Cómo
se destruye México
Por
Walden Bello (*)
Focus
on the Global South, 16/05/08
Sin Permiso,
08/06/08
Traducción de Anna Garriga Tarrés
Cuando
decenas de miles de personas se manifestaron en México, el
año pasado para protestar por un incremento del 60 % del
precio de las tortillas, muchos analistas señalaron al
biofuel como culpable. Debido a los subsidios del gobierno
de EEUU los granjeros americanos dedicaban cada vez más
tierra al maíz para la obtención de etanol que de
alimentos, lo que provocó una fuerte subida de los precios
del maíz. La desviación del maíz de las tortillas hacia
el biofuel fue desde luego una de las causas de la
espectacular subida de los precios, pero la especulación de
los intermediarios internacionales con la demanda de biofuel
seguramente jugó un papel más importante. Sin embargo hay
una cuestión intrigante que ha escapado a muchos
observadores: ¿cómo es posible que los mexicanos, que
viven en la tierra donde se domesticó el maíz, hayan
pasado a ser ante todo dependientes de las importaciones?
La crisis
alimenticia mexicana no puede ser bien entendida sin tener
en cuenta el hecho de que en los años precedentes a la
crisis de la tortilla, el país del maíz se había
convertido en una economía importadora de maíz debido a
las políticas de “libre mercado” promovidas por el
Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y
Washington. El proceso comenzó con la crisis de los años
80. Uno de los dos mayores países deudores en vía de
desarrollo, México, se vio forzado a pedir prestado al
Banco y al FMI para poder hacer frente a su deuda hacia los
bancos comerciales internacionales. El quid pro quo de una
ayuda financiera multimillonaria fue lo que un miembro del
Banco Mundial describió como un “intervencionismo global
sin precedentes” para eliminar los altos aranceles, las
normativas estatales y las instituciones gubernamentales de
ayuda, que la doctrina neoliberal definió como barreras a
la eficiencia económica.
Los pagos
de intereses crecieron desde un 19% de los gastos
gubernamentales totales en 1982 hasta un 57% en 1988,
mientras que los gastos de capital cayeron desde un ya bajo
19,3 % hasta un 4,4%. La contracción del gasto
gubernamental se tradujo en el desmantelamiento del crédito
estatal, de la producción agrícola subsidiada por el
gobierno, de los precios políticos, de los consejos
estatales de marketing y servicios de extensión. La
liberalización unilateral del comercio agrícola impulsada
por el FMI y el Banco Mundial también contribuyó a la
desestabilización de los productores campesinos.
Este golpe
a la agricultura campesina fue seguido por uno todavía
mayor en 1994, cuando el Acuerdo de Libre Comercio
Norteamericano entró en vigor. A pesar de que el NAFTA
preveía un período de quince años para la eliminación de
la protección aduanera de los productos agrícolas,
incluido el maíz, el maíz de EEUU fuertemente subsidiado
inundó rápidamente el mercado, reduciendo los precios a la
mitad y hundiendo a este sector en una crisis crónica.
Debido en gran medida a este acuerdo, el estatus de México
como importador neto de alimentos ha quedado firmemente
establecido.
Con el
cierre de la agencia de marketing estatal para los cereales,
la distribución de las importaciones de EEUU de grano y del
grano mexicano fue monopolizada por unos pocos operadores
transnacionales, como la norteamericana Cargill y Maseca,
parcialmente propiedad de de EEUU, que operan a ambo lados
de la frontera. Esto les ha dado un gran poder para
especular en los términos del intercambio, de manera que
los movimientos en la demanda de biofuel pueden ser
manipulados y magnificados una y otra vez. Al mismo tiempo
el control monopolístico del comercio local garantiza que
una subida de los precios internacionales del grano no se
traduzca en precios significativamente más elevados para
los pequeños productores.
Se ha
vuelto cada vez más difícil para los cultivadores
mexicanos de maíz evitar el destino de muchos de sus
colegas cultivadores de maíz y de otros pequeños
productores en sectores como el arroz, vacuno, pollería y
porcino, que se han arruinado debido a las ventajas
concedidas por la NAFTA a los productores de EEUU
subsidiados. Según un informe 2003 de la Fundación
Carnegie, las importaciones de productos agrícolas de EEUU
dejaron sin empleo a por lo menos 1’3 millones de
campesinos, muchos de los cuales se han ido a Estados
Unidos.
Las
perspectivas no son buenas ya que los gobiernos mexicanos
continúan siendo controlados por neoliberales que
desmantelan sistemáticamente el sistema de ayuda a los
campesinos, un legado clave de la Revolución Mexicana. En
opinión del Primer Director Ejecutivo de Alimentos, Eric
Holt–Giménez, “Llevará tiempo y esfuerzo recuperar la
capacidad de los pequeños propietarios y no parece que haya
ninguna voluntad política para ello – por no hablar del
hecho de que el NAFTA debería renegociarse”.
La
creación de una crisis del arroz en Filipinas
En el caso
del arroz está más claro que la crisis alimenticia global
emana principalmente de la reestructuración librecambista
de la agricultura. A diferencia del maíz, menos del 10% de
la producción mundial de arroz se comercializa. Es más, no
ha habido desviación del arroz del consumo hacia los
biofueles. Sin embargo, solamente este año los precios se
han triplicado, desde 380 dólares por tonelada en enero
hasta más de 1.000 dólares en abril. Sin duda alguna la
inflación se origina en parte por la especulación de los cárteles
mayoristas en una época de oferta restringida. Sin embargo,
al igual que México y el maíz, el gran rompecabezas es
porque países consumidores de arroz, autosuficientes
anteriormente, se han vuelto gravemente dependientes de las
importaciones.
Filipinas
ofrece un terrible ejemplo de cómo la reestructuración
económica neoliberal transforma un país de exportador neto
de alimentos en importador neto. Filipinas es el mayor
importador mundial de arroz. Los desesperados esfuerzos de
Manila para garantizar provisiones como sea se ha convertido
en noticia de primera página, y las fotos de los soldados
protegiendo la distribución de arroz en comunidades pobres
se ha convertido en un emblema de la crisis global.
Los grandes
rasgos de la historia filipina son similares a los de México.
El dictador Marcos fue culpable de muchos crímenes y fechorías,
entre ellos no haber continuado la reforma agraria, pero una
cosa de la que no puede ser acusado es de haber matado de
hambre al sector agrícola. Para aplacar el descontento
campesino, el régimen suministró a los campesinos semillas
y fertilizantes subsidiados, lanzó planes de crédito y
construyó infraestructuras rurales. Cuando Marcos salió
del país en 1986, había 900.000 toneladas de arroz en los
almacenes gubernamentales.
Paradójicamente,
en los años siguientes, bajo la nueva administración
democrática, se asistió al estrangulamiento de la
capacidad inversora del gobierno. Al igual que en México,
el Banco Mundial y el FMI, trabajando a favor de los
acreedores internacionales, presionaron a la administración
de Corazón Aquino para hacer del reembolso de la deuda
externa, de 26.000 millones de dólares, una prioridad.
Aquino consintió, a pesar de haber sido advertida por los
principales economistas del país de que la “búsqueda de
un programa de recuperación coherente con un calendario de
reembolso de la deuda fijado por nuestros acreedores es un
programa fútil”. Entre 1986 y 1993, de un 8 a un 10% del
PIB salió cada año de Filipinas en pagos del servicio de
la deuda – grosso modo la misma proporción que en México.
Los pagos de intereses en porcentaje de los gastos creció
de un 7% en 1980 a un 28% en 1994; los gastos de capital se
hundieron de un 26 a un 16%. En resumen, el servicio de la
deuda se convirtió en la prioridad presupuestaria nacional.
El gasto en
agricultura cayó en más de la mitad. Sin embargo, el Banco
Mundial y sus acólitos locales no se preocuparon, ya que
uno de los objetivos de estrecharse el cinturón era que el
sector privado dinamizara el campo. Pero la capacidad agrícola
se erosionó rápidamente. La irrigación se estancó y
hacia finales de los 90 solamente un 17% de la red viaria de
filipinas estaba asfaltada, comparado con el 82% en
Tailandia y el 75% en Malasia. Las cosechas fueron
generalmente anémicas, con una cosecha media de arroz por
debajo de las de China, Vietnam y Tailandia, donde los
gobiernos impulsaron activamente la producción rural. El
programa de reforma agraria post–Marcos se recortó,
desprovisto de financiación para los servicios de soporte,
lo que había constituido la clave del éxito de las
reformas en Taiwan y Corea del Sur. Tal como en México, los
campesinos filipinos se vieron confrontados con la retirada
total del estado como suministrador de una ayuda
comprehensiva– un papel del que habían llegado a
depender.
El recorte
de los programas agrícolas fue seguido por la liberalización
del comercio, con la entrada de Filipinas en 1995 en la
Organización Mundial del Comercio, que tuvo los mismos
efectos que la entrada de México en el NAFTA. La
participación en la OMC requirió la eliminación, por
parte de Filipinas, de las cuotas de importación para todos
los productos agrícolas excepto el arroz y permitir la
entrada de una determinada cantidad de todas las primeras
materias a tipos arancelarios bajos. Si por una parte se
permitió al país mantener una cuota para las importaciones
de arroz, por otra, tuvo que admitir el equivalente de un 1
a 4 % del consumo local durante los diez años siguientes.
De hecho, debido a una producción gravemente debilitada
como resultado de la falta de apoyo del estado, el gobierno
importó mucho más de lo necesario para compensar la
escasez. Las importaciones masivas deprimieron el precio del
arroz, disuadiendo a los campesinos y manteniendo el
crecimiento de la producción a una tasa muy por debajo de
la de los dos principales proveedores del país, Tailandia y
Vietnam.
Las
consecuencias de la entrada de Filipinas en la OMC, se
transmitieron al resto de su agricultura como un súper–tifón.
Inundados por importaciones de maíz barato – gran parte
del mismo, maíz subsidiado de EEUU – los campesinos
redujeron la superficie dedicada al maíz de 3,1 millones de
hectáreas en 1993 a 2,5 millones en 2000. Las importaciones
masivas de pollo casi mataron a esta industria, mientras que
el crecimiento de las importaciones desestabilizó las
industrias del pollo, cerdo y vegetales.
Durante la
campaña de 1994 para ratificar la participación en la OMC,
los economistas del gobierno, aleccionados por sus garantes
del Banco Mundial, prometieron que las pérdidas de maíz y
otras cosechas tradicionales serían más que compensadas
por la nueva industria exportadora de cosechas de “alto
valor añadido”, como flores, espárragos y brócoli. Poca
cosa de ello se materializó. Tampoco lo hicieron gran parte
de los 500.000 empleos agrícolas que se suponía deberían
ser creados cada año por la magia del mercado; en vez de
esto, el empleo agrícola cayó desde 11,2 millones en 1994
a 10,8 millones en 2001.
El golpe
del ajuste impuesto por el FMI y de la liberalización del
comercio impuesta por la OMC, transformó una economía agrícola
ampliamente autosuficiente en otra dependiente de las
importaciones, ya que marginó definitivamente a los
granjeros. Fue un proceso violento, cuyo dolor fue captado
por un negociador del gobierno filipino durante una sesión
de la OMC en Ginebra. “Nuestros pequeños productores”,
dijo, “están siendo sacrificados por la gran injusticia
del sistema de comercio internacional”.
La
Gran Transformación
La
experiencia de México y de Filipinas se repitió en un país
tras otro de los que estaban sujetos a las imposiciones del
FMI y la OMC. Un estudio de la Organización para la
Alimentación y la Agricultura de la ONU, que abarca catorce
países, encontró que los niveles de las importaciones de
alimentos en el período 1995–98 excedieron los de
1990–94. Ello no es sorprendente ya que uno de los
principales objetivos del Acuerdo Agrícola de la OMC, fue
abrir los mercados de los países en desarrollo para que
pudieran absorber los excesos de producción del Norte. Tal
como lo expresó el entonces Secretario de Agricultura de
los de EEUU, John Block, en 1986: “La idea de que los países
en desarrollo deberían poder auto alimentarse es un
anacronismo de una época pasada. Pueden garantizar mucho
mejor su seguridad alimentaria apoyándose en los productos
agrícolas de EEUU, que la mayoría de las veces están
disponibles a menor coste”.
Lo que
Block no dijo es que el menor coste de los productos de EEUU
era debido a los subsidios, que se hicieron más masivos
conforme pasaban los años, a pesar de que se suponía que
la OMC tenía que eliminarlos. La suma total de los
subsidios agrícolas concedidos por los gobiernos de los países
desarrollados subió de 367.000 millones de dólares en 1995
a 388.000 millones en 2004. Desde finales de los años 1990
los subsidios han supuesto un 40% del valor de la producción
agrícola en la Unión Europea y un 25% en los Estados
Unidos.
Puede que
los apóstoles del libre mercado y los defensores del
dumping parezcan situarse en diferentes extremos del
espectro, pero las políticas que defienden llevan al mismo
resultado: una agricultura industrial capitalista y
globalizada. Los países en desarrollo están siendo
integrados en un sistema en el que la producción orientada
a la exportación de carne y grano está dominada por
grandes granjas industriales como las dirigidas por la
multinacional tailandesa CP y en las que la tecnología
progresa continuamente debido a los avances en ingeniería
genética de firmas como Monsanto. La eliminación de las
barreras arancelarias y no arancelarias facilita la
presencia de un supermercado agrícola global de
consumidores de élite y de clase media servido por
corporaciones de comercio de granos como Cargill y Archer
Daniels Midland y transnacionales de alimentos al por menor
como la británica Tesco y el francés Carrefour.
En este
mercado global integrado hay poco espacio para cientos de
millones de pobres rurales y urbanos. Estos están
confinados en favelas suburbanas gigantes, donde se
enfrentan a precios alimenticios con frecuencia mucho más
elevados que los precios del supermercado, o en reservas
rurales donde están atrapados en actividades agrícolas
marginales y cada vez más vulnerables al hambre. En
realidad, dentro de un mismo país, el hambre en el sector
marginalizado coexiste a veces con la prosperidad del sector
globalizado.
No se trata
simplemente de la erosión de la autosuficiencia alimentaria
nacional o de la seguridad alimentaria sino de lo que la
africanista Deborah Bryceson de Oxford llama
“descampesinización” – eliminación de una forma de
producción para hacer del campo un lugar más adecuado para
la acumulación intensiva de capital. Esta transformación
es traumática para cientos de millones de personas, ya que
la producción campesina no es simplemente una actividad
económica. Es un modo de vida ancentral, una cultura, lo
cual es una de las razones que ha llevado al suicido, en la
India, a campesinos desplazados o marginalizados. En el
estado de Andhra Pradesh los suicidios de campesinos se
incrementaron de 233 en 1998 a 2.600 en 2002; en Maharashtra
los suicidios crecieron más del triple, desde 1.083 en 1995
a 3.926 en 2005. Según una estimación, 150.000 campesinos
de la India se han suicidado. Según Vandana Shiva,
activista por la justicia global, el colapso de los precios
debido a la liberalización del comercio y la pérdida de
control de las semillas a favor de las firmas biotecnológicas
forma parte de un problema global: “Bajo la globalización,
el campesino está perdiendo su identidad social, cultural y
económica como productor. Un campesino es actualmente un
“consumidor” de semillas caras y productos químicos
costosos vendidos por poderosas corporaciones globales a
través de poderosos terratenientes y prestamistas
locales”.
La
agricultura africana: de la sumisión al desafío
La
descampesinización se encuentra en un estado avanzado en América
Latina y Asia. Y si el Banco Mundial se sale con la suya, África
caminará en la misma dirección. Tal como Bryceson y sus
colegas apuntan correctamente en un artículo reciente, el
Informe sobre el Desarrollo Mundial del 2008, que se ocupa
extensamente de la agricultura en África, es prácticamente
una guía para la transformación de la agricultura del
continente basada en el campesinado en una agricultura
comercial a gran escala. Sin embargo, como ocurre hoy en día
en muchos otros lugares, los pupilos del Banco están
pasando de un resentimiento pasivo a un abierto desafío.
En el
momento de la descolonización, en los años 60, África era
en realidad un exportador neto de alimentos. Actualmente el
continente importa el 25% de sus alimentos; casi todos los
países son importadores netos. El hambre y la escasez se
han convertido en fenómenos recurrentes habiéndose
asistido, tan sólo en los tres últimos años, al
surgimiento de emergencias alimentarias en el Cuerno de África,
el Sahel y África del Sur y Central.
La
agricultura en África atraviesa una crisis profunda y las
causas van desde las guerras al mal gobierno, la falta de
tecnología agrícola y la expansión del SIDA. Sin embargo,
lo mismo que en México y filipinas, una parte importante de
la explicación es la eliminación de los controles
gubernamentales y mecanismos de soporte bajo los programas
de ajuste estructural del FMI y el Banco Mundial, impuestos
como precio por la asistencia en el servicio de la deuda
externa.
Los ajustes
estructurales han llevado al descenso de la inversión, el
incremento del desempleo, la reducción del gasto social, la
reducción del consumo y una baja producción. La eliminación
de los controles del precio de los fertilizantes junto con
el recorte simultáneo de los sistemas de crédito agrícola
ha llevado sencillamente a una reducción en el uso de los
fertilizantes, menores cosechas y menor inversión. Además,
la realidad no ha querido estar conforme con las
expectativas doctrinales de que la retirada del estado
allanaría el camino al mercado para dinamizar la
agricultura. En vez de esto, el sector privado, que se dio
cuenta correctamente de que la reducción del gasto estatal
comportaba un mayor riesgo, no intervino para llenar el vacío.
Uno detrás de otro, en todos los países la salida del
estado “empujó hacia fuera” en vez de “empujar hacia
dentro” a la inversión privada. Allí donde los
comerciantes privados reemplazaron al estado, señaló un
informe de Oxfam, “a veces lo han hecho en unos términos
muy desfavorables para los pequeños campesinos” dejando a
los “campesinos con una mayor inseguridad alimenticia y a
los gobiernos dependientes de los flujos impredecibles de la
ayuda internacional”. El Economist, normalmente
pro–sector privado está de acuerdo, admitiendo que
“muchas de las empresas privadas que sustituyeron a los
investigadores estatales se han convertido en monopolistas a
la búsqueda del beneficio”.
La ayuda
permitida a los gobiernos africanos se canalizó a través
del Banco Mundial hacia la agricultura de exportación para
generar divisas, que los estados necesitaban para el
servicio de la deuda. Pero, como en Etiopía durante la
hambruna de los años 1980, esto llevó a que se dedicara
tierra buena a las cosechas de exportación, forzando las
cosechas de alimentos hacia suelos menos adecuados y
exacerbando de esta forma la inseguridad alimenticia. Además
el hecho de que el Banco Mundial favoreciera el mismo tipo
de cosechas de exportación en varias economías llevó
frecuentemente a la sobreproducción provocando el colapso
de los precios en los mercados internacionales. Por ejemplo,
el éxito en la expansión de la producción de coco en
Ghana provocó una caída del 48 por ciento del precio
internacional entre 1986 y 1989. En 2002–03 el colapso de
los precios del café contribuyó a otra emergencia
alimenticia en Etiopía.
Como en México
y Filipinas, los ajustes estructurales en África no
comportaron simplemente desinversión sino la salida del
Estado. Pero hubo una diferencia importante. En África, el
Banco Mundial y el FMI hicieron gestión microeconómica,
decidiendo sobre el grado de rapidez en la eliminación de
los subsidios, el número de funcionarios que debían ser
despedidos, como en el caso de Malawi, qué parte de la
reserva de grano del país debía ser vendida y a quién.
Al impacto
negativo de los ajustes se añaden las prácticas
comerciales desleales de la UE y los de EEUU. La
liberalización permitió que el vacuno subsidiado de la UE
llevara a la ruina a los ganaderos del Oeste y del Sur de África.
Con sus subsidios legitimados por la OMC, los granjeros
americanos inundaron de algodón los mercados mundiales a un
20%–55% del coste de producción, con lo que llevaron a la
bancarrota a los granjeros del Oeste y Centro de África.
Según
Oxfam, el número de africanos subsaharianos que viven con
menos de un dólar por día casi se dobló, hasta 313
millones, entre 1981 y 2001 – el 46% de todo el
continente. El papel de los ajustes estructurales en la
creación de la pobreza es difícil de negar. Tal como
admitió el economista jefe del Banco Mundial para África,
“No pensamos que los costes humanos de estos programas serían
tan grandes y que las ganancias económicas tardarían tanto
en llegar”.
En 1999 el
gobierno de Malawi puso en marcha un programa para dar a
cada pequeña unidad familiar un paquete gratuito inicial de
fertilizantes y semillas. El resultado fue un superávit
nacional de grano. Lo que sucedió después es una narración
que debería retenerse como un estudio de caso clásico de
uno de los mayores desastres de la economía neoliberal. El
Banco Mundial y otros donantes de ayuda forzaron la regresión
y la eventual laminación del programa, arguyendo que el
subsidio distorsionaba el comercio. Sin los paquetes
gratuitos la producción se desplomó. Al mismo tiempo, el
FMI insistió en que el gobierno vendiera una gran parte de
sus reservas de grano para que la agencia de reservas de
alimentos pudiera hacer frente a sus deudas comerciales. El
gobierno accedió. Cuando la crisis alimentaria se convirtió
en hambruna en 2001–02, casi no quedaban reservas.
Murieron unas 1.500 personas. El FMI no se inmutó, de hecho
suspendió los gastos de un programa de ajuste amparándose
en que “el sector paraestatal continuará poniendo en
peligro la buena ejecución del presupuesto 2002/03. Las
intervenciones gubernamentales en los mercados de alimentos
y otros productos agrícolas… están impidiendo un mayor
gasto productivo”.
Cuando en
2005 ocurrió una crisis todavía peor el gobierno ya estaba
harto de la estupidez del Banco Mundial/FMI. Un nuevo
presidente reintrodujo el subsidio a los fertilizantes,
posibilitando que 2 millones de unidades familiares pudieran
comprarlo a un tercio del precio al detalle así como las
semillas con descuento. Resultado: cosechas abundantes
durante dos años, un superávit de maíz de un millón de
toneladas y el país convertido en proveedor de grano de África
del Sur.
El desafío
de Malawi al Banco Mundial probablemente habría sido un
acto de resistencia heroico pero fútil una década antes.
Actualmente el ambiente es distinto, ya que los ajustes
estructurales han sido desacreditados en toda África.
Incluso algunos gobiernos donantes y ONGs que normalmente
los suscribían se han distanciado del Banco. Quizás el
motivo sea evitar que su influencia en el continente se vea
todavía más erosionada con su asociación a una forma de
actuar fracasada y a unas instituciones impopulares, al
tiempo que la ayuda china está emergiendo como una
alternativa al Banco Mundial, el FMI y los programas de
ayuda de los gobiernos occidentales.
Soberanía
alimentaria: ¿un paradigma alternativo?
Lo que está
minando al FMI y al Banco Mundial no es solamente el desafío
de gobiernos como el de Malawi y el desacuerdo de sus
anteriores aliados. Las organizaciones campesinas de todo el
mundo se han vuelto cada vez más militantes en su
resistencia a la globalización de la agricultura
industrial. Así, debido a la presión de los grupos de
campesinos, los gobiernos del Sur han refutado un mayor
acceso a sus mercados agrícolas y han pedido un recorte
masivo de los subsidios agrícolas de los de EEUU y la UE,
lo que llevó al estancamiento las negociaciones del Doha
Round de la OMC.
Los grupos
de campesinos han trabajado en red internacionalmente; uno
de los más dinámicos es Vía Campesina. Este no solamente
intenta “sacar a la OMC de la agricultura” y se opone al
paradigma de la agricultura industrial capitalista y
globalizada; también propone una soberanía alimentaria
alternativa. La soberanía alimentaria significa, en primer
lugar, el derecho de un país a determinar su producción y
consumo de alimentos y la exención de la agricultura de los
regímenes comerciales globales como el de la OMC. También
significa la consolidación de una agricultura centrada en
las pequeñas unidades familiares vía la protección del
mercado local de las importaciones a bajo precio; precios
remunerativos para los campesinos y pescadores; abolición
de todos los subsidios a la exportación directos e
indirectos; y eliminación de los subsidios locales que
promueven una agricultura insostenible. La plataforma Vía
también preconiza terminar con el Trade Relamed Intelectual
Property Rights regime, o TRIPs (régimen de derechos de
propiedad intelectual relacionados con el comercio), que
permite a las corporaciones patentar semillas de plantas; se
opone a la agro tecnología basada en la ingeniería genética;
y pide reformas agrarias. En contraste con una monocultura
global integrada, Vía ofrece una visión de una economía
agrícola internacional compuesta por diversas economías
agrícolas nacionales comerciando las unas con las otras
pero centradas primordialmente en la producción local.
Los
campesinos, vistos anteriormente como reliquias de la era
preindustrial, están liderando actualmente la oposición a
una agricultura industrial capitalista que les conduciría a
la papelera de la historia. Se han convertido en lo que Karl
Marx describió como una “clase para sí” políticamente
consciente, contradiciendo sus preediciones acerca de su
desaparición. Con la crisis alimentaria global se están
colocando en el centro de la escena – y tienen aliados y
apoyos. Mientras que los campesinos se niegan a aceptar
tranquilamente su desaparición y luchan contra la
descampesinización, los acontecimientos del siglo veintiuno
están revelando que la panacea de una agricultura
industrial capitalista y globalizada es una pesadilla. A
medida que se multiplican las crisis medioambientales, que
se amontonan las disfunciones sociales de la vida industrial
urbana y que la agricultura industrial crea una mayor
inseguridad alimentaria, el movimiento de los campesinos
tiene una relevancia creciente no solo para ellos sino para
todos los que están amenazados por las consecuencias
catastróficas de la visión del capital global respecto a
la organización de la producción, la comunidad y la vida
misma.
(*)
Walden Bello, miembro del Transnational Institute, es
presidente de Freedom from Debt Coalition y analista senior
en Focus on the Global South.
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