El
nuevo capitalismo chino
Por
Josep Maria Antentas y Esther Vivas
AlterEconomía, 08/09/08
Los
recientes Juegos Olímpicos han sido una gran vitrina para
el nuevo capitalismo chino en ascenso. La China actual es
resultado de un largo proceso de restauración capitalista
iniciado hace tres décadas. Las reformas empezaron en 1978,
ampliaron y profundizaron su alcance progresivamente
debilitando los mecanismos de la economía planificada y
recibieron un empuje decisivo a partir de 1992.
En los años
noventa tuvo lugar un proceso sin freno de privatización de
las empresas estatales y de liberalización de los servicios
públicos. Hoy en día, dos tercios de las y los asalariados
chinos trabajan ya para capitales privados. Justo a
comienzos del siglo XXI, la entrada de China en la
Organización Mundial del Comercio en el año 2001 culminaba
su proceso de reintegración en el capitalismo mundial.
Son pocos
ya, afortunadamente, quienes desde la izquierda tienen
ilusiones sobre el modelo Chino. Pero conviene dejarlo
claro: treinta años de reformas han configurado un
capitalismo salvaje sin paliativos. Y este es el horizonte
hacia donde va el país, a pesar de la retórica sobre una
"sociedad harmoniosa" del presidente Hu Jintao. La
creciente evidencia de los desastres sociales y
medioambientales causados por el actual modelo de acumulación
ha provocado cambios en la retórica oficial y ajustes en
las políticas para contener desequilibrios, pero no una
modificación del rumbo general.
La
restauración capitalista ha sido pilotada por el Partido
Comunista Chino (PCCh) cuyo ideario y naturaleza se ha ido
transformando. El nacionalismo se ha convertido en el
principal elemento del discurso y la identidad del PCCh y es
utilizado como un factor cohesionador y legitimador de su
proyecto político. De ahí la importancia estratégica de
los Juegos.
China está
atravesada por grandes desequilibrios sociales y regionales.
Las reformas han provocado concentración de la renta,
polarización social y un aumento de las desigualdades. El
coeficiente de Gini (que mide la desigualdad) ha pasado de
un 0'30 en 1980 a un 0'48 y según el Banco Mundial existirían
unos 300 millones de pobres en el país. El grueso de la
actividad económica se concentra en las regiones costeras
(receptoras del 85% de la inversión extranjera el año
pasado) que contrastan con las empobrecidas regiones del
interior. El actual modelo de desarrollo tiene también un
alto coste medioambiental, en particular en lo que se
refiere a la contaminación del aire de las grandes urbes y
del agua.
La base
social sobre la cual se sustenta el régimen chino es la
nueva burguesía emergente, ligada al aparato del Estado y
del Partido, y una significativa clase media urbana, que
incluye también a los sectores más cualificados de los
asalariados, y muchos de los funcionarios y miembros del
aparato estatal.
La clase
trabajadora ha experimentado profundas transformaciones. Las
y los trabajadores del sector público, un 20% de la población
activa, fueron duramente golpeados por la oleada de
privatizaciones, que han eliminado el 40% de los empleos públicos.
Esta fracción de la clase trabajadora ha visto erosionadas
las garantías sociales del periodo maoísta. Simbólicamente
ha sido degradada en su estatus social, pasando de ser
considerada oficialmente por el régimen como la "clase
dirigente" a ser noqueada por las reformas.
En
paralelo, ha emergido una nueva fracción de la clase
trabajadora formada por las y los emigrantes rurales a la
ciudad y concentrada en las industrias orientadas a la
exportación de la costa Este y del delta del río Perla, y
también en sectores como la construcción y servicios mal
pagados en las grandes ciudades. La emigración interna
campo–ciudad está alimentada por una crisis del medio
rural y el hundimiento del poder adquisitivo de los
campesinos, situado en un tercio del urbano. Cifrada en unos
150 millones de personas, esta nueva clase trabajadora ocupa
los escalafones más bajos del mercado laboral.
Sus
condiciones de trabajo y de vida constituyen la cara más
amarga del nuevo capitalismo chino. Salarios bajos, jornadas
laborales interminables, insalubridad en el trabajo y
violación de las leyes laborales por parte de muchas
empresas y de sus subcontratistas forman parte de su
realidad cotidiana. La federación sindical oficial, la única
legal, carece de autonomía frente al Estado, está
subordinada a los intereses empresariales y no es un
instrumento real de defensa de las y los trabajadores.
En este
contexto, no es de extrañar que las luchas sociales hayan
aumentado desde finales de los noventa. Sin embargo, éstas
son todavía muy fragmentadas y aisladas y debido a la férrea
represión no dejan tras de sí casi ningún sedimento
organizativo. No existen convergencias entre las
movilizaciones de los trabajadores del sector estatal con
las de la clase obrera inmigrante. Ni tampoco entre las
numerosas protestas en el mundo rural y en las áreas
urbanas.
Apoyar
estas luchas emergentes en China contra el actual modelo de
acumulación, debido a la importancia del país y a la
posición que ocupa en la arquitectura del capitalismo
global, es una tarea estratégica central para los
movimientos opuestos a la globalización neoliberal. Sin que
ello implique, obviamente, hacer el juego a los gobiernos
occidentales cuando hipócritamente denuncian los abusos de
los derechos humanos en China o la represión del pueblo
tibetano. Del resultado de las luchas populares presentes y
futuras en China dependerá en buena medida la forma que
tome el mundo a venir.
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