La
política económica reúne actualmente muchos ingredientes
de un modelo. Esta calificación puede resultar abusiva en
comparación a otras configuraciones de la historia
nacional, como el esquema agro–exportador o la sustitución
de importaciones. Pero es totalmente pertinente frente a la
convertibilidad. Sólo el tiempo zanjará el status histórico
de la orientación vigente, pero ya son nítidos sus
desequilibrios.
Rupturas y continuidades
El
modelo emergió de una descomunal debacle. Ningún colapso
anterior incluyó confiscación de los depósitos, cesación
de pagos, masificación del desempleo, explosión de la
pobreza y derrumbe industrial, en las proporciones
observadas durante el 2001.
Este desmoronamiento puso en tela de juicio al propio
capitalismo y fue superado con la reconstitución de este
sistema. El esquema actual se asienta en la recomposición
de la autoridad estatal y política que logró el gobierno
de los Kirchner. Esta restauración permitió convalidar los
privilegios de las clases dominantes y asegurar su
continuado enriquecimiento a costa de las mayorías
populares.
El modelo que ha regido desde el 2003 no introduce cambios
sustanciales en el perfil productivo tradicional de
Argentina. Continúa primando el cimiento agrícola sobre
una esfera industrial subordinada. No se vislumbran
modificaciones en la inserción internacional, semejantes a
las observadas en las economías asiáticas que se
industrializaron aceleradamente (Corea del Sur) o se
transformaron en potencias exportadoras (China).
Pero dentro de estas continuidades el modelo contiene giros
significativos en la política económica. El tipo de cambio
bajo quedó inicialmente neutralizado con la devaluación,
la apertura importadora fue sustituida por el énfasis
exportador y las privatizaciones perdieron peso frente a la
intervención del estado. Modificaciones de la misma
envergadura se verifican en la política fiscal, laboral,
monetaria y financiera.
Estos cambios expresan un nuevo equilibrio entre los
distintos sectores que integran el bloque dominante. Los
privilegios que tenían los bancos se redujeron, la burguesía
industrial logró mayor influencia y otros actores ganaron
fuerza en el conglomerado agro–exportador.
El modelo actual se ha distanciado de todas las vertientes
usuales del neoliberalismo. No promueve la apertura
comercial, la desregulación laboral y las privatizaciones.
Tampoco se basa en atropellos sociales sistemáticos o en
medidas continuadas de ofensiva del capital sobre el
trabajo. En el plano externo cuestiona el libre–comercio y
la movilidad de los flujos financieros.
Este alejamiento del neoliberalismo es visible en comparación
a la convertibilidad y al rumbo seguido por otros países
latinoamericanos. La fidelidad hacia la ortodoxia económica
que se observa en Colombia, México o Perú ha desaparecido
del modelo argentino.
Pero estas diferencias no han creado el escenario
pos–liberal que surgiría de una ruptura radical con la
etapa precedente. La nacionalización de los sectores básicos,
la redistribución progresiva de los ingresos y la conversión
de la inversión pública en la fuerza motriz de la economía
constituirían los pilares de ese viraje. En ausencia de
estos cambios es erróneo (o prematuro) cualquier diagnóstico
de pos–liberalismo.
Objetivos
y conflictos
Un propósito explícito del modelo es recuperar la
gravitación que tuvo la industria durante los años
50–60. Los funcionarios han mencionado este objetivo en
sus reiterados elogios a la “burguesía nacional” y en
los llamados a restaurar un empresario fabril autóctono y
pujante. Esta convocatoria no quedó solo en los discursos.
La asociación inicial de la UIA, Techint y otros grupos con
la gestión K perdió fuerza, pero se ha mantenido.
Estas metas y alianzas explican el frecuente uso del término
“neo–desarrollista” para caracterizar al esquema
vigente. Esta denominación resalta la intención
industrialista, en contraposición a la valorización
financiera precedente.
La supremacía que tuvieron los banqueros durante los años
80 y 90 obedecía a la regresión productiva y a la magnitud
de la deuda pública. Estas ventajas de los bancos fueron
abruptamente erosionadas por el crack del 2001. La
rentabilidad del agro, la minería, la industria o los
servicios, ya no marcha a la cola de la intermediación
financiera.
La intención industrialista intenta atenuar la
preeminencia de la actividad agro–exportadora. Por esta
razón el principal conflicto que afrontó el gobierno con
sus socios de las clases dominantes giró en torno al manejo
de la renta agraria.
Pero la meta industrialista es tan solo “neo”
desarrollista. Ya no busca erigir un aparato fabril con el
auxilio de las estatizaciones o el proteccionismo frente a
un sector agrario estancado. Sólo pretende reconstituir el
debilitado tejido industrial, en coexistencia con una
estructura agro–capitalista renovada y tecnificada. El
viejo desarrollismo ha sido sustituido por esta variante
agro–industrial.
Muchos autores elogian la pretensión
industrialista, cómo si fuera el único camino posible o el
más conveniente. Olvidan que su carácter capitalista lo
torna adverso a las mayorías populares. Es importante
resaltar este hecho, para retomar un análisis crítico y no
elogioso del neo–desarrollismo.
El modelo atravesó períodos muy distintos, ya que la
solvencia inicial fue seguida por varias convulsiones.
Durante el 2002–07 mantuvo el apoyo unánime de todos los
grupos dominantes, que recompusieron sus niveles de
rentabilidad. La fuerte transferencia de ingresos generada
por la mega–devaluación creó un colchón de beneficios
elevados, que permitió restaurar las ganancias.
Pero este estado de gracia se disipó durante el choque con
los agro–sojeros. Este conflicto terminó con una derrota
política de gobierno, que transparentó el nuevo poder de
los capitalistas agrarios. Con su demostración de fuerza,
estos sectores paralizaron cualquier intento gubernamental
de avanzar hacia las metas industrialistas, capturando
mayores porciones de la renta sojera. Esta restricción fue
asumida por el gobierno y el establishment aceptó la
continuidad del modelo.
Tampoco la derrota electoral de los Kirchner en el 2009
cambió el rumbo. La oposición derechista ocupó el centro
de la escena, sin exhibir un perfil económico nítido.
Posteriormente, el gran giro que parecía introducir la
crisis internacional no se consumó y reaparecieron las líneas
iniciales del modelo. Las medidas adoptadas en los últimos
meses ilustran este rebrote, signado por el emblemático
ascenso de una camada de funcionarios liderada por Marcó
del Pont.
Los tres cuestionamientos que afrontó el modelo con la
acción sojera, el retroceso electoral y la crisis mundial
no han modificado su continuidad. Si esta persistencia se
ratifica quedaría confirmada una tendencia de largo plazo.
Pero esta perdurabilidad no es sinónimo de buenos
resultados. Hay una enorme brecha entre lo buscado y lo
conseguido.
Orfandad
industrial
Como el principal objetivo del modelo es aumentar la
gravitación de la industria, el principal balance hay que
situarlo en este sector. En contraste con lo ocurrido
durante los 90 se registró un alto crecimiento, que recuperó
la ocupación y frenó el desmantelamiento fabril. Pero los
diagnósticos oficialistas que ensalzan los “nuevos bríos
de la producción” y el “exitoso perfil de las
exportaciones” sobredimensionan lo ocurrido.
La recuperación se explica por la altísima capacidad
ociosa que dejó la crisis. No se produjo ningún cambio
significativo en las tendencias precedentes a la
extranjerización, concentración y escasa competitividad
fabril. La participación de la industria en el PBI total es
idéntica al 2003 y mantiene la misma composición sectorial
de las últimas décadas (con alta concentración en solo
cinco sectores). El tibio avance exportador ha sido
consecuencia de la devaluación y no de incrementos en la
inversión.
El continuado peso de la extranjerización socava, además,
el intento de reconstituir la vieja burguesía nacional. La
devaluación del 2002 abarató los activos y tornó
atractiva la venta de compañía a propietarios extranjeros,
que ya poseen las tres cuartas partes de las grandes firmas.
El gobierno no introdujo restricciones legales a estos
traspasos, que las empresas transnacionales negocian desde
una posición de fuerza. Estas firmas arriban al país
siguiendo un cronograma de expansión global, fijan sus
condiciones de captura y han logrado adquirir con asombrosa
facilidad un importante número de compañías.
Lo más llamativo es la disposición que mostraron los
viejos dueños a desprenderse de sus propiedades. Muchos
grupos familiares han desaparecido o quedaron en minoría ((Bemberg,
Richards, Montagna, Gotelli, Garovaglio Zorraquín, Pérez
Companc). Este retroceso de los industriales nativos es
congruente también con el reducido papel que tiene
Argentina en las multinacionales latinas. La única compañía
de peso en este ascendente rubro es Techint. Las firmas
restantes (Arcor, Impsa, Bagó) mantienen escasa relevancia,
frente a sus pares de Brasil o México.
Estas limitaciones de los capitalistas nacionales no siguen
un curso unívoco, ya que coinciden con una tendencia
opuesta hacia la “argentinización” de los servicios. El
modelo actual frenó la privatización foránea de esas
actividades para incentivar un reingreso de los empresarios
nacionales. Este recambio ya se verificó en varias compañías
(Telecom, Edenor) y se negocia en otras (YPF, Gas Natural).
Los capitalistas argentinos prefieren jugar sus fichas a un
negocio que tiene menores exigencias de inversión, ya que
las tarifas y los subsidios se negocian con el gobierno de
turno. Además, como la competencia está cerrada el riesgo
es acotado.
El modelo tiende a recrear la vieja tradición de un
“estado bobo”, que socorre a las empresas quebradas
(Aerolíneas, trenes, Aguas, Correo), asegura tarifas
elevadas a los administradores privados (peajes,
aeropuertos) y convalida el alto lucro de las actividades
concesionadas (petróleo, minería, telefonía,
electricidad). Esta política enriquece a ciertos grupos
privilegiados, que están muy conectados con el gobierno (Eurnekian,
Gutiérrez, Eskenazi, Bulgeroni).
Este favoritismo se extiende en forma más significativa a
otro círculo de empresarios afines al poder, que manejan
los negocios de enriquecimiento fulminante y acumulan
incontables denuncias de corrupción (Báez, Jaime). En este
grupo de agraciados se asienta la reproducción del
“capitalismo de amigos” que también propicia el modelo.
Esta modalidad de acumulación carcomió en el pasado
varios intentos de ampliar la industrialización. Condujo a
muchas situaciones de ineficiencia e improductividad, que
fueron costeadas con dinero público y terminaron desatando
crisis fiscales. La repetición de estos fallidos
antecedentes ilustra por dónde trastabilla el proyecto
neo–desarrollista.
Nuevamente se verifica la ausencia de una clase capitalista
dispuesta a asumir el riesgo de la inversión fabril. El
sujeto social de un proceso reindustrializador no aparece en
el escenario económico. Para contrapesar esta carencia se
requeriría una decisión oficial más audaz de sustitución
de esos empresarios por compañías estatales, en un marco
de nacionalizaciones y mayor absorción de la renta agraria.
Hasta ahora el gobierno no ha mostrado ninguna inclinación
por este rumbo.
Obstrucción
agraria y financiera
El intento neo–desarrollista enfrenta otro restricción
resultante del nuevo escenario agrario. A diferencia de lo
ocurrido en el pasado, la Pampa Húmeda ya no carga con la
enfermedad del estancamiento. Desde hace tres décadas se
verifica un intenso proceso de modernización capitalista,
que ha elevado significativamente el lucro promedio. Esta
rentabilidad vuelve a disuadir cualquier intento de
potenciar otras actividades de la economía.
El viejo esquema de latifundistas, arrendatarios y
chacareros ha sido reemplazado por nuevas modalidades de
contratistas tecnificados, que siembran y cosechan en
estrecha asociación con los grandes exportadores y las
firmas proveedoras de agro–químicos. La principal fuente
de lucro proviene de la renta diferencial que genera la
fertilidad de la tierra. Pero ese viejo atributo ha sido
potenciado por inversiones que incorporaron nuevos
componentes de ganancia.
Esta configuración rivaliza con el proyecto
industrialista, al atraer los capitales disponibles hacia el
redituable sector rural. Este segmento absorbe toda la renta
dentro de su propio circuito. El mismo obstáculo que impidió
el despegue industrial vuelve a limitar su desarrollo
contemporáneo.
Pero esta nueva obstrucción incluye un novedoso componente
de supremacía de la soja. La especialización en este
insumo –en sustitución del trigo y la carne– instaura
un mono–cultivo muy regresivo. Por un lado generaliza un
producto genéticamente modificado que deteriora el suelo
por falta de rotación y acentúa la erosión. La expansión
extra–pampeana de esta especialidad tiene consecuencias más
dramáticas. Desplaza población nativa, arrasa el monte,
deforesta y expropia las tierras de las comunidades.
El reinado de la soja incrementa, además, la
vulnerabilidad externa de la economía, al reforzar la
atadura al vaivén de los precios internacionales de las
materias primas. Lo ocurrido recientemente con China es
aleccionador de esta fragilidad. El gran cliente del país
amenazó con recortar sus adquisiciones, si Argentina continúa
resistiendo una mayor apertura a las manufacturas fabricadas
en Asia.
Este chantaje repite la presión librecambista que en el
pasado imponía Gran Bretaña. Para hacer buena letra con un
comprador de exportaciones básicas hay que demoler la
industria nacional. Esta antigua condena vuelve a sobrevolar
en todas las negociaciones comerciales. China exigirá
mayores concesiones y ya está interesada en el negocio
petrolero y minero.
La supremacía de la soja también obstaculiza la expansión
del empleo genuino. Este impacto es relativizado por los
autores que reivindican la “industria de commoditties”
que rodea a ese producto. Pero no brindan datos confiables
de ese efecto, ya que salta a la vista la incapacidad de un
mono–cultivo para erradicar el paro estructural que padece
Argentina.
En realidad, la tecnificación de la siembra y cosecha de
la soja reduce también la demanda de mano de obra en el
campo. Todos los elogios a ese producto simplemente repiten
las leyendas del liberalismo. Suponen que Argentina carga
con el inexorable destino de proveer alimentos al resto del
mundo y que ese designio desembocará en un derrame de
empleo e ingresos. Dos siglos de experiencia histórica
deberían alcanzar para archivar esos mitos.
El gobierno cuestiona la especialización sojera, pero no
adopta medidas drásticas para revertir esa primacía. Esta
limitación coincide, además, con el impulso que los
Kirchner han brindado al extractivismo petrolero y minero.
La depredación del subsuelo comenzó en los 90, pero ha
sido intensamente continuada por el gobierno. Argentina
nunca fue un exportador de minerales o petróleo, pero ahora
tiene el régimen de minería más neoliberal del planeta y
con la exención de impuestos se facilita una descarada
contaminación. En el campo del petróleo se está llegando
a un punto crítico por la caída de las reservas y la
ausencia de nuevos yacimientos.
Otro tipo de límites enfrenta el modelo en el plano
financiero. Los bancos perdieron su lugar privilegiado luego
del default y ya no acumulan ganancias desproporcionadas. La
estructura bancaria se ha reconstituido con mayor incidencia
de las entidades privadas nacionales o estatales y menor
gravitación de las filiales extranjeras.
El sistema actual se achicó y mantiene utilidades a través
de dos negocios. Por un lado lucra con la financiación del
consumo de los sectores de altos y medianos ingresos. Por
otra parte sostiene la bicicleta de los títulos públicos.
Con la pesificación de la deuda, los banqueros encontraron
un buen terreno de lucro.
El gobierno tejió una alianza con los banqueros locales,
que han sostenido a los Kirchner en todos los momentos de
adversidad. Pero la estructura financiera vigente no
suministra el crédito de inversión que requeriría un
proceso de reindustrialización. Hay alta liquidez, pero
pocos préstamos para los riesgosos emprendimientos de largo
plazo. Cómo la tasa de interés se mantiene por las nubes,
la financiación industrial no aparece por ningún lado.
Todas los correctivos que intenta el gobierno son parches
de corto plazo, basados en redescuentos que solventa el
estado y administran bancos. Hay varios proyectos de reforma
financiera para ampliar los servicios, desconcentrar la
actividad y favorecer la bancarización. Estas iniciativas
buscan extender los préstamos, pero no apuntalan la
industrialización en gran escala. Excluyen, por ejemplo, la
reintroducir el viejo instrumento desarrollista de los depósitos
nacionalizados.
En síntesis: el intento industrializador carece de un
sujeto social que motorice la acumulación, enfrenta fuertes
obstáculos en el agro y no tiene el sostén en la banca.
Este cúmulo de obstrucciones se verifica en los
desequilibrios del modelo.
Contradicciones
específicas
Durante período 2002–7 el modelo funcionó con pocas
perturbaciones. Hubo alto nivel de las ganancias y elevados
precios de las exportaciones. También se recuperó el poder
adquisitivo con la mejora del empleo y los ingresos de los
trabajadores y la clase media. Como la estructura productiva
se mantiene sin cambios, al quedar eliminada la capacidad
ociosa ese repunte del consumo desató fuertes tensiones.
En el 2007 comenzaron los problemas. Se frenó el intenso
crecimiento, se moderó la recaudación y reapareció la
carestía. Además, resurgió la preocupación por la deuda
y se acentúo la desaparición del superávit fiscal.
Estas limitaciones no provienen sólo de contradicciones
genéricas del capitalismo que afectan a todas las economías.
Tampoco obedecen únicamente a los desequilibrios
tradicionales de una estructura agro–exportadora. Son
desajustes del propio modelo, que se verifican en comparación
a lo observado en otros países durante el mismo período.
La inflación es el principal foco de estas tensiones.
Nadie conoce su magnitud real por la deformación de las
estadísticas que introdujo el gobierno. Esa distorsión
amplificó un hábito de varios administradores anteriores,
que también buscaron ocultar la realidad con ficciones numéricas.
La carestía golpea especialmente a los más pobres, ya que
incide directamente sobre el consumo de los alimentos y
licua la asignación por hijo. Esta inflación se encuentra
muy lejos de los porcentuales descontrolados de los años 80
y 90, pero es alta en términos comparativos. Supera en
nueve veces la media global, se ubica cinco o seis veces por
arriba del promedio de los países vecinos y en el 2009
triplicó la media latinoamericana.
Muchas causas se conjugan para producir este resultado
inflacionario, pero los precios aumentan para mantener la
rentabilidad de las grandes empresas. Esta es la principal
razón del flagelo. Los grupos capitalistas más
concentrados aseguran beneficios elevados, con remarcaciones
que solo ellos pueden concretar.
La inflación actual no obedece como en el pasado al
quebranto fiscal, ni expresa una pugna distributiva. Refleja
sobre todo fuertes restricciones de la oferta. Los precios
son empujados hacia arriba por una baja provisión de
productos, ante una demanda recompuesta. Ya no es posible
satisfacer con la misma capacidad instalada los nuevos
pedidos de compra. Este bache ilustra un punto crítico del
ensayo neo–desarrollista, que aspira a expandir el
abastecimiento de mercancías.
Otro bache del mismo tipo se verifica en la fuga de
capital, ya que el dinero expatriado es sustraído de la
inversión industrial. La recuperación productiva y las
elevadas tasas de rentabilidad local no han disuadido el
retorno de los capitales, ni atenuado su ritmo de salida. La
masa de fondos en el exterior se duplicó durante los 90 y
ha quedado estabilizada en una magnitud récord de 135.000
millones de dólares.
Esta fuga presenta muchas semejanzas con la inflación, ya
que ambos procesos retratan el comportamiento de las clases
dominantes. Ante cualquier perturbación, los acaudalados
remarcan precios y giran el dinero al exterior. Esta
conducta reproduce un viejo adiestramiento en la gestión de
negocios amenazados por la inestabilidad económica o política.
Por memoria, tradición e impunidad, la elite burguesa
continúa actuando con reflejos que limitan el curso de la
acumulación requerido para un proyecto industrialista.
Pero la principal restricción que enfrenta el modelo es la
falta de inversión. Esa variable mejoró y alcanzó un pico
del 24% del PBI (2007), que posteriormente volvió a decaer
al 20% (2009). Estos porcentajes no alcanzan para mantener
un ritmo de crecimiento del 8–9% y limitan el repunte de
la competitividad. El mayor problema radica, además, en el
destino de colocaciones. El nuevo capital se concentra en
sectores de exportación o construcción y no en las áreas
claves de la reproducción industrial.
La escasa disposición inversora de los capitalistas se
verifica también en la fuerte reducción de la deuda
privada. El abultado excedente de divisas que lograron
muchas empresas ha sido destinado a cancelar pasivos
externos y a reducir la exposición de las firmas. Estas
decisiones fueron adoptadas en desmedro de la reinversión
en equipamiento local.
Por dónde se lo mire el modelo actual no ha modificado el
patrón de conducta clásico del empresariado argentino. La
costumbre de buscar altos beneficios con baja inversión se
mantiene invariable y por esta razón el agotamiento de la
capacidad ociosa ha conducido a exigir nuevos reajustes del
tipo de cambio.
En vez de
propiciar avances en la producción por cuenta propia, los
capitalistas pretenden renovar sus lucros con devaluaciones
que costea toda la población. Esta exigencia ha mostrado
igualmente muchos altibajos, ya que son conocidas las
nefastas consecuencias de un ajuste de la divisa. Por esta
razón predomina la cautela, a pesar de la paulatina
disipación de la ventaja cambiaria creada en el 2002.
El gobierno es muy reacio a convalidar la carrera entre
precios y dólar que desataría cualquier devaluación. Cómo
su único instrumento para frenar la carestía es el atraso
cambiario, ha resistido desde el 2007 todas las presiones
del empresariado.
Pero los Kirchner han compensado a los grupos capitalistas
con mayores subsidios. Las viejas subvenciones a la promoción
industrial han sido ampliadas con transferencias sistemáticas
para abaratar los costos de la energía, el transporte y los
insumos básicos. Es cierto que estos subsidios garantizan,
además, tarifas reducidas para distintos segmentos de la
población. Pero la prioridad del favoritismo oficial han
sido grandes compañías.
Ese tipo de subvenciones constituye un rasgo de cualquier
esquema desarrollista, pero el modelo actual intenta
compatibilizarlo con el superávit fiscal, es decir con una
característica contrapuesta y derivada del colapso del
2001. Por la secuela que dejó el default, el gobierno teme
las consecuencias de un desfinanciamiento de la Tesorería.
Hasta ahora los subsidios a los empresarios han deteriorado
el excedente fiscal, sin recrear una amenaza de cesación de
pagos.
En cierta medida el equilibrio fiscal se mantuvo con el
aumento de la recaudación, pero las cuentas públicas del
2010 ya no presentan el desahogo del 2006. Frente a este
escollo, en lugar de introducir reformas fiscales
progresivas el gobierno recurre al endeudamiento. Todas las
medidas adoptadas desde el primer canje apuntan a recrear la
financiación externa. Se canceló la deuda con el Fondo
Monetario, fue reabierto el canje y continúan las
negociaciones para arreglar los pasivos pendientes con el
Club de Paris.
Como el modelo no tiene sustento financiero, los Kirchner
apuestan al crédito externo, olvidando cuán gravoso
resulta ese auxilio a mediano plazo. El endeudamiento es tan
pernicioso como innecesario, ya que con ahorro local se podrían
cubrir todas las necesidades de la tesorería. Este camino
es eludido por una simple razón: exigiría cobrarle
impuestos a los socios privilegiados del esquema actual.
Comparaciones
con los vecinos
La economía argentina sigue un curso semejante a los
restantes países sudamericanos y comparte la renovada
dependencia regional hacia las exportaciones básicas. La
incidencia de los precios internacionales de los metales,
los alimentos o el combustible se ha incrementado
significativamente en los últimos años.
En este escenario se afianza el lugar intermedio de
Argentina, como un país que ha sido incorporado al G 20,
mantiene clientes diversificados y actúa como
agro–exportador de peso. Es una economía dependiente,
pero no comparte el escalón inferior ocupado por las
empobrecidas naciones andinas o centroamericanas.
El país tampoco integra el bloque de BRICs que amplían su
gravitación global. No maneja fondos soberanos, ni cuenta
con multinacionales emergentes o algún liderazgo de
exportaciones industriales en los intercambios Sur–Sur.
Este lugar intermedio acrecienta una distancia con Brasil,
que ya es aceptada como dato irreversible por las elites
gobernantes.
Con una política económica social–liberal y tasas de
crecimiento inferiores, el capitalismo brasileño ha ganado
espacio regional. Con orientaciones heterodoxas y mayor
nivel de actividad, Argentina no han revertido su
desplazamiento. Este resultado confirma que la política
económica constituye tan solo factor, de la inserción que
tiene cada país en la división internacional del trabajo.
La clase dominante argentina no disputa hegemonía regional
con Brasil. Pierde peso a medida que las empresas del vecino
compran firmas locales sin ninguna contrapartida inversa. La
sociedad entre ambos países igualmente se afianza, ya que
Brasil necesita a su acompañante del MERCOSUR para negociar
espacios geopolíticos e influencia comercial. Argentina
igualmente conserva algún juego propio, en los acuerdos que
por ejemplo suscribe con Venezuela.
El modelo económico vigente no ha modificado la brecha con
Brasil que obedece a condicionantes de largo plazo,
derivados de grandes diferencias en recursos naturales,
demografía y territorio. El vecino tiene una dimensión
continental cuatro veces superior a la Argentina y alberga
una población cinco veces mayor.
Esta desigualdad no impedía hasta la posguerra la
continuada primacía de la nación austral. En los años 60
todavía subsistía cierta paridad económica, que se disipó
con el posterior avance del PBI brasileño.
Algunas explicaciones de esta brecha ponen el acento en la
mayor obstrucción que impone el lobby agrario argentino al
desarrollo industrial. Otras caracterizaciones remarcan el
comportamiento rentista de la burguesía local, que ha sido
muy proclive a concentrar negocios en la especulación
financiera. Esta conducta es vista como una herencia
cultural de la oligarquía vacuna, que legó su
improductividad a todos los grupos dominantes.
Otros enfoques estiman que estos condicionamientos han sido
menores, en comparación a la ausencia de estabilidad política
que singulariza a la Argentina. Esta fragilidad anuló las
estrategias oficiales más perdurables que se observan en
Brasil y que generaron una burocracia estatal más
cohesionada y articulada con la clase capitalista. Los
dominadores de ese país nunca enfrentaron, además, el
nivel de desafío social que impuso la clase obrera
argentina.
Seguramente la explicación de los desniveles capitalistas
entre ambos países se encuentra en alguna combinación de
esos argumentos. Lo que parece confirmarse es la incapacidad
del modelo actual para revertir esas tendencias.
Escenarios
cambiantes
A principios del 2009 las consecuencias locales del temblor
financiero internacional parecían furibundas. Pero ese
sombrío panorama se revirtió en el 2010. Retornó el
crecimiento y la euforia del consumo junto al repunte de la
soja. También reapareció el entusiasmo oficial y la gran
prensa vuelve a imaginar una “oportunidad histórica”
para el país.
Esta ciclotimia anímica conduce a olvidar que el impacto
limitado de la crisis ha sido similar al resto de Sudamérica.
Esta vez el temblor se localiza en las economías
desarrolladas. Afecta de manera atenuada a una región que
ya procesó la depuración de los bancos y la desvalorización
de empresas y fuerza de trabajo. Estas peculiaridades
empalman con el estímulo externo creado por la demanda asiática
de las exportaciones primarias.
Todos estos datos son omitidos por los economistas
ortodoxos, que atribuyen la moderación de la crisis, a un
manejo sobrio del endeudamiento o la expansión monetaria.
La misma amnesia padecen los teóricos heterodoxos, que
explican ese resultado por el sostenimiento de la demanda
con políticas de intervención estatal.
Se olvidan que ese auxilio no ha sido un invento argentino.
Es un mecanismo utilizado en muchos países, con efectos
cambiantes en cada economía. Lo llamativo, además, es la
semejanza de coyunturas en países latinoamericanos que
aplican políticas distintas. Ha cambiado más el contexto y
la localización de la crisis mundial, que su manejo con
instrumentos monetarios y fiscales.
El efecto de esa eclosión continuará dependiendo de su
intensidad y duración global. Si la recaída que se observa
en los últimos meses queda limitada a Europa, las
consecuencias sobre la economía argentina serían leves. Si
por el contrario la crisis vuelve a mundializarse al nivel
del 2008, es probable que resurjan las tendencias recesivas.
En ambas circunstancias será determinante el precio de las
materias primas.
El modelo económico K enfrenta ambos escenarios con los
motores más deteriorados que en el período 2003–07. Pero
no afronta perspectivas de explosivo retorno al 2001, ni
tiende a repetir la prolongada caída de los 90. No están a
la vista tampoco los severos ciclos depresivos, que en las
últimas tres décadas golpearon a la economía nacional.
El impacto atenuado de la crisis global tiene fuertes
repercusiones políticas e ideológicas. Entre la población
existe una generalizada impresión, que Europa padece
actualmente lo ya se vivió en el país. Esta sensación es
muy intensa por la cercanía histórica de las economías
sacudidas por el temblor. No es lo mismo un lejano colapso
en el Sudeste asiático, que una conmoción en las
emparentadas naciones de España, Portugal o Italia.
La resonancia aumenta también a medida que el discurso
neoliberal se afianza en el Viejo Continente, reiterando un
libreto muy familiar a todos los argentinos. La corrupción
del estado, el descontrol del gasto social y la vagancia de
los obreros ya no se localiza ahora en el Gran Buenos Aires,
sino en Europa del Sur.
El gobierno aprovecha esta reaparición de los argumentos
ortodoxos para ponderar las virtudes del modelo argentino,
omitiendo que este esquema surgió de la misma crisis
capitalista que ahora padecen los europeos. El discurso
oficial contrasta explícitamente al crecimiento del país
con el ajuste imperante en el Viejo Mundo y afirma que allí
se repite el error cometido durante la convertibilidad, cuándo
se apretó el torniquete deflacionario.
Pero si todos los países pudieran elegir la política económica
a seguir, nadie se flagelaría con una sucesión de
auto–ajustes. Lamentablemente el capitalismo no permite
esta opción. Cuando llega el momento de agredir a los
pueblos, los socialdemócratas calcan a los conservadores,
con la misma fidelidad que los justicialistas a los
radicales. Todos implementan el mandato de ajuste que
imponen las clases dominantes.
En lugar de reconocer esta compulsión capitalista, el
gobierno difunde una cándida contraposición entre caminos
de recesión y senderos de prosperidad. Los voceros de esta
absurda disyuntiva ponderan ahora el alineamiento de
Argentina con Estados Unidos en el campo del crecimiento y
objetan el rumbo depresivo que promueve Alemania.
Pero como las víctimas de la crisis europea son los
oprimidos, el devenir de este proceso depende de la
resistencia social. Esta reacción y no la adopción de una
u otra política económica definirán el futuro. En este
plano las comparaciones con Argentina son muy pertinentes,
ya que todos se preguntan si en el Viejo Continente se
repetirá la rebelión experimentó nuestro país en el
2001.
¿Dos modelos?
Todo el ciclo K ha estado dominado por un contraste entre
el modelo oficial y el propuesto por la oposición
derechista. Estas dos alternativas han aparecido como
esquemas irreconciliables. Especialmente los Kirchner han
incentivado esta contraposición. Sostienen que se debe
optar entre el curso actual y el retorno al ajuste. En estos
términos se han discutido todos los grandes temas desde el
2003.
Los economistas de la derecha consideran que el crecimiento
ha sido un producto rezagado de la privatización de los 90.
Estiman que las inversiones de ese período permitieron la
recuperación posterior. Pero omiten la regresión social y
el colapso financiero, que provocó la transferencia
gratuita de los bienes públicos a los grupos capitalistas.
Los ortodoxos también afirman que el gobierno fue tocado
por la suerte de coyunturas internacionales favorables, sin
recordar la nefasta gestión que ellos tuvieron de de
circunstancias semejantes. Los neoliberales se mantuvieron
igualmente replegados, mientras el modelo funcionó de
manera aceptable. Desde que afloraron los problemas repiten
una y otra vez sus críticas al desborde del gasto público.
Afirman que
esas erogaciones se han desbocado y pronostican un diluvio
inflacionario si no se corta el dispendio. Pero la
credibilidad de estos mensajes choca con su propio pasado en
la administración de las finanzas públicas, que estuvo
signado por quebrantos mayúsculos. El discurso derechista
simplemente expresa el interés que tienen los banqueros en
preservar una situación fiscal controlada, para asegurar el
cobro de la deuda. Suelen ocultar que en términos
internacionales el gasto público actual es bajo y no
plantea un desemboque catastrófico.
En los mensajes de los neoliberales resulta difícil
distinguir las divergencias económicas de las disputas políticas.
Cuándo cuestionan la ausencia de un “plan económico
coherente”, la falta de un “ministro confiable” o el
“aislamiento del mundo”, no hablan de problemas reales.
Lo mismo ocurre cuándo arremeten contra los funcionarios
que “no generan confianza” o “se financian con la
caja”. Estas palabras huecas desnudan la ausencia de un
proyecto económico alternativo.
El gobierno apela al discurso inverso, extremando las
contraposiciones con sus adversarios. Se auto–asigna todos
los méritos del crecimiento y se vanagloria de una
orientación heterodoxa, que contuvo los vendavales externos
con superávit fiscal, excedente comercial y colchones de
reservas.
Este relato coloca al modelo en el altar. Le atribuye el
rescate de la economía, cómo si no tuviera relación
alguna con la hecatombe previa. Se oculta que el
aprovechamiento de la coyuntura internacional ha estado muy
conectado con la sangría que provocó la mega–devaluación
y la confiscación de los depósitos. El ciclo K es un
producto de ese ajuste y no su antítesis. Se asienta en el
trabajo sucio precedente, que recompuso la rentabilidad de
los capitalistas.
El gobierno y la oposición derechista están igualmente
interesados en agigantar las divergencias, que subyacen en
el debate sobre los dos modelos. Pero este contrapunto se
asienta en las tensiones reales que genera el intento
industrialista oficial. El favoritismo hacia aliados de la
UIA y la canilla de subsidios que reciben los capitalistas
amigos, desatan la ira de los marginados del festín.
También existe una apuesta de ciertas fracciones de la
oposición a una mayor primarización. Promueven un retorno
a la apertura comercial, que está en conflicto con la
ambición industrialista. Este regresivo planteo ganó
fuerza durante el choque con los sojeros y condujo al
resurgimiento del gran mito agrario (“solo el campo puede
salvar a la Argentina”). Quiénes buscan reforzar la
mono–exportación promueven la disminución drástica
disminución de las retenciones.
Pero el dato dominante del escenario actual no es el choque
entre los dos modelos. Las diferencias de prioridades económicas
entre el gobierno y lo oposición derechista no siguen un línea
nítida. El grueso de agro–negocio se alineó con la
oposición, pero muchos exportadores y aceiteros se ubicaron
en el campo oficial. La mayoría de los industriales toma
partido por el gobierno, pero otros sectores son críticos.
Los banqueros se han repartidos entre los dos bandos.
El conflicto es sinuoso, ya que el gobierno elude
embarcarse en un proyecto consecuentemente antiliberal y la
oposición rechaza cualquier retorno a la convertibilidad.
Lo que existe es una seria confrontación política,
cultural e ideológica, que no tiene correlato directo en la
economía.
Por esta razón, cuando baja el ruido reaparece la
verdadera intención conciliadora de ambos sectores. Las
coincidencias principalmente afloran en temas estratégicos
como el canje. Más allá de los chisporroteos creados por
la forma de pago (uso de reservas o ajuste presupuestario),
el gobierno y la oposición convergieron en anular la ley
cerrojo que impedía esa operación. Esta aprobación común
se extiende a otras señales lanzadas en común, para volver
al mercado financiero internacional.
Contemporización social
El modelo actual es una construcción político–económica.
No se lo puede entender en el plano abstracto de los números.
Es un resultado directo de la relación social de fuerzas
creadas por la rebelión del 2001 y de la acción de un
gobierno que disipó ese levantamiento.
Como
Lula en Brasil o Mugica en Uruguay, los Kirchner encabezan una administración de
centroizquierda,
que acepta las
conquistas democráticas y recurre al asistencialismo en
gran escala. Buscan amortiguar las tensiones sociales,
evitando el uso de la violencia estatal contra los
oprimidos.
Esta política es muy distinta a la implementada por los
gobiernos derechistas de la región, que recurren a la
represión para impedir cualquier reforma social
significativa. Argentina es actualmente ajena al terrorismo
de estado que impera en Colombia, a las masacres de
indígenas que existen en Perú y a la persecución del sindicalismo
independiente que se verifica en México. El país se ubica
también en las antípodas de la militarización que irrumpe
en Chile ante cualquier signo de inestabilidad.
Pero los Kirchner no forman parte de la oleada de gobiernos
reformistas, que en Venezuela, Ecuador y Bolivia han chocado
con las clases dominantes y el imperialismo, recurriendo a
la movilización popular. El ALBA y el socialismo del siglo
XX no figuran en ningún discurso oficial y esta ausencia no
obedece sólo a la tradición justicialista, que recrea el
gobierno. También expresa la carencia de proyectos
redistributivos semejantes a los ensayados por los gobiernos
más radicales de la región.
El condicionante distintivo de la administración actual es
el legado que ha dejado la rebelión del 2001. A diferencia
de Lula, los Kirchner han debido gobernar con un ojo siempre
puesto en la reacción de los oprimidos. El movimiento
social ha mantenido un alto grado de movilización, que
obliga a tomar en cuenta sus demandas. Por esta razón
mientras que Lula logró consolidar la estabilidad
social–liberal, los Kirchner han enfrentado un sobresalto
tras otro. Esta asimetría obedece en última instancia a la
intensidad de la acción popular, en un país que dirime su
vida política en las calles.
Ciertamente la insurgencia del 2001 se desactivó y la
autoridad estatal fue reconstituida. Pero persiste la
inestabilidad, la erosión de los viejos partidos y un
significativo bloqueo a la gestación de un proyecto
conservador. Los derechistas han perdido la brújula, luego
de la gran movilización que lograron con los sojeros.
Este fracaso obedece a muchas razones de liderazgo,
programa y discurso, pero también expresa el profundo
rechazo popular a cualquier retorno del neoliberalismo o la
Alianza. Desde mitad del año pasado el gobierno ha
recuperado la iniciativa política por este espanto que
generan los derechistas, no solo entre los trabajadores sino
también entre la clase media anti–K. Este resultado es
otro efecto lateral del escenario creado por el 2001.
El gobierno se
recuesta nuevamente en el PJ, la burocracia sindical, los
caudillos provinciales y los barones del Gran Buenos Aires.
Abandonó el proyecto transversal y no reconstituye el lazo
popular duradero que forjó el viejo peronismo. Pero
mantiene una política de contemporización con los
oprimidos. No solo elude confrontar, sino que ha
implementado políticas tendientes a evitar el agravamiento
del deterioro social. Ciertamente no introdujo ninguna
mejora comparable a las conquistas del primer peronismo,
pero atempera los atropellos patronales y otorga concesiones
significativas
Agresiones
y concesiones
El modelo prioriza la contención social y por eso combina
la instrumentación de las exigencias de los capitalistas
con la aceptación de demandas populares.
El primer
curso se verifica en la política de tolerancia hacia la
inflación y en la negativa a aplicar controles de precios.
Los aumentos de salarios que en las negociaciones colectivas
parecen importantes, en la práctica sufren la poda de la
carestía. La estrategia subyacente es aguardar una distensión
de los precios o avanzar hacia algún pacto social con los
empresarios y los sindicatos.
A lo largo de siete años de crecimiento los salarios de
los trabajadores formales se recuperaron junto al empleo,
siguiendo la pauta del ciclo económico. Pero las ventajas
logradas por los patrones con los atropellos de los 90 han
permitido mantener el costo laboral unitario por debajo del
promedio tradicional. La política oficial ha convalidado
todos los incrementos de la productividad que refuerzan la
explotación.
Los salarios del sector formal se han recuperado, pero su
participación en el ingreso nacional continúa relegada. En
cualquier medición del repunte, la mejora de los sueldos ha
sido inferior a la productividad y a las ganancias.
El modelo reafirmó el trabajo en negro. El segmento
informal aglutina a la mitad de la población laboral y
tiene alta gravitación no solo en las pequeñas empresas,
sino también en las grandes compañías y el estado. Es
cierto que el número de formalizados ha crecido en los últimos
años, pero esa mejora no guarda relación con cualquier
otro número de la economía. Al igual que la inflación, el
gobierno tolera la precariedad laboral porque allí se
localiza una gran reserva de salarios bajos.
Es indudable que la pobreza y la indigencia han caído
significativamente desde los terribles indicadores del 2001.
Esta reducción fue un resultado combinado de la mejora del
empleo y la continuidad del asistencialismo. Pero esta
disminución ha quedado amenazada desde el 2007 por los
rebrotes de la inflación. El modelo tendió a sustituir la
pobreza del desempleado por la miseria del trabajador
precarizado y este resultado no es ajeno a una política
económica que asegura altos beneficios a los grupos
patronales.
Este efecto se corrobora también en el agravamiento de la
desigualdad. Muchos indicadores destacan que la brecha entre
ricos y pobres se ensanchó durante el crecimiento,
consolidando una fractura latinoamericana que Argentina había
logrado evitar durante la mayor parte del siglo XX.
En síntesis: el esquema económico recompuso todos los índices
sociales frente a las dramáticas magnitudes del 2001, pero
no restituyó los niveles de pobreza, salario o empleo
predominantes en los ciclos de mayor normalidad. Estos
porcentajes se mantienen por debajo de los promedios
vigentes en esos períodos. Tomando en cuenta el largo período
de crecimiento a tasas chinas de los últimos años, salta a
la vista que el propio modelo es responsable de la
polarización social.
Pero este resultado no anula otro dato clave: la política
económica actual ha incluido importantes concesiones
sociales, que representan conquistas para el movimiento
popular. El gobierno avala una política salarial permisiva,
que reinstaló la negociación colectiva en el centro a la
vida laboral. El salario mínimo fue aumentado y los gremios
estatales que protagonizaban prolongados conflictos lograron
ciertas mejoras. Estos beneficios no se extendieron a los
trabajadores informales, pero los avances en un sector
suelen repercutir favorablemente sobre el otro.
En los últimos siete años se expandió el empleo público,
quebrando un tabú del neoliberalismo. La pérdida de
puestos de trabajo que generó la recesión del año pasado,
fue por ejemplo compensada con la ampliación de cargos
estatales, especialmente en las provincias. En su
endiosamiento de la libre contratación del mercado, los
derechistas identifican esta extensión con el clientelismo
y la ineficiencia. Pero la obtención de un empleo estatal
estable constituye un apreciado logro para cualquier
oprimido.
La asignación por hijo que se implantó el año pasado no
es universal, resulta insuficiente en número y monto,
absorbe planes anteriores y tiende a ser desvalorizada por
la inflación. Pero también plasma un principio de
conquista. Amplió significativamente la población
necesitada de cobertura y creó las condiciones para
extensiones sucesivas del programa. En lugar de financiarse
con impuestos a los acaudalados, esta iniciativa se nutre de
la previsión social. Pero su implementación comienza a
concretar una vieja demanda del movimiento social
Lo mismo ocurre con las jubilaciones. El gobierno reunificó
la estructura previsional mediante la nacionalización de
las AFJP, con la intención de asegurar fondos para la deuda
y prevenir el colapso de un régimen previsional vaciado.
Maneja el dinero del sistema sin ningún control, recure a
sospechosas operaciones con títulos públicos y otorga explícitos
subsidios a las grandes empresas. Pero estos desarreglos no
desmienten el avance logrado con la desaparición del régimen
de capitalización. Esta eliminación ha sido progresiva y
contraria a las políticas imperantes en el resto del mundo.
Con esta nacionalización se crearon también mejores
condiciones para luchar por los aumentos para los jubilados.
Esta demanda se ha intensificado, frente a los
inconsistentes argumentos que esgrime el gobierno para
resistir el otorgamiento del 82%. No solo hay superávit en
las cajas del sistema, sino que la reinstauración de los
aportes patronales permitiría comenzar a sostener ese
porcentaje en el tiempo. También aquí se perciben las dos
caras de la política oficial. Por un lado mantiene al
grueso de los pensionados en la mínima y acható la pirámide
de cobro y por otra parte otorgó ajustes, introdujo un
principio de movilidad y amplió la cobertura a un gran número
de desposeídos.
Todo el panorama social está signado por este tipo de
conquistas frágiles, limitadas y amenazadas, que pueden
revertirse por la propia dinámica del modelo capitalista.
Pero son logros que obedecen a la vitalidad de las luchas
sociales, en un país con récords de manifestaciones, paros
y cortes de calles. El gobierno reconoce esta realidad y por
eso se ha manejado con cautela frente a la protesta social.
Programa
y estrategia
Como el modelo y sus alternativas derechistas expresan
proyectos de las clases dominantes, resulta necesario
construir otra opción al servicio de las mayorías
populares. La condición de este curso es un programa que
exprese las urgencias de los oprimidos.
Durante la recesión del año pasado las prioridades
populares estuvieron concentradas en la defensa del empleo y
en reclamos de suspensión de los despidos. Con el reinicio
de la recuperación, el centro de atención vuelve a
ubicarse en las demandas salariales, que ahora necesitan una
escala móvil para contrarrestar los efectos de la inflación.
El 82% para los jubilados se encuentra en centro de la
escena, junto a la necesidad de equiparar el haber mínimo
con el salario básico. Se puede comenzar a concretar estos
objetivos, si las grandes empresas vuelven a tributar lo que
tradicionalmente aportaban. Pero resulta indispensable
asegurar que el dinero de la previsión social se utilice
para los jubilados, poniendo fin al desvío de estos fondos
para otras financiaciones del estado. Las cajas deben ser
administradas por quiénes las solventan y el tesoro debe
asegurar sus recursos por otros canales.
También la generalización y el aumento de la asignación
por hijo son factibles, mediante una reforma impositiva que
grave a los grandes patrimonios y permita la efectiva
universalización de ese ingreso. En vez de canalizar los
fondos públicos hacia las grandes empresas, corresponde
incrementar de inmediato el presupuesto de educación y
salud. Este aumento es indispensable para cerrar la impúdica
brecha que separa a los colegios elegantes y a los
hospitales privados, de los servicios públicos degradados
que utiliza la población sin cobertura.
Cualquier mejora en el nivel de vida popular necesita
mecanismos de control de precios, para impedir que la
inflación neutralice esos avances. Pero la estabilidad de
precios también requiere que las finanzas públicas se
equilibren sin mayor endeudamiento. En lugar del canje, la
emisión de títulos, los arreglos con Club de Paris y la
convivencia con el FMI se necesita investigar los viejos
pasivos que el gobierno recicla y suspender durante esa
inspección las cuestionadas erogaciones.
El estado puede financiarse con la postergada reforma
impositiva. Siempre se reconoce la urgencia de esta
transformación, pero nadie se atreve a ponerla en marcha.
Mientras el IVA persiste en porcentajes inadmisibles, continúan
exentas la herencia y las transacciones financieras.
Con ciertas acciones prioritarias, un proyecto popular podría
comenzar a reorganizar la producción al servicio de las
mayorías. Para instrumentar estas iniciativas es necesario
cortar los canales de sabotaje que utilizan los grandes
capitalistas, frente a cualquier amenaza a sus privilegios.
El control de cambio y la estricta regulación estatal de
los capitales que ingresan y salen del país es una medida
elemental, que no rige en Argentina.
Pero el desarrollo del país también necesita la
centralización de todos los recursos financieros en manos
del estado. Un sistema de banca pública –que asigne el crédito
en función de las prioridades productivas– permitiría
implementar un proyecto industrial eficaz. Esta acción
debería complementarse con la reversión del mono–cultivo
sojero, incentivando la diversificación agropecuaria. En
este marco, el comercio exterior nacionalizado y el manejo
estatal de los principales precios de compra–venta agrícola
contribuirían a remodelar la economía. Establecerían los
cimientos para una reindustrialización sostenida en la
nacionalización de los recursos básicos.
Un programa de este tipo puede contribuir a la construcción
de la alternativa popular si no gira en el vacío. Es útil
para avanzar en la gestación de un tercer polo político.
Esta opción es indispensable para superar la falsa
polarización que han creado el gobierno y la derecha. Para
lograr un país de igualdad, justicia y democracia hay que
crear una alternativa de izquierda. La experiencia indica
que esta construcción no es sencilla y debe confrontar con
vicios muy arraigados en los colectivos militantes.
En la coyuntura actual se plantean, además, dos
condiciones para convertir el programa en realidad. El
primer requisito es desenvolver un discurso y una acción
claramente diferenciados de la derecha. Este señalamiento
es obvio, pero se ha tornado necesario desde el alineamiento
que tuvieron algunos sectores de la izquierda con la Mesa de
Enlace. Esa inadmisible alianza asume en la actualidad otras
modalidades de convergencia con sectores reaccionarios en
campañas contra la deuda, el ingreso universal o las
jubilaciones.
También se ha generalizado cierta repetición de la vacua
retórica constitucionalista que propagan los conservadores
y no pocas copias del libreto que difunden los medios de
comunicación enemistados con el gobierno. Cuestionar al
kirchnerismo desde este flanco es tan suicida, como
equiparar a los derechistas con el gobierno. Esta
identificación desconoce las conquistas sociales y democráticas
logradas en este período.
Un error inverso se comete al adoptar actitudes de
resignación frente a los Kirchner, con el argumento del mal
menor o de “lo único posible”. Suponer que el enemigo
siempre está fuera del gobierno equivale a aceptar la
validez del simplificado libreto oficial. Esta conducta
genera desmoralización, al suponer que la única elección
factible es entre el status quo y un futuro más adverso. Es
ilusorio ver al krichnerismo como una fuerza embarcada en
batallas permanentes contra la derecha. Existen varios
ejemplos de alineamientos oficiales en las peores causas en
disputa.
La coyuntura actual es propicia para avanzar en la
construcción de una tercera fuerza. Hay un movimiento
social muy vital que recepta con simpatía las ideas de la
izquierda. No sólo ha irrumpido una generación de
luchadores que reclama la democratización sindical. También
predomina un clima latinoamericanista, que torna atractivos
los ideales socialistas y antiimperialistas. Es un buen
momento para transitar el camino hacia las grandes metas de
emancipación.
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Resumen:
El
modelo actual surgió de una inédita debacle y recompuso la
acumulación, manteniendo la inserción agro–exportadora.
Modificó las hegemonías en el bloque dominante y sin
adscribir al neo–liberalismo eludió rupturas
posliberales. Busca recuperar la gravitación industrial,
presenta tintes neo–desarrollistas, limitó la valorización
financiera y no prioriza la primarización. Pero coexiste
con el esquema sojero y no favorece a las mayorías
populares.
Los grupos tradicionales venden sus firmas y no pesan entre
las multinacionales latinas. La “argentinización” de
los servicios y el capitalismo de amigos repiten
antecedentes fallidos de industrialización. No existen
empresarios dispuestos a asumir el riesgo de la inversión
fabril y tanto la modernización agraria como la falta de
financiación, obstruyen la reindustrialización.
La inflación, la fuga de capitales y la baja inversión
retratan la conducta de los capitalistas. El gobierno
resiste los ajustes cambiarios, pero otorga subsidios que
socavan el superávit fiscal e inducen el endeudamiento.
Al igual que en Sudamérica se renueva la dependencia de
las exportaciones básicas. Argentina mantiene un lugar
intermedio, diferenciado de la periferia inferior y de los
BRICs, mientras se acrecienta la distancia con Brasil.
Las consecuencias atenuadas de la crisis global no obedecen
a los ajustes de la ortodoxia, ni a las intervenciones
estatales de la heterodoxia. Cambió el contexto y la
localización de la crisis global, pero no su manejo. Aunque
los motores del modelo se han deteriorado, no se avizora un
retorno a los 90.
Hay tensiones entre el intento industrialista y la
primarización. El gobierno y la oposición derechista
agigantan las divergencias, oscureciendo las coincidencias
en los temas estratégicos.
El modelo expresa la relación de fuerzas y la acción de
un gobierno distanciado del derechismo y del reformismo. La
política de contemporización social combina exigencias
capitalistas con aceptación de demandas populares. Es
necesario construir una tercera alternativa.
[1]Economista,
Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de
Izquierda). Su página web es: www.lahaine.org/katz.