China
comenzó a reformar su economía política socialista de
estado después de la muerte de Mao Zedong en 1976. El pragmático
programa de reformas de mercado de Deng Xiaoping fue
legitimado formalmente en la histórica sesión plenaria del
Partido Comunista de 1978 para reemplazar la ingeniería
social maoísta utópica. Treinta años después, China es
hoy la segunda mayor economía del mundo, la tercera mayor
en comercio y, con enormes reservas de divisas extranjeras
(1,4 billones de dólares o el 40 % del producto interno
bruto en 2007) y enorme exceso de capital, el tercer mayor
exportador de capitales. Además, China es también el
segundo mayor consumidor de petróleo y es responsable por
alrededor del 20 % del consumo de los recursos minerales de
la tierra, produciendo el 15 % de las emisiones mundiales en
el proceso.
En
el contexto más amplio del desarrollo chino y de los
desarrollos nacionales en general, están produciéndose
cambios mayores en la política, la economía, las
relaciones internacionales y la geopolítica mundiales desde
el final de la guerra fría, en particular desde el colapso
del bloque soviético y las transiciones poscomunistas por
un lado, y la marcha progresiva transnacional de la
liberalización, la desregulación y la privatización, por
otro. Estos cambios han alterado profundamente los parámetros
de la modernización en China con respecto a aquellos con
los cuales estaban comprometidos los reformadores imperiales
de la segunda mitad del siglo XIX y mucho más los
revolucionarios republicanos y comunistas del siglo XX. Además,
mientras más profundamente un país es integrado a los
mercados mundiales, más fuertes son la dependencia y las
restricciones que encuentra en sus opciones políticas y
estratégicas.
La
trayectoria de las reformas ha atravesado hasta ahora en
China dos etapas distintas y está entrando en una tercera,
cuya naturaleza todavía está por definirse. La primera,
comenzada en 1977, estuvo inspirada por las rupturas en el
pensamiento nacional iniciadas por el partido, expresadas en
consignas tales como “reforma y apertura”, “economía
socialista de mercado” y “construir un socialismo
altamente civilizado, altamente democrático”. La idea
principal era entonces que China “hiciera uso” de los
mecanismos de mercado y de las avanzadas capacidades de
gestión y tecnología del mundo capitalista para sus
propios propósitos socialistas. En efecto, la primera década
de la reforma contempló algunos magníficos logros: desde
“liberar la mente” (un movimiento autocrítico dentro
del partido comunista) hasta la descentralización política
y económica, incluyendo esfuerzos para limitar los periodos
de desempeño de los cuadros dirigentes y separar al partido
del gobierno, la administración y la gerencia empresarial;
y desde el alivio de la pobreza hasta la promoción de las
empresas colectivas municipales y aldeanas (TVE, siglas de
su nombre en inglés) a fin de proveer de empleo, ingresos y
prosperidad a las comunidades locales. Uno de los rasgos
indisputables fue la marcada mejora en el nivel general de
vida para la amplia mayoría de la población china: 400
millones de personas fueron sacadas de la pobreza, y el
dinamismo de los negocios se expandió a través de las áreas
urbanas y rurales de China. Un comprometido programa anti–pobreza,
financiado por el estado central con amplia participación
desde abajo, ejemplificó los primeros métodos chinos del
desarrollo.
Después
de los disturbios de la protesta de Tiananmen de 1989
(contra el deterioro de los servicios públicos y de la
seguridad social y el aumento de la corrupción de los
funcionarios) y su violento final, el siguiente paso de
China quedó en claro sin lugar a dudas en 1992, cuando se
relajaron las sanciones internacionales y Deng recorrió el
sur para impulsar las zonas económicas especiales
anunciando que “el desarrollo es la regla de hierro”.
Una trágica ironía de la historia: en vez de refrenar los
problemas iniciales que causaron los movimientos de
estudiantes y ciudadanos de 1989, resultó que estos
movimientos allanaron el camino para cambios más radicales
en la década de 1990, bajo las fuerzas combinadas del
ajuste del mercado y la violencia estatal. Recién en 2002,
en que los dirigentes de la “cuarta generación”
asumieron el poder de manos de Jiang Zemin (quien como
secretario general del partido impulsó lejos la línea de
Deng), ciertos errores serios del desarrollismo comenzaron a
ser adjudicados al nivel político, si bien sólo tímida e
ineficazmente. La necesitada reorientación que pudiera
devolver a China a su senda reformista de integración
selectiva al mundo en la prosecución de una economía
socialista de mercado y democrática dependería de las
correspondientes determinación política y presiones
populares organizadas. Ya que es completamente posible que
una transformación esencialmente capitalista sea
irreversible, en tanto que ha confundido e
institucionalizado muchos y poderosos intereses creados,
tales como la alianza de la elite –funcionarios, grandes
empresarios y académicos/medios de comunicación– formada
en la temeraria segunda fase de acuerdo con un
“capitalismo burocrático”. El acceso de China a la OMC
en 2001 también le impuso al país un
“auto–fortalecimiento” artificial que resiste los
cambios.
Estas
“reformas” radicales significaron realmente una
transformación revolucionaria en el carácter del estado en
China, en su estructura económica y relaciones sociales. La
privatización generalizada, en particular, fue sobre todo
la encarnación de la corrupción. Aunque eufemísticamente
llamada “reestructuración”, fue aplicada por los
gobiernos locales con una explícita luz verde desde arriba.
Involucrando a gerentes y otros elementos internos tanto
como adquisiciones y fusiones externas, transfirió a menudo
la propiedad sin una adecuada evaluación/monitoreo o
consulta de la opinión de los trabajadores afectados. La
estrategia original era “mantener a las grandes y dejar
irse a las pequeñas”, pero pronto cambió en un
apresurado y defectuoso proceso de privatización también
de las empresas rentables de magnitud grande y mediana. Las
normas y regulaciones relevantes tales como la consulta
obligatoria a los empleados fueron ignoradas. Como tal, no sólo
la privatización, de una manera general, fracasó en lograr
sus objetivos proclamados de eficiencia, productividad y
mejoramiento tecnológico, sino que también resultó en un
extendido desmantelamiento del patrimonio público y un gran
desequilibrio macroeconómico.
La
porción del PBI chino producido por el estado se había
reducido a menos del 20 % para junio de 2007. Más del 80 %
de las compañías chinas registradas en el país eran
privadas o semi–privadas a través de una variedad de
sistemas de tenencia de acciones en la mayor parte de los
cuales los accionistas ordinarios no tienen voz en las
decisiones sobre inversiones y dividendos. El sector
colectivo urbano también disminuyó en más de dos tercios.
Las industrias cooperativas rurales también han sido
reestructuradas por compradores privados. El sector
sobreviviente bajo control del estado, altamente
capitalizado y centralmente controlado, está ahora en gran
medida confinado a las empresas estratégicas en las
industrias monopólicas (petróleo y refinerías,
metalurgia, electricidad, telecomunicaciones y militares)
con las barreras de entrada bajadas.
Entretanto,
la privatización llevó a una drástica reducción del tamaño
de las empresas, con cerca de 50 millones de trabajadores
expulsados de sus empleos entre 1997 y 2002. Muchos puestos
de trabajo creados en el sector privado permitieron
escandalosas condiciones de trabajo, como en el caso de los
talleres explotadores de obreros, manejados a bajo costo
violando las leyes laborales y ambientales. Al menos 20
millones de personas viven ahora en las ciudades chinas bajo
el nivel de la pobreza, más de medio siglo después de que
la revolución comunista eliminara por primera vez la
pobreza urbana. Más allá de las preocupaciones de la
economía moral concernientes a la subsistencia y la
seguridad, es aún más importante la herida a la dignidad
de los trabajadores, y en consecuencia a la legitimidad del
régimen: la difícil condición de los trabajadores causa
una crisis fundamental de identidad a la República Popular,
auto–percibida después de la revolución como un estado
de obreros y campesinos, lo cual, de forma inercial, todavía
legitimiza altamente la intensidad y la extensión de la
“resistencia legal”. Toda violencia estatal local
utilizada para aplastar las protestas sólo profundiza esa
crisis.
A la
vez, millones de granjeros han sido expulsados de la tierra
en las condiciones de decadencia rural posteriores a las
TVE, así como cada vez hay más incidentes de usurpación
de tierras por empresarios privados usualmente apoyados por
los funcionarios locales. Gracias a todo esto surgió la
mayor “población flotante” (entre los 150 y los 200
millones) que el mundo haya visto jamás. La mano de obra
migrante estaba menos protegida aún, atrapada a menudo en
formas de exclusión social y privaciones físicas.
Accidentes industriales, enfermedades relacionadas con las
actividades laborales, polución del aire, la tierra y las
aguas, todo había empeorado. La tasa de mortalidad en las
minas privadas y privatizadas de China llegó a ser la mayor
del mundo. La nueva ley del trabajo está lejos de ser
adecuada, incluso para el criterio de las multinacionales
capitalistas (por ejemplo, de acuerdo a Nike, que opera en
China, el régimen existente de protección de los
trabajadores allí, “a pesar de haber sido mejorado por la
implementación este año de una nueva ley de contrato de
trabajo, sigue por debajo de los estándares establecidos
por la OIT, Financial Times, 9 de marzo de 2008). Y con
todo, estas estipulaciones moderadas han sido ferozmente
resistidas tanto por el capital interno como por el
extranjero. Durante su debate público en 2006, el proyecto
de ley fue rechazado por el lobby corporativo (Nike fue una
excepción), el cual amenazó con retirar sus inversiones y
trasladarse a otra parte en búsqueda de trabajadores más
baratos y menos exigentes. En consecuencia, la Asamblea
Nacional Popular hizo notables concesiones en la versión
final antes de sancionarla para que tomara validez en enero
de 2008.
Incorporadas
a las leyes laborales hay provisiones legales de género,
específicas para las mujeres, incluida una activa Federación
de Mujeres de China. Sin embargo, en un mercado de trabajo
pobremente regulado y marcado por la búsqueda de ganancias,
una gran fracción de la mano de obra femenina sufre triple
discriminación y desventajas por ser a la vez pobres,
mujeres y de origen campesino – el sesgo a favor de los
sectores urbanos permanece fuerte, basado en la cultura
material e institucionalmente en el registro o sistema de
pasaporte interno. A pesar de que sobrevive cierto grado de
“feminismo estatal”, acompañado por regulaciones y políticas
a favor de las mujeres, para los patrones, en tanto que actúan
en el mercado, sólo llega a ser “racional” contratar a
las mujeres al último y despedirlas primero, excepto en
aquellos rubros (por ejemplo textil e indumentaria) donde
las mujeres jóvenes en particular pueden ser más
eficientes pero peor remuneradas (violando la ley). Además,
las mujeres trabajadoras migrantes usualmente se separan de
sus maridos y familias, dejando atrás a sus hijos para, en
el mejor de los casos, ser cuidados por sus abuelos. Raras
veces están organizadas, incluso en los sindicatos
oficiales, y en general son descuidadas por las federaciones
de mujeres. En todas partes, las mujeres también pierden
terreno frente a revividas relaciones patriarcales en
algunos hogares y comunidades rurales después de la
disolución de las comunas, frente a la comercialización de
la femineidad en formas físicas o culturales que incluyen
la prostitución, y frente a una edad oficial de jubilación
diferenciada entre varones (60) y mujeres (55) para los
empleados públicos. Todo esto contrasta agudamente con el
otrora extendido compromiso de China en lograr la equidad de
género junto con la dignidad y los derechos de los
trabajadores. Como un ejemplo, en términos de participación
política formal, también se redujo el número de mujeres
diputadas en los congresos populares nacional, provinciales
y de los condados, hasta llevar a China del puesto mundial
12° en 1994 al 48° en 2006.
No sólo
los trabajadores, sino también millones de propietarios de
pequeños emprendimientos han sido esquivados por el boom,
del cual los mayores beneficiarios son más bien los
especuladores transnacionales y quienes detentan el poder
local, que abusan de los cargos públicos en provecho
propio. Estos dos grupos están conectados entre sí,
alimentando una clase particular de intermediarios conocidos
históricamente en chino como maiban o compradores. Por una
parte, la manufactura para exportar alienta una competencia
brutal, especialmente entre pequeños productores, a través
de la despiadada reducción de costos, salarios y consumo.
Por la otra, las políticas favorables a los capitales
extranjeros refuerzan un ambiente desfavorable en el que las
pequeñas empresas se encuentran agobiadas entre bancos
estatales que no las apoyan y competidores extranjeros que
cuentan con muchos más recursos. Entretanto, ciertos éxitos
importantes de las primeras reformas han sido anulados por
el retroceso de un buen régimen público que había logrado
cubrir las necesidades básicas cuando China era muchas
veces más pobre. Como las políticas sociales han perdido
su prioridad en el programa nacional, considerables
segmentos de aquellos que al principio habían sido sacados
de la pobreza han vuelto a caer en la miseria. El alarmante
grado de polarización y desigualdad ha forzado finalmente
al gobierno a buscar remedios – en alrededor de 0,45 por
algunos años consecutivos, el coeficiente de Gini para
China ha sido muy superior a los de la mayoría de los países,
incluidos los países en desarrollo tales como la India (con
un 0,33), junto con líneas de clase, género, sectoriales,
regionales, etc.
El
balance de las reformas post–maoístas es un embrollo de
contradicciones, mostrando por una parte las condiciones
materiales de la existencia mejoradas en general junto a una
creciente clase media urbana, y por otro lado los problemas
y dificultades antes señalados. Han surgido dos Chinas.
Hasta ahora, el patrón de crecimiento de China no ha
superado sus rasgos de bajos salarios, baja tecnología y
baja productividad con el costo de alta inversión, alto
consumo de energía y alta polución, y un alta tasa de
explotación y dependencia del comercio exterior. Por lo
tanto, la economía china ha llegado a ser cada vez más
vulnerable a potenciales shocks endógenos y exógenos,
desde descontento social o colapsos financieros hasta
desastres naturales y crisis ecológicas. Por ejemplo, la
recesión que está cobrando mucha importancia en los EEUU
ya ha golpeado las exportaciones y las perspectivas de
exportar de China; y los dólares depreciados han costado
una abrupta devaluación en las reservas chinas de divisas
extranjeras.
Reemplazando
una cultura política de equidad y solidaridad, el ascenso
del fetichismo de la mercancía está acompañado por un
sentido de alienación profundo e invasivo en una sociedad
atrapada en la codicia desnuda, dura competencia, consumismo
histérico y una amplia mercantilización de los valores
humanos. Los movimientos religiosos se extienden como
respuesta a la decadencia social entre una población
tradicionalmente atea. El desarrollismo sin sentido mezclado
con prejuicios chauvinistas trajo tensiones y conflictos étnicos
en las regiones de las minorías nacionales. Estas
contradicciones y confusiones hacen que la gente se pregunte
si el fin no ha sido absorbido por los medios, y si lo que
es esencial y precioso para la humanidad no está siendo
destruido por las ciegas fuerzas del mercado. La popularidad
de los así llamados “clásicos rojos”, desde los textos
hasta la literatura, de las canciones hasta los trabajos artísticos,
es sólo un signo de la búsqueda del alma nacional. La
movilización a través de Internet en búsqueda de
información crítica y debates políticos es otro. La
insustentabilidad del sendero chino desde los años 1990 es
reconocida comúnmente en el país, ejerciendo mucha presión
sobre el gobierno para buscar un cambio de rumbo hacia una
tercera fase de la reforma que sea distinguible de la
segunda.
Explicando
el crecimiento y desarrollo
La
economía china es alrededor de ocho veces mayor de lo que
era en 1978, después de un continuo crecimiento anual de
alrededor de 8–10 % desde la década de los años 1980.
Esto es atribuible en gran medida al aumento cuantitativo en
mano de obra, materias primas e inversiones de capital, sin
mejoras significativas en innovaciones organizativas y
tecnológicas y en productividad. No obstante, esta amplia y
rápida acumulación de riqueza en términos reales
(descontando las enormes burbujas en los mercados de los
bienes inmobiliarios y de acciones) no tiene precedentes en
la historia contemporánea china ni tampoco en el registro
mundial, dado el tamaño del país y su relativa escasez de
recursos naturales. Sin embargo, el así llamado “milagro
chino” todavía tiene que ser explicado apropiadamente, ya
que diferentes explicaciones suponen diferentes implicancias
políticas.
Basta
aquí identificar una línea divisoria en el debate entre
las descripciones “mundialistas” dominantes que abrazan
las doctrinas neoliberales, por un lado, y sus críticos
“localistas” que se centran en los factores internos,
por el otro. Para los primeros, las inversiones y el
comercio exterior, las privatizaciones y otros elementos del
“consenso de Washington” son lo que explica el éxito
económico chino, resaltando la mano de obra barata como su
ventaja competitiva principal. Hay ciertamente alguna verdad
en esta argumentación. La integración de China en la OMC,
por ejemplo, ha incrementado rápidamente el volumen del
comercio exterior del país. Pero también es cierto que la
dependencia del comercio exterior deprime el mercado interno
y el poder de compra, y amenaza la seguridad económica
nacional en un juego que se rige por las reglas de las
naciones ricas, desde sus subsidios agrícolas hasta sus
leyes y tarifas anti–dumping. Es de notar también que el
así llamado “comercio exterior” incluye una contribución
significativa de las multinacionales que operan en China,
las cuales se apoderan de la mayor porción de las ganancias
a través de relaciones comerciales típicamente desiguales.
En cuanto al mito de que la economía de mercado requiere
una total privatización, está demostrado ampliamente en
los debates y experiencias chinos, así como en Rusia y en
muchos otros sitios, que es falso en teoría y desastroso en
realidades.
Rechazando
las explicaciones globalistas, para la oposición
“localista” no fue la “mano de obra barata” – y en
China se están acabando todas ventajas relacionadas con
este tema; el mercado laboral se deprimió aún antes de los
recientes avances legales a favor de los trabajadores y del
viraje macroeconómico hacia la inflación – sino un
conjunto de otros factores claves que explican el desarrollo
económico del país. Ellos incluyen las inversiones en
infraestructura física y capital humano en los años de Mao,
que explican una fuerza de trabajo educada, saludable y
disciplinada en general. La abundancia de mano de obra
calificada es una ventaja destacada que China tiene por
sobre la mayoría de los otros países en desarrollo. A
pesar de los retrocesos antes indicados, China sigue
adelante en casi todos los índices de los informes sobre
desarrollo humano del Programa de las Naciones Unidas para
el Desarrollo. Además, fundamentos como la propiedad pública
de la tierra, el control público sobre las industrias
estratégicas, la fuerte capacidad organizativa y políticas
del estado, la participación social organizada, la ideología
de justicia social y redistributiva y de equidad de género
y étnica, y un buen régimen público de educación y
tratamiento médico universales con énfasis en la
inmunización masiva y la medicina preventiva, destacan
importantes continuidades, reales o deseables, entre los
logros anteriores y los posteriores a las reformas. Juntos,
estos factores contribuyen a un súper modelo de estado
socialista desarrollista que explica mejor los principales
éxitos de la reforma.
Igualmente,
el debilitamiento o la eliminación de estos factores
explican las fallas de la segunda fase de la reforma que fue
parte de la característica ola neoliberal de la globalización.
Los globalistas ni siquiera reconocen la polarización de
clase, la desigualdad del desarrollo o la corrupción como
problemas y males sociales que amenazan al crecimiento económico.
Para ellos, estos son precios necesarios a pagar por la
transición al mercado, o resultados tolerables de esa
transición incompleta. La superstición acerca de un
mercado libre “total” impregna todo el pensamiento económico
chino. Pero “mano de obra barata” no es un concepto
inocente. Más bien significa subordinación del trabajo al
capital, y la clara desventaja de la posición de los
trabajadores. Peor aún, cuando la mano de obra barata es
pintada como una “ventaja”, hasta los talleres
explotadores ilegales pueden ser legitimados; de aquí
proviene la mancillada etiqueta de “made in China”.
(*)
Lin Chun enseña política comparada en la Escuela de Economía
de Londres y en la Universidad de Nueva York. Es autora de
“The British New Left” (Edimburg University Press, 1993)
y de “The Transformation of Chinese Socialism” (Duke
University Press, 2006), editora de China I, II y III (Ashgate,
2000), y coeditora de la antología de clásicos feministas
traducidos del chino, “Women: The Longest Revolution”
(Beijing, Social Science Publisher, 1997).