Reseña del libro de Richard McGregor, “The Party: The
Secret World of China’s Communist Rulers” (“El
Partido: El mundo secreto de los gobernantes comunistas
chinos”), Allen Lane, 302 págs., junio 2010.
El discurso de Khrushchev de
1956 que denunciaba los crímenes de estado de Stalin fue un
acto político del cual, como su biógrafo William Taubman
escribe, “el régimen soviético nunca se recuperó
totalmente, y Khrushchev tampoco”. Aunque fue un acto
evidentemente oportunista, evidentemente en él había más
que oportunismo, un tipo de exceso negligente que no puede
explicarse en términos de estrategia política.
El discurso socavó tanto el dogma del liderazgo infalible
que la nomenklatura entera se hundió en una parálisis
temporal. Cerca de una docena de delegados colapsaron
durante el discurso y tuvieron que ser sacados para recibir
ayuda médica; uno de ellos, Boleslaw Bierut, el secretario
general del Partido Comunista polaco, de línea dura, murió
de un ataque al corazón.
El escritor estalinista modelo Alexander Fadeyev llegó a
pegarse un tiro unos pocos días después. El asunto no es
que ellos fueran “comunistas honestos”: la mayoría de
ellos eran manipuladores brutales sin ninguna ilusión en el
régimen soviético. Lo que se quebró fue su ilusión
“objetiva”, la figura del “gran Otro” como un
trasfondo contra el cual ellos podían ejercer su brutalidad
y su impulso por el poder. Habían desplazado su creencia
sobre este Otro, el cual, a su vez, creía en nombre de
ellos. Entonces se les desintegró su representante.
Khrushchev estaba apostando a que su (limitada) confesión
fortalecería el movimiento comunista, y en el corto plazo
tuvo razón: siempre se debería recordar que la era de
Khrushchev fue el último período de auténtico entusiasmo
comunista, de creencia en el proyecto comunista. Cuando
durante su visita a EEUU en 1959 le dijo al secretario de
agricultura de EEUU, “Sus nietos vivirán bajo el
comunismo”, estaba afirmando la convicción de la
nomenklatura soviética entera. Aún cuando Gorbachev intentó
una confrontación más radical con el pasado (las
rehabilitaciones incluyeron a Bukharin), Lenin permaneció
incuestionable y Trotsky continuó sin existir.
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Anuncios pidiendo empleos |
Compárese estos eventos con la manera china de romper con
el pasado maoísta. Como Richard McGregor muestra en The
Party, las “reformas” de Deng Xiaoping procedieron de un
modo radicalmente diferente. En la organización de la
economía (y, hasta cierto punto, la cultura), lo que
usualmente es percibido como “comunismo” fue abandonado
y se abrieron las puertas a lo que, en Occidente, se llama
“liberalización”: propiedad privada, la búsqueda de la
ganancia, un estilo de vida basado en el individualismo
hedonista, etc. El Partido mantenía su hegemonía no a través
de la ortodoxia doctrinal (en el discurso oficial, la noción
confuciana de la Sociedad Armoniosa reemplazó prácticamente
a toda referencia al comunismo), sino asegurando el estatus
del Partido Comunista como la única garantía de la
estabilidad y prosperidad de China.
Una consecuencia de la necesidad del Partido de mantener la
hegemonía es su cercano seguimiento y regulación de la
manera en que la historia china es presentada, especialmente
la de los últimos dos siglos.
La historia incesantemente reciclada por los medios y los
libros de texto estatales es aquella de la humillación de
China, que se supone empezó con las Guerras del Opio de
mediados del siglo XIX y terminó solo con la victoria
comunista de 1949. Ser un patriota es apoyar el gobierno del
Partido Comunista.
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“¡Fuera de mi camino, camarada!” |
Cuando la historia es usada para los propósitos de
legitimación, no puede apoyar ninguna autocrítica
sustantiva. Los chinos aprendieron la lección del fracaso
de Gorbachev: el reconocimiento total de los “crímenes
fundadores” se trae abajo todo el sistema: ellos deben ser
negados.
Es cierto que algunos “excesos” y “errores” maoístas
fueron denunciados (el Gran Salto Adelante y la extendida
hambruna que le siguió; la Revolución Cultural), y la
evaluación del rol de Mao que hace Deng (70 por ciento
positivo y 30 por ciento negativo) está entronizada en el
discurso oficial.
Pero la evaluación de Deng funciona como una conclusión
formal que hace superflua cualesquiera discusión o
elaboración adicionales. Mao puede ser 30 por ciento malo
pero continúa siendo celebrado como el padre fundador de la
nación, con su cuerpo en un mausoleo y su imagen en todos
los billetes.
En un caso de negación fetichista, todos saben que Mao
cometió errores y causó inmensos sufrimientos pero su
imagen permanece mágicamente impoluta. De este modo, los
comunistas chinos pueden conservar la torta a la vez que se
la comen: la liberalización económica está combinada con
la continuación del gobierno del Partido.
¿Cómo funciona esto en la práctica? ¿Cómo se combina
la hegemonía del Partido con el moderno aparato del estado
necesario para regular una economía en explosión? ¿Qué
realidad institucional sostiene el eslogan oficial de que un
buen desempeño de la bolsa de valores (altos retornos a la
inversión) es la manera de luchar por el socialismo? Lo que
tenemos en China no es simplemente una combinación de una
economía capitalista privada y un poder político
comunista. De una u otra manera el estado y el Partido
poseen la mayoría de las compañías de China,
especialmente las grandes: es el Partido mismo quien demanda
que ellas se desempeñen bien en el mercado.
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Trabajadores migrantes del campo
a la ciudad |
Para resolver esta evidente contradicción Deng inventó un
sistema dual único. “Como organización, el partido se
sitúa fuera y por encima de la ley”, He Weifang, profesor
de derecho de Beijing, le dice a McGregor: “Debería tener
una identidad legal, en otras palabras, una persona a quien
demandar, pero ni siquiera está registrado como una
organización. El Partido existe por completo fuera del
sistema legal”.
“Parecería difícil —escribe Mc Gregor— ocultar una
organización tan grande como el Partido Comunista Chino,
pero éste cultiva con cuidado su papel detrás del
escenario. Los grandes departamentos partidarios que
controlan al personal y los medios, mantienen un expreso
perfil bajo. Los comités partidarios (conocidos como
“pequeños grupos líderes”) que guían y dictan la política
a los ministerios, que a su vez tienen el trabajo de
ejecutarla, trabajan fuera de vista. La composición de
todos estos comités y en muchos casos aún su existencia,
raramente es mencionada en los medios, controlados por el
estado, y menos aún cualquier discusión sobre cómo llegan
a sus decisiones.
Una anécdota de la era de Deng Xiao Ping ilustra lo extraño
de la jerarquía del Partido. Deng aún estaba vivo, aunque
retirado del puesto de secretario general, cuando uno de los
más altos miembros de la nomenklatura fue purgado. La razón
oficial era que, en una entrevista con un periodista
extranjero, él había divulgado un secreto de estado: a
saber, que Deng era aún la autoridad suprema y estaba
efectivamente tomando todas las decisiones. En realidad
todos sabían que Deng aún movía todos los hilos, solo que
esto nunca se afirmaba oficialmente. El secreto no era
simplemente un secreto: se anunciaba a sí mismo como un
secreto. Así, actualmente, no es que se suponga que la
gente no sabe que una estructura partidaria oculta actúa en
la sombra de las agencias del estado: se supone que la gente
es completamente consciente de que tal red oculta existe.
El gobierno y otros órganos del estado, “que
ostensiblemente se comportan en gran medida como lo hacen en
otros países”, están al centro del escenario: el
Ministerio de Finanzas propone el presupuesto, las cortes
emiten veredictos, las universidades enseñan y otorgan
grados, los sacerdotes conducen los rituales. Así, por un
lado, tenemos el sistema legal, el gobierno, la asamblea
nacional elegida, la judicatura, el imperio de la ley, etc.
Pero, por otro lado (como indica el término oficial
“Liderazgo del Partido y el estado”: el “Partido”
siempre va por delante), tenemos al Partido, que es
omnipresente pero que siempre está en el trasfondo.
El otorgamiento del Premio Nobel a Lio Xiaobo fue un
reconocimiento de las tensiones y antagonismos que subyacen
en la historia del éxito chino, pero también un
recordatorio de que la simple transformación de China en
una democracia parlamentaria, probablemente, tanto podría
agravar estos antagonismos como resolverlos.
Hay, por supuesto, muchos estados, algunos inclusive
formalmente democráticos, en los que un círculo
semisecreto controla el gobierno; en la Sudáfrica del
apartheid, por ejemplo, era el Broederbond. Lo que hace único
al caso chino es que esta duplicación del poder entre los
reinos de lo público y lo privado está ella misma
institucionalizada.
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Protesta de trabajadores migrantes por salarios impagos |
Las nominaciones a los puestos claves —en el Partido y
los órganos del Partido, pero también en las compañías más
grandes— son hechas primero por un cuerpo partidario, el
Departamento de Organización Central, cuyo cuartel general
en Beijing no tiene un teléfono listado ni un aviso con su
nombre en la calle. Sus decisiones, una vez hechas, son
pasadas a los órganos legales —asambleas estatales,
directorios de empresas— los que entonces pasan por el
ritual de confirmarlas por votos. El mismo procedimiento
doble —primero el Partido, luego el estado— está
establecido para todo nivel, inclusive la política económica,
que primero es debatida por el Partido, y sus decisiones son
luego implementadas por los cuerpos gubernamentales.
La brecha entre Partido y estado es de lo más obvia en la
lucha anticorrupción: Cuando hay sospechas de que algún
alto funcionario está involucrado en actos de corrupción,
la Comisión Central para la Inspección Disciplinaria, un
órgano del Partido, investiga las acusaciones sin las
restricciones de las delicadezas legales: los sospechosos
pueden ser secuestrados, sujetos a interrogatorios severos y
retenidos hasta por seis meses.
El veredicto finalmente alcanzado dependerá no solo de los
hechos sino también de complejas negociaciones detrás de
bambalinas entre diferentes camarillas del Partido, y si el
funcionario es hallado culpable, solo entonces es entregado
a los cuerpos legales estatales. Pero para esta etapa todo
ya está decidido y el juicio es una formalidad: solo la
sentencia es (a veces) negociable.
La ironía es que el Partido mismo, con su funcionamiento
oculto al escrutinio público, es la fuente en última
instancia de corrupción. El círculo interior, compuesto de
los funcionarios más altos del Partido y el estado así
como jefes de la industria, se comunica vía una red telefónica
exclusiva, la “Máquina Roja”; tener uno de sus no
listados números es una señal clara de estatus. Un
viceministro le dice a McGregor que “más de la mitad de
las llamadas que él recibía en su ‘máquina roja’ eran
pedidos de favores de funcionarios principales del Partido,
del tipo de: “Puede usted darle a mi hijo, hija, sobrina,
sobrino, primo o buen amigo, un trabajo?”.
En el congreso del Partido, que tiene lugar cada ocho años
más o menos, el nuevo ejecutivo central (los nueve miembros
del Comité Permanente del Politburó) es presentado como un
hecho consumado. El procedimiento de selección involucra
complejas negociaciones detrás de bambalinas; los delegados
a la asamblea, a quienes no se les dice por adelantado a quién
se irá a presentar, son formalmente invitados a emitir su
voto por esa selección, pero invariablemente le dan su
aprobación unánime. La figura más poderosa en el Partido
como regla (pero no siempre) asume tres títulos: presidente
de la república, secretario general del Partido y
presidente de la Comisión Militar Central (la cabeza de las
fuerzas armadas).
Los últimos dos títulos son mucho más importantes que el
primero. El Ejército Popular de Liberación es una entidad
completamente politizada, siguiendo el lema de Mao de que
“el Partido manda al fusil”. En los estados burgueses se
supone que el ejército es apolítico, una fuerza neutral
que protege el orden constitucional; para los comunistas
chinos tal ejército despolitizado sería la mayor amenaza
imaginable, dado que el ejército es su garantía de que el
estado permanecerá subordinado al Partido. Para que
funcione, tal estructura tiene que basarse en un delicado
equilibrio entre la fuerza y el protocolo. Debido a que el
Partido actúa fuera de la ley, un conjunto complejo de
reglas no escritas gobierna cómo se espera que se sigan las
decisiones del Partido.
La noción del Partido–estado no puede describir bien las
complejidades del comunismo del siglo XX: siempre hay una
brecha entre Partido y estado, y el Partido funciona como el
doble borroso del estado. Los disidentes piden una nueva política
de distanciamiento del estado, pero ellos no reconocen que
el Partido es esa distancia: esta distancia representa una
desconfianza fundamental en el estado, sus órganos y
mecanismos, como si tuvieran que ser controlados, mantenidos
bajo control, en todo momento. Un verdadero comunista del
siglo XX nunca acepta completamente al estado: acepta la
necesidad de un agente, inmune a la ley, que tiene el poder
de supervisar las actividades del estado.
Por supuesto este modelo será criticado como no democrático.
La preferencia ético política por un modelo democrático
en el que los partidos están formalmente al menos
subordinados a los mecanismos del estado, cae en la trampa
de la “ficción democrática”. Ignora el hecho de que en
una sociedad “libre”, la dominación y el sometimiento
se encuentran en la “apolítica” esfera económica de la
propiedad y el poder gerencial.
La distancia del Partido de los aparatos del estado y su
capacidad de actuar sin constreñimientos legales, permiten
una única posibilidad: la actividad “ilegal” puede ser
realizada no solamente en el interés del mercado, sino, a
veces, también en el interés de los trabajadores. Por
ejemplo, cuando la crisis financiera de 2008 golpeó a
China, la reacción instintiva de los bancos chinos fue
seguir el cauto enfoque de los bancos occidentales de cortar
radicalmente los créditos a las compañías deseosas de
expandirse. Informalmente (ninguna ley legitimó esto) el
Partido simplemente ordenó a los bancos que soltaran el crédito,
y así tuvieron éxito (hasta ahora) en sostener el
crecimiento de la economía china.
Para tomar otro ejemplo, los gobiernos occidentales se
quejan de que sus industrias no pueden competir con los
chinos en producir tecnologías ecológicas, porque las
compañías chinas consiguen apoyo financiero de su
gobierno. ¿Pero qué hay de malo en esto? ¿Por qué
Occidente simplemente no sigue a China y hace lo mismo?
Pero China no es ningún Singapur (tampoco lo es, para tal
caso, Singapur): no es un país estable con un régimen
autoritario que garantiza la armonía y mantiene el
capitalismo bajo control. Cada año, miles de rebeliones de
trabajadores, granjeros y minorías, tienen que ser
sofocadas por la policía y el ejército.
No sorprende que la propaganda oficial insista
obsesivamente en la noción de la sociedad armoniosa: este
exceso mismo da testimonio de lo opuesto, de la amenaza de
caos y desorden.
Se debería tener en mente la regla básica de la hermenéutica
estalinista: dado que los medios oficiales no informan
abiertamente sobre los problemas, la manera más confiable
de detectarlos es buscar los excesos compensatorios de la
propaganda estatal: cuando más se celebra la “armonía”,
más caos y antagonismo hay en la realidad. China está
escasamente bajo control. Amenaza con explosionar.
(*) Slavoj Žižek, filósofo y psicoanalista nacido en
Liubliana, Eslovenia, 1949. Su obra trata de integrar el
marxismo con el pensamiento de Lacan.