Cien
mil víctimas directas de una guerra civil no declarada
Mexico,
país cementerio
Por
Juan Carlos Camaño (*)
ALAI, América Latina en Movimiento, 10/09/10
Cualquiera,
y todos, pueden ser asesinados. Así de simple y tremendo a
la vez. Los puestos de venta de diarios y revistas, en
distintas ciudades de México, chorrean sangre desde las
portadas, matizadas con alguna modelito desnuda o
semidesnuda.
“Si esto
sigue así tendremos que irnos a otro país”, se escucha
decir a algunas gentes que creen que todavía el Distrito
Federal no ha sido ganado por la guerra. Aunque en su
periferia no han faltado cadáveres, montados arriba de
otros, con leyendas que advierten que las batallas recién
comienzan. Queda mucho por matar y poco dónde guarecerse,
si se observan la militarización creciente y los millones
de personas que para salvar el día a día deben ir pasando
a gusto, o a disgusto, a las filas de los contendores, o,
mientras puedan, caminar por la cornisa neutral sin que una
bala, no tan perdida, se los lleve por delante.
México
quedó encapsulado en una trampa mortal. Por sus tierras se
pasean fuerzas del ejército y policiales, divididas en
bandos que confrontan. Paramilitares, parapoliciales,
sicarios orgánicos e improvisados; agentes –soterrados y
de superficie– de la CIA y la DEA; comandos de elites
dependientes del gobierno de Felipe Calderón y las “Compañías
de la Muerte S.A.” encargadas de trasegar inmigrantes de
un lado a otro.
Recordemos
que en los últimos diez años –según cifras que repican
por distintos medios, dentro y fuera de México–, fueron
desaparecidas unas sesenta mil personas, la mayoría
mexicanas y mexicanos y muchas otras provenientes de países
centroamericanos, que nunca llegaron a destino, sea el de
ida: EE.UU, o el de regreso: a sus casas, luego de haberse
arrepentido cuando estaban a mitad de camino de uno y otro
punto.
Entre
asesinados y desaparecidos, tomando como medida las últimas
tres décadas, se puede arriesgar –sin salirse siquiera de
las cantidades que se conocen como revelaciones oficiales–
que en México ha habido aproximadamente cien mil víctimas
directas de una guerra civil no declarada como tal, ni
admitida, incluso, por no pocos de aquellos que la padecen a
diario. Una guerra civil, en la que EE.UU. tiene una enorme
injerencia y graves responsabilidades, que vienen de lejos
en el tiempo y se ahondaron con el Tratado de Libre Comercio
(TLC): componendas y negocios que, como lo denunciaran miles
de trabajadores mexicanos, no fueron más que parte de las
atrocidades económicas y sociales, afines a las recetas
neoliberales.
Tirando de
esa cuerda, con la inestimable ayuda del ex presidente
Vicente Fox –un títere grandullón de George W. Bush–
EE.UU., que no pudo clavar el ALCA en el corazón del
conjunto de la región, aceleró el desangre de un país que
con una población de más de ciento diez millones de
habitantes, lo único que vio crecer, tras el acuerdo, fue
la economía informal y amplios bolsones de miseria
lacerante. Caldo de cultivo, innegable, de violencia, en
este caso: armada hasta los dientes y signada por la
ferocidad que impone toda lucha por el final del botín, o
el principio del control total del mercado. El del petróleo,
las drogas duras y blandas y los nichos de negocios
selectos, para clases también selectas.
En el País
Cementerio, así como se muerde el polvo de la derrota en la
esquina menos pensada, se puede, aún, sorberse unos tragos
en los cafetines con terrazas, tipo París, cerca del
monumento a Benito Juárez. Así, como si tal cosa; como si
todo fuera ajeno, hasta el día en que llega la noticia de
una víctima cercana.
Como suele
ocurrir en el mundo entero, ahora en México hay mexicanos a
los que su propio país, con esa escalofriante ristra de
muertos y desaparecidos, les queda demasiado distante. Los
archiconocidos contrastes sociales entre ricos y pobres
–siempre expuestos en una urbanización que no disimula
nada– se han acentuado. La pretensión de la topadora
yanqui quizás se salga con las suyas: demostrar que México
se sumerge en la “categoría” de inviable. “País
fallido”. “Estado fallido”. Y, entonces, más
brutalmente que hoy, se le facilitaría a EE.UU. una
intervención directa sobre una sociedad descuartizada.
Nada más y
nada menos que eso es lo que está en juego en una realidad
de tierra, aparentemente, de nadie. Sólo aparentemente.
Hay
organizaciones de derechos humanos y de periodistas –entre
éstas la Federación de Asociaciones de Periodistas de México,
FAPERMEX–, que aseguran que del total de asesinatos a
periodistas –y otros–, ocurridos en los últimos tres años,
el seis por ciento está vinculado a represalias ejecutadas
por el narcotráfico en sus diferentes versiones. Y que en
el porcentaje más alto de crímenes –por arriba del
treinta por ciento– están implicadas las fuerzas armadas
que, en teoría, responden al poder político. Y otras
fuerzas, tan armadas como las “institucionales”, de neto
corte paraestatal: grupos con status de “autónomos”.
¿Quién
pondrá fin a una carnicería que corre el riesgo de
naturalizarse como sistema de vida?
Si no
llegaran a ser las fuerzas políticas y sociales más
progresistas de México y de la sociedad mundial, entonces
los bárbaros guerreristas, amarrados al diagrama global del
caos, pergeñado por el Pentágono, lo harán a su manera.
Destrozándolo todo menos sus negocios. Entre éstos, los de
la reconstrucción, a manos de las mismas empresas que hoy
azuzan la muerte.
Sin dudas
asistimos a una muestra más del único futuro posible que
nos propone el actual círculo vicioso de la reproducción
capitalista y la expansión imperialista.
(*)
Juan Carlos Camaño es presidente de la Federación
Latinoamericana de Periodistas (FELAP).
|