Crónica falta de empleo
Los contrastes del Festival Cervantino
Por Adán Salgado Andrade
Para Socialismo o Barbarie, 14/12/08
Ciudad
de Guanajuato, México. Caminando por las calles de esta
ciudad, apoderada de distintas actividades culturales cuando
se lleva a cabo el Festival Cervantino, se tiene la idea de
que sus habitantes comparten mucha de la buena vida y de los
excesos que, pretextando esa celebración, el gobierno del
estado despliega.
Sólo
hay que revisar, por ejemplo, los caros espectáculos que
fueron ofrecidos como la oferta artística de este año, la
cual se trata de superar con cada edición (en esta ocasión,
por ejemplo, abrieron con Juan Manuel Serrat, quien debió
haber cobrado caro por venir desde España con su actuación).
Sí,
no se piensa que exista marginación o pobreza entre los
guanajuatenses, forzados testigos, muchos de ellos, de las
pretensiones culturalizantes que ofrece el festival oficial.
Ello mismo ha llevado a que, por los miles de visitantes
tanto nacionales, como extranjeros, que llegan motivados por
tal festival, Guanajuato se convierta en una entidad
mercantilizadamente turística en la cual, por un lado,
tales visitantes sean vistos sólo como una posibilidad de
obtener un beneficio económico entre la mayoría de los
guanajuatenses.
Por
otro, está el impacto materialista que los turistas atraen
consigo, como los lujosos autos de muchos de ellos, ropa
cara, asistencia a los espectáculos, restaurantes, antros
costosos, hoteles cinco estrellas… inaccesibles para la
mayoría de los habitantes del sitio, lo que, de alguna
manera, evidencia todavía más la marginación en que se
encuentran éstos, además de que sus propios resentimientos
y frustraciones por no tener ese auto, esa ropa, entrar a
ese espectáculo del Cervantino (muchos guanajuatenses jamás
han asistido a un espectáculo oficial, por lo caros que
resultan la mayoría), comer en ese restaurante, bailar en
ese antro, beber en ese bar, hospedarse en ese hotel… en
fin, el que tantas cosas materiales sean monetariamente
prohibidas para una buena porción de los guanajuatenses,
profundiza justamente sus carencias (y de paso sus
resentimientos), que no son, precisamente, el acceder a
espectáculos caros o tener un auto de lujo, sino que se
trata de su cotidianeidad, es decir, que no tienen trabajo,
no tienen un sitio adecuado para vivir, comen y viven
precariamente, hacinadamente (sobre todo los alrededores de
la ciudad evidencian el hacinamiento habitacional), los
servicios públicos, como agua y drenaje, son deficientes…
sí, y que no sería tan notorio si no se les pusiera
enfrente de la ostentación y el derroche, sobre todo
durante los días que dura el cervantino.
Los
visitantes, principalmente los jóvenes, sólo ven en
Guanajuato un lugar muy bonito para “echar desmadre”,
para tomar (en los bares), para drogarse (es posible
conseguir droga), para bailar en las calles a ritmo de un
disco compacto tocado por un reproductor, para ver las
momias, para deambular por los túneles de la ciudad, para
estar muy alegres… pero se olvidan del aspecto humano,
cotidiano de la mayoría de los guanajuatenses, con todos
los problemas de carencias y precariedad que sufren… no,
esto, pobreza y marginación, no es el cervantino para el
turista.
Un aspecto que explica la marginación de cientos de guanajuatenses es la crónica
falta de empleo. De acuerdo con el censo poblacional más
reciente proporcionado por las estadísticas oficiales
(2005), el municipio cuenta con alrededor de 153,364
habitantes, de los cuales 73935 son hombres y 79,429 son
mujeres, es decir, éstas exceden en casi 7% a la población
varonil, lo que, de entrada, significa menores oportunidades
de empleo para la población femenina, debido a la
discriminación cotidiana a la que se le somete en muchos
rubros del tejido social (menos empleos para ellas,
malpagados, hostigamiento sexual, machismo laboral,
familiar, escolar… entre muchos otros).
Si además comparamos las cifras anteriores con el número de personas que
tiene, digamos, la fortuna de tener un empleo, los
contrastes son mucho peores. El censo económico de 2004,
también información oficial, señala que las personas
laborando son alrededor de 23841, o sea, sólo el 15.5%.
esto significa que de cada 100 personas, menos de 16 tienen
empleo.
Pero un analista oficial objetará que de las cifras anteriores, se debe de
considerar sólo a la población económicamente activa
(PEA), o sea, la que está en edad de trabajar (se excluyen
niños, adolescentes o personas de la tercera edad).
Muy bien, tomando en cuenta ese factor, el INEGI ha considerado como aptos
para trabajar a personas a partir de los catorce años
(efectivamente, abundan en esa ciudad los adolescentes y los
jóvenes), lo que de acuerdo con estimaciones recientes, da
como resultado que al menos un 50% de los guanajuatenses
estarían en situación de tener trabajo.
Eso nos daría que unas 76,000 personas por lo menos podrían hacerlo. Si
con esa cifra hacemos la comparación con los empleados,
resulta que sólo el 31% tendrían trabajo, digamos que, en
cifras cerradas, menos de un tercio de los guanajuatenses
del municipio trabajan y más del 60% restante debe de
contentarse con verlos trabajar.
Pero, además, aquéllos perciben sueldos muy bajos la mayoría, de dos
salarios mínimos cuando mucho (casi todos los trabajos se
centran en el sector de servicios, que comprende alrededor
del 80% de los negocios, según el censo económico citado,
así que la gente labora como meseras o meseros,
dependientes, mostradores, lavacoches, vendedores,
despachadores, recamareras, porteros, cargadores, choferes,
taxistas, cuidadores… entre otros).
Así, resulta muy grave esto, tomando en cuenta, insisto, los excesos en que
el gobierno estatal (y el federal, en consecuencia), incurre
para realizar el festival, el que, ha declarado, trata de
superar con creces al anterior.
Por ejemplo, se habla ya de que el cervantino del 2009, será inaugurado
nada menos que por la Orquesta Sinfónica de Montreal, con
todos los cuantiosos gastos que ello implicará, tales como
la transportación de los instrumentos, su descarga, que
muchas veces sólo puede hacerse mediante esfuerzo humano
(modernos tatemes, pues), pues a muchos de los foros no
puede accederse en vehículos pesados, como tráilers.
También costará bastante el alojamiento de los músicos, los arreglos del
escenario, el equipo de sonido requerido, la iluminación…
y ya no se diga la edición 2010 del festival, que coincidirá
con el bicentenario de la “independencia” mexicana, la
cual, declaran triunfantes ya las autoridades, deberá de
ser una totalmente distinta y deslumbrante en relación
hasta lo que hasta ahora se ha visto… sí, ¡se amenaza
con echar aún más la casa por la ventana, pues!
Pero siguiendo con el análisis económico, resulta que la mayor parte de
las actividades laborales se concentran en el comercio, pues
de las 4077 unidades económicas (negocios) reportados en el
censo, alrededor de 2285, 56%, se refieren a ventas.
En estos imperantes rubros laborales están empleadas 6566 personas, 27.5%,
casi un tercio del total. Sí, los guanajuatenses tratan de
venderle al turismo de todo: artesanías, ropa, tortas,
aguas, garnachas, refrescos, golosinas, dulces, muebles,
joyería, souvenirs, leyendas, tips turísticos, tours… sí,
todo cuanto sea comerciable.
Y esto porque el resto de la actividad económica da muy poco trabajo. De la
minería, por ejemplo, sólo hay 17 negocios, apenas el 0.4%
y nada más emplea a 1201 personas, 5%. De la construcción,
sólo existen 343 negocios, el 8.4%, y únicamente da empleo
a 1358 personas, 5.7%.
En la construcción, únicamente hay 80 negocios, 1.96%, y da trabajo a 3251
personas, 13.7%, que sería de los sectores que más empleos
dan, junto con los servicios de electricidad, gas, agua,
hotelería y restaurantería. Éstos últimos, en conjunto,
dan 6753 trabajos, 28.3%, que son considerados servicios
también, todo lo cual indica la fuerte dependencia que el
municipio tiene de turistas y visitantes.
Y quizá por ello es que el gobierno del estado pretende dar tanta
importancia al cervantino, en cuanto a la afluencia de
turistas (este año se considera que asistieron casi 437,000
personas). Pero eso sólo es durante los días que dura el
festival, pues el resto del año los negocios medio
funcionan, y menos ahora con la crisis, que ya comienza a
golpear a muchos.
Es el caso de doña Juana, dueña de un local de comida en el mercado
municipal, de los muchos que hay en ese lugar, con quien
conversamos. “Pues mire, la verdad es que las ventas están
bajísimas, en serio, a pesar de que vienen muchos muchachos
por el cervantino, qué le diré, como un noventa por ciento
nos han bajado. Antes, a toda hora esto estaba lleno de
gente, hasta en las noches… ahora es por ratos, pero con
tanta competencia, nos tenemos que estar peleando a los
clientes”.
Dice que antes, incluso todas las noches de lo que duraba el festival, la
gente iba a cenar, hasta las tres o cuatro de la mañana.
“A veces ni cerraba, y mejor me seguía hasta el otro día”.
Ahora doña Juana sólo se quedó hasta muy tarde el último
sábado, pasadas las doce de la noche, y eso porque fue
cuando más gente llegó a Guanajuato, con tal de atender a
uno que otro cliente nocturno que deambulaba por su puesto
en busca de un plato de arroz, un caldo de pollo, unas
enchiladas mineras… algo que cenar, como nosotros hacemos
en ese momento.
Además, a pesar de que es el mercado, en donde se supone que los precios
son más económicos, actualmente no lo son tanto, pues, por
ejemplo, el plato de enchiladas mineras, regularmente
servido, cuesta cuarenta pesos (compárese con el salario mínimo
diario, que es de unos 53 pesos, lo que significa que ese
platillo asciende a un 75% de dicho salario), lo mismo el
caldo. Por el plato de arroz se pagan veinticinco pesos.
“Pues es que todo ha subido mucho, y como no se vende
tanto, pues lo poco que se venda, lo debemos dar un poquito
más caro, pa’ que salga”, justifica doña Juana,
efectivamente remitiéndonos mentalmente a la carestía de
los alimentos que se está padeciendo desde hace meses,
situación que se está dando en todo el mundo.
Y en cuanto a la poca clientela, sí, recuerdo yo mismo que hace años, a
esa misma hora que estábamos cenando, las doce y media de
la noche, en el lugar se veían a varios comensales comiendo
en alguno de los puestos, de varios, que abrían
regularmente hasta muy entrada la madrugada.
Para colmo, doña Juana platica que como este año las cerradas autoridades
panistas trataron
de impedir la realización del Festival Cervantino Callejero
– ella y decenas de vecinos apoyaron mediante un
documento, con la aportación de sus firmas, que sí se
efectuara el festival –, durante varios días, a pesar de
la celebración, tuvo pocos clientes, sobre todo porque, a
falta de las tradicionales actividades culturales
callejeras, casi no acudía gente a la plaza de los Ángeles,
lugar en donde aquél se lleva a cabo, muy cercano al
mercado de la comida.
Digamos, de paso, que el Festival Cervantino Callejero, ha sido un bastión
de lucha, a contracorriente oficial, de artistas
independientes que han tratado de llevar la cultura a aquéllos
guanajuatenses que no tienen dinero, muchos, para entrar a
ver los caros, elitistas espectáculos oficiales y que este
año, como señalé antes, se trató ilegalmente de
reprimir, oponiéndose las autoridades locales – en forma
prepotente y policiaca – al libre derecho constitucional a
la manifestación cultural pública que tenemos todos los
mexicanos, sin excepción, argumento esgrimido por aquellos
artistas independientes para llevar a cabo el festival
callejero, el cual, tras fuertes y nutridas protestas y
negociaciones, con el apoyo de vecinos y comerciantes, por
fortuna pudo realizarse (ver mi trabajo por Internet
“Festival cervantino: elitismo cultural y represión
policiaca”).
Y aprovechando mi estancia y mi participación literaria en el cervantino
callejero, fue que logré conocer algunas historias de
marginación, como la de Olivia, que a continuación
refiero.
Ella es una mujer de unos 50 años, aunque los estragos de su dura
existencia la hacen verse mucho mayor. Luce un vestido
largo, tipo hindú, naranja, y un suéter beige, muy
gastados ambos. Varios collares de cuentas y conchas rodean
su cuello, así como pulseras que adornan sus muñecas.
A primera vista, su, digamos que exótico atuendo, la hace destacable. De
tez morena, su rostro está aún más quemado y arrugado
debido al inclemente sol que debe de soportar por tantas
horas al día que Olivia se la pasa caminando para vender su
mercancía, consistente en joyería barata que ella misma
elabora con cuentas de plástico, semillas, pequeñas
conchas e hilo de nailon, similares a sus collares y
pulseras.
Por su forma de hablar, titubeante, y de comportarse cuando conversamos con
ella, pareciera que está algo perturbada de sus facultades
mentales. “Sí, mire… éstas las doy en diez pesos… y
éstas a quince”, nos muestra sus pulseras y collares, que
a pesar de ser de materiales baratos, lucen atractivas
gracias a la combinación de vistosos colores que logra.
“Yo, a veces, me saco treinta… cuarenta pesos… pero a
veces no vendo nada, señor… como ‘hora, que no he
vendido nada”, dice Olivia, cuyo rostro es resignadamente
triste. “¿Y vende más en el Cervantino?”, le pregunto.
Se encoge de hombros. “¡Pus siempre está jodida la
cosa… ni compran nada, nomás vienen a emborracharse!”,
exclama la mujer, protestando.
“Y ni un peso pa’ un taco le regalan, señor… yo no sé pa’ qué
quieren tanto dinero los que vienen, si ni se lo quieren
gastar”, agrega, debido a que cuando no vende nada, trata
de pedir alguna moneda por aquí y por allá. Cuenta que
hasta hace poco vivía con un hermano que, “de lástima”,
la dejaba dormirse en la cocina, pero que la corrió porque
Olivia tiene la humanitaria costumbre de ir juntando perros
callejeros.
Un día llegó con ocho animales. “¡No… pus mi hermano ya no me aguantó
y que me corre, con todo y perros… y ya luego que me
quitan también a mis animalitos!”, exclama Olivia, su
mirar un tanto abstraído y melancólico. La perrera del
lugar, aparentemente avisada por vecinos, le quitó a todos
sus perros, según refiere, y no se los quisieron devolver,
a pesar de que trató de reclamarlos.
Dice que pernocta en donde puede, normalmente en la calle, en algún callejón
o a veces, cuando alguien le permite quedarse en su casa, en
algún rincón, y que todas sus pertenencias, además de su
mercancía, son una cobija y un par de vestidos todo lo
cual, su ropa, lo acarrea en una bolsa de mandado que le
encarga a una tendera del mercado. “¿Y qué le parece
todo lo que el gobierno gasta para el festival?”, le
pregunto por último. Olivia se queda pensando un momento.
“¡Ay, señor… pus mejor ese dinero lo habían de
repartir entre los jodidos como yo!”, dice sin mucha
convicción, imaginando quizá que eso nunca pasará. Le
compré un par de pulseras, lo que agradeció con un “¡Gracias,
señor, que tenga buena mano!”, pues esa era su primera
venta, a pesar de que ya pasaban de las siete de la noche
del siguiente día de mi estancia. Por lo menos Olivia ya
tuvo para comer algo, consideré.
Helena es una niña de nueve años. De pelo chino, tez apiñonada, estatura
por debajo de la edad que declara tener, luce en ese momento
un vestido claro y un suéter oscuro. Ella ofrece a los
paseantes contarles la leyenda del callejón del beso, un
estrecho espacio que obliga a pasar a las parejas que lo
cruzan cuerpo a cuerpo, casi besándose, de allí su nombre.
“Le platico la leyenda, señor… a’i me da lo que
quiera”, dice Helena, lo cual acepté y de paso me puse a
conversar con ella. “Mi mamá vende elotes… es esa señora
que está allí” señala la niña a una mujer de unos
treinta años, que se encuentra en una esquina de la plaza
de los Ángeles con un bote de fierro galvanizado en el que
están sus elotes.
“Pero a veces no le alcanza y por eso me pongo a ayudarle… como soy la más
grande, pus por eso le ayudo”, continúa contando Helena,
muy dispuesta a ser entrevistada. Dice que se gana quince,
veinte pesos… a veces hasta treinta, pero no siempre, pues
tiene mucha competencia de otros niños que, como ella,
también proponen al visitante contarle la leyenda del
callejón del beso, con tal de ganarse unas monedas y
aliviar en algo, igualmente, sus precarias condiciones económicas.
“También lo puedo llevar a conocer la ciudad”, ofreció Helena, su
mirada ansiosa, esperando que aceptara. Pero me excusé diciéndole
que tenía otras cosas que hacer. Le di tres monedas de a
diez pesos. Su rostro se ilumina. “¡Gracias, señor!”,
exclama, tomando el dinero, luego de lo cual, gustosísima,
corre hacia donde está su mamá, gritando cuánto dinero
acaba de ganarse. Debe de ser bueno para ella, dada la alegría
que acompañó su rápida carrera.
Y aprovechando la mermada economía tanto de muchos paseantes, como de los
lugareños, algunos vendedores de alimentos ofrecen
originales y relativamente baratas opciones para comer, como
las “guacamayas”, vendidas por un hombre cincuentón,
quien luce un percudido mandil, que pretende ser blanco,
como medida sanitaria para vender su singular mercancía, la
que acarrea en un pequeño puesto rodante, hecho de madera y
metal.
Las tales “guacamayas” son tortas elaboradas con el, de por sí, duro
bolillo que se hace localmente (contiene mucha levadura, por
eso es tan duro, según me explicó un panadero), y
rellenadas nada menos que de chicharrón (así se le llama
en México al alimento que se obtiene de cocer el cuero del
marrano), aguacate, cebolla y chiles en vinagre. Las da a
quince pesos y sinceramente resultan muy llenadoras.
“¿Y qué tal se le venden las guacamayas?”, le pregunto, mientras
espero la mía. “¡Uy… pus las acabo bien rápido, más
ahorita que hay mucha gente!”, contesta mientras
diligentemente prepara esta original especie culinaria.
Platica que cuando no hay festival le va “más o menos”,
pues la gente a veces ni sus tortas tan baratas puede
comprar. “No… si esto está jodido, señor… y pa’ mí
que se va a poner peor”, agrega. Recibo mi “guacamaya”
y resulta con buen sabor, ya cuando le doy la primera
mordida, no sin algo de trabajo, por la dureza tanto del
bolillo, como del chicharrón. Sí, no cabe duda que aún en
medio de la crisis, el ingenio de algunos les hace
sortearla, como este “guacamayero” con sus singulares,
baratas y regularmente nutritivas tortas. Claro, reflexiono,
la gente puede no comprarse ropa, pero no deja de comer…
¡al menos los que aún tienen empleo!
Me dirijo luego al bar “Los pasos de López”, ubicado cerca de la Alhóndiga
de Granaditas. Allí conozco a Teresa, quien resulta que ha
sabido de mí gracias a mi trabajo periodístico. El lugar
se llama así en honor a la novela de Jorge Ibargüengoitia
del mismo nombre, cuya versión cinematográfica se filmó
en esa ciudad años atrás.
Teresa tiene unos 24 años, delgada, bonita y muy atenta. Viste pantalón de
mezclilla, blusa roja y un delantal blanco. Trabaja de
mesera en el lugar y me platica que su salario básico allí,
laborando desde las tres hasta las doce o una de la mañana,
es de quinientos pesos semanales, descansando un día.
“Aunque a veces el dueño nos hace venir aún en nuestro día de descanso
y si protestas, pues te corre. No, si aquí la gente es bien
apática, a lo mejor porque les da miedo o no sé, pero no
hacen nada. Fíjate, cuando fue lo del fraude en el 2006,
algunos nos pusimos de acuerdo y fuimos a protestar al
palacio municipal, que ahorita son panistas los que están,
pero fuimos muy pocos, en serio, y ahí tenías a los policías,
rodeándonos, pero no nos hicieron nada, porque estás en tu
derecho de reclamar, ¿no?”, agrega, en tono de protesta.
Y debido al salario tan bajo que percibe, son para Teresa
tan importantes las propinas, como lo son para las personas
que se dedican a servir en los restaurantes.
“Mucha gente es bien coda y no te deja nada, otros te dejan que cinco, que
diez pesos… y a veces me saco cien, ciento cincuenta pesos
o, cuando me va muy bien, hasta doscientos pesos por día”,
platica Teresa, mientras muy amablemente me sirve una
limonada.
Comenta que terminó la preparatoria y que le gustaría entrar a estudiar
administración en la Universidad de Guanajuato, pero que le
sería muy difícil hacerlo si siguiera trabajando en el
bar. “Es que es muy pesado, sobre todo por las desveladas
que te pones a diario… me voy acostando a la una de la mañana
por lo regular… pero no hay trabajo, por eso me aguanto
aquí”, declara resignada. Sí, pienso, en ese ambiente
laboral tan escaso, la gente no puede darse el lujo de
desperdiciar las mínimas oportunidades de empleo, aunque
ello vaya en detrimento de su salud y de su tiempo y que
sean sometidos a humillaciones y se les explote demasiado.
Mientras me bebo mi limonada, se acerca otra chica, ofreciendo el tomarme
una foto. Accedo y, más tarde, cuando me la entrega y pago
su valor, cincuenta pesos, platico con ella. Se llama
Natalia, tiene unos treinta años, de tez clara,
“llenita”, y me cuenta que se dedica a fotografiar a los
asistentes al bar y también a lo que, sonriente, denomina
“BBC”. “Sí, bodas, bautizos, cumpleaños… me
contratan para filmar esos eventos.
Paso a la computadora la grabación y se las doy en un dvd”. Me dice que
por evento cobra de 1000 a 1500 pesos, dependiendo del
tiempo que esté filmando. “Mil pesos cobro si son dos
horas y media, tres… y a veces hasta dos mil, ya cuando
quieren que los filme desde que se están vistiendo… como
los que se casan”, agrega.
Animada, me platica algo de su vida. “Pues tengo cuatro hijos… la mayor
es una niña, tiene doce años y el más chiquito tiene
cinco”. Se embarazó muy joven, como parece ser la regla
en muchas de las guanajuatenses, a los 18 años. La niña es
de su primera relación. Los otros tres hijos, todos niños,
son de su “esposo”.
“Sí, pero no nos casamos, sólo vivimos juntos”, aclara y me confía
que el hombre tiene 33 años y está en la cárcel desde
hace dos años, purgando una sentencia de cinco años,
acusado de robo. “Es que es un bueno para nada… y por
eso me tienes aquí, tratando de ganarme la vida como puedo,
por mis hijos… pero a veces, en serio que ya quiero tirar
la toalla. Además, ya hay mucha competencia en lo de las
filmaciones y luego tarda en haber trabajo… luego me paso
hasta tres semanas sin conseguir algo”, dice Natalia, a
quien la carga tan pesada de su existencia, debiendo
mantener a sus cuatro hijos, la pone sentimental y se le
ruedan unas lágrimas.
Acepta comer algo mientras platicamos. “Sí te lo acepto porque, en serio,
no he comido nada”, dice, algo apenada. Pasan de las diez
de la noche y si aún no ha probado bocado, es evidencia de
su precariedad económica. Le platico que estoy tratando de
hacer un contraste entre la fastuosidad del festival
cervantino y la realidad de la mayoría de la gente y está
de acuerdo. “Sí, sí… pinche gobierno, se gasta un
dineral y mira cómo nos tiene, todos muertos de hambre y
sin trabajo”.
Más tarde, habiendo agradecido a Teresa su hospitalidad y dejado una buena
propina, salimos de lugar Natalia y yo, y nos dirigimos
nuevamente hacia la plaza de los Ángeles, en donde siguen
presentándose los artistas callejeros en el Festival
Cervantino Alternativo. Allí me presenta a su amiga Laura.
Ella tiene 20 años. De complexión muy delgada, alta,
morena, atractiva, la chica accede también a platicarnos
algo de su penosa historia. Luce una especie de playera
burdamente cortada, a propósito, del costado izquierdo de
su cuerpo, desde la axila hasta la cintura.
Una serie de “piercings”, ocho, hechos con aretes de plata, le
“adornan”, digamos, esa parte de su cuerpo. Incluso en
algunas áreas de la piel aún se ven moretones. “¿¡Pero
cómo te hiciste eso!?”, exclamo ante esa escalofriante
visión. Laura sólo se encoge de hombros, explicando que un
“amigo” de ella le pidió hacérselos porque necesitaba
realizar fotos “artísticas”. “¡Oye, pero debe de
haber sido muy doloroso”.
“Sí… pues todavía me duelen, cuando me baño, porque apenas hace una
semana que me los hice… pero ni le dije a mi madre,
porque, si no… ¡me pone una friega!”, exclama, entre
risueña y resignada a portar para siempre en su cuerpo las
cicatrices que esas infames perforaciones le vayan a dejar
en su piel. Dice que ni dinero le dio el tal “amigo” (no
me parece que sea de un “amigo” herir así a su amiga,
con tal de sacarle unas cuantas fotos “artísticas”).
Pero insisto en saber por qué lo hizo.
“Pues por lo de las fotos que te digo… porque es mi amigo y las
necesitaba”, responde, sin mayores aspavientos. Luego
refiere que sólo estudió hasta el primer semestre de
bachillerato, pero se salió. “Es que la verdad no me
gusta estudiar”. “Luego de que me salí de la escuela,
pus nada más me anduve con mi novio… y que salgo
embarazada”, continúa.
Eso fue a los 17 años, fruto del cual, Laura tiene un niño de tres años,
que a veces le cuida su madre, como en ese momento o ella,
“cuando tengo tiempo”. Y cuando no, pues “lo dejo con
una amiga o con su padre”. Le pregunto por él. “Ah…
pues ése es un pinche huevón, bueno para nada”, se queja
Laura, que tiene 21 años de edad y está desempleado. “¿Y
cómo te mantienes?”, pregunto.
Se queda reflexiva un momento. “Ah… pues luego ha venido gente a filmar
cortos, amigos de unos amigos, y me han contratado para
actuar”, dice y platica que el más reciente que hizo se
filmó en algunos de los túneles que cruzan la ciudad.
“Pero es muy pocas veces eso y casi ni gano dinero”,
agrega. “¿Y entonces… cómo mantienes a tu hijo…te
mantienes tú?”. “Ah… pues es que mi mamá me
ayuda”.
Y platica que su madre es afanadora en una oficina y que gana “como tres
mil quinientos mensuales”. Sí, el sueldo de la madre es
el que ganan un buen porcentaje de los asalariados, o sea,
hay pocos trabajos, como ya antes referí, y mal pagados.
“¿Y no tienes papá?”. En esta pregunta, Laura me mira
con cierto reclamo. “Mi papá se ahorcó en la cárcel
cuando yo tenía tres años”, sorraja la brutal respuesta.
Nos quedamos callados por un momento. “Sí… es que él
era ratero y en una de ésas, lo agarraron… yo creo que
por eso se mató, porque no le gustó estar en la cárcel”,
agrega, un tanto reflexiva y filosófica.
Y por eso se va a ver a los artistas independientes del festival callejero
en esos días, para ver si les puede ayudar en algo, como en
la venta del material cultural, el boteo, comprarles la
comida… cualquier cosa que le permita ganarse algo de
dinero o, por lo menos, la comida. “¿Y no has pensado en
trabajar?”, pregunto, a lo que Laura responde, sarcástica.
“¿¡Trabajar!?... pero si aquí no hay nada qué hacer,
en serio, en donde quiera que vas, nada más te dicen que no
hay trabajo”, contesta, entre molesta y resignada.
Por supuesto que, cuando días más tarde accedí a las cifras de la gente
trabajando en el municipio, entiendo perfectamente la
molestia de Laura, pues con un abierto desempleo superior al
50%, efectivamente, no hay nada que hacer allí. “¿Y al
distrito, no has pensado en irte?”, pregunto. “No… allá
no me iría, me da miedo todo tan grande… no”, contesta
enfática. “A veces pienso en irme a Querétaro, a ver qué
encuentro por allá”, dice, reflexiva. “Pero para irme,
necesitaría dinero, para hospedarme en lo que encuentro
trabajo… no sé qué hacer, la verdad”, dice, reflejando
en su mirar una profunda tristeza, aquélla que nos embarga
cuando el futuro es crecientemente incierto, como el de ella
y el de muchos guanajuatenses, olvidados por los lujos y la
fastuosidad del festival cervantino oficial.
Contacto: studillac@hotmail.com
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