No
hay conflicto entre clases opuestas sino un conflicto
intercapitalista, en el que los rurales tienen en rehenes a
los pobladores urbanos al fabricar una gran carestía de
alimentos
Lo
que está detrás del paro agrario argentino
Por
Guillermo Almeyra (*)
La Jornada / Sin Permiso, 30/03/08
Argentina
es un país altamente urbanizado, pero que depende
esencialmente de la exportación de materias primas rurales.
De ahí la posibilidad, para quienes controlan el mercado de
carne, de soya y de cereales, de amenazar con hambrear a las
ciudades y paralizar las exportaciones, chantajeando política
y económicamente al gobierno nacional y anulando, de hecho,
por la fuerza, tanto la voluntad popular, expresada
deformadamente en los resultados electorales, como los
planes y políticas nacionales de las autoridades.
El llamado
paro rural –en realidad, el lock–out de los empresarios
del campo– es una expresión cruda de la lucha por el
poder entre dos fracciones capitalistas, como lo indica el
apoyo de las cámaras de industriales al gobierno en su
enfrentamiento con la oligarquía
ganadera–soyera–exportadora organizada en la Sociedad
Rural (entidad que promovió y respaldó todas las
dictaduras en el país) y las otras organizaciones del campo
que, a pesar de sus diferencias hasta de clase con ésta, la
respaldan en este enfrentamiento con el gobierno.
Recapitulemos:
casi 80 por ciento de la tierra agrícola argentina está
sembrado hoy con soya, que en la última cosecha rindió más
de 48 millones de toneladas, que se cotizan hoy en 151 dólares
la tonelada (en los dos últimos días subió cuatro dólares)
para la primera semana de abril. Haga las cuentas y tenga en
consideración que casi 60 por ciento de ese mercado está
en manos de los grandes soyeros (en realidad, de cuatro
trasnacionales, dos de ellas argentinas).
La soya,
que se paga mucho más que otras commodities, “se come”
por consiguiente la producción de cereales para alimentos y
el pan sube, por lo tanto; y “se come” la ganadería,
con lo cual escasea la carne, que sube de precio. Además,
el monopolio soyero fija altos precios para el aceite y
otros subproductos y ese monocultivo expulsa decenas de
miles de familias campesinas. Los expertos agregan que la
soya destruirá los suelos argentinos en 15 años.
Pero ese
promedio quiere decir que las excelentes tierras pampeanas
durarán más y en cambio los suelos frágiles de las
provincias marginales desaparecerán antes: la soyización
equivale en efecto a la desertificación, al desmonte, a la
contaminación de las aguas y de la tierra, a la desaparición
de bacterias y especies animales útiles, y la fumigación aérea
envenena ya a los campesinos y los pueblos cercanos,
mientras los demás productos del campo sufren el impacto de
esta competencia.
La política
del gobierno, por su parte, consiste en estimular la
industria y en sostener el empleo (construcción, servicios,
desarrollo industrial) sobre la base de bajos salarios
reales (para permitir grandes ganancias a los empresarios e
inversionistas) y de un dólar caro, para abaratar las
exportaciones argentinas, incluso industriales, y frenar las
importaciones.
Ojo: los
soyeros y otros grandes sectores rurales también invierten
en la construcción, en el boom inmobiliario y en la
industria y ganan enormemente gracias a la política
monetaria que les permite exportar. No se pueden quejar pero
disputan el poder al sector que privilegia a la industria y
que debe subsidiar el consumo de alimento y los servicios
(sobre todo, el transporte) de los sectores más pobres
(casi todos urbanos) de la población nacional para mantener
bajos los salarios reales y que, por lo tanto, cobra
impuestos a los más ricos (la llamada “retención” de
una parte de las ganancias logradas por los soyeros es en
realidad un impuesto).
Dichos
impuestos, en Europa, llegan a 40 por ciento del producto
interno bruto y en Argentina están muy por debajo de esa
cifra. Además, la tasa de ganancia europea, en las
finanzas, es 5 por ciento, y en la industria, 10 por ciento,
mientras que en Argentina la misma se quintuplica, de modo
que quienes, como el diario La Nación [de Buenos
Aires], hablan de “confiscación” o “expropiación”
son demagogos sin escrúpulos. El gobierno no sólo respeta
la propiedad capitalista sino que la defiende y mantiene al
aceptar sin crítica alguna el actual modelo y al no
intentar siquiera aplicarles a los exportadores un régimen
similar al implantado en el primer gobierno de Perón
(1946–1952) mediante el Instituto Argentino Promotor del
Intercambio, que monopolizaba el comercio exterior de
productos agrarios y, con la diferencia entre los precios
internacionales y los internos, hacía escuelas, obras públicas,
promovía el desarrollo en las provincias y la
industrialización.
El gobierno
acepta de buen grado que cuatro empresas trasnacionales se
queden hoy con ese enorme excedente y se limita a tratar de
ponerles un impuesto moderado sin intervenir en el campo, ni
siquiera como los hacían los gobiernos conservadores hace
70 años, creando juntas reguladoras. Para él, el libre
mercado es sagrado y el interlocutor no son los trabajadores
sino la Unión de Industriales, no son los trigueros sino
los grandes harineros, no son los campesinos sino las
organizaciones de la patronal rural, no son los consumidores
sino los supermercados.
No hay pues
conflicto entre clases opuestas sino un conflicto
intercapitalista en el que los rurales tienen en rehenes a
los pobladores urbanos al fabricar una gran carestía de
alimentos y un aumento de precios de los mismos para arrojar
a los sectores urbanos empobrecidos contra el gobierno. El
hecho de que las cuatro trasnacionales que controlan el
mercado sojero y la Sociedad Rural hayan podido arrastrar en
su lock–out a los pequeños y medianos empresarios
agrarios (no así a los campesinos) y la utilización política
del conflicto por la derecha y por los medios, debe ser
analizado aparte.
(*)
Guillermo Almeyra es miembro del Consejo Editorial de
SINPERMISO.
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