La
cuestión agraria, la clase obrera y la política
kirchnerista
El
convidado de piedra
Por
Eduardo Sartelli
Razón y Revolución, 03/04/08
Es un fenómeno
recurrente en la historia argentina el que las fracciones
agrarias del capital se alcen contra la política económica
nacional, en protesta por las “exacciones” injustas, las
“tributaciones” expropiadoras o las políticas “en
perjuicio” del “campo”. Es un fenómeno recurrente,
también, el que dichas políticas tengan por función dar
vida a sectores industriales parasitarios, incapaces de
competir por las suyas en el mercado mundial, amén de
aceitar las ganancias de grandes empresas que bien podrían
arreglárselas solas, incluyendo multinacionales
extranjeras. No es novedad, tampoco, que dichas fracciones
agrarias actúen en conjunto: ya en la huelga de obreros
rurales del verano de 1928–29, la FAA unió su reclamo al
de la Sociedad Rural para pedir al presidente Irigoyen el
envío de tropas del Ejército a fin de reprimirla. No es
ninguna sorpresa, tampoco, el que los diferentes
participantes de la disputa se hostiguen con argumentos que
remarcan el “bien de la patria”, las necesidades
“redistributivas” o la urgencia de un crecimiento armónico
y equilibrado que evite el “monocultivo” y otras tonterías
por el estilo. Lo que diferencia este conflicto de otros, es
la peculiar coyuntura en la que se ubica: el punto final de
una etapa mundial de crecimiento ficticio, que impulsó la
momentánea recuperación de una economía como la
argentina, que hace tiempo tiene su futuro seriamente
cuestionado.
En efecto,
el enfrentamiento se produce no porque el sector agrario esté
en crisis, sino porque está en su mejor momento histórico.
Contra un gobierno que no está en decadencia ni asediado
por circunstancias adversas, sino que, por el contrario,
goza de superávits de todo tipo y un respaldo político que
pudo verse en la Plaza de Mayo. Así las cosas, el asunto
parecería de resolución sencilla: bastaría reconocer que
al gobierno se le fue la mano, que se equivocó, y
retrotraer las retenciones al estadio inmediato anterior,
momento en el cual la cesión de ingresos por la economía
agropecuaria alcanzó su mayor nivel histórico. Una
avaricia fiscal innecesaria, corregible con un gesto de
humildad. Sin embargo, nos encontramos frente al problema en
el que se subsumen todos los problemas, el nudo de una
situación explosiva.
¿Por qué
el gobierno busca más de lo que ya tiene en exceso? Porque
en realidad tiene poco y nada:
con un dólar que se deprecia, las reservas que
acumula valen cada vez menos; con un servicio de deuda que
crecerá peligrosamente en los próximos dos años, la
necesidad de caja será mayor; con un gasto que se
multiplica a fuerza de subsidios que crecen para tapar con
las manos el sol de una inflación reprimida creciente; con
un mercado mundial “seco” y con la posibilidad de caída
de precios y restricción de demanda, el gobierno tiene
urgentes necesidades de ingresos cada vez más cuantiosos.
Es un enfermo que se presume todavía sano que, previendo
ataques futuros, busca curarse en salud.
En
realidad, al “campo”, y en particular a los pequeños y
medianos productores, nunca les fue mejor que ahora. En la
era K, el gobierno se apropia de menos renta, en términos
relativos, que durante los Œ90 e incluso que durante la última
dictadura militar. Según cifras del economista Juan Iñigo
Carrera, entre
el 2002 y el 2007 “el campo” tuvo que ceder sólo el 23%
de su excedente, mientras que en los Œ90 la apropiación a
través del tipo de cambio fue de un 50% y con Martínez de
Hoz como ministro, el 42%.
Así, pese
a todo el escándalo y la lucha contra la “oligarquía”
(que parece que no incluye a Grobocopatel, socio y ejemplo
de los gobiernos argentino y venezolano) Néstor y Cristina
“atacan” al campo mucho menos que Videla y Menem.
¿Por qué
reacciona el “campo” si sus ganancias parecen no tener límites?
Porque para los diferentes actores del drama agropecuario la
magnitud de las retenciones tienen diferentes efectos, pero
todos coinciden en el mismo punto: la línea de flotación
de la rentabilidad está cerca. Como sucede siempre, algunos
ya están por debajo y combaten por salir a flote; otros se
encuentran todavía sobre la cubierta, pero no ven razones
para no aprovechar el río revuelto. Con una inflación que
desde la devaluación supera el 150%, con costos que se
elevaron en los últimos meses, con los arrendamientos más
altos que nunca, el efecto de estas retenciones no se
compensa con subsidios dudosos al gasoil, la devaluación
permanente del dólar o beneficios que llegan varios meses
después, como los que acaba de anunciar la presidenta,
cediendo finalmente al chantaje y al lock–out patronal.
Pero el
gobierno no puede hacer otra cosa, sin que el armado
bonapartista que lo caracteriza se derrumbe: no puede
liberar los precios, es decir, eliminar las retenciones,
porque se produciría una estampida inflacionaria; no puede
recaudar menos porque no habría con qué mantener el superávit
fiscal y los subsidios. Es un círculo vicioso: mayores
presiones inflacionarias, mayores gastos, más necesidad de
recaudación. La clave del asunto se encuentra en la
devaluación y su consecuencia central: los salarios bajos.
Si el gobierno quiere mantener el crecimiento de los
sectores más ineficientes de la economía (de los que
depende la masa del empleo), necesita un peso devaluado, es
decir, la expropiación salarial.
Pero un
peso devaluado requiere la compra de todos los dólares que
ingresan a la economía, expandiendo la masa de moneda local
y, por lo tanto, la inflación. Es el gobierno el
responsable por la inflación: si se liberaran los precios
de las exportaciones, todas ellas subirían en el mercado
local, pero si se liberara paralelamente el dólar, los
salarios subirían automáticamente, con la misma o mayor
velocidad. Las presiones inflacionarias se “desinflarían”,
pero comenzaría el cierre en masa de los sectores más
ineficientes, relanzándose nuevamente la desocupación y
fundiéndose la masa de la burguesía mercadointernista. He
allí el dilema: o se logra una expansión “sana” de la
economía, lo que conlleva una desocupación de no menos del
15% y en ascenso, o se consigue una recuperación del empleo
sobre la base de salarios por el suelo. Eso es lo que tiene
para ofrecer el capitalismo argentino a la clase obrera:
desocupación o súper explotación. A una se le llama
“neoliberalismo” y a otra “keynesianismo”. En los
dos casos, la clave es la presión conjunta de precios
agrarios, por un lado, deuda, por otro. El menemismo se
benefició de la posibilidad de endeudamiento a gran escala;
el kirchnerismo del ascenso de los precios de las
commodities. La crisis mundial tiene siempre por efecto
actualizar los límites de la economía argentina: 1975;
1982; 1989; 2001; 2008?
Aunque los
cacerolazos y los piquetes rurales parecieron revivir los
sucesos del 2001, se trató de eventos muy diferentes y no
porque, como quisieron algunos medios, ahora las
“cacerolas” se enfrenten a los piquetes. Todo lo
contrario: D´elía y Pérsico representan socialmente algo
muy distinto de las fracciones desocupadas e híperexplotadas
del proletariado que se movilizaron bajo la forma de
“movimiento piquetero”: en su defensa del gobierno,
encarnan los intereses de las fracciones más concentradas
del capital industrial y financiero, que son, al mismo
tiempo, las más inútiles e incapaces de una acumulación a
escala ampliada, con algunas excepciones, como los pools de
siembra (capital industrial, productor de plusvalía, qué
duda cabe). D’elía y Pérsico representan la
hiperexplotación y el atraso.
Tampoco
estas “cacerolas” son aquellas: más que a la pequeña
burguesía expropiada y pauperizada por el capital que marchó
junto al movimiento piquetero, éstas son el resultado del
enriquecimiento fabuloso de las fracciones agrarias de la
burguesía, incluyendo a algunas que en aquel entonces también
participaron de la caída de De la Rúa. Por eso, más que
enfrentamiento entre “piquetes” y “cacerolas”, hay
una alianza entre ambas (como coreaba la asamblea chacarera
en Gualeguaychú: “campo y cacerola, la lucha es una
sola), sólo que con un contenido social distinto: papá
chacarero en el campo, hijo estudiante de agronomía en la
ciudad. En realidad, los verdaderos “piqueteros” miran
desde afuera la batalla entre ambos grupos de explotadores,
igual que las auténticas cacerolas, que continúan
guardadas.
En efecto,
la tardía reacción de la izquierda ante los eventos
recientes es consecuencia de la naturaleza misma de la
batalla que se libra. Las propuestas realizadas revelan
también las ilusiones y las ignorancias de buena parte de
ella, en particular de la que compra sin problemas la
construcción ideológica que del campo argentino ventila,
desde hace 90 años, la FAA. No hay campesinos en el agro
pampeano, como tampoco una “oligarquía” terrateniente
que oprime a “chacareros” pobres. La compleja trama de
la estructura social pampeana, dominada por una poderosa
burguesía agraria compuesta por pools de siembra, empresas
contratistas, grandes propietarios, aceiteras y cerealistas,
no excluye “pequeños y medianos” burgueses
caracterizados todos por la explotación de obreros, a los
que, como no podía ser de otra manera, la UATRE traiciona,
respondiendo fielmente a los intereses de sus patrones. Hay
también un conjunto importante de pequeños terratenientes,
léase chacareros propietarios carentes de economía de
escala que, sin embargo, no se privan de su cuota de plusvalía
arrendando a pools de siembra. Otros pequeños propietarios
lograron seguir participando de la explotación directa,
alquilando más tierras para ampliar la escala de producción.
Lo mismo hicieron los pequeños contratistas que, además de
prestar el servicio de cosecha a terceros, produjeron en
campo propio y alquilado. Durante los últimos años, los
altos precios de la soja fomentaron una creciente demanda de
parcelas en alquiler, pese a las continuas alzas de los
arrendamientos. Para estas capas pequeño burguesas y
burguesas las retenciones aparecen como un freno a ese
proceso de acumulación: no pueden seguir creciendo, no
pueden ampliar la superficie que alquilaban. Algunos quizás
deban abandonar las superficies tomadas en alquiler y
contentarse con la producción de sus tierras.
Potencialmente, frente a la pérdida de competitividad que
esto implica, a futuro puede llegar a resultarles más
rentable alquilar sus tierras que dirigir ellos la producción.
En ese caso, deberán arrendar a los pools o a sus pares más
afortunados. De hecho, estos “pequeños y medianos” son
los sobrevivientes de los ‘90, que expandieron su
superficie, entre otras cosas, comprando a precio vil en
remate, la tierra de sus “hermanos” menos afortunados.
Ahora, frente a la amenaza de participar de sólo una alícuota
del trabajo ajeno por medio de la percepción de la renta,
los piquetes tienen como objetivo defender el derecho de los
pequeños propietarios a explotar asalariados. De esta
situación tiene que tomar nota la izquierda, que no puede,
irresponsablemente, alentar tal perspectiva.
El
agotamiento económico ha desatado la crisis política más
importante que le tocó en suerte al kirchnerismo. Hace 20 días
que el país amanece diariamente con más de 300 cortes. Una
fracción de la clase dominante recurre a la acción
directa, provocando realineamientos en el interior del
armado gubernamental. La burguesía se ha
“piqueterizado”, como bien dijo un analista político.
Se está produciendo una incipiente polarización política.
La UIA,
Abapra, Adeba, una parte de la CGT, la CTA, los gobernadores
de las provincias menos afectadas, han salido en defensa de
las medidas. En cambio, las entidades rurales, algunos
gobernadores (como Binner o Das Neves), muchos intendentes
(K y no K),
figuras políticas importantes (como Reutemann) y los
partidos de la oposición han alentado o justificado los
cortes. Es la primera vez que el gobierno se ve obligado a
movilizar todo lo que tiene (que no alcanza para mucho más
que para la Plaza de Mayo, 80.000 personas, según el propio
gobierno, poca cosa frente a los 300.000 de Néstor en
2003), para enfrentar, por izquierda, a una fracción de la
burguesía retobada. Aquellos distritos rurales que
constituyeron un importante caudal electoral oficialista se
han levantado en pie de guerra. Si los electores le quitaron
su apoyo, los cuadros políticos que garantizaron esos
triunfos (intendentes y concejales) perdieron la disciplina
esperada y fue menester de una intervención política de
tamaño mayúsculo para hacerlos volver al redil. El
resquebrajamiento afecta también a la CGT, que no fue
unificada a la Plaza. En primer lugar, porque sólo conserva
la fidelidad de la mitad de ella, la que responde a Moyano.
El sector de los “gordos” no ha atinado aún siquiera a
una tímida defensa. De hecho, el gremio de la carne llegó
a movilizarse contra el gobierno. En segundo lugar, porque aún
el mismo moyanismo se debate en enfrentamientos internos:
Jerónimo Venegas, titular de las 62 organizaciones y de la
UATRE, se mostró entre neutral y opositor.
Por último,
la burguesía “oficialista”, por boca de Cristiano
Ratazzi, hizo público el precio que el matrimonio
presidencial debe pagar por el favor prestado: la definitiva
“normalización institucional”, que incluye tanto la
adecuación de las tarifas como el fin de las manipulaciones
de precios y otros problemas por el estilo. Es decir, la
salida del bonapartismo, por derecha.
Sin
embargo, el aspecto más gravitante (y doloroso) para el
kirchnerismo es la debilidad en que ha quedado en relación
a aquella estructura que quería dominar, el Partido
Justicialista. Es obvio que no le va a resultar gratis el
depender, cada vez más, de aquellos a los que aplastó en
su carrera a la cima. Y, paradójicamente, ese fracaso no es
otro que el del conjunto del régimen político: al
desbaratarse la organización partidaria, la burguesía no
puede dar el paso final a la “institucionalización”,
palabra con la que se alude a la reconstrucción de su
hegemonía. La crisis ha demostrado aquello que el
matrimonio santacruceño siempre supo y no pudo modificar:
no constituyen más que el ascenso de un personal
gubernamental que logró imponerse en medio de la
desintegración política y cierto equilibrio entre las
clases. Su supervivencia consistió en no alterar demasiado
ese estado de situación. Este conflicto es el primero, en
el campo de la burguesía, que viene a romper con ese
cuadro, y aunque el gobierno haya logrado sortearlo “para
los que lo miran por TV”, la procesión seguirá su
marcha.
Por su
parte, la burguesía agraria protagonizó su mayor
movilización política de los últimos 70 años. No en vano
los propios protagonistas tienen que remontarse hasta el
Grito de Alcorta para encontrar un parangón. No sólo se
extendió a casi todo el país, superando el estrecho marco
de la soja, sino que estableció una alianza que alcanzó a
fracciones de la pequeño burguesía urbana. De hecho, los
“pequeños y medianos” obtuvieron lo que querían: que
una porción mayor de la riqueza que generan los obreros
(rurales y urbanos, vía renta diferencial) vaya a parar a
sus bolsillos. Y en realidad, todavía no sabemos cuál es
la magnitud real de las concesiones, ni si estás irán,
bajo cuerda, mucho más allá de la FAA. Esta fuerza política
aún constituye un ejército sin generales. Sólo puede
ostentar una serie de dirigentes corporativos sin cohesión
aparente. Carece de conducción política reconocida y de un
programa general. Aunque no obtuvo un triunfo completo,
aunque se dibuje en el horizonte una sensación de fracaso,
difícilmente vaya a dispersarse.
La clase
obrera aún no se ha pronunciado, siendo como es, el pato de
la boda. De triunfar la alianza industrial–financiera, le
espera la precarización laboral y una inflación galopante.
De triunfar la burguesía agraria, le espera el ajuste y la
desocupación. En ambos casos, asoma una restricción a las
libertades políticas y sindicales de los trabajadores.
Aquellos
que dicen que la clase obrera es ajena a este conflicto están
promoviendo su desarme. La clase obrera tiene que intervenir
para impedir cualquiera de las salidas que se están pergeñando
y dejar en claro que no va a pagar ninguna cuenta, que no va
a permitir ningún ajuste que le ponga la mano el bolsillo.
Pero, por sobre todo, debe dejar en claro que de ninguna
manera va a consentir que la riqueza social que produce la
maneje su enemigo de clase. El problema no puede reducirse a
quién paga y cuánto sino quién administra. En todas las
discusiones se ha omitido el hecho de que el dinero que
surge de las retenciones no es del burgués, tenga el tamaño
que tenga: es el fruto del trabajo del obrero que aquel se
apropia. Todos los medios han hecho silencio sobre algo
obvio: los únicos “productores” del campo son los
trabajadores.
La única
consigna válida, en este contexto, es la que pone sobre el
tapete la verdad que se ha destapado por estos días: la
enorme masa de riqueza que ha ingresado a la Argentina en
los últimos años, de la cual el proletariado no ha visto
casi nada. Ningún revolucionario serio puede llamar a otra
cosa que a la expropiación de la única riqueza real que
tiene la Argentina, a saber, la pampa. Todo lo demás,
sencillamente, no tiene importancia.
Renunciar a
la revolución agraria, es decir, a la nacionalización y
expropiación de toda la tierra y a su explotación por un
Estado obrero, equivale a dejar en manos de la burguesía la
principal riqueza nacional. Se puede conceder que, por
razones políticas (la necesidad de fracturar el frente único
burgués en el campo) se establezca un tratamiento diferente
para las fracciones más pobres de la pequeña burguesía
rural, la que no explota fuerza de trabajo. Pero esa concesión
debe limitarse a garantizar su supervivencia, no a estimular
su acumulación. Se puede porque en términos de la
estructura productiva dichas fracciones no representan nada;
es más, en la pampa no existen. Lo que no se puede es
prometer la “distribución”, a los chacareros, de la
tierra expropiada, salvo que creamos en mitos
pre–kautskianos. Menos con la pretensión de
“repoblar” la pampa, como si la urbanización
pronunciada de la Argentina fuera el resultado del atraso
agrario y no, en realidad, de una productividad única en el
mundo. Semejante medida sería un desastre que nos llevaría
a la destrucción de las fuerzas productivas alcanzadas por
nuestro país en su desarrollo histórico. Regalar la
principal fuente de riqueza de tal manera, equivaldría
a pedirles a los obreros venezolanos que renuncien al
petróleo, a los bolivianos al gas o a los chilenos al
cobre.
Lejos de
defender los intereses de la patronal agraria, la clase
obrera debe avanzar sobre la apropiación cada vez mayor de
la renta agraria. Por supuesto no puede dejarla en mano de
los gobiernos burgueses, que en vez de usarla a favor de la
clase obrera, en forma sistemática la dilapidaron a favor
del capital local y extranjero a través de subsidios y
pagos de deuda, provocando como consecuencia necesaria la caída
sistemática de los salarios.
Una medida
transicional que permite colocar a la clase obrera con una
política independiente de la burguesía (de la grande y de
la chica), es reivindicar las retenciones para sí,
exigiendo la formación de una paritaria nacional en la que
las organizaciones obreras discutan la forma y los
destinatarios de su distribución. Más que pensar en
mecanismos para disminuir las retenciones (como hace el
gobierno) a favor de tal o cual fracción del capital, es
necesario plantear el aumento de las retenciones sin ninguna
compensación y paritaria general para su reparto, bajo la
forma de un fuerte aumento salarial para todos los
trabajadores y un plan de obras públicas que elimine de
cuajo la desocupación existente. Con esta consigna, la
clase obrera dejará de ser el convidado de piedra en un
festín que se acaba, al ritmo de una crisis mundial
galopante.
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