¿Fiesta
en Beijing?
La
procesión va por dentro
Por
Xulio Ríos (*)
Observatorio de la Política China, 17/07/08
Sea como
sea, habrá fiesta en Beijing. Luces y fuegos de artificio
han iluminado ya el Estadio Nacional, impresionante en su
arquitectura, en una ceremonia–anticipo de lo que aguarda
al mundo en esplendor y diseño. Nadie como los chinos ha
logrado sofisticar tanto el arte de la transformación
superficial. Pero la procesión va por dentro.
Pudiera
pensarse que las rebeliones violentas que se han registrado
en las últimas semanas en las provincias de Guizhou o
Zhejiang, con ataques e incendios de edificios oficiales
(del gobierno, del Partido, de la policía, etc.), son
hechos aislados, pero, al contrario, son el iceberg de un
malestar cívico, a veces tan intenso, que ni la tregua olímpica
puede lograr silenciar. A juzgar por dichos síntomas, el
proyecto político de Hu Jintao se encuentra en la cuerda
floja.
Desde sus
inicios, en 2002, el líder chino ha propiciado un doble
mensaje: giro social de la reforma y lucha contra la
corrupción. Han pasado seis años, pero el balance no es
muy alentador. En el primer caso, los discursos han sido
muchos y también los compromisos respaldados formalmente
por infinitos ceros que según el primer ministro Wen Jiabao
deberían reducir las desigualdades, mejorar la vida en el
campo y, en definitiva, socializar la prosperidad acumulada
durante treinta años de galopante desarrollo. Pero las
palabras y la realidad parecen alejarse y las informaciones
que los medios chinos repiten sin cesar respecto a la mejora
general del nivel de vida, ni los propios chinos se las
acaban de creer. Y
si en un primer momento había comprensión y esperanza, lo
que ahora está surgiendo es rencor y desconfianza,
sentimientos que se profundizan a medida que la crisis económica
global repercute de forma negativa en las capas más
humildes de la sociedad en forma de aumento de los precios
de bienes básicos (en especial, la comida), esos que han
garantizado buena parte de la estabilidad hasta el momento.
También aquí la vida parece subir más de lo sugerido por
el IPC.
En cuanto a
la corrupción, Hu Jintao ha adoptado muchas medidas en
diversos planos destinadas a ensalzar el gobierno de la
virtud (el código de los sarcásticos “ocho honores y
deshonores”) por parte de los funcionarios públicos, pero
también a acentuar la profesionalización de la lucha
contra esta lacra, ya sea en forma de prevención o de
represión. Se ha creado una agencia estatal específica,
eso sí, subordinada a la oficina correspondiente del
Partido, es decir, sin independencia efectiva, y se han
ensanchado los márgenes de transparencia pública de los
casos detectados. Pero la percepción social es que la
corrupción aumenta, un fenómeno, estructural donde los
haya, cada vez más asociado al hecho del monopolio político
en el ejercicio del poder y a la abusiva utilización de
este problema en las luchas intestinas. Y la permanente
sospecha de fraude y connivencia con el delito prevalece
sobre la presunción de honestidad de los empleados
gubernamentales.
China se
queja de la injusticia que suponen las críticas
occidentales en materia de derechos humanos o de represión
en Tibet, del acoso a la antorcha olímpica, y de la
incapacidad exterior para comprender el enorme esfuerzo que
está realizando para coger de nuevo el paso de la sociedad
global. Y pudiera no faltarle razón cuando denuncia los
dobles raseros y la utilización interesada de sus problemas
internos. Pero una injusticia sin quebrantos anida hoy en su
interior y abre una profunda brecha en la credibilidad de
sus propios ciudadanos, rendidos ante la evidencia fáctica
de que los conflictos del PCCh no son con la clase
empresarial o los nuevos ricos, muy cómodos con la
gobernanza comunista y poco interesados en otros desarrollos
sociales o políticos, sino con los inmigrantes rurales, los
campesinos, los desempleados, sectores importantes de la
clase media, todos ellos descreídos progresivamente del
mensaje redentor y patriótico del PCCh. A ello hay que
sumar el vaticinio de que el probable relevo de Hu Jintao
apuesta por la intensificación de las complicidades entre
el poder y los nuevos poderes económicos emergentes.
El desgaste
social del poder del PCCh y este divorcio exacerbado entre
la alegría que sugiere la fiesta olímpica y la penuria que
rodea aún la vida de millones de personas puede servir de
caldo de cultivo de descontentos cualificados que se
distancien del PCCh, cada vez más diezmado por las elites
político–económicas a nivel territorial, abriendo paso,
desde la izquierda, a otras opciones, socavando los intentos
de “pluralizar” la vida política de forma ordenada con
el alargamiento de la base social del gobierno (con más
incorporación de personalidades independientes) y el beneplácito
a un mayor protagonismo de otros partidos, sin merma de su
subordinación al PCCh.
Esa
fractura de las dos Chinas (una que le va de maravilla con
el mercado y otra que ya ni con lupa consigue apreciar algún
residuo de socialismo) constituye una severa amenaza que el
gobierno y el PCCh no pueden tomar a la ligera, exigiéndoles
un mayor empeño y contundencia para pasar de las palabras a
los hechos. De lo contrario, pasada la fiesta de Beijing,
las grietas abiertas podrían hacer temblar de nuevo las
bases de su sistema político, desbordando los anuncios de
una mayor democracia, por el momento asumida como privilegio
experimental de los miembros del PCCh.
(*)
Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política
China (Casa Asia–IGADI).
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