Capitalismo
de estado en China
¿Final
del mercado libre?
Por
Joaquim Coello (*)
El
Periódico, 07/08/09
Hace
30 años, el líder de China Deng Xiaoping permitió que una
parte del país, la zona costera que va de Hong Kong a
Shanghái, se rigiera por las reglas del mercado libre y del
capitalismo, pese a mantener el interior, rural y aislado,
regido por la economía comunista ortodoxa. Esta política
fue un éxito: durante los últimos 15 años, cada siete años
la producción china se ha multiplicado por tres y las
exportaciones, por cuatro.
La
llegada al poder del presidente Hu Jintao en el 2003 inició
la transformación progresiva de la economía china de libre
mercado hacia una economía controlada por el Estado. Esto
no ha tenido efectos significativos sobre la parte del país
más atrasada, que ha progresado poco.
Se
ha mantenido una moneda artificialmente baja para promover
las exportaciones y crear empleo, y los beneficios se han
invertido en el crecimiento y en la compra de la deuda pública
de EEUU, asegurando así la estabilidad del cambio yuan dólar
y, por tanto, permitiendo mantener las exportaciones a
Occidente, primer objetivo del Gobierno.
De
las 1.500 empresas chinas que hoy cotizan en bolsa, el 75%
están controladas por el Estado. Todos los sectores estratégicos:
producción y distribución eléctrica, petróleo, gas y
carbón, química, telecomunicaciones, armamento, coches,
aeronáutica, hierro y metales están dominados por empresas
estatales. De los impuestos pagados por las empresas chinas,
solo el 10% corresponden a empresas privadas.
El
resto de la economía también está indirectamente
controlado por el Estado a través del sector financiero,
que en proporción de 12 a 1 está dominado por los bancos públicos.
La regulación financiera es opaca y está sometida a
cambios que benefician a los bancos estatales porque la
fijación de intereses y los límites de crédito se regulan
más por razones políticas que económicas.
Este
control del crédito condiciona a las empresas, controla la
competencia entre las públicas y las privadas y permite la
continuidad de un sistema estatal de economía de mercado,
con grandes empresas, estable pero crecientemente
ineficiente.
El
mercado de capitales está intervenido y tanto su exportación,
inversiones en el extranjero y reparto de beneficios de
inversiones extranjeras en China, como la inversión
extranjera en China está controlada. Esta reducción de la
libertad mercantil de los últimos seis años ha reducido la
inversión extranjera en el país. A partir del 2005, la UE
ha pasado de invertir 8.000 millones de euros al año a
1.500 millones, pese a que las cifras oficiales muestran
incrementos de la inversión por la repatriación de
capitales chinos de Hong Kong.
Las
inversiones extranjeras en China están condicionadas a la
aprobación previa del Gobierno, que debe juzgar sobre el
peligro que estas «puedan suponer» para la economía
china, criterio obviamente subjetivo que asegura al Gobierno
el control de la economía para las empresas estatales. Lo
mismo puede decirse respecto de la inseguridad jurídica de
la propiedad intelectual y de los derechos y royalties
derivados de una legislación aún incipiente y laxa.
El
control de la economía china por parte del Gobierno y el
objetivo de crecimiento como prioridad absoluta han creado
impactos sobre el medioambiente que tendrán consecuencias a
largo alcance. El consumo de carbón, la energía más
contaminante, ha pasado de 500 millones de toneladas en el
2002 a 1.300 millones en el 2008, un crecimiento al que no
se le ve el fin y con graves efectos sobre el entorno.
Proyectos como la presa sobre el río Yangtsé demuestran la
escasa preocupación por el medioambiente de una economía
exclusivamente orientada a crecer.
La
deriva de la economía china de mercado libre, entre 1980 y
el 2003, a una economía progresiva y mayoritariamente
controlada por el Estado tendrá efectos porque puede
reducir el volumen de su comercio exterior y puede suponer
una distorsión de su mercado con consecuencias para el
comercio mundial.
Esta
política es producto del control absoluto y sin contraste
del Partido Comunista sobre el país y tiene un componente
de proyección exterior inevitable; aunque también es
cierto que es posible que la transición hacia una sociedad
democrática con un Gobierno condicionado por las elecciones
deba recorrer este camino inevitablemente. Tránsito que
solo el incremento del nivel de vida del país y del consumo
interno y la constatación de las ineficiencias de esta política
económica estatizada forzarán a evolucionar.
Estos
hechos son contundentes, pero es sorprendente que en
Occidente la fascinación por el crecimiento y el progreso
de China haya conducido a una opinión pública desinformada
de la situación de la evolución real de la política económica
china.
Ni
la UE ni EEUU están en posición de influir para que los vínculos
económicos les condicionen y, por lo tanto, la presión por
el cambio y el retorno hacia los principios del libre
mercado implantado por Deng y seguidos hasta el 2003, no
puede esperarse que vengan más que por la autocorrección
de las políticas ahora implantadas por la presión de una
población progresivamente más culta y más rica que querrá
ser más libre.
El
camino será largo, pero es cierto que si miramos atrás
hubiera sido imposible imaginar hace 30 años que el país
podría hacer este recorrido y alcanzar el progreso económico
que lo ha convertido, ya, en potencia mundial.
(*) Ingeniero.
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