La pulseada por la renta
Por Claudio Katz
Enviado por el autor, 19/05/08
El prolongado conflicto entre el ruralismo y el gobierno ha
derivado en una agobiante pugna política. El primer bloque
busca acaparar la renta agraria a costa de la mayoría
popular y el oficialismo necesita exhibir autoridad, para
implantar un Pacto Social que favorezca al conjunto de los
capitalistas.
Las acciones del denominado “campo” escalaron hasta
crear un clima ingobernable y sus líderes se han
envalentonado en las negociaciones. El gobierno reaccionó
con dureza, pero fracasó y quedó desconcertado. Sufrió
una erosión de electores y gobernadores, que lo indujo a
buscar una conciliación. Ahora parece inminente una nueva
tregua, pero si se logrará o no un acuerdo perdurable es
una incógnita. Lo único evidente es que el conflicto ha
erosionado la cohesión que mantuvieron las clases
dominantes durante los últimos cinco años.
Causas y
desencadenantes
Los ruralistas salieron a las rutas para resistir un
sistema de retenciones móviles a la exportación de soja.
Pero cuestionan también los mecanismos de impuestos y
subsidios que determinan los precios de los alimentos. Junto
a la distribución de la renta se define cuánto habrá que
pagar por el pan, la leche o la carne.
Cualquier concesión al ruralismo implicaría aproximar el
precio local de esos productos a su creciente cotización
mundial, agravando el encarecimiento de la canasta básica.
Este aumento tiende a revertir la disminución del índice
de pobreza, que se ubicaría actualmente en un 30,3% luego
de haber tocado el piso de 26,9 % a medidos del 2006.
El conflicto en curso forma parte de una vieja confrontación
que afectó a todos los gobiernos. Como los voceros del
“campo” se consideran propietarios de la renta natural
que generan los cultivos en Argentina han chocado con todas
las administraciones, que intentaron equilibrar el reparto
de ese ingreso.
La acción ruralista ha reactualizado todos los mitos que
enaltecen a los dueños de la tierra. Se afirma que toda la
población “debe darle gracias al campo”, como si
conformaran el sector laborioso que sostiene al resto de la
sociedad. Suponen que la riqueza agraria es
improductivamente redistribuida fuera de ese ámbito,
mediante perversos sistemas de clientelismo estatal.
En realidad ocurre todo lo contrario. La apropiación
privada de la renta (históricamente por los terratenientes
y actualmente por sus herederos capitalistas) ha sofocado el
desarrollo industrial, perpetuado una inserción primarizada
del país en la división internacional del trabajo. Lo que
ha imposibilitado la prosperidad social es la ausencia de
medidas de nacionalización directa o indirecta (por vía
impositiva) de ese recurso.
La causa inmediata del conflicto ha sido la probable
reducción de los grandes beneficios que obtuvieron los
ruralistas en los últimos años, como se comprueba en el
precio de la tierra o en cualquier otro índice de las
ganancias del sector.
Aunque persiste una favorable coyuntura comercial
internacional, en el panorma económico loca se avizoran
fuertes turbulencias. Los beneficios fáciles que siguieron
a la hiper–devaluación se han extinguido, junto al
agotamiento de la transferencia regresiva de ingresos. Se
han disipado tanto la capacidad ociosa, como los salarios
formales abaratados y el consumo demorado que predominaron
entre el 2002 y el 2007. En un escenario más difícil todos
reclaman una tajada de la renta agraria. Los ruralistas
porque la consideran propia y el gobierno porque debe
afrontar crecientes gastos para sostener un modelo de
subsidios a los capitalistas de la industria y los
servicios.
La República Sojera
Varias semanas de conflicto han permitido conocer las
trasformaciones agrarias que impuso la reconversión a la
soja. Todo el bloque ruralista participa del modelo que
desplazó a los cereales y generalizó un monocultivo, que
amenaza la soberanía alimenticia, encarece el resto de los
productos y contamina el medio ambiente. Esta transformación
ha provocado, además, una mayor concentración de la
propiedad. Solo el 20 % de los productores controlan el 80%
de circuito de la soja.
Tres
grandes sectores controlan la elevada rentabilidad que
genera esa oleaginosa. En primer lugar, los contratistas
(“Pool de siembra”) que se nutren de fondos de inversión
y operan en gran escala sobre las tierras arrendadas.
Grobocopatel, por ejemplo, es solo propietario del 10% de
las 150.000 hectáreas que explota.
Los proveedores de agroquímicos (Monsanto, Dyupont, Bayer)
conforman el segundo grupo de beneficiarios. Acaparan lucros
mediante la fuerte dependencia que tiene la producción de
soja de las nuevas semillas y fertilizantes. El tercer
sector que se enriquece aceleradamente está constituido por
cinco grandes compañías exportadoras, que manejan el 90 %
de las ventas, con beneficios corrientes que superan
ampliamente los 1.000–1500 millones de dólares disputados
con la introducción de las retenciones móviles.
En esa cadena de comercialización –que principalmente
controlan Cargill, Bunge, Dreyfus, Nidera y Aceitera General
Deheza (AGD)– se procesan los principales beneficios de la
soja. El cultivo es manejado desde la tranquera hasta el
barco por un enjambre privado de acopiadores, puertos y
molinos. De esa actividad participan también los
agro–financistas, que operan mediante compras y ventas a
futuro, a través de acciones especulativas que podrían ser
afectadas por las retenciones móviles, si establecen un
diagrama más previsible de evolución de los precios.
Ninguna voz del bloque ruralistas ha cuestionado este
circuito capitalistas. Despotrican contra las regulaciones
oficiales, pero no han dicho una sola palabra contra los
mayores dueños de este negocio.
El sostén oficial
Tampoco el gobierno menciona a los grandes grupos de la
soja, ya que mantiene una excelente relación con sus cúpulas,
especialmente con Urquía (AGD), Grobocopatel, Elsztain y el
clan Werthein. El modelo en curso ha sido intensamente
apadrinado desde el ámbito oficial y ninguna medida que
improvisaron los Kirchner para resolver la actual disputa ha
rozado los intereses de sus aliados. A lo sumo evalúan
ahora la formación de nuevos organismos para “conocer la
realidad del sector”, pero sin introducir gravámenes
significativos.
Los ministros –que despliegan discursos demagógicos en
defensa del pequeño productor– han destinado durante
cinco años, el grueso de los reintegros (formalmente
dirigidos a ese sector), a subsidiar a las industrias
alimenticias más concentradas. Este conglomerado acaparó,
por ejemplo, los 473 millones de dólares de compensaciones
aprobadas durante el 2007 y como no existe ningún registro
de productores de soja es un misterio como se revertirían
esos privilegios. Para caracterizar quiénes son los amigos
del gobierno basta con recordar la cobranza mínima del
impuesto inmobiliario, la falta de actualización de este
gravamen (en función de la valorización de los campos) o
el visto bueno oficial al incumplimiento de los pagos de
seguridad social.
Todas las preocupaciones gubernamentales se han concentrado
en las retenciones, ya que al igual que el IVA este impuesto
se recauda fácilmente y no se coparticipa con las
provincias. Su recolección apunta en la actualidad a
engrosar la caja, no solo para sostener los auxilios a los
empresarios, sino especialmente para afontar un
encarecimiento de los pago de deuda externa.
Algunos defensores del gobierno elogian por sí mismas a
las retenciones, omitiendo que capturan una parte de la
renta, sin redistribuirla. Quiénes afirman que la
iniciativa oficial sólo falló en sus tiempos y formas de
presentación, ocultan la utilización regresiva de un
impuesto, que no ha servido para mejorar sustancialmente el
nivel de vida popular. Un mecanismo regulador –que resulta
indispensable para divorciar los precios internacionales de
los locales– ha sido principalmente utilizado por el
gobierno a favor de los poderosos.
Productores y
explotadores
El conflicto ha ilustrado cuán obsoleto ha quedado el
retrato clásico del campo argentino, como un paisaje de
latifundios improductivos y chacareros–minifundistas. Pero
en el nuevo contexto se ha instalado la falsa imagen del
pequeño productor agrario como una clase media empobrecida.
El ingreso de este grupo es reducido en comparación con los
grandes capitalistas del sector, pero no conforman un
segmento agobiado por la miseria.
Un productor chico de la región pampeana con una propiedad
de cien hectáreas (es decir una extensión minúscula para
la zona) obtiene una renta mensual de 10 mil pesos y en
menos de un año su propiedad territorial se ha valorizado
en un 50%..
Esta ubicación social en gran medida explica por qué la
Federación Agraria (FAA) actúa en bloque con la Sociedad
Rural.
Mantienen una sólida alianza con la entidad tradicional de
los millonarios y proponen en común la eliminación de las
retenciones móviles. Ni a Buzzi, ni a De Angeli se le ha
escapado una sola palabra contra el establishment agrario y
han cajoneado los antiguos reclamos de regulación estatal
de los cereales y la carne.
Para justificar este giro han recurrido a dos planteos. Por
un lado afirman que “el gobierno no los atendió” y
debieron “actuar con las otras entidades”. Pero olvidan
que también podrían haber intentado un programa de
alianzas con los trabajadores.
Por otra parte subrayan que “las bases nos han pedido una
acción coordinada”. Pero si esa demanda es cierta,
ilustra cuál es el perfil social de sus asociados, que se
sienten a gusto actuando con la Sociedad Rural. Quiénes
efectivamente soportan el endeudamiento y la expoliación en
el heterogéneo universo agrario han quedado sometidos a
este manejo pro–capitalista de la Federación Agraria.
Esta actitud tiene antecedentes en las divergencias que
enfrentaron en los años 70 a la FAA con las Ligas Agrarias
y en la actualidad se manifiesta en la distancia que esa
organización mantiene con agrupaciones de los desposeídos,
como el MOCASE o el Movimiento Nacional Campesino
Independiente.
Estas agrupaciones canalizan las demandas de sectores
realmente oprimidos. Expresan, por ejemplo, a las 300 mil
familias campesinas desalojadas de sus tierras en últimos
10 años por avance de la soja. También representan a los
220 mil pequeños productores de regiones no centrales, que
son víctimas de la expansión de un cultivo que ya provocó
el desmonte de 1,1 millón de hectáreas.
Pero el sector más invisible que aglutina a los explotados
del sector está conformado por 1,3 millones de peones
rurales. El 75% de ellos trabaja en negro y percibe un
sueldo promedio de 600 pesos, soporta el mayor porcentaje
nacional de accidentes laborales y carece de protección
social. Este segmento – no ha recibido ningún goteo de la
bonanza exportadora y su total ausencia durante el conflicto
confirma el carácter pro–capitalista de las demandas en
juego.
La acción que convulsiona al campo es un lock out y no una
rebelión de oprimidos. Se ha desenvuelto como una acción
patronal, con cortes de rutas que coexisten con la
continuidad de la actividad laboral tranqueras adentro. Sus
protagonistas retraen productos de la venta y especulan con
el momento oportuno de comercializar los granos o hacienda.
Se guían por cálculos de mercado y no por criterios de
rebelión popular.
Aquí radica la diferencia abismal con el levantamiento del
2001. Quiénes actúan en el agro no son desempleados, ni
luchan por subsistir y quiénes aún cacerolean a su favor
en las grandes urbes forman parte de la clase alta. Los
mensajes del 2001 eran inclusivos y los actuales son
excluyentes. En ese momento los pequeños ahorristas se
movilizaban contra los bancos, mientras que ahora la clase
media rural actúa ajunto a los poderosos.
Reacciones y comparaciones
La derecha se ha montado en el conflicto para reforzar el
polo político que construye desde el triunfó de Macri en
Capital Federal. No solo retoman el discurso neoliberal,
sino que han resucitado también posturas gorilas que parecían
extinguidas. No ha faltado la tónica racista que enaltece
el gringo europeo de las colonias frente a los cabecitas
negros del interior. Con esta diferencia de piel reavivan el
rechazo oligárquico al “aluvión zoológico” que
advirtieron en los años 50 y se han ganado el favor de los
medios de comunicación, que denigran a los piqueteros pero
reivindican a los participantes en tractorazos.
Por su parte, el gobierno optó por reforzar su repliegue
hacia la burocracia sindical y el aparato justicialista, que
Kirchner intenta alinear desde Puerto Madero. Supone que
podrá contrarrestar con este sostén el fracaso del
proyecto transversal y la pérdida de apoyo entre las clases
medias. Pero hasta ahora solo logró reactivar a las patotas
de la construcción y camioneros, que ya repitieron el
matonaje ensayado en San Vicente.
El gran escollo de la política oficial radica en que el
peronismo está agotado como movimiento popular. Conforma
una estructura para administrar el estado, pero que ya no
entusiasma a nadie. Por esta razón las marchas oficiales
son operativos rigurosamente manejados desde arriba. El
complemento de acciones contestatarias que aporta D´Elia
también carece de acompañamiento popular. Son iniciativas
mayoritariamente percibidas como maniobras monitoreadas
desde la Casa Rosada.
Por momentos el choque político entre el gobierno y la
derecha parece resucitar una vieja polarización entre el
peronismo y el antiperonismo, pero esta confrontación
presenta tintes más culturales que políticos y es poco
probable que renazca como un conflicto significativo.
En cualquier caso, lo importante es evitar las falsas
analogías, que algunos establecen entre la disputa con el
agro y las confrontaciones que se libran en Venezuela o
Bolivia. A diferencia de Evo y Chávez, los Kirchner han
establecido una alianza con el establishment, no colisionan
con el imperialismo norteamericano, no chocan con las clases
dominantes, ni ha puesto en juego demandas populares.
Como su gobierno tampoco es nacionalista, ni ha introducido
reformas sociales, es falso asemejar el conflicto actual con
el marco que rodeó al primer peronismo. Por otra parte,
salta a la vista que la amenaza golpista solo existe para un
discurso de ocasión. No hay fuerzas armadas, ni sectores
del establishment interesados en que Cristina termine como
Isabelita.
Posturas y programas
La izquierda ha intervenido en el conflicto con una
variedad de posiciones, que ha cubierto todo el espectro de
alternativas posibles. La postura más inadmisible es el
sostén el lock out patronal en defensa de un “pequeño
productor”, como si perdurara un escenario de pequeños
chacareros enfrentados con los latifundistas. Este supuesto
se inspira en una fotografía congelada del pasado.
Por otra parte, la idealización de cualquier lucha con
perfiles de auto–convocatoria ha conducido a perder la brújula,
en la caracterización de los protagonistas y las peticiones
en debate. Esta ceguera se alimenta de una falsa analogía
con las cacerolas del 2001 y en el desconocimiento del papel
reaccionario que pueden adoptar (en algunas circunstancias)
las movilizaciones de la clase media (como ocurrió con los
camioneros de Chile bajo Allende o con los estudiantes de
Venezuela en la actualidad).
La incapacidad para registrar los conflictos de Kichner con
la derecha y la obsesión por ubicar al gobierno como
enemigo principal conduce a compartir los espectros mediáticos
y las acciones prácticas con figuras de la reacción.
Un error simétrico se verifica entre quiénes apoyan al
gobierno, aceptando el argumento de la escalada golpista
(denunciada como una “acción destituyente”). En este
caso se focalizan las críticas en los ruralistas y en los
medios de comunicación, omitiendo denunciar la evidente
complicidad de los Kirchner con las corporaciones de la
soja. Se presenta al gobierno como una víctima, olvidando
que ha sido artífice de la política agraria regresiva que
precipitó el conflicto.
Es evidente que ningún argumento tradicional para aprobar
al oficialismo (“mal menor”, “adversidad de la
correlación de fuerzas”, “peligro de un retorno
neoliberal”) alcanza para disimular la connivencia oficial
con el capitalismo sojero. A pesar de esta evidencia, el
resurgimiento de la derecha impulsa a algunos intelectuales
a participar de una segunda oleada de cooptación
kirchnerista.
La creencia que se debe tomar posición a favor de los
ruralistas o el gobierno plantea una disyuntiva
completamente falsa. Resulta perfectamente posible denunciar
el lock out, sin apoyar al oficialismo y es conveniente
explicar por que razón las retenciones son necesarias con
modalidades muy distintas a su instrumentación actual.
Hay otro camino para superar la crisis con programas
alternativos, que han sido ya formulados por varias
corrientes e intelectuales de izquierda. El punto de partida
es un plan agrario para frenar la omnipresencia de la soja,
recuperar la diversidad de cultivos, asegurar la soberanía
alimenticia y facilitar la baratura de lo alimentos.
Pero el papel regulador del estado no puede limitarse a una
administración de retenciones diferenciadas, regionalizadas
y coparticipables. Esta intervención debe apuntar al
control integral del circuito de producción y
comercialización agraria por medio del monopolio estatal
del comercio exterior y la nacionalización de las grandes
corporaciones de exportadores, comercializadores y pools de
siembra. Esta transformación debería ser acompañada por
una modificación radical de la propiedad en el campo,
introduciendo impuestos progresivos y erradicando las
condiciones de explotación del trabajador rural. Lo
inmediato es derogar la ley de dictadura que rige las
actividades de este sector
Pero no alcanza con enunciar un paquete de medidas
formalmente correcto si no encuentra la manera de difundirlo
en forma apropiada, estableciendo vínculos con el conflicto
real que opone a los ruralistas con el gobierno. La tentación
abstencionista de declararse al margen de este choque pude
convertir al mejor programa en un papel carente de
influencia. No basta acertar con la respuesta. También hay
saber exponerla, buscando conformar una tercera opción, en
un momento de fatiga de la población con las maniobras
ruralistas y las contramarchas oficiales.
El panorama actual podría cambiar si
un programa popular de transformación del agro empalma con
la reactivación de la protesta social. Hay un nuevo dato a
favor de esta confluencia. El conflicto rural le ha otorgado
legitimación por arriba a la acción directa, ya que esta
vez los artífices del piquete no fueron los desocupados,
los estudiantes, los obreros o los ambientalistas, sino los
propios beneficiarios del modelo. Este elemento puede
favorecer el desarrollo de una próxima oleada de
movilizaciones sociales.
Economista, Investigador, Profesor. Miembro del EDI
(Economistas de Izquierda). Su página web es:
www.lahaine.org/katz
El precio de la hectárea en Pergamino se elevó 132%
entre el 2003 y el 2007 y las cotizaciones en la Pampa Húmeda
superan a sus equivalentes de Estados Unidos. En zona
triguera el precio de la tierra es cuatro veces y media
superior al vigente en 1995, dos veces y media, el
promedio de los últimos 10 años y casi el doble de la
época de Lavagna. Como resultado directo de la
devaluación se consumaron aumentos de precios para los
productos agrícolas, que desde 2005 oscilan entre 80%
30% y15% (maíz, trigo y soja). La
renta agraria obtenida sólo durante la campaña
2003–04 equivale a la obtenida en entre 1992 y 1996 y
es más del doble de la conseguida entre 1997–2001. (Página
12, 14–7–07, 6–4–08, 5–8–07, 6–8–07)
En las últimas cosechas la soja ya ocupó el 60 % de la
tierra sembrada. Desplazó al trigo, al girasol y generó
una caída del arroz, la avena y el centeno, afectando
también a la fruticultura y horticultura. Como se
siembra el tipo RR con glifosato su impacto sobre la
contaminación ha sido reiteradamente denunciada por los
especialistas. El tamaño medio de las explotaciones
agropecuarias pasó de 469 hectáreas (1988) a 588
(2002) en un cálculo que subestima el nivel de
concentración, ya que los mismos propietarios poseen más
de una unidad (Página 12, 6–4–08, 20–4–08).
Es el caso de Humberto Tumini: “Los aciertos y los
errores”, Página 12, 6–4–08.
Diversas informaciones sobre esta realidad han sido
expuestas en las últimas semanas por artículos
aparecidos en Página 12 (11–4–04, 25–4–08,
17–4–08).
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