La revolución china de
1911–1912, dirigida por Sun Yat–sen, derribó el imperio manchú e instaló
la república. Fue una revolución democrática, descolonizadora,
modernizadora, como la persa o la mexicana, sus contemporáneas, pero aunque
puso en movimiento a la sociedad, no pudo realizar ninguna de sus tareas
democráticosociales fundamentales, como la liberación del imperialismo, la
revolución agraria, la liquidación del poder de los señores locales. Después
de la revolución rusa de 1917, el estalinismo sometió a la Internacional
Comunista y obligó al Partido Comunista Chino a integrarse en el partido
nacionalista –el Kuomintang dirigido por el general Chiang Kai–shek, al
cual incluso afilió a la III Internacional y ese gobierno corrupto y represor
se afirmó.
En la segunda revolución
china (1925–1927) que siguió hubo un comienzo de la revolución agraria,
contra los generales y terratenientes nacionalistas, y los obreros de Shanghai
y Cantón se levantaron en armas, llevados a la aventura por la necesidad de
Stalin de cubrir así su capitulación anterior ante la burguesía nacional
china. La terrible represión posterior barrió de la escena política al
pequeño proletariado chino y a la oposición de izquierda, muy fuerte entre
los cuadros de la Internacional y en el movimiento sindical. El mismo Chen Duh–siu,
fundador y primer secretario general del PC chino, después miembro de la
Oposición de Izquierda Internacional, murió en las cárceles del Kuomintang
junto a muchos de sus compañeros.
Los restos del Partido
Comunista, dirigido entonces por Mao Zedong, un militante de segunda fila, se
refugiaron en las zonas campesinas más alejadas y desde allí iniciaron una
guerra, primero contra Chiang Kai–shek y después contra éste y contra los
invasores japoneses, lucha heroica que les permitió construir un gran ejército
campesino.
Fue éste quien triunfó en
la guerra de liberación nacional, que fue también una revolución agraria
controlada por un partido cuyos cuadros eran de origen urbano y que se hizo
desobedeciendo las órdenes de Stalin de formar un gabinete de unión nacional
entre el PC y el Kuomintang. Un partido–ejército de base campesina y de
ideología estalinista y estructura vertical y burocrática lideró una
revolución que se hizo sin los obreros pero en nombre de objetivos obreros,
como el socialismo.
Conducida con mano de hierro
por una burocracia omnipotente, China realizó una profunda reforma agraria y
emprendió el camino de su veloz crecimiento industrial. En éste perdió la
austeridad y los objetivos igualitarios de las primeras fases para llegar al
partido y al gobierno actuales que admiten millonarios en su seno y piensan sólo
en términos tecnocráticos burocráticos.
Sofocada en los años 50 la
revolución democrática y de liberación nacional, comenzó una modernización
capitalista de China, centralista y bismarckiana, sostenida por las enormes
inversiones de capitales chinos de la diáspora (más de 100 mil millones de dólares)
y por las inversiones de las trasnacionales, atraídas por los bajísimos
salarios, las terribles condiciones de trabajo, la falta de protección
ambiental y la inexistencia de una resistencia sindical.
La acumulación capitalista
en China se hizo así combinando el aporte del capital exterior con la
explotación de la mano de obra de origen campesino. El comunismo estalinista
del maoísmo fue así la vía china al desarrollo del capitalismo nacional,
impulsado por Deng Xiaoping y sus seguidores, del mismo modo que la burocracia
en la Unión Soviética abrió el camino a los nuevos rusos, surgidos de su
seno y transformados en grandes burgueses tras despojar al pueblo de sus fábricas
y bienes. China pasó a ser una potencia capitalista.
Deliran, sin embargo, los que
hablan de China, primera potencia mundial. El crecimiento económico ha sido y
es impresionante, pero China produce las mismas mercancías que los países
imperialistas a costa de su medio ambiente profunda y peligrosamente alterado,
y de los salarios de sus trabajadores, y lo hace con los mismos valores del
capitalismo, mezclados en la ocasión con el pensamiento conservador y
reaccionario tradicional de Confucio para hacer respetar a quienes mandan en
todos los órdenes de la vida.
China tiene una productividad
menor a la de los países imperialistas, terribles contradicciones entre su
crecimiento industrial y urbano y el de su agricultura, enormes problemas ecológicos
y depende del dólar y de los bonos del Tesoro de Estados Unidos tanto como
Washington depende de ella.
La democracia, la ciudadanía,
la autogestión de los trabajadores, bases del socialismo, no existen en el
capitalismo de Estado chino. Entonces, a pesar de sus enormes logros económicos
y sociales, puede ser una potencia, pero ni es la primera en el capitalismo
ni, mucho menos aún, es una potencia no capitalista cuyo curso se pueda
imitar.
La base de sustentación del
régimen de Pekín es el nacionalismo chino –han, para ser más preciso–,
no la voluntad popular de construir el socialismo, porque los chinos hoy son
invitados a enriquecerse.
Hasta mediados del siglo XIX
China aportaba más del tercio del PIB mundial y estaba legítimamente
orgullosa de su cultura superior. Después fue una semicolonia. Ahora vuelve a
tener un papel económico de primer plano, y eso estimula el orgullo nacional,
pero está siendo colonizada –como nunca antes en su historia– por la
cultura y la tecnología depredadoras de la barbarie capitalista en su versión
estadounidense. Y eso es muy grave.
(*) Guillermo Almeyra, historiador, nacido en Buenos Aires en 1928 y radicado en México, doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de París, es columnista del diario mexicano La Jornada y ha sido profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México y de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco. Entre otras obras ha publicado “Polonia: obreros, burócratas, socialismo” (1981), “Ética y Rebelión” (1998), “El Istmo de Tehuantepec en el Plan Puebla Panamá” (2004), “La protesta social en la Argentina” (1990–2004) (Ediciones Continente, 2004) y “Zapatistas–Un mundo en construcción” (2006).