Estados Unidos reactiva su Doctrina Monroe
“Basus belli” en Colombia
Por Maurice Lemoine
Le Monde diplomatique,
Edicion Cono Sur, febrero 2010
Bogotá
y Washington insisten en que las siete bases militares que
Colombia puso a disposición de Estados Unidos sobre su
propio territorio, en virtud del acuerdo firmado el 30 de
octubre de 2009, tienen por objetivo fortalecer la lucha
contra el narcotráfico. Pero no pocos indicios refuerzan
las sospechas de los países latinoamericanos de que las
verdaderas intenciones del Pentágono consisten en contar
con una plataforma para vigilar y controlar una región
estratégica de América del Sur.
“Los problemas de Colombia se extienden mucho más allá de sus fronteras
y tienen implicancias en la seguridad y la estabilidad
regional”, declaró en agosto de 1999 la secretaria de
Estado estadounidense Madeleine Albright (1). El 13 de julio
del año siguiente, el presidente William Clinton y su homólogo
Andrés Pastrana acordaron firmar el Plan Colombia,
destinado a terminar con el narcotráfico y las guerrillas.
A modo de participación, el Congreso, en Bogotá, sólo
tuvo derecho a consultar un texto parcial y… en inglés.
Una década más tarde, Colombia recibió más de 5.000 millones de dólares
de ayuda estadounidense, primordialmente militar. Y desde la
llegada de Álvaro Uribe al poder en 2002, corrió mucha
sangre bajo el puente. El Presidente había prometido una
“rápida victoria” sobre los rebeldes del Ejército de
Liberación Nacional (ELN) y sobre todo de las Fuerzas
Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC): según los
balances que difunde el ejército colombiano, triunfó
ampliamente. Por ejemplo, en 2007 el ejército pretendía
haber capturado a más de 6.500 guerrilleros y haber dado
muerte a más de 3.000; cifras que se repiten año tras año.
Siempre según Bogotá, de 2002 a mayo de 2008 el programa
de desmovilización involucró a cerca de 15.000 personas,
de las cuales 9.000 serían miembros de las FARC. Sabiendo
que siempre se estimó el número de esas fuerzas en
alrededor de 15.000 combatientes, ¡forzosamente han
desaparecido!
Búsquese
el error…
El 30 de octubre de 2009, el ministro de Relaciones Exteriores de Colombia
Jaime Bermúdez y el embajador estadounidense William
Brownfield firmaron un nuevo acuerdo elaborado en secreto
que otorga a Estados Unidos, por un período de diez años,
renovable, 7 bases militares en territorio neogranadino (2),
con los mismos objetivos que adelantara el Plan Colombia
(3). De hecho, aunque desde hace dos años vienen sufriendo
serios reveses, las FARC siguen activas. El anuncio de su
derrota se debe sobre todo a la curiosa manera en que el ejército
colombiano infla sus balances. Actualmente están en curso
1.300 investigaciones –parte visible del iceberg– contra
miembros de las fuerzas armadas, en el marco de lo que se
llama el escándalo de los “falsos positivos”: el
asesinato de civiles presentados luego como guerrilleros
muertos en combate.
No obstante, frente a un adversario compuesto de “irregulares” y para
destruir mediante aspersión química plantaciones de
cultivos ilícitos, la fuerza que despliega Estados Unidos
en las siete nuevas bases –Palanquero, Malambo, Apiay,
Cartagena, Málaga, Larandia, Tolemaida– parece por lo
menos desproporcionada (4). Así, el Pentágono invertirá
31,6 millones de euros para el acondicionamiento de
Palanquero, a orillas del río Magdalena. La instalación
dispondrá de una pista de 3.500 metros preparada para
recibir aviones C–17 (Galaxy) capaces de transportar 70
toneladas y que poseen una autonomía de vuelo de más de
8.000 kilómetros sin reaprovisionamiento de combustible.
Desde Apiay operarán aparatos de reconocimiento y AWACS (Airborne
Warning and Control System; radares voladores de largo
alcance).
Rechazo
regional
El 10 de agosto de 2009, antes incluso del anuncio oficial del acuerdo, el
presidente venezolano Hugo Chávez advertía durante la
Cumbre de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) en
Quito: “Vientos de guerra comienzan a soplar” en América
del Sur (5). Muchos atribuyeron sus palabras a un delirio
paranoico –¡otra excentricidad más!–. Sin embargo, sus
homólogos Evo Morales (Bolivia), Rafael Correa (Ecuador),
Luiz Inácio Lula da Silva (Brasil), Tabaré Vázquez
(Uruguay) y Cristina Fernández de Kirchner (Argentina)
también expresaron su preocupación. A sus voces se agregaría
la del ex presidente colombiano Ernesto Samper: “Vamos a
prestar el país para que se convierta en un portaaviones
para hacer operaciones de vigilancia electrónica en toda la
región suramericana. (…) Es como prestarle el balcón a
una persona que no vive en el edificio para que venga a
colocar reflectores y videocámaras sobre los vecinos”
(6).
Marcando la tendencia dominante de la época pos Guerra Fría, Estados
Unidos pasó de una estrategia de “containment”
(contención) del rival soviético a la búsqueda de la
omnipresencia geoestratégica planetaria. Las nuevas
tecnologías militares ya no exigen bases gigantescas, sino
una densa red de puntos de apoyo pre–establecidos que
permitan, de ser necesario, proyectar fuerzas de rápido
despliegue.
Hasta fines de 1999, gracias a las catorce bases –y en particular la de
Howard– situadas en la zona estadounidense del canal de
Panamá, donde estaba instalado el Comando Sur del ejército
de Estados Unidos (US Southcom), Washington controlaba tanto
América Central como América del Sur. Tras la retirada del
istmo, fruto del acuerdo Carter–Torrijos (7), el Pentágono
se aseguró, utilizando denominaciones que evitan el
calificativo de “bases”, centros operativos de avanzada
(Forward Operations Location; FOL) y centros de seguridad
cooperativa (Cooperative Security Locations; CSL), en
Comalapa (El Salvador), Soto Cano (Honduras), Guantánamo
(Cuba), Roosevelt Roads (Puerto Rico), Reina Beatriz (Aruba)
y Hato Rey (Curaçao) –islas bajo jurisdicción de los Países
Bajos–, Iquitos y Nanay (Perú), Liberia (Costa Rica) y
Manta (Ecuador).
Pero mientras que, en línea directa con la Doctrina Monroe (8), la “indócil”
América Latina se volvía nuevamente prioritaria, Roosevelt
Roads fue cerrada en mayo de 2003, como consecuencia de
importantes manifestaciones de los habitantes de la isla de
Vieques (Puerto Rico). Brasil se negó a conceder a Estados
Unidos, que la solicita hace mucho, la estratégica base de
Alcantara, situada en su territorio. Con la llegada al poder
Fernando Lugo, en Paraguay, se detuvo el proyecto de ocupación
del aeropuerto de Mariscal Estigarribia, situado a menos de
100 kilómetros de la frontera boliviana –lo que quizás
no sea ajeno a las actuales dificultades de Lugo–. Última
contrariedad, el jefe de Estado ecuatoriano Rafael Correa no
renovó la concesión de Manta, que finalizaba el 18 de
septiembre de 2009 y desde donde operaban los aviones espías
Orion C–130 y AWACS.
Por un breve momento se pudo creer que la Casa Blanca había abandonado la
belicosa retórica de George W. Bush. Pero sería olvidar
que la planificación del Pentágono es independiente de
quien llegue a ser el Presidente en función, quien por más
que sea el “comandante en jefe” –y parece que Barack
Obama no es una excepción–, ratifica muy a menudo las
recomendaciones y decisiones del Estado Mayor Conjunto y del
Departamento de Defensa.
Tanto Washington como Bogotá aseguran que no se trata de establecer
“bases estadounidenses”, sino tan sólo de usar las
“instalaciones colombianas”. Así, el 8 de diciembre de
2009, en la Cumbre del Mercado Común del Sur (Mercosur) de
Montevideo, el vicepresidente colombiano Francisco Santos
declaró: “Podemos superar las diferencias sobre una base
de respeto mutuo y la seguridad de que el acuerdo con
Estados Unidos jamás será utilizado para ninguna acción
contra ningún país del continente”. No convenció, como
tampoco lo hizo Uribe, recibido fríamente –salvo en
Lima– durante su gira de “franca explicación” del 4
al 6 de agosto de 2009 en Perú, en Bolivia, en Chile, en
Argentina, en Paraguay, en Uruguay y en Brasil. Y con razón…
En mayo de 2009, para obtener la financiación del acondicionamiento de la
base de Palanquero, un documento del Departamento de Defensa
presentado al Congreso estadounidense precisaba: “El
desarrollo de este CSL brinda una oportunidad única para un
amplio espectro de operaciones en una subregión crítica de
nuestro hemisferio, donde la seguridad y la estabilidad están
bajo la constante amenaza de insurgencias narcoterroristas,
de gobiernos anti–estadounidenses [el subrayado es
nuestro], de una pobreza endémica y de constantes desastres
naturales” (9). No hay forma más clara de decir que el
objetivo de las bases es efectuar misiones de inteligencia
militar sobre el conjunto de América del Sur, y que el
despliegue de tropas estadounidenses permitirá eventuales
operaciones abiertas y/o clandestinas, en Colombia y en la
región. Como el Plan Colombia, el acuerdo autoriza la
presencia de 800 militares estadounidenses y 600
“contractors” (contratistas) pertenecientes a las
empresas más poderosas del complejo militar–industrial
–entre otras DynCorp, Bechtel, Lockheed Martin, Rendon
Group y Raytheon (véase Marie–Dominique Charlier)–.
En la
mira
Por supuesto, las reacciones más vivas provienen de naciones que están en
la mira de Washington, como Bolivia, Ecuador y la República
Bolivariana de Venezuela. Ya se conoce allí la tradición
estadounidense de utilizar a terceros países para espiar,
desestabilizar o lanzar ataques militares contra gobiernos
“molestos”. En 1954, la operación destinada a derrocar
al presidente de Guatemala Jacobo Arbenz fue lanzada a
partir de bases (en este caso clandestinas) instaladas en
Nicaragua y en Honduras. Idéntica estrategia que la de la
tentativa de invasión de Cuba, en Bahía de los Cochinos,
organizada en abril de 1961 desde Guatemala y Nicaragua.
Honduras también sirvió como plataforma de la estrategia
de Washington en la guerra que se impuso a la Nicaragua
sandinista en la década de 1980, con la base estadounidense
de Palmerola (Soto Cano) como principal punto de apoyo.
Bogotá anunció la creación de una nueva división (12.000 hombres, 6
batallones) en la frontera con Venezuela, y de una base en
la península de Guajira, también fronteriza. Por su parte,
el gobierno panameño informó que Estados Unidos establecerá
dos (e incluso tal vez cuatro) bases navales en el país, en
Bahía Piña y en Punta Coca. Mientras tanto, las
provocaciones se multiplican –sobrevuelo ilegal del
territorio venezolano por un dron (vehículo aéreo no
tripulado) procedente de Colombia (20 de diciembre de 2009)
y por dos cazas estadounidenses (17 de mayo de 2009 y 7 de
enero de 2010) que despegaron de Curaçao–, paramilitares
colombianos se infiltran y la guerra psicológica está en
su apogeo.
Así, Venezuela aparece (junto con Bolivia y… ¡Birmania!), en el grupo de
los tres países que, según Washington, no se esfuerzan por
luchar contra el narcotráfico (10). El 25 de mayo de 2009,
el diario El Tiempo (Bogotá) publicó informaciones del
servicio secreto colombiano que afirmaban que una docena de
jefes guerrilleros viven en Cuba, en Ecuador y en Venezuela.
Ya en marzo los generales colombianos se declaraban
preocupados por no poder actuar “sobre los diez
campamentos de jefes rebeldes de las FARC en Venezuela y en
Ecuador” (11).
En nombre de la lucha contra la “narcoguerrilla” se establecen los
elementos de un escenario catastrófico. El 28 de diciembre
de 2009, ante la sospecha de que Bogotá se preparaba a
poner en escena “falsos positivos” para justificar una
incursión o un ataque en su país, Chávez declaraba: “No
sería extraño que ellos, que matan tanta gente en
Colombia, maten a no sé qué gente, ni cuánta gente, los
traigan a territorio venezolano (…), construyan un
campamento improvisado que también contará con armamento y
panfletos con propaganda (…) y digan: ahí está la base
de los guerrilleros” (12).
Por el momento, no es factible ni se proyecta una agresión directa de
Estados Unidos a la República Bolivariana. Pero el menor
incidente fronterizo causado por un enfrentamiento entre
fuerzas venezolanas y colombianas, o incluso simplemente
fabricado, puede servir de pretexto para detonar un
conflicto en el curso del cual Washington acudiría en ayuda
de su aliado. Sabiendo que las numerosas bases y la IV Flota
estadounidense, reactivada en 2008, cercan por completo a
Venezuela.
(*) Periodista y jefe de redacción de Le Monde diplomatique, edición
francesa.
1.
The New York Times, 10–8–1999.
2. De Nueva Granada, antiguo nombre de Colombia.
3. La Constitución (art. 173 y 237) autoriza sólo “el tránsito” –es
decir el paso temporario– de tropas extranjeras por el
territorio de la República, con acuerdo del Senado y opinión
favorable del Consejo de Estado, requisitos que el gobierno
no cumplió. Por otra parte, en ausencia de tratado
internacional aprobado por el Congreso y sujeto a un control
de legalidad por parte de la Corte Constitucional, ese
acuerdo viola los artículos 150–16 y 241–10 de la
Constitución.
4. En el marco del Plan Colombia, militares e instructores estadounidenses
ya están en las bases de Tres Esquinas, Larandia y Puerto
Leguizamo.
5. TeleSur, Caracas, 10–8–09.
6. TeleSur, 8–11–09.
7. Firmado por los presidentes James Carter y Omar Torrijos en 1977, fijaba
el 31 de diciembre de 1999 como fecha límite para devolver
el canal y el conjunto de las instalaciones de la Canal Zone
(CZ) a manos panameñas, así como el cierre de las bases
estadounidenses.
8. Principios enunciados por el presidente James Monroe en su mensaje al
Congreso del 2–12–1823, que establecen, de hecho, la
dominación de Estados Unidos sobre todo el continente
americano.
9.
Department of the Air Force, “Military Construction
Program. Fiscal Year (FY) 2010. Budget Estimates.
Justification Data Submitted to
Congress”, mayo de 2009.
10. El 13–8–09, después de que la Guardia Nacional interceptara más de
3 toneladas de droga (marihuana) en el estado de Táchira,
el ministro del Interior venezolano Tareck el Asaimi señalaba
que el camión había pasado sin inconvenientes tres puestos
de control, de tres organismos de seguridad, del lado
colombiano de la frontera, en Cúcuta.
11. Noticias 24, Caracas, 6–3–09.
12. Venezolana de Televisión, Caracas, 28–12–09.
Los motivos internos de Colombia
El enclave decisorio de un viraje en el continente
Por Maurice Lemoine
Le Monde diplomatique,
Edicion Cono Sur, febrero 2010
No son sólo siete las bases extranjerizadas. Las decisiones militares
de los Estados Unidos con respecto a Colombia escalan no sólo
por sus obvias ventajas en el mapa –con relación a la
región y también a una vía aérea expedita hacia el África.
Ahora, obedecen además a la situación interna. Entre
otras, tolerante con la reubicación paramilitar en la
ciudad, para efecto en la opinión pública de los Estados
Unidos, necesita prevenir una reparamilitarización rural de
segunda generación.
Con la soberanía de Colombia hecha añicos, en la sombra, permanecen y
funcionan extranjerizadas cuatro bases más: 1. El Barrancón,
Puesto Fluvial Avanzado 51 en el Guaviare, que como Escuela
concentra el personal de ‘boinas verdes’ para
entrenamiento, golpes de mano y operaciones secretas. 2. La
base de Marandúa (Vichada), en las propias narices de
Venezuela.[1] 3. Tolemaida adentro, un centro de alojo y
entrenamiento, sede de un Comando Especial Secreto. 4. Una
zona del aeropuerto militar de Catam, con guardia y acceso
exclusivo de los uniformados del ejército de los Estados
Unidos. Realidad que no tiene improvisación. “Estados
Unidos debe sentar las bases de una intervención
multilateral” –con un año y medio en su elaboración–,
anticipó desde junio de 2001 el informe de la Corporación
Rand, –una de las empresas que asesora a la Secretaría de
Defensa y al Comando Unificado del Departamento de Defensa
de los Estados Unidos–, ‘Laberinto en Colombia: la
sinergia entre drogas y la insurgencia y su implicación
para la estabilidad regional’ (“In Colombia
labyrintht: the sinergy of drugs and the insurgency and its
implications for regional stability”).
En relación con Colombia, desde antes, o para proyectar y diseñar el
‘plan Colombia’, los Estados Unidos tienen puesto el ojo
en todo. Miden no el narcotráfico sino el conjunto de
situaciones y fuerzas que les pueda significar “riesgo
estratégico” y variación en la naturaleza del poder.
Luego de 10 años de reveses electorales –constituyentes
algunos– en Venezuela, Brasil, Ecuador, Bolivia, Uruguay,
Honduras, Nicaragua, Paraguay. El Salvador y las dos islas
del Caribe que hacen parte de la Alterantiva Bolivariana
para la América (Alba) disponen ahora de un plan de
contención con acciones de contraofensiva. Procedimiento
del cual hacen parte tanto el derrocamiento de Zelaya y la
decisión militar frente a Colombia como los complementos
políticos de garantizar la reelección de Álvaro Uribe, y
que la oposición neutralice los dos tercios u obtenga el 40
por ciento o más, incluso la mayoría, de la Asamblea en
Venezuela.
Colombia es el único país de Suramérica con puerta al Océano Atlántico,
el mar Caribe y el Océano Pacífico. Asimismo, su
territorio es el eslabón que integra la región andina con
proyección al norte, y que vincula el sur y el centro del
continente. Además, constituye el tapón o paso obligado
para Venezuela hacia el Pacífico. Y marca una frontera viva
y un extenso límite con Venezuela, permeable a todos y además
a cualquier factor militar –como la sistemática penetración
paramilitar: social, operativa, económica y de
contrabandos, y corrupción de entornos comunales y
autoridades civiles y militares– en espera del resultado
electoral del 26 de septiembre próximo para la Asamblea
Nacional. Un saldo que definirá la mayor intensidad o no de
los socavos políticos y militares contra el gobierno de
Venezuela.
Estas características de importancia estratégica conducen a unilateralizar
los análisis acerca del papel de los Estados Unidos y las
bases extranjerizadas en nuestro territorio. Tal intervención
militar se examina desde la única o principal razón de su
funcionalidad para la vigilancia contra el proceso en marcha
en Venezuela, y contra las dinámicas políticas (Ecuador,
Bolivia, Uruguay y Paraguay) en el continente.
Sin embargo, el reciente acuerdo Brownfield–Bermúdez del 30–10–09
(denominación semejante del Hay–Bunau–Varilla, que
entregó a Panamá) tiene un notorio asidero en la situación
interna que no se puede pasar por alto.
Como riesgo estratégico, el Pentágono no ven sólo a la guerrilla sino a
una situación de rechazo a la reelección que pueda dar una
suma separada, o una articulación de la subversión con la
oposición y las expresiones avanzadas del descontento y el
movimiento social. En este marco, la insurgencia constituye
aún –esperan que en 2019 no– un riesgo estratégico
como factor de ingobernabilidad e inestabilidad en Colombia
–no necesariamente de poder– que disminuya el efecto político,
institucional y social, comparativo con Venezuela y Ecuador.
En este marco, sin importar su costo político, la declaración abierta de
su presencia militar también tiene como propósitos:
• Luego de 10 años de sufrir reveses electorales –constitucionales
algunos– con efectos de fractura en su hegemonía, exhibir
la defensa militar de Colombia como enclave decisorio para
su poder en el continente. A diferencia de otros países, en
Colombia, sin aprecio de la paz, la Casa Blanca se dispone a
actuar incluso contra la posibilidad de una acumulación
electoral triunfante.
• Impedir una reparamilitarización rural.
• Incapacitado el ‘plan Colombia’ y limitado el ‘plan Patriota’
para extender un férreo cerco en los parajes con presencia
guerrillera en el Putumayo occidental, Nariño, Cauca y
Valle, e impedir un viraje con algunas acciones urbanas,
evitar el factor desaliento o desmoralización en la tropa y
sus grados bajos.
Una orientación que es complementaria con dos objetivos de repercusión
continental:
• Acompañar y animar a la derecha en el continente –a los sectores que
moviliza ante todo altos, pero también de nivel medio y
bajo en sus ingresos–, sobre todo en Venezuela y Ecuador.
• ‘Amenazar’ a Hugo Chávez para que mantenga las elecciones del 26 de
septiembre del año en curso, cuyo aplazamiento desfiguraría
un perfil democrático.
Como paradoja, en la situación de enclave decisorio que hoy caracteriza a
Colombia, el avance de los pueblos hermanos contra los
poderes tradicionales se convierte en una dificultad
adicional para una pronta y justa paz en nuestra sociedad.
1. Ver periódico desde abajo, edición 152, pp. 9–11.
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