Definiciones
y preguntas en la defensa de Pemex
Por
Adolfo Gilly (*)
La Jornada, 09/05/08
La operación
en curso de privatización de Pemex va mucho más allá de
los negocios del capital y de la corrupción de los
funcionarios, como en cambio era el caso en la prolongada
destrucción de la red de ferrocarriles nacionales y en las
sucesivas concesiones y rescates de las carreteras de cuota.
Esta de hoy
es una decisión de alcance histórico, tanto como lo fueron
el reparto agrario y la expropiación petrolera en los años
30, pero exactamente en el sentido opuesto. Se trata ahora
de completar, por un lado, una recomposición ya iniciada
del Estado y de los sectores de clase dominantes y, por el
otro, una restructuración de las relaciones de ese Estado
con la nación y su pueblo, y con Estados Unidos y sus
planes geoestratégicos en estos años iniciales del siglo.
Se trata,
al mismo tiempo, de llevar a término el mando indiscutido
del capital financiero mexicano –insisto, mexicano–
sobre el Estado nacional, y de integrar a éste como socio
menor subordinado en la zona contigua de dominación y
seguridad –América del Norte– de esa potencia a través
de tres tratados: el TLCAN, el ASPAN y la Iniciativa Mérida,
los tres estatutos clave de la subordinación económica,
militar y política.
Se trata de
desarmar y terminar de desmantelar las defensas
estructurales que protegían la soberanía y la
independencia de esta nación. Así y nada menos.
Esta posición
de mando del capital financiero mexicano fue afirmándose a
partir de los años ochenta del siglo XX a través de los
sucesivos gobiernos y cambios constitucionales –artículos
3º, 27, 130– y de la privatización creciente de los
bienes de la nación, no sólo en tanto empresas públicas y
servicios financieros sino también en cuanto dominio del
territorio, del patrimonio cultural y de los recursos
naturales.
Es una
gigantesca operación de despojo la que está en marcha
desde entonces. La entrega de Pemex es la culminación de
ese proceso.
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El
desmantelamiento que se intenta ahora completar no es, en
efecto, sólo el de la propiedad estatal, sino también el
de una forma de Estado mexicano –entendiendo aquí
"Estado" como proceso de relación entre
gobernantes y gobernados– que desde la derrota y la
destrucción del Ejército Federal por la División del
Norte en Zacatecas el 23 de junio de 1914 –es decir, ya
desde antes de la Constitución de 1917–, se había ido
conformando en la historia, en la legislación y en los
antagonismos y las luchas hasta cubrir todo el siglo XX
mexicano. Se trata de revertir el proceso histórico hasta
una nueva y atroz Bella Época en este siglo.
De ese tamaño
es la derrota que nos quieren imponer y lo que está en
juego en la propuesta desintegradora de Felipe Calderón.
La ocasión
parece inmejorable. El Estado mexicano, nominalmente unido
bajo la Presidencia de la República y el pacto federal, está
hoy fragmentado en mandos múltiples: el mando de los
gobernadores que, mientras cada uno actúa como amo y señor
en su feudo, se reúnen como poder nacional en la
Conferencia Nacional de Gobernadores (Conago); el de la
Iglesia, potente y prepotente como nunca desde el siglo XIX
y la Reforma, ante la cual bajan la cabeza todos los
partidos y sus dirigentes (todos, dije, todos); el de los
grandes señores de las finanzas y sus conexiones con el
opaco y turbulento mundo financiero internacional; el de una
Presidencia que busca refugio y amparo en las fuerzas
armadas; el del narcotráfico con sus redes y contactos no
visibles pero reales con todas las esferas de poder antes
mencionadas y con varios poderes externos.
Si en este
listado no concedo poder propio al dual monopolio televisivo
es porque se trata de una dependencia del capital financiero
en cuyos intereses y designios está integrada. Si tampoco
lo concedo al Poder Legislativo y al Poder Judicial es
porque cuanto de importante se decide en esas sedes ya
estuvo decidido de antemano en otras sedes y otros poderes.
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El mando
financiero no tiene interés en recomponer ese Estado roto
en fragmentos, con su modo protector y clientelar de relación
con la población y sus políticas desarrollistas y de
subvención al gasto social, a las empresas locales y a la
planta industrial nacional. Quiere una nueva relación entre
el gobierno y un pueblo, no de ciudadanos, sino de
individuos atomizados en su vida social y focalizados en su
conexión mediática.
Quiere una
nueva relación estatal, sin patrimonio nacional común y
cuya red conectiva, material y espiritual, sea ante todo ese
mercado de las cosas que el capital financiero domina y
controla, y donde el educador del pueblo son los medios
mucho más que los maestros de un sistema escolar
abandonado.
Para ese
objetivo hay que terminar de quitar la pieza material
central en la que se sustenta y con la que se financia el
persistente modo de gobernar inscrito en la Constitución de
1917. Esa pieza, desde el 18 de marzo de 1938, se llama
Pemex. Hoy, setenta años después, hay que acabar con ella
y mandarla al desván de los recuerdos patrióticos, junto
con el convento de Churubusco o la carroza de Juárez. Y, de
paso, hacer un suculento negocio con el petróleo.
Hay que
desmantelar y ceder, entonces, esa prenda del orgullo
nacional que es Pemex, a la cual el modo como había sido
conquistada y defendida en otros tiempos había convertido
en símbolo material de la independencia frente a la
potencia del Norte y también en prenda de la autonomía
relativa de los políticos gobernantes.
Entregar
Pemex es también quitar piso propio a las fuerzas armadas
mexicanas y acelerar su conversión, deseada por el Pentágono
y las finanzas, en una Guardia Nacional destinada a tareas
de represión interior ya ejercidas desde el PRI; y por otro
lado, dedicada, al igual que en Colombia, a la regulación
armada del narcotráfico, negocio que Estados Unidos no
muestra interés en erradicar sino en mantener bajo control.
Ese ejército quedaría así subordinado al Pentágono.
La
iniciativa de Felipe Calderón pretende completar el
vaciamiento del artículo 27 constitucional, pilar central
de la forma de Estado posterior a la revolución. Salinas de
Gortari destruyó su parte agraria. Se trata ahora de echar
abajo lo que queda, la expropiación petrolera que recuperó
el subsuelo y unificó a la nación.
Ésta es la
magnitud de lo que está en juego. No es nuestro interés
defender la actual forma de Estado, corrupta, opresora y
fragmentada. Pero su suerte y sus indispensables cambios
tienen que ser decisión del pueblo mexicano, no de los
poderes financieros nacionales y extranjeros.
En cuanto a
la demostración presupuestaria, financiera, administrativa
y tecnológica de la plena viabilidad de Pemex como
patrimonio nacional, ha sido y está siendo hecha en estos días,
con abundancia de datos y argumentos, por los numerosos
expertos mexicanos en cuestiones petroleras. A ellos nos
remitimos.
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La defensa
de Pemex y del patrimonio es una de las grandes causas de
esta nación. Su dimensión simbólica y práctica va mucho
más allá que la de sus empresas equivalentes en otras
naciones latinoamericanas. Esa defensa necesita ser múltiple
y en todos los terrenos, más allá de los ámbitos
discursivos, parlamentarios o legislativos, aunque los
incluya; más allá de las diferencias en otros temas y
cuestiones entre las fuerzas y los individuos que se
movilizan; más allá de las disputas por la preminencia, el
mando o la dirección del movimiento de pueblo que es
preciso extender a todos los espacios de vida, de trabajo,
de estudio, de reunión o de esparcimiento.
Es preciso
sumar a todos cuantos quieren preservar a Pemex como
patrimonio común de la nación. ¿Cómo agregar esas
fuerzas tras un objetivo común sin exigir a nadie que se
subordine a una política, a una dirección partidaria o a
un dirigente; y sin pedirle tampoco que no lo haga, si así
le place y le parece?
El bando
neoliberal está unificado por el poder presidencial, el
poder financiero y el poder eclesiástico, cuyos altavoces
son la televisión y la campaña unificada de los medios y
sus cabecitas parlantes.
¿Cómo
unificar las fuerzas de este lado en un frente plural por el
petróleo; no por la Presidencia en 2012; no por las
elecciones en 2009; no por la dirección o el control de
este o aquel aparato partidario o sindical (y no sigo porque
la lista de ambiciones e intereses particulares sería
interminable)?
¿Cómo
asegurar la independencia de cada uno en la unidad de un
solo objetivo: defender a Pemex? ¿Cómo organizar sin
regimentar ni uniformar, en las maneras diversas como se han
organizado siempre en este país los movimientos de
trabajadores, de estudiantes, de colonos, de ejidatarios, de
lo que fuere?
¿Es que
esa experiencia de generación tras generación de todo un
pueblo durante un siglo entero se va a condensar sólo en
votaciones de plaza a mano alzada y bajo consignas beatíficas
como "amar es perdonar", mientras la violencia se
descarga en la descalificación y el insulto al que está al
lado?
¿Cómo
poner en el centro de las discusiones y las movilizaciones
ideas, objetivos, discursos y modos diversos de organizar
que muevan a la acción, a la convergencia, a la creación
libre de maneras efectivas de lucha? ¿Cómo cortar de
plano, a comenzar desde quienes ocupan posiciones
dirigentes, las feroces disputas internas y el lenguaje
soez: "traidor", "víbora",
"fecal", "pantaleta", que hasta en los
columnistas de la prensa escrita se ha ido haciendo
costumbre?
¿Cómo
lograr, por fin, que la causa de Pemex y el terreno central
de esta lucha no sean vistos por sectores populares,
angustiados por la pobreza y la sobrevivencia cotidiana,
como una mera disputa en el Estado, en las instituciones,
entre los políticos, esos que desde hace muchos años y a
vista y paciencia de todos han usado a Pemex como su
propiedad y para sus fines?
Estas son
mis preguntas, dirigidas a todos nosotros, gente de la UNAM,
y también al Movimiento Nacional por la Defensa del Petróleo
que encabeza Andrés Manuel López Obrador.
Y
finalmente una pregunta no menos significativa: ¿por qué
exigir ahora a los zapatistas, amenazados de un golpe
militar represivo en cualquier momento, que se agreguen a
este movimiento mientras todos los partidos los abandonaron
y mantuvieron en el Congreso de la Unión la exclusión de
los indígenas y la negación de sus derechos en esta nación?
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No vine a
esta nuestra universidad con respuestas ni con consignas.
Vine con preguntas que nos hacemos tantos en esta movilización
que no es de nadie y es de todos. Traje un manojo de
interrogantes, producto de experiencias colectivas de
organización de luchas mexicanas que se remontan al menos
al movimiento ferrocarrilero de los años cincuenta y al
movimiento estudiantil y popular de 1968, y que se han ido
trasmitiendo y acrecentando generación tras generación.
Pido y
propongo que encontremos entre todos y en todas partes los
medios para que esa experiencia acumulada, patrimonio
espiritual e ideal de todos nosotros, se vuelque en libertad
como torrente, rescate el petróleo y ponga un alto a las
sumisiones a las que nos arrastran este gobierno, sus
mandantes y sus aliados.
(*)
Conferencia pronunciada en la Facultad de Ciencias Políticas
y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México
el 8 de mayo de 2008.
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