Un
inocultable giro ortodoxo
A
disciplinar!
Por
Fabián Amico (*)
Homoeconomicus, 30/07/08
En los últimos
días trascendió la intención del gobierno de relanzar la
economía con un conjunto de medidas, entre las que se
contarían la implementación de un nuevo índice de inflación,
que debería regir desde el 1º de enero de 2009. Hasta
entonces, el ministro de Economía, Carlos Fernández,
avanzaría en un paquete de medidas para frenar el alza de
precios (y minimizar el impacto político negativo que tendría
el nuevo índice). Estas iniciativas se incluirían en el
Acuerdo del Bicentenario, que apuntaría a “generar un
nuevo clima de negocios en el país”.
El asunto
del Indec y el reconocimiento de la gravedad que va
adquiriendo el proceso inflacionario resultarían hechos
auspiciosos si no fuera por el enfoque que parece primar en
las soluciones propuestas. El diagnóstico del equipo económico
recae en posiciones ortodoxas: ubica como causa fundamental
del actual proceso inflacionario a un excesivo ritmo de
crecimiento de la demanda agregada por encima de la evolución
de la inversión y que, por ende, desbordaría la capacidad
de oferta.
Sin
embargo, según los propios datos del Ministerio de Economía,
el porcentaje de utilización de la de capacidad instalada
en la industria en junio pasado resultó, en promedio, de
76,6 por ciento, nivel idéntico al vigente en mediados de
2006, cuando la tasa de inflación era sustancialmente más
baja. Por cierto, al ser un promedio hay ramas que muestran
porcentajes mayores de uso (por ejemplo, Textiles, 83,5;
Refinación del petróleo, 91,1 ó Industrias metálicas básicas,
97,3), pero incluso esos porcentajes también estaban
presentes hace dos años atrás, cuando la inflación no era
noticia.
Claro que
la situación no es la misma que en 2006: el año pasado la
inversión en maquinaria y equipo durable de producción
aumentó 22%. Asimismo, en el último trimestre de 2007, la
tasa de inversión alcanzó el 26% del PBI, cuando en la
segunda mitad del siglo XX en Argentina ascendió en
promedio apenas al 18,9%, aún mostrando oscilaciones
bruscas según datos del Cespa (Centro de Estudios de la
Situación y Perspectivas de la Argentina ). Entre 1960 y
1970, por ejemplo, fluctuó en torno al 20% y rara vez llegó
al 25%. Entre 1976 y 1983, pese al inmejorable clima de
negocios, promedió un mísero 17%. En este contexto, “se
destaca el ciclo inversor actual, que ya tiene una dimensión
y una permanencia que lo colocan entre los años de mayor
acumulación de capital de los últimos cincuenta años”,
dice Schvarzer del Cespa.
Contra
estos datos, es dificil sostener que la inflación actual
tenga relación con restricciones de oferta. Por ello, el
plan de “fuerte impulso a las inversiones”.que prepara
el gobierno resultaría por lo menos innecesario. Peor aún:
se piensa enviar al Congreso una ley de desgravación
impositiva a las utilidades que sean reinvertidas, con la
perorata de siempre de que el proyecto apunta a favorecer a
las pymes. La experiencia argentina mostró que dichas
desgravaciones siempre han terminado siendo embolsadas como
simples ganancias sin traducirse en mayores inversiones.
Otra de las
medidas en danza sería capitalizar fuertemente al Bice
(Banco de Inversión y Comercio Exterior), tratando de
emular al Banades de Brasil, lo que no sería censurable si
hubiera un verdadero plan al respecto. Sin embargo, la idea
de mejorar el acceso al crédito para la producción es
contradictoria con el enfoque antinflacionario oficial. Por
caso, una herramienta central de la lucha contra la inflación
sería la reducción del gasto público, que como se sabe es
un componente importante de la demanda agregada. En este
aspecto, las medidas que se preparan son una suba en las
tarifas de gas, electricidad y transporte que rendundaría
en una disminución de los subsidios a las empresas que
manejan esos sectores.
Más allá
del hecho de que tal aumento convalidaría completamente el
esquema vigente en la provisión de servicios públicos en
el país, su efecto inmediato es nítido: el aumento de
tarifas conducirá a una disminución del ingreso disponible
de las familias y a una reducción del consumo. La reducción
del consumo implicará una menor demanda agregada y por ende
la perspectiva de un mercado en retracción. No se entiende
entonces por qué las empresas deberían aumentar la inversión
ante un mercado que se achica. Por ello, sería absurdo
mejorar el acceso al crédito al tiempo que se “enfría”
el crecimiento de la demanda. Con un mercado que se retrae,
¿por qué las empresas irían a ampliar la capacidad de
producir? Y en ese caso, ¿para qué necesitarían crédito?
Si un
exceso de demanda agregada llegara a agotar el margen de
capacidad ociosa de las empresas –cosa que hoy no
ocurre–, los precios terminarían subiendo. Pero lejos de
ser la antesala del caos y de la hiperinflación –como
sugiere la ortodoxia–, esa suba de precios solo sería un
fenómeno de corto plazo que, además, generaría fuertes
incentivos adicionales a la inversión y, por ende, a la
ampliación de la capacidad productiva. No parece ser la
situación actual.
Por otro
lado, el gobierno ha manifestado en reiteradas oportunidades
que la inflación fue empujada por el aumento de los
commodities a nivel internacional y por el conflicto con el
campo, una explicación que, siendo más exacta y realista,
resulta abiertamente contradictoria con la anterior. Para
colmo de males, el Banco Central decidió combatir la
especulación contra el tipo de cambio retrasando la
cotización del dólar y aumentando las tasas de interés,
justo lo que pedía a coro la derecha económica. Así, Martín
Redrado parece haber sucumbido a la tentación de emplear el
retraso cambiario como arma antinflacionaria, una medicina
que ya fue usada varias veces en Argentina, todas con
resultados letales a largo plazo.
En este
contexto, intentar relanzar la economía (y reconstituir la
imagen del gobierno) mediante un aumento (necesario por
cierto) del salario mínimo, al tiempo que el Banco Central
utiliza el dólar como ancla antinflacionaria a costa de los
sectores productivos que generan empleo, y al tiempo que el
gobierno reduce el gasto público, se manifiesta como una
estrategia enteramente incoherente. El conjunto del paquete
conduce a una yuxtaposición de medidas sin consistencia,
donde por un lado se alienta el consumo (vía alza del
salario mínimo y suba del mínimo no imponible del impuesto
a las ganancias) y por el otro ese efecto es anulado en el
mismo acto con la reducción del gasto estatal mientras las
causas de la inflación, que deterioran la suba nominal del
salario mínimo, permanecen intocadas.
Como se ha
dicho muchas veces, la inflación de los precios internos de
los alimentos es el resultado casi directo del alza de los
precios internacionales de los “commodities”. No solo
sigue haciendo falta “desconectar” los precios internos
de los externos (mediante retenciones), sino que hace falta
un plan agropecuario, no a medida del “campo” –como se
reclama en estos días–, sino a medida de los asalariados
y de las necesidades de reindustrialización, esto es:
alimentos baratos para que el salario pueda aumentar en
serio y Argentina pueda ser competitiva. Para que el
conflicto distributivo no termine erosionando el salario
–a través de una tasa de inflación creciente como ocurre
hoy– se requiere una decisión de Estado que
“discipline” a los actores sociales –en particular a
los empresarios– y coordine las alzas salariales y de
precios mediante un plan de desarrollo coherente, algo de lo
que el gobierno parece alejarse cada día más.
(*)
Economista del “Grupo Luján”.
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