá fiesta del santito”. Al pueblo,
circo... pero no pan.
A
Lucha todavía se le aprecia un moretón, amarillento, en
sus últimas etapas, alrededor del ojo izquierdo. “Me
disculpan que no les de mucho la cara, pero me da retiharta
vergüenza que me vean así”, dice, imaginándose que ya
nos dimos cuenta. Dice que fue la última golpiza que le dio
Juan, hace como un mes. Lo quiso abandonar y, con una tía,
acudió al DIF local para acusarlo, pero, sorpresivamente
para Lucha, ¡un empleado la “regañó”!, diciéndole
que su obligación era estar con su esposo y que seguramente
ella se había ganado los golpes y que “a lo mejor” ella
misma se los había hecho. Pedro ni se inmuta ante la
revelación y se hace el disimulado. No cabe duda que el
sistema de dominación patriarcal (machista, pues) se
reproduce en todos los ámbitos y niveles del poder y de la
sociedad. Después, reviso las estadísticas, en las cuales
se indica que siete de cada diez mujeres son maltratadas físicamente
por sus cónyuges. La actitud de Pedro encaja perfectamente
con la del marido que busca cualquier pretexto para
desquitar contra su mujer las frustraciones provocadas por
una vida caracterizada por la constante pobreza y la mala
vida. Por eso, aparte de tener muchos hijos, el ejercicio de
la violencia cotidiana es, pienso, una enraizada forma de
atenuar los efectos de una mísera existencia.
Agradecemos
la entrevista a Pedro y a Lucha, quienes no nos dejaron ir
sin que les aceptáramos un vaso de “coca”, servida en
desgastados vasos plásticos…
De
ahí, caminamos otros tres kilómetros, hasta llegar a San
Simonito, otro pueblo que tampoco se considera “campo”,
muy pequeño, de no más de mil habitantes. Preguntamos en dónde
vive el ingeniero Raymundo Bobadilla. Alguien nos indica una
vieja casa de adobe. Vamos allá y volvemos a preguntar si
está el ingeniero. Un hombre de unos 35 años nos recibe.
También le decimos que nos recomienda don Chucho, con lo
que cambia su inicial actitud hostil.
Nos platica que estudió
agronomía en Chapingo, y que recibió mención honorífica,
la cual luce dentro de un polvoriento cuadro colgado de la
descascarada pared de adobe. “Pues un ingeniero me ofreció
que fuera su ayudante, pero no quise”, dice, afectando
cierto orgullo. Comenta que ahorita no está trabajando,
pero a veces lo hace como peón. “No me apura el dinero.
Prefiero eso a andar chambeando en una oficina o de
maestro”, declara, aunque, pienso, podría estar
trabajando en el campo, ayudándole a sus paisanos a sembrar
mejor, con tantos conocimientos que debe tener. “No, aquí
está redifícil para entrar a trabajar al gobierno. Le
piden a uno mordidas y no sé qué tanto, Mejor me la sigo
así”.
Una mujer anciana, “chiquita”, entra. “Ya está
la comida, Ray”, le dice. “Mi mamá – nos presenta
–... ¿no gustan un taco?”, nos ofrece. Sólo le
aceptamos un vaso de “coca”, para acompañarlo. Todo el
tiempo de la comida (consistente en una aguada sopa de
pasta, quelites cocidos y frijoles), su mamá, con bastante
trabajo, trae los platos y las tortillas, “recién
hechas”, pues a su hijo “no le gustan recalentadas”,
afirma. Raymundo ni se inmuta de los claros esfuerzos de su
madre por darle de comer. Dice que todos los jueves, la señora
se va al tianguis de Tenancingo a vender quelites que junta
en el campo. “Yo digo que mientras tengamos para tortillas
y frijol, le digo a mi jefa que no se preocupe”. Claro,
considero, con una madre que le dé de comer y se gane algo
de dinero, para qué preocuparse.
Finalmente,
nos despedimos también, en vista de que pronto obscurecerá.
Nos dirigimos a la base de taxis.
Ya
de regreso a México, reflexiono si no será que, también,
la gente del campo esté afectada de una inconsciente
indolencia, lamentable herencia colonial, que contribuye a
agravar su situación de pobreza y opresión. Quizá sí,
pero aunado todo ello, desde luego, a un opresivo,
neoliberal, represor sistema político, que más se preocupa
de administrar eficientemente a los mexicanos, que de
gobernarlos.
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studillac@hotmail.com
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